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De regreso

Livia Felce
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Cuando cayó de bruces había agotado su resistencia. Estaba a unos metros del rancho de aquel hombre cuya fama se conocía hasta el confín de la provincia, donde los esteros hacían difícil el viaje. Pero se animó. Viajó leguas a caballo hasta que dejó al animal exhausto a orillas del río y desde allí anduvo a pie por caminos terrosos, desérticos. La luz del sol arremolinando el aire en un sopor pegajoso, lo acompañó dos días. A la distancia algunos animales, bajo la sombra, esperaban empecinados después de andar la planicie abrasadora. Por el arroyo seco, como pecho de vieja, cruzó la manada, mientras él seguía por esos campos, dejando el aliento en cada paso.

Sin alivio comenzó la tarde a morder el horizonte.

Don Toribio lo encontró boca abajo. Lo dio vuelta, miró sus ojos entornados y ausentes, palpó su corazón y decidió que aún tenía resto. Llamó a su nieto y entre ambos lo entraron al rancho. No era la primera vez que alguien caía a su puerta para morir.

Lo pusieron sobre un camastro. Le aflojaron la ropa y le limpiaron la cara. Era un hombre joven aún, de piel oscura. Apenas movió la cabeza cuando la mano curtida y liviana de don Toribio lo calmó como a un chico. En el fogón, como siempre, hervía agua en la olla oscura. El viejo fue a preparar un yuyo. Tomó un puñado de una bolsa (sus dedos sabían cuánto) y lo echó en una lata vacía que servía de vaso. Le agregó agua hirviendo y lo tapó. Había que esperar.

Afuera el aire era más fresco. Don Toribio se sentó en un banco cercano a la mesa, a la luz de un farol.

Como una boca negra la noche se tragó la pampa.

Don Toribio empezó a rezar en voz baja. De vez en cuando bendecía con un gesto de la mano el cuerpo tieso del hombre. El muchacho lo miraba de reojo, como para ir sabiendo qué hacer cuando a él le tocara el turno. El viejo ya le había dicho: «Cuando yo muera, usted ha de continuar con mi trabajo. Vaya aprendiendo.» Y el mozo miraba con ojos de entenderlo todo, aunque dudaba. Como si don Toribio le leyera el pensamiento, le dijo:

—Fijesé, este hombre tiene un despecho muy grande. Ese veneno le enfermó la sangre. Es triste no ser correspondido, pero por eso no hay que morirse. Lo que está sudando es toda la rabia junta. Hay que dejarla salir y después le doy la infusión de a traguitos.

Al salir el sol, los chingolos soltaron su primer canto mientras la tierra se asomaba a la vigilia iluminándose, y el aura blanquecina, que cubría los pastos, como un gran bostezo subía lentamente. Don Toribio ya en pie, se acercó al forastero, que azonzado por la fiebre, ni sabía dónde estaba.

—Cuando un hombre se afloja se arrima al gurí que fue y a manotazos busca ayuda —le comentó.

Juancho vio que afuera la luz se desparramaba sobre el pasto.

—¿Usted es don Toribio? —preguntó, y el viejo asintió con una sonrisa de dientes pardos y otros ausentes.

—Ya está curado —le dijo. Lentamente siguió—: Pero tiene un precio: no va a querer más a una mujer y va a andar solo, sin rancho ni arraigo.

Hizo una pausa y sentenció:

—Tenga cuidado, que la traición de una mujer no asome en el facón, buscando revancha.

Juancho miró a su alrededor. Poco a poco recordó cómo había llegado y el motivo ya no le apretaba tanto el pecho. Sentía el cuerpo flojo, desganado. Se quedó mirando el día, como si fuera prestado. Pensó que tenía que buscar su caballo y después se largaría a andar solo. Tal vez en algún entrevero se dejaría caer cuando se cansara.

El muchacho le acercó el mate y unas galletas que compartieron, mientras la luz desmadejaba las sombras en el rancho.

Al día siguiente parecía otro hombre. Como si hubiera vuelto a su medida. Las pocas palabras del viejo le rondaban. Una idea, como espina, lo irritaba: No era de hombre agacharse. Había estado flojo, pensó. Y eso no era lo que le habían enseñado.

Don Toribio le prestó su zaino para el viaje. Juancho partió. El camino de regreso resultaba más breve al galope. Hizo el cambio de caballo y sin dudarlo siguió. Atravesó los mismos campos secos, el mismo suelo calcinado. El sol, como horno de pan calentaba el borde lejano de la tierra. Parecía faltar poco. Había desandado el camino como si se hubiera dejado llevar por el instinto del animal, sin variar el rumbo. Tenía la seguridad de encontrar a la mujer con el otro. Dejó el caballo atado a un árbol y caminó el trecho que lo separaba del rancho. Apartó de un manotazo la cortina de flecos y se cuadró a contraluz en el marco de la entrada. Ella pegó un grito, como si hubiera visto a un fantasma, y el hombre que la acompañaba fue hacia él. Los dos salieron al campo, bañados todavía por una luz rosada. Juancho envolvió su brazo en el poncho, mientras el otro sacó el facón del cinto y empezó a tajear el aire con destreza. En el silencio ella corría entre los dos para separarlos. Es sabido que no se puede interferir en un duelo, que uno de ambos ha de caer. Pero ella se interpuso en el mismo momento en que el puñal de Juancho iba a clavarse en el pecho del hombre. El cuerpo de la mujer se desplomó con un gemido sobre la tierra. El otro aprovechó la sorpresa para arremeter contra Juancho. Le metió con certeza el facón en un costado y lo vio doblarse. Y cerrar los ojos. La noche cayó como un mazazo sobre los cuerpos, mientras la luna enrojecida empezaba a curiosear desde lejos, a ras del horizonte, como otro sol.

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Copyright ©Livia Felce, 1998
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Fecha de publicaciónSeptiembre 2003
Colección RSSLas excepciones cotidianas
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