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La noche sobre Europa

El ataque

Capítulo III

Livia Felce
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M-4 tank, Ft. Knox, Ky.  (LOC)

Tadia, mi fiel amigo, me dio las indicaciones.

Cuando el tren llegó a destino, se abrió ante mí una pequeña aldea moteada de aleros esparcidos entre el follaje. Ubiqué rápidamente el sendero, que me condujo hasta un puesto escondido en la ladera montañosa, camino a Ravna Gora. Ocultos en los arbustos, desde una carpa vigilaban a los transeúntes cercanos. Yo conocía la contraseña: un pañuelo blanco que llevaba en mi bolsillo bien a la vista, cerca de la solapa de la campera. Tadia me había dicho que mi destino era un regimiento cerca de Umka. El vigía me indicó mi nuevo contacto. Fui en su busca: el hombre me llevaría hasta el batallón de morteros al que me destinaban.

Yo iba a pelear, ansiaba la lucha. ¿Sabía qué era eso, como dijo mi madre? No. Era muy joven y no estaba entrenado en la violencia; en cambio, había tenido cuidado y amor: me habían formado para ser libre. Así llegué, enamorado de mis ideales; un cruzado emprendiendo la campaña de su vida como si tuviera el pecho de acero. Enaltecido otra vez por una vehemencia que había supuesto perdida, quería liberar a mi país. Aún creía en el valor, en las ideas. Mi savia deseaba brotar en heroísmo. Así llegué. Simplemente, creía.

Me presenté ante el capitán, un joven alto y delgado como sombra de la tarde. Después supe que era médico.

—¿Quién lo recomienda?

—Tadia Tadich, amigo de nuestra familia. Mi padre es prisionero de los alemanes y quiero colaborar con el General Mihailovich. Aquí están mis documentos.

Los miró con atención y me respondió:

—Pase al otro galpón y vea al sargento. Él le dirá qué hacer.

—Bien, capitán —quise darle la mano pero él hizo la venia, y yo torpemente lo imité.

Caminé junto a un soldado que me indicó al sargento: de pie, como esperándome, un muchacho algo mayor que yo.

—Bienvenido, joven voluntario —dijo—. Aquí se saluda a los superiores con esta venia —me hizo la demostración—. Ahora puede tomar un uniforme de los que hay en ese perchero y se lo pone para el entrenamiento. Ésa será su ropa con nosotros. Lo que lleva puesto lo guarda en su valija. Puede ir hasta la barraca con el soldado que lo acompaña y elige una cama. Recuerde que siempre debe quedar bien hecha. Luego de la diana, tiene dos minutos para levantarse. En un depósito están las armas. Cuando regrese, le darán un fusil de entrenamiento —volvió a examinar mis papeles—. Leo que es estudiante…

—Sí, mi sargento —dije, temiendo que no le gustase tal condición.

—Y por lo tanto… como estudiante, no conoce de las cosas más que la teoría.

—Sí, mi sargento.

—Pues bien, aquí aprenderá.

Asentí, sin querer pensar a qué se refería exactamente.

Seguí al soldado hasta el galpón. Dejé abierta mi valija para guardar la ropa que por un tiempo no usaría. Me vestí de fajina, puse la valija bajo la cama. El guía me llevó hasta un túmulo cubierto de ramas. Él abrió un claro, se metió con una linterna y al poco tiempo salió con un fusil.

—Tu arma —dijo, exhibiéndola ante mí—. Un Lee-Enfield. Lo debes cuidar como el oro. Hoy ya terminó el entrenamiento, pero mañana por la mañana es lo primero que hacemos después del desayuno. Lo llevas como tu sombra a todas partes. Cuando precises balas, informas al sargento. ¿Entendido?

—No sé cómo llamarte, no sé si tienes grado...

—Soy soldado como tú, pero llevo más de un año aquí, de modo que soy cabo, ayudante del sargento. Es el único en esta zona. No te puedes confundir. Ahora podemos tener un rato de descanso y luego la cena. Si quieres, podemos caminar para que conozcas el área. Te informo que, cuando te dirijas a mí, deberás decirme: «Sí, mi Cabo».

Una noche, después de un corto entrenamiento, hice mi primera guardia de cuatro horas. Defendíamos una colina boscosa, que por su elevación servía de mirador. Empezó a llover. Bajo el peso del agua, las hojas de los árboles añadían sonidos a la lluvia. Algunas ramas crujían, y yo no podía distinguir si alguien caminaba: todo se había asimilado a la tormenta y me confundía. Esforzaba los ojos para penetrar la oscuridad, porque sólo los relámpagos alumbraban los árboles como espectros. La lluvia caía sobre mi capote, me lavaba la cara y formaba un charco a mi alrededor. Estaba solo. Tres horas atento, tratando de ser fuerte, luchando contra el temblor de mis piernas. Invocando mi heroísmo. Caminé unos pasos apenas, cuando alguien me tocó el hombro. A tumbos salió la contraseña de mis labios. Era el sargento, que me anunciaba el relevo en poco tiempo más. «Vamos, Gastón… ¡todavía no peleaste y te tiemblan las piernas! ¿No querías hacer algo por tu patria?» Mi diálogo interior seguía taladrándome en esa soledad. «Ésta es una situación real», me contestaba la voz. «De aquí saldrás fortalecido.»

¿Qué había hecho para estar ahí? ¿Por qué me arrancaron de golpe toda la vida proyectada, todo el futuro? Al menos el pasado no me lo podrían quitar. Y me fugué hacia los recuerdos para entibiar una noche tan negra. Cuando Tata terminó de construir la casa en Belgrado, nos mudamos y entonces comenzó nuestra vida social y luego la amistad con el joven rey Pedro Segundo: mi hermano y yo y otros estudiantes fuimos elegidos por nuestras calificaciones, entre algunas familias de la ciudad, para compartir sus reales juegos, deportes y bailes. Pedro vivía encerrado y nos hacían gracia sus travesuras. Un día en que lo buscábamos por todo el palacio, él se había escondido en el baño a comer sandía. Por supuesto apareció cubierto de semillas y su camisa parecía ensangrentada. Corrió a cambiársela mientras la institutriz le reclamaba compostura. En otra ocasión lo veíamos, engrasado, desarmar el motor de un coche que luego hábilmente recomponía. Pedro era como un pájaro enjaulado que se las ingeniaba para fugarse. Llamaba a Milos, su custodio, que le tenía paternal afecto, y con él acordaba ir de paseo al enorme parque Topchider. Ambos se vestían de civil y subíamos al coche que él manejaba. Atrás íbamos Bob y yo. Al llegar a la garita, se levantaba la barrera y, ya en la calle, Pedro se reía pensando en el revuelo que causaría su ausencia. Todos éramos cómplices de su breve libertad. Cuando ya se había cansado de trepar árboles y de comprar golosinas, regresábamos. La reina María, su madre, entre enojada y sonriente, le decía: «¡Otra vez, Pedro!», y él sabía que no sería la última, que otro día querría ir a los bosques de Kosutnjak.

Nada hacía presagiar un cambio en esos días. Sin embargo algo marcó la diferencia: cuando los alemanes bombardearon Belgrado, Pedro huyó a Inglaterra sin despedirse; me costó entenderlo.

Un relámpago me sacó del recuerdo. Vino el relevo. Otro soldado. Otro muchacho como yo. Le pasé la soledad de la noche, el miedo, las dudas. Como si la lluvia me hubiera lavado de sueños y hubiera quedado desnudo.

Aprendí a soportar situaciones desconocidas para mí: el gruñido del hambre, el frío, el temblor del miedo. Aprendí a dormir en zanjas con una piedra por almohada. Veía, sin esperanzas, nacer el sol; pero el nuevo día me decía que aún estaba vivo.

Llegó la noche en que recibimos la orden de preparar las armas. Al amanecer nos movilizamos. Por senderos de lomas y prados llegamos hasta la orilla de un río, jadeando, arrastrando los morteros. Sin descanso armamos nuestra posición, la munición lista, a la espera del alerta. Los de infantería ya cruzaban en unos botes el río manso, cuando al llegar a la otra orilla oímos «¡Fuego!». Apenas un sol escurridizo alumbraba la operación contra un regimiento de Tito. Nuestra infantería logró llegar, y en sangrienta pelea hicimos que se replegaran. Yo, con el cuerpo de morteros, disparaba más allá de la línea de combate.

Ya el sol estaba radiante cuando el capitán dio por terminada la operación. Los de infantería quedaron del otro lado del río, buscando reponerse. Emprendíamos el regreso al campamento, cuando divisamos una columna de vehículos.

Eran camiones, camiones alemanes.

Protegidos por la colina, abrimos fuego. Un grupo de los nuestros, en una operación comando, se apoderó de los camiones: mientras los alemanes corrían a refugiarse entre las matas, nosotros los despojamos de cuantas armas pudimos: fusiles, cajones con municiones; el botín que nos hacía falta —los aliados se habían vuelto mezquinos con su apoyo.

Me había sentido un león en medio del combate. Pero luego, cuando hacía las guardias, pensaba en la insensatez de estar ahí empuñando un arma a la que temía. Por suerte no debí dispararla más que en los entrenamientos y en ese amanecer de combate. Siempre me pregunté si habría herido a alguien. Pensaba que, en situación de defenderme, tendría que hacerlo: apretaría el gatillo; sabía que la fuerza del instinto sería más fuerte que mi idealismo de hermandad universal. Y ahí estaba la trampa: que viviera yo no era más importante a que viviera el enemigo. Sólo éramos títeres de los poderosos que lo habían resuelto en sus escritorios: debíamos destrozarnos entre perfectos desconocidos. Todos amamos las actitudes valientes, los hombres audaces, y no reparamos en el que tiembla para vencer el rechazo a la agresión, o en el que se angustia por tener que matar, por hacer un canje para vivir. Es una regresión a estados primarios del alma humana: el miedo y la furia. En esa franja oscura se resuelven el valor o la cobardía, el heroísmo o la traición.

Por supuesto, ante el horror cotidiano, algunas palabras dejan de tener sentido. ¿Paz? ¿Libertad? ¿De qué hablarán, después, los comandantes y los jefes de Estado cuando se reúnan para hacer tratados, para organizar la paz? ¿Pensarán en mí, en los muchachos ajenos? El desencanto se instaló en el lugar que ocupara la esperanza. Pero algo se me hizo claro: no quería morir en la guerra.

Llegó el momento en que reconocí que todo era inútil. Si no comprendí por qué Pedro escapó a Inglaterra, menos entendí su mensaje desde la BBC de Londres. Aquella noche, en el campamento, escuchábamos como siempre la emisión inglesa. Desde su lejano y confortable refugio, mientras yo tomaba mi sopa en el jarrito de lata, me llegó su voz. Sonaba diferente, como si Pedro ya no fuera aquel joven alegre que conocí:

—Ciudadanos serbios —dijo—, les habla Pedro Segundo. Les pido que no luchen contra Tito: es nuestro amigo para vencer a la maquinaria nazi...

—¿Cómo? —dijo un soldado cerca de mí.

—No puedo creerlo —dijo otro.

—Sin embargo —dije—, es su voz.

—Sí, pero seguramente debe de estar leyendo lo que Churchill le ha dictado.

—¡Claro, Stalin es su aliado del alma! ¡Todo se maneja por la conveniencia!

¡Qué desamparo total! Pedro no parecía el mismo con el que había compartido juegos y bailes. ¿Qué había hecho con sus ideas? Yo, y tantos, estábamos luchando por él, por la democracia que conocimos, por la libertad en que habíamos vivido.

Draza Mihailovich, más triste que nunca, comprendió que al final quedó solo. Pasó la noche cavilando. Vi luz en su tienda. Por la mañana, en la formación, ya no pronunció una arenga sino estas palabras terribles:

—Muchachos valientes, que con pocos medios hicieron mucho más de lo que esperaba, saben que la ayuda disminuyó en los últimos meses y no queremos ser salteadores. Nosotros somos soldados de la patria ocupada y hoy traicionada. Yo no tengo más armas para lograr una victoria. Los dejo en libertad, pues los aliados nos han abandonado. Pueden regresar a sus hogares. Serán bien recibidos. Les agradezco el amor que han demostrado. Gracias.

La situación política internacional se había revertido. Los aliados, que antes nos apoyaban, ahora se habían convertido en nuestros enemigos. Las condecoraciones con que ellos habían homenajeado a Mihailovich carecían de valor frente a la presión soviética. Las órdenes eran claras: debía cesar la resistencia contra Tito, debían abandonar a nuestro líder. Así lo hicieron los aliados, y entonces vimos caer paracaídas con pertrechos y ayuda… ¡sobre los campos en que Tito combatía!

Acababa yo de conocer el rostro de la política, de la política miserable que juega con los pueblos y los hombres como si fuesen meras piezas de dominó. En ese momento la náusea ocupó el lugar de los ideales. Tiempo después, Tito fusilaría a Mihailovich por «traidor»; y esto sin permitir testimonios en su defensa, por parte de los muchos pilotos norteamericanos que, habiendo caído en nuestro territorio, fueron devueltos sanos a sus bases. Y más tarde los aliados se repartirían Europa como una horma de queso, sin gratitud alguna. Cuando un hombre queda solo, no hay verdad que lo defienda. Su muerte es doble.

Una noche, cuando Tadia se me acercó para relevarme en la guardia, me pasó un papel arrugado. Estaba escrito en polaco, y también en serbio:

Tengan miedo, escapen, en Varsovia nos están matando como a ratas.

Boris

Seguramente el tal Boris escapaba de algo siniestro y, a medida que cruzaba los campos nevados, alertaba como podía.

Pronto supimos que, por esos días, cuando Mihailovich nos liberaba de nuestros deberes patrióticos —enero de 1943—, también fue doble la muerte para los judíos que se habían levantado en el gueto de Varsovia. La primera fue una muerte lenta, de hambre sistematizada: les estaba prohibido comerciar con carne, huevos o grasas; tan sólo podían comprar dos kilos de pan por mes. El decreto Nacht und Nebel, «Noche y niebla», en septiembre de 1941, confinó a los judíos en Polonia, arrancados de la Europa ocupada. Pero como la inanición era un medio demasiado lento, según el gobernador Hans Frank escribió en su diario, había que tomar otras medidas: «Donde quiera que estén los judíos debemos exterminarlos.» En enero de 1942 surgió del genio nazi la «Solución final». Y los campos de exterminio compitieron siniestramente para borrar de la tierra a los judíos. El gueto de Polonia, en el centro de Varsovia, al principio atestado, se fue despoblando. Por la calle Stawski, cada mañana, partían siete mil almas con destino desconocido. Muchos creían que iban a campos de trabajo, escapando a la superpoblación del gueto y al dolor del hambre. Cuando la resistencia polaca informó a los ingleses sobre estos hechos, no lo creyeron. Era sólo un rumor de un pueblo oprimido. Los judíos, dispuestos a morir luchando, formaron en la calle Mila el gobierno de la desesperación; fabricaron bombas Molotov con explosivos y gasolina que encontraron nadie sabe dónde. Esto desorientó a los alemanes, que se tomaron unos días para enfrentar la situación. Cuando volvieron a cruzar el portón, bajo el fuego que caía de los techos, atacaron con cañones primero y luego con lanzallamas; incendiaron casa por casa, hasta los sótanos y alcantarillas, como quien desratiza una granja, y no pararon hasta hacer estallar la sinagoga. Los judíos que no murieron en el fuego fueron llevados prisioneros a los campos de muerte. Tiempo después, la insurrección polaca en Varsovia, en agosto de 1944, se desangró peleando como fieras, tanto hombres como mujeres, contra los alemanes. Stalin no les envió un cartucho, ni un avión que tenía a pocos minutos de la ciudad. Dejó a los alemanes hacer un trabajo que él ya había planeado: limpiar de adversarios el país, y así evitarse otra masacre como la de Katín. La BBC informó que bajo los abedules del bosque de Katín yacían diez mil oficiales polacos, prisioneros de los rusos en 1939, luego fusilados. Los americanos tampoco quisieron ayudar a la insurrección polaca para no molestar a Stalin. No hubo ayuda para los que se sublevaron bajo la ocupación alemana o soviética. Occidente, como Pilato, se lavó las manos. Y Polonia se tiñó de rojo: primero por su heroísmo, y más tarde por la bandera comunista.

Nuestro país ya estaba entregado.

Y debí reconocer que Mamá había tenido razón.

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Fecha de publicaciónOctubre 2006
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