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La otra mirada

Livia Felce
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaTiffany’s, Nueva York

Danila apareció en la fiesta con un traje de terciopelo negro ajustado, que la hacía parecer más alta, y un collar que atraía la atención asombrada y curiosa de todos los presentes. Cuando se quitó el tapado, el refulgir de la piedra central, apoyada dócilmente sobre la base nacarada de su cuello, titilaba. Era imposible no percibir sus destellos en cualquier movimiento. Aturdía verlo. No se podía sostener la mirada de ese ojo impar que emitía rayos, como chispas que herían, rozando tal vez lugares escondidos. La misma perturbación había sentido Danila cuando lo vio y Ricardo cuando lo compró para festejar el décimo aniversario de la boda.

En la casa Ricciardi adquirió algo único para su esposa, una joya que no era común, que tenía historia. El encargado de lograrlo fue el propietario de la joyería quien pidió a Tiffany un diamante regio. Había pocos en el mundo que salieran a la venta. El Kohinoor estaba en la torre de Londres, entre las joyas de la reina; el Regente, en la espada que usó Napoleón para su coronación; el Orloff, de Catalina de Rusia, en Moscú, y los demás en manos de príncipes y jeques. Sin embargo la gestión dio su fruto. Un fax recibido en Buenos Aires decía que el Pitt estaba en manos de un noble inglés que tenía apuros económicos: le resultaba imposible pagar el seguro y la custodia de un brillante que estaba por llevarlo a la pobreza.

De la pobreza había sacado a su familia cuando en 1792 un antepasado suyo lo encontró, envuelto en un trapo, en un rincón de la taberna de Macy’s. Con la venta del brillante compró una mansión, carruajes, servidumbre, relaciones, un título de caballero y una esposa noble. Ella volvió a comprar el brillante que sólo lucía en las fiestas de palacio en que la nobleza se adornaba al igual que los caballos se enjaezan para un desfile. La esposa de aquel antecesor lo usó en pocas ocasiones: la primera para el cumpleaños del rey; ese día los caballos se desbocaron y el carruaje resbaló sobre sus varas atascándose entre las piedras del camino; la última, el día en que murió su esposo y recibía el pésame de las amistades. Se lo había puesto, escribió en su diario, para alegrarse con su brillo y no dejar que la pena la llevara a ella también. Al poco tiempo el diamante pasó a manos de su hija mayor. Su madre había hecho engarzar la piedra en un broche que lucía sobre el pecho, pero ella prefirió hacerse un collar. Lo llevó una sola vez y dicen que, espantada, lo guardó y prohibió que nadie lo usara. Todos creyeron que eran manías de un carácter nostálgico y taciturno que a veces caía en raptos de ausencia. No se habló más del brillante, nadie más lo vio, y pasó como herencia con el tácito recuerdo de la prohibición y una historia que comenzó a agrandar detalles y situaciones. Hoy nadie cree en los maleficios, sin embargo la leyenda le agregaba una dosis perturbadora de incertidumbre. «Pero los objetos son eso, nada más», dijo Ricardo cuando se enteró por el joyero, del tipo de pieza que pensaba adquirir.

El rostro de Danila tenía la palidez de la tarde, en donde chispeaban sus ojos negros. La delgadez, su andar suave, la voz susurrante, imponían una presencia envolvente. Ricardo la amaba.

Cuando vio el collar por primera vez, el día anterior, sintió un estremecimiento. Alabó a la naturaleza por su larga paciencia para crear belleza, para que algo que elabora en sus entrañas brille con tanta luz. Dejó el collar sobre el tocador y se sentó a mirarlo. Mientras, anochecía. Al principio creyó que eran sus ojos, detenidos sobre la piedra, los que dibujaban una fantasía, pero luego notó que una luminosidad rompía la penetrante sombra del cuarto. Quedó arrobada, como ante un milagro. Encendió la luz. Se puso el collar y se miró en el espejo. Vio que resaltaba su belleza: la piel era más blanca, los ojos más brillantes, la mirada más profunda. Pero de pronto tuvo un mareo, como si una visión fugaz la hubiera atropellado. Se sentó, buscando apoyo, volvió a mirarse en el espejo, y se quitó el collar. Luego bajó lentamente las escaleras para ir a cenar.

Cuando volvió con Ricardo, antes de encender la luz, ella dijo:

—Esperá, fijate en la piedra.

—Está oscuro, ¿cómo querés que la vea?

—No, tiene un resplandor, un aura blanca, nunca había visto algo igual. ¿No será una piedra fosforescente?

—No, es un brillante, de los más grandes, es el Pitt, digno de una corona. Es una de las mejores inversiones que he hecho.

Danila apenas escuchó, atraída como estaba por el collar. Se lo volvió a poner y giró sonriente hacia su marido, cuando enmudeció, mirándolo, hasta que se decidió a preguntar:

—¿Por qué tenés que llamar a Mariquita?

—¿Mariquita? ¿Quién? ¿De qué hablás?

—No sé de quién hablo, pero sí que tenés que llamarla.

—Ah, son cosas de oficina.

—No lo creo —dijo ella, quitándose el collar.

En vez de acostarse, bajó a la biblioteca y cerró la puerta tras de sí. Sobre el tema había pocos libros para consultar, pero encontró unas notas de Madame Blavatsky sobre el poder que algunas piedras tienen sobre ciertas personas, capaces de captar, por alguno de los sentidos, una información inaccesible.

Volvió a la cama. Necesitaba descansar, al día siguiente sería la fiesta en el Jockey Club.

Apenas traspuso la entrada al salón y se quitó el abrigo, todos volvieron la mirada hacia ella. Danila, en cambio, tenía los ojos puestos en un punto lejano, como si no estuviera ahí. Ricardo le tomó el brazo y le preguntó:

—¿Te sentís bien?

—No lo sé.

Detuvo sus ojos en unas flores que adornaban la mesa. Se sacudió, se llevó la mano al cuello y al tapar la piedra, la imagen desapareció.

—Por favor, alcanzame el chal que traje con el abrigo, siento frío en el cuello.

Danila recuperó su fisonomía, se acercó a saludar a los anfitriones y participó, con cierto escalofrío, de la reunión, porque se dio cuenta de que si corría el chal que cubría la piedra, podía saber otras cosas. Que las paredes se iban deshojando de pinturas y revoques, hasta que quedaban desnudos ladrillos atravesados por cañerías, como si fueran tripas por donde corrían líquidos o hilos delgados de luz. Giró la cabeza hacia la salamandra, y detrás de la portezuela de mica vio los chisporroteos de la madera en ascua deshacerse en polvo, en ceniza. No eran sus ojos los que veían cada vez que miraba y atravesaba el confín de las cosas visibles. Volvió a cubrir la piedra, recordó la primera impresión que le dio ver las flores al entrar. No había visto sino filamentos sumergidos en el agua del florero, en donde se movían agitados, pequeños, minúsculos devoradores. Tomó una copa de champagne. La orquesta tocaba valses vieneses. Sintió que una fuerza la empujaba a mirar, como si llamara a una puerta prohibida. Algo la seducía. Se propuso no gritar aunque lo que viera fuese horrible. Se quitó el chal. Antes le habían repugnado las miasmas en el florero, pero ahora veía a su esposo en sus vísceras y el recorrido de los alimentos rodar por túneles oscuros que se movían como serpientes. Sus huesos desnudos, los ríos de flujos barrer en oleadas infinitos conductos y laberintos, y lo que era peor sabía lo que pensaba. Podía ver sus pulsiones, sus amagos de ideas y sus rechazos a expresarlas, podía conocer sus mentiras antes de que las dijera, y podía ver como sus vasos sanguíneos fluían hacia el rostro más sangre para sonrosarlo, y cómo él hacía un esfuerzo para controlarse. Veía su corazón agitarse más, sacudido, como por un galope, como si una tormenta se anidara, y después, de a poco, calmarse, hasta ser el dócil corazón, el rítmico castillo de la vida, cuando bebía una copa. Sí, cuando lo veo, tiemblo. Yo también me sacudo, mi corazón parece volarme por dentro, se me escapa en las venas y me laten el cuello, las sienes, las manos. Por un momento me siento extranjera en mi cuerpo y no sé cómo volver a armarlo para que me cobije, y me deje respirar y mirar sin sentir latigazos y visiones radiográficas de todo. Me aturde y ya no sé con quién estoy, ni cuál es el rostro de las cosas. Toda apariencia se esfuma y queda la carcasa. Todo en su hueso, en su andamiaje: desde una mosca hasta una rosa, pero ésta es la única que sobrevive al desnudo, porque su matriz es aroma. Veo un centro de vapor que fluye desde un hilo blancuzco y se expande en el espacio, más grande que la flor. Lo único que sobrevive al desencanto es el perfume de la rosa. Todo lo demás me espanta, me enfrenta con los esqueletos, con la armadura del mundo y no hay lugar para la ilusión, para la fantasía.

Un grito desgarrador interrumpió la fiesta. Danila con los ojos desorbitados corrió hacia la salida, manoteando para que la dejaran pasar. Mientras, todos quedaron inmóviles, sin parpadear. Llegó a la escalinata, se derrumbó y como un enjambre se acercaron a ayudarla.

Después de unos días, Danila emergía del pánico, aún con temblores y silencio. Nada era igual. Ya no podía ser indiferente a la trastienda de las cosas. Ahora intuía, aunque no la viera, la maraña insincera que sostiene las apariencias y podía descubrir en las arrugas y en los silencios las costuras de las máscaras.

Se pusieron de acuerdo. Ella tuvo la idea, no obstante, él vaciló. Había sido una gran inversión. Pero, según ella, era el único modo de anular un poder, de segar una tradición y de restablecer su propio equilibrio.

Subieron al barco en la dársena sur y fueron al salón comedor. Él le tomaba las manos y ella se dejaba mimar, ausente. Esperaba el momento para sentirse liberada. Después de cenar, cuando el barco estaba en lo ancho del río, salieron a la cubierta, casi sin pasajeros en esa época del año. Él llevaba un maletín, al que había llenado con piedras, para que dócilmente reposara en el lodo del río. Lo apoyó en silencio sobre la baranda, y, como en una ceremonia, lo empujó. Del otro lado la negrura era total, sólo el suave golpe del agua suponía un límite en la garganta oscura de la noche. Ella misma había puesto el collar. Ése era su sitio: regresar por algún resquicio a su origen, para que el tiempo volviera a estrujarlo en siglos de sales y sueño. Caminó unos pasos, sin volverse, aflojó una cadena de la borda y también desapareció en la ceguera de la noche.

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Copyright ©Livia Felce, 1998
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Fecha de publicaciónEnero 2004
Colección RSSFabulaciones
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