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La noche sobre Europa

La libertad

Capítulo XIV

Livia Felce
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M-4 tank, Ft. Knox, Ky.  (LOC)

En cada nuevo problema venía gestada su solución; ya casi era una rutina encontrarla: después de todo lo padecido, ahora llegaba a una ciudad para empezar a vivir, vislumbrando un futuro que hasta ayer se hacía esquivo. Revolcado por un viento irascible durante aquellos terribles años, por fin pisaba tierra firme. La calma aparecía como un don, como un estar y ser en armonía que se proyectaba en un futuro promisorio. La ilusión no permite que uno muera mordiendo el pasto que le roza la cara. La ilusión levanta cada mañana el cuerpo hambriento, desarrapado, para lanzarlo a una meta. La ilusión es nuestra columna vertebral; sin ella yaceríamos en la primera caída.

Había muchos otros como yo, recién llegados, que también deambulaban por Bruselas. Buscaban entre la gente una mano amiga, un rostro, alguien conocido al menos. La ciudad se me antojaba como un enorme anden de ferrocarril, donde cada uno esperaba encontrar entre la multitud al ser querido que bajase del tren.

Caminaba alrededor de la Gran Plaza, mirando el tapiz de minuciosos canteros y flores ordenadas. Mientras me fugaba en los arabescos floridos, alguien me tocó el hombro.

—¡Hola, amigo!

—¡George, qué alegría! —nos abrazamos—. ¿Sabías que estaba en Bruselas?

—Me lo dijeron en la iglesia: al terminar la misa, como de costumbre, me quedé charlando en el atrio intercambiando novedades con los compatriotas, viejos residentes. Los viejos lo saben todo. Luego salí a caminar y... ¡te encontré!

Contentos de volver a vernos después de la separación en Italia, caminamos dispuestos a hallar un lugar donde vivir. Era difícil, pero menos que en Roma. Entre las idas y venidas, ya cansados de visitar pensiones, encontramos un cuarto y ahí pagamos un adelanto. Felices, salimos a la calle con otro ánimo.

El azar juega a las escondidas: a poco de andar, nos encontramos con otro amigo de la juventud. Casi no lo reconocimos: Petar, que había quedado en Yugoslavia, tenía un aspecto lamentable. Hacía días que había escapado, ayudado por compatriotas en un viaje tan inseguro como el nuestro.

Después de abrazarnos, contentos, fuimos a un bar a tomar un café.

—Desde el campamento —dijo— se veía la frontera con Italia: Trieste. Y pensé que podía llegar de noche corriendo a campo traviesa. Hacía la guardia con otros dos chicos en la misma línea, porque nos reclutaron a la fuerza como a Micha, ¿se acuerdan?, y a casi todos los que no luchamos con Tito. Guardábamos la distancia de unos doscientos metros entre uno y otro en la vigilancia nocturna. A mí a veces me ordenaban caminar entre los dos que tenía a cada lado, mientras un reflector abanicaba el cielo y el pasto. Los tres queríamos escapar, pero había que intuir la dirección exacta y pensar en qué tiempo podríamos correr sin ser alumbrados. Además lo debíamos hacer juntos: si uno sólo lograba salvarse, los otros pagarían con la tortura o, tal vez, con la vida. Estábamos empujados a ser libres de algún modo.

—¿Y, cómo lo lograron? —pregunté, mientras Petar pedía algo de comer.

—Verán: nos turnaban, no nos mandaban siempre al mismo lugar. Otra noche nos tocó un sitio a poca distancia del anterior. Nos decidimos en el momento. Ya cada uno había madurado la idea. No había opciones, no podíamos perder la oportunidad. No saben cuánta fuerza nace del apremio, cómo algo poderoso surge de las entrañas y te empuja más allá de las piernas doloridas y, boqueando, llegas a la frontera. Las luces de Italia simbolizaban la vida. Dejamos las gorras sobre los fusiles clavados en la tierra. Corríamos, nos agachábamos cuando el reflector buscaba enemigos en la sombra. Pero no era tan corta la distancia. Los ojos nos habían engañado. Una vez que nos aseguramos que la luz no nos perseguía, en vez de correr a lo loco con el corazón en la boca, hicimos trote, controlando el aire. La cuestión era llegar antes que nos lanzaran los perros cuando el sargento de serena hiciera la recorrida y notara nuestra fuga. Seguimos corriendo, y cuando llegamos a las barreras levantamos los brazos y nos tiramos en el piso a los pies de los centinelas norteamericanos.

—¡Qué valientes!

—El miedo te hace ser valiente, George. Bueno, nos detuvieron hasta el amanecer, y de ahí nos mandaron a un comando que nos arreó en camiones hacia el norte. Nos entregaron documentación de refugiados, nos dieron de comer los primeros días. Luego debimos acudir a los regimientos pidiendo ayuda. En fin, hicimos una ronda de mendigos, hasta que tras varios viajes llegué a Bruselas.

—Sí —dije—, muchos bordeamos precipicios. Pero estamos vivos, y eso es lo que importa. Pide algo más —agregué, señalándolo—, te ves muy delgado. Supongo que vendrás con nosotros: acabamos de alquilar un cuarto.

A los apurones, Petar comió un segundo plato de guiso de repollitos; casi engullía sin masticar.

—¡Pensar que antes tenía tanto! —dijo entre lágrimas.

Petar era hijo de un general que estuvo prisionero con mi padre en el mismo campo, en Onsnabrück, y que antes de la guerra fue mariscal de palacio —y bastante antes, en 1934, había acompañado al rey Alejandro, padre de Pedro Segundo, a Marsella, en donde sufrió el atentado—. Tenía frescas las huellas del desgajamiento: hambre, suciedad, sueño. Por supuesto necesitaba nuestra compañía, más fortalecida y entrenada.

Al llegar a la pensión, lo primero que hizo Petar fue bañarse. Le dimos la poca ropa que teníamos.

En menos de una semana, los tres nos inscribimos en la universidad y compartimos la vivienda. Además, George y Petar también consiguieron una beca de Suiza. De este modo comenzó una nueva etapa de mi ciclo, ya no de fugitivo, ahora de exiliado: óstrakon, óstrakon...

Un día descubrimos que podíamos comer en la Cruz Roja Belga, en donde las jóvenes de la sociedad trabajaban gratuitamente. Nosotros, como tres mosqueteros, enamoramos a tres hermanas: Josephine, Carolle y Brigitte. Todo empezó con la frecuencia de nuestras visitas casi diarias a comer, y tal vez haya influido nuestro aire donjuanesco de militares en vacaciones, porque los tres habíamos comprado uniformes norteamericanos. El máximo de su cordialidad fue invitarnos al château que los padres tenían en las afueras de la ciudad, a dos horas de viaje.

Pasamos allí una semana.

Brigitte me miraba con simpatía, más que a Petar y a George. Un día me hizo una invitación muy especial:

—¿No quieres remar en el lago, Gastón?

—Sí, con mucho gusto. Lo sé hacer muy bien: en casa tenía unos remos con resortes.

—¿Con resortes? ¿En el agua?

—Para practicar —dije, sonriendo.

—Ya me parecía que eras atleta. ¿Cuándo te parece que podrás?

—Si te place, antes de que se ponga el sol. Es la hora más bella, cuando la luz rojiza se repite en el agua.

—¡Además eres poeta!

—Amo la naturaleza, Brigitte, y pasé muchos veranos contemplándola. No hay color que no se pinte en las nubes, no hay sombra que no estiren los árboles sobre la tierra. Todo está alrededor de nosotros. Basta con detenerse a mirar.

—Es cierto, lo que dices me gusta mucho. Yo también amo la naturaleza. Prefiero mirar una puesta de sol a jugar a los naipes.

Naipes. Recordé inmediatamente a mi madre, a quien tanto le gustaba jugar.

—Disculpa —dije—, ¿alguien juega a las cartas aquí?

—Oh, sí: mis padres y sus amigos. Pero a nosotras no nos permiten.

—Me parece muy bien. Eso es para gente mayor que ya lo vio todo y necesita llenar su tiempo.

Por la tarde, después de descansar del almuerzo, mientras las mucamas trabajaban en sus cosas, Brigitte y yo subimos a un bote para dar un paseo por el lago artificial del château.

Empuñando los remos, hundiéndolos en el agua, sentí que la vida retomaba una corriente que hacía tiempo nos había pasado de largo. Y me pregunté si vivir estos placeres cotidianos era lícito, si era un premio por haber sorteado penurias. ¿O acaso significaría sólo un tiempo intermedio? Nadie tenía la respuesta.

Brigitte me sonreía feliz en la proa del bote, que se deslizaba suavemente. Los demás esperaban su turno en la orilla, tomando sol con los patos que se atrevían a chapotear en las cercanías. Metidos en la irrealidad de un sueño, nos dejábamos llevar por aquellas tres hadas que cumplían nuestros deseos.

Ese domingo fue un día feliz, después de muchos que se habían rasgado con la incertidumbre, la amargura, el miedo. Antes hubiera sido un día común. Pero nada había sido común desde hacía varios años.

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Copyright ©Livia Felce, 2005
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Fecha de publicaciónSeptiembre 2007
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