https://www.badosa.com
Publicado en Badosa.com
Portada Biblioteca Novelas Narrativas globales
13/17
AnteriorÍndiceSiguiente

El tardío vuelo de la avucasta

Melancólico intermedio condal

Dimas Mas
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaSantiago de Compostela

Uno por lo menos, de mis casi tres meses de vacaciones, solía pasarlo en la Babilonia mediterránea. Aquí mismo, hospedado en esta misma habitación del hostal al que me he venido, esta vez en invierno, para respirar, hoy, un poco de libertad y para evocar, que no revivir, la libertad de aquellos años. Porque verdadera libertad es el anonimato que proporciona una urbe como estas eternas e inmarcesibles Barcedoma y Barcemorra: verdadera capital —¡la única entonces en la península!— del placer. Ningún barrio chino comparable al suyo. Y pura caricatura, los que he conocido, frente al esplendor de este dédalo de calles atestadas de ofertas tan variadas como los gustos de la demanda.

Supongo que, al margen de los atractivos que para mi esforzada caballería ofrecía la ciudad, también debió de picarme la curiosidad por conocer la cuna de mis lejanos antepasados familiares. No sufro yo, aunque estas líneas parezcan desmentirlo, de la pasión autobiográfica; de ahí que nunca haya hecho el menor esfuerzo por investigar si aún conservo lazos familiares aquí. De haberlos, intuyo que deben de ser lejanísimos.

La cuna en sí me cautivó desde la primera visita. Tanto que pueden contarse con los dedos de una mano los años que he faltado a mi cita veraniega con este puerto acogedor. Barcelona tiene las dimensiones exactas de la ciudad humanizada. Recorrer las calles estrechas y retorcidas, verdaderos intestinos, de su ciudad vieja, y hacerlo cuando el sol, ya en las últimas, se desparrama sobre las picudas torres de la Catedral, o sobre los macizos torreones de la basílica de Santa María del Mar, e inmerso en la brisa salitrosa que alivia de los solares agobios diurnos, es una experiencia sólo comparable a la que viví en el otro extremo de la península, en Santiago de Compostela. Aquí, sin embargo, no se respira aquel asfixiante aire clerical, de pebetero, de la ciudad del Apóstol. Allí pasea uno por sus calles y no deja de oír un fru-frú de sotanas húmedas y de percibir, por plazas y soportales, fugaces, esquivas y tonsuradas sombras orantes. En Barcelona, incluso en los aledaños de los templos, respira uno el industrioso afán de sus moradores; y se agradece el silencio distante de su carácter reservado.

Siempre me he alojado en el mismo establecimiento. Céntrico, a una manzana de las famosísimas Ramblas, limpio, tolerante, y discreto en cuanto a las visitas se refiere. Y estoy satisfecho. En realidad yo gozo en él de un estatus privilegiado. A pesar de mi congénita seriedad, o quizás precisamente por ella, las atenciones que me han dispensado siempre, en cualquier servicio, han excedido con creces las por mí conocidas en otros hospedajes. Es un tópico, lo sé, pero estoy aquí como en mi propia casa, ¡o mejor! Siempre, además, he ocupado la misma habitación, la 103, la «Bobadilla», como acabé diciendo yo también, contagiado del argot del servicio.

La «Bobadilla», así pues, es una sala espaciosa, con cama de matrimonio, un armario empotrado, cuarto de baño completo, una mesa con su silla y un balcón a la plaza que se abre a la izquierda de la calle, según se viene de las Ramblas. No es una plaza muy grande, pero sí muy animada, lo suficiente como para distraer una melancolía pasajera, una súbita murria de incierto origen, o como para saciar la sed simplona de un curioso.

La ciudad ha cambiado mucho de cuando vine a ella por primera vez, igual que cambian las generaciones que la habitan. Esta mañana, por ejemplo, cuando yo esperaba que mi querida Adelaida viniera a darme su entrañable abrazo de bienvenida, me he encontrado con una joven que, sin siquiera presentarse, enseguida me ha comunicado, como si la azuzaran, la mala nueva de su fallecimiento.

—«No dejes de decirle que le he tenido presente», me dijo una tarde, poco antes de...

—¡Una mujer extraordinaria! ¿La conocía bien?

—Era mi madre.

La revelación me turbó. Y ella debió de advertirlo, a juzgar por la mirada con que asistió a la torpe manifestación de mi pudor.

—¿He de suponerla, pues, al cabo de...?

—Así es. Y no tiene usted por qué avergonzarse delante de mí —me dijo con un aplomo que, si no impropio de su juventud, tampoco es conducta extendida—. Mi madre siempre le ha guardado un cariño especial...

—Adelaida siempre fue muy afectuosa. Y puede estar segura de que ese cariño tenía la más absoluta de las reciprocidades.

—Lo sé. Y le estoy agradecida en su nombre. Sé que recordarlo a usted la ayudó mucho cuando cayó enferma.

Aquella respuesta tenía todo el aire de un punto final puesto a regañadientes. Yo estaba tan sorprendido que no sabía cómo continuar. La observé unos momentos en silencio, tratando de solapar sus facciones con las de Adelaida, buscando un parecido que no encontré sino, si acaso, en la boca y el mentón. Quizás por eso le pregunté casi inconscientemente:

—¿Y su padre de usted?

—Eso ya es harina de otro costal.

—Comprendo. Me meto donde no debo, en lo que no me importa...

—¡Huy, no, nada de eso! Quiero decir que es una historia larga de contar y supongo además que muy aburrida, muy vulgar. Nada del otro jueves, la historia de un mal nacido como tantos...

A pesar de sus duras palabras había en ella, al pronunciarlas, una piedad que atenuaba el rencor; esa suerte de compasión femenina que mira a los hombres, tengan la edad que tengan, como niños irresponsables, caprichosos. Yo mismo me sentía mirado así.

—Adelaida nunca me dijo que tuviera una hija. Para mí ha sido una sorpresa absoluta el conocerla, se lo aseguro.

—Yo, por el contrario, estaba deseando conocerle... Mi madre, además, siempre fue una mujer muy reservada.

—Eso es verdad.

—De usted sólo me habló hará ahora unos cinco años...

—Más o menos los mismos que he faltado yo a mi cita anual con esta ciudad maravillosa... Y bien —rompí de nuevo el silencio que se había instalado entre nosotros—, ¿la he decepcionado?

—No sabría decirle. Así, en frío...

—La comprendo...

—Antonia —rellenó con presteza y perspicacia mi suspensión.

—¡Caramba, ya es coincidencia!

—Coincidencia ninguna, eso sí que se lo puedo asegurar.

—Entonces más honrado me siento, si como insinúa...

—Así es.

—Usted y yo, Antonia, tenemos mucho de que hablar. ¿Qué le parece si, cuando le vaya bien, y si no tiene otros compromisos, cenamos juntos?

—Será un placer.

La misma reserva que Adelaida, de quien nunca supe que estuviera casada, y mucho menos que tuviera una hija.

Salí de la habitación para dejarla trabajar a gusto, sin imponerle mi presencia. En recepción, y después de saludarnos afectuosamente, abronqué cariñosamente a Eladio por no haberme puesto al corriente.

—Antonia me había advertido que quería decírtelo ella.

—Entiendo.

—Aquí lloramos todos su pérdida.

—Tener a su hija es como seguir teniéndola a ella, ¿no?

—Supongo que sí... —dijo con tibieza.

—Claro, claro. Adelaida era mucha Adelaida...

—¡Veinte años aquí: toda una vida!

—Me voy, Eladio, ¡que te pones muy sentimental! y eso es contagioso.

—Deben de ser los años.

—Serán.

La mañana era luminosa, pero fría. Salí a las Ramblas y encaminé mis pasos tranquilos hacia el mar. Me crucé con unas jovencitas descaradas y con bonitas caras que incluso se volvieron a mirarme, igual que yo me volví para mirarlas a ellas; aunque ellas lo hicieran con una risa de fuegos artificiales, estridente y luminosa, y yo con la media sonrisa envejecida de una lamentación melancólica. Ellas se reían de mí. Yo me reía con ellas. Sus piernas provocativas —pues a los fustes firmes y sonrosados de aquel acogedor propileo dirigí yo una mirada ensoñadora—, apenas cubiertas por unas minúsculas piezas de tela, no sólo eran un desafío a los escasos siete u ocho grados de temperatura; eran, sobre todo, una burla sana e inconsciente de cuantos trabajos me había supuesto mi asendereada caballería. ¡Qué sabían ellas, tan frescas y rozagantes, tan invitadoras, tan ofrecidas, de los obstáculos que, no muchos años antes, entrañaba la aventura de buscarlas, de seducirlas, de poseerlas!

Seguí mi camino y, no sé por qué extraña asociación, di en pensar si la hija de Adelaida pudiera ser mi hija. Era, obviamente, un despropósito: no había más que mirarla a la cara para darse cuenta de que, si hubiera sido hija mía, se le hubiera notado enseguida... ¡para su desgracia! Había, sin embargo, en su trato, una vago e impreciso respeto filial; como si alguna vez se hubiera planteado ella no ser hija de quien es sino mía.

Cuando llegué al Pla de la Boquería una bandada de refulgentes palomas salió, como si fieros y raudos halcones las persiguieran, de la estrecha calle de San Pablo, y vino a posarse a escasos metros de donde yo estaba. Allí, una vieja astrosa había comenzado a lanzar sobre el pavimento los zatos remojados que extraía de dos bolsos indescriptibles como si esos mendrugos fueran —¡y lo eran!— un tesoro. Durante unos minutos contemplé el inmenso zurriburri de los símbolos pacíficos y después, tras renunciar a abrirme paso por entre aquella hambrienta asamblea apocalíptica, la rodeé y cambié el rumbo de mis pasos. Desistí de acercarme al puerto y, como si la aparición de las palomas hubiera sido un agüero propicio, me interné por la apostólica calle hacia el santuario de mis antiguas correrías.

De cuantos lugares he revisitado en estos días ninguno ha cambiado menos que ese laberinto callejero de santos, tapias y robadores. Aún el mismo hedor a tremedal, las mismas insinuaciones chuscas, el mismo tufo de fritanga, los cines baratos, y las peluquerías y las tiendas de gomas, los arrapiezos correteando, los clientes dubitantes; todo, en fin, renovaba la primera impresión que tuve entonces: la de que el barrio, sus calles y sus gentes, vivían aislados del resto de la ciudad, como bajo una campana neumática, alimentándose de su propia miseria, de su indefinible grandeza. A pesar de que las fronteras avanzaban contra él, como los océanos sobre los continentes, con la amenaza, quizá utópica, de arrasarlo. Ése y no otro era el sentido de avenidas como la de García Morato: avanzadilla de militares, hospitales y escuelas contra los delirios acuciantes de la carne: porque muy otra es la imagen de esta Babilonia cuando se recorren sus balcones de tetas, sus soportales de muslos, apretando los billetes en el bolsillo como un anticipo simbólico.

La muerte de Adelaida, no obstante, se imponía sobre cualesquiera otras imágenes de mis numerosas aventuras. No en realidad la de su tránsito, cuyas circunstancias aún desconocía, sino la de nuestro placer compartido. Por eso llegaban a mi presente, desde la confusa amalgama de cuerpos y espacios, tan desvaídas mis victorias de entonces. Adelaida las borraba todas.

Caminaba yo por Conde del Asalto y decidí salir a una de las más populares froteras del barrio: el Paralelo; denominación tradicional de una avenida contra la que nunca pudo luchar la oficial de Marqués del Duero... El Apolo, el Arnau, El Molino... ¡qué lejano todo! Aunque aún recuerdo con exactitud la más singular oferta laboral que haya recibido nunca: trabajar de cómico en El Molino.

—¿Luis Cuenca a su lado? Un aficionado. ¿Y Juanito Navarro? ¡Un patán! —me insinuaron.

Claro que aquella estrafalaria conversación fue la continuación de un espectáculo en el que, y es bien comprensible, las vedettes hallaron en mí un filón de carcajadas.

En vez de continuar hacia la Plaza de España, hacia la hermosa montaña de Montjuich, decidí retroceder sobre mis pasos y bajar hacia las Atarazanas para continuar hacia el puerto y encontrarme, al fin, con el mar; aunque más mar, lejos del marasmo portuario, y más bello lo hubiera contemplado desde el mirador del Castillo en la cercana montaña, desde luego. Quería, no obstante, sentirme cerca de él, dejarme invadir por su presencia inestable, rescatar su inmensidad de debajo de aquella imagen pútrida de las aguas estancadas que besaban con sus labios leprosos las escalinatas renegridas junto a las que estaban amarradas las golondrinas y la carabela de Colón.

Durante varios días no hice sino dar larguísimos paseos, llenos de paradas para recobrar el resuello y dejarme transportar hacia el pasado. Pero viajé poco. Desde que Antonia aceptó mi invitación viví pendiente de que entrara una mañana en mi cuarto y me dijera: «Hoy.» Era insoportable la ansiedad con que esperaba la confirmación del día; y avasalladora la fuerza con que su presencia había logrado atraer mi atención. Gran parte de esos paseos los consumía en imaginar la escena de nuestra cita. ¿Qué preguntas le haría? ¿Qué querría ella contarme? ¿Cómo se vestiría? Con mis años, por otro lado, tampoco podía hacerme otras ilusiones que no fueran las de no resultar cargante, aburrido. No es que a mi edad no pueda aún...; pero aborrezco de corazón la figura del vejestorio currutaco y galán. Saber llevar con dignidad las canas, y las canillas chuecas, aunque sin renunciar a la ocasión pintiparada es, hoy por hoy, todo mi afán.

El hoy esperado llegó la víspera de mi partida. ¿Cómo lo supo, si yo aún no había avisado a Eladio de que me iba? Quedamos a las siete y, después de dar una vuelta, quería que cenásemos en el propio hostal. Su deseo me dejó perplejo, aunque aliviada la economía. El restaurante del hostal no tenía una carta extensa pero, tan cerca como estaba del mercado de la Boquería, el de San José, auténtico monumento que todo buen turista debe visitar, como la Pedrera, el Palau de la Música, la Sagrada Familia y tantos más...; tan cerca, digo, del célebre mercado, siempre lo tenían todo fresquísimo. Y luego que el Josep tiene muy buena mano con los fogones. No se complica la vida, pero cada plato tiene su sabor particular. Porque ése es el defecto de tantas casas de comidas baratas como yo he tenido que frecuentar: el que todo sepa igual, como si todo se hubiera impregnado del denso aroma mezclado del repollo o la coliflor hervidas y el humazo de los fritos en aceite de soja.

Cuando Antonia entró en mi habitación, apenas si se limitó a decir lo que yo esperaba oír:

—¿Hoy le va bien?

—Hoy como ayer y como mañana. Desde que te conocí no he esperado más día que el que tú me señalaras... ¿No te molesta, supongo, que te tutee, verdad?

—En absoluto. Yo le recojo a las siete en el vestíbulo.

Me acerqué a una peluquería cercana en la que aún me recordaban, y me hice afeitar y cortar el pelo. Repasé, sin mucho detalle, el estado de mi economía y me lancé, después, a recorrer escaparates, buscando un modesto presente para Antonia. Pocas veces en mi vida me he visto comprometido en esa etiqueta social del regalo y, tras la experiencia de mi mañana trotadora, puedo considerarlo como una de las pocas bendiciones con que mi vida ha sido agraciada. No sólo era cuestión de que los precios de cualquier chuchería fueran exorbitantes, sino de que las muestras del ingenio humano para satisfacer esa etiqueta sólo son comparables, en número, a la de especies animales que pueblan la tierra. Al final, tras haber almacenado en la mirada más objetos de los que puedan exhibirse un domingo en el Rastro madrileño, reduje a dos los elegibles: joyería o lencería. Pensé en ello durante la comida y, acompañando al arroz con leche, decidí que unas bragas y un sostén de seda conseguirían que Antonia me recordase siempre. Sabía que mi regalo podría entenderse como un mensaje de muy otra naturaleza, pero, aunque así fuera, no me parecía algo que debiera evitar. ¿Quién era yo para ella, después de todo, sino el extraño y estrafalario seductor de su madre?

El rostro no recordaba al de su madre, pero cuando Antonia vino hacia la butaca donde yo hojeaba tan trabajosa como despreocupadamente un ejemplar de La Vanguardia pude darme cuenta cabal de que sus cuerpos sí que eran idénticos. Hasta entonces siempre la había visto con el uniforme, esos graciosos pero monjiles vestidos azules, o negros, con delantalitos blancos; pero al atravesar el salón de recreo con un ceñido conjunto de lana, zapatos de tacón, medias negras y el cabello recogido en un artístico y voluminoso moño, creí estar viendo de nuevo a Adelaida: caderas anchas, pantorrillas finísimas, busto erguido y prominente, anchas espaldas, un cuello larguísimo..., y un andar tan seguro como provocativo: sonoro y firme. Llegó sonriente, sabedora de que su presencia era un regalo para mí.

—¿Listo?

Me levanté y le ofrecí el brazo. Se colgó de él con confianza y salimos del hostal camino de las Ramblas. Fui yo quien tomó la iniciativa en el diálogo con el fin de saber las razones del evidente desprecio que manifestó hacia su padre. Antonia, sin embargo, parecía mejor y más dispuesta a hablar de su madre, y de las relaciones que ella y yo habíamos tenido. Después de todo, Antonia tenía razón: la historia de su padre era de una vulgaridad, de una mediocridad cotidiana, que rayaba en la simplicidad del apólogo. Un ser arruinado por el alcohol, pero que no consiguió arrastrar a su degradación física y moral a una familia que lo expulsó de su seno como a un leproso, no sin antes haber agotado los recursos y la paciencia para regenerarlo. La fortaleza de Adelaida impidió que a Antonia, amparada bajo el pararrayos de su madre, le llegaran los efectos de las tormentas eléctricas contra las que Adelaida hubo de luchar tan a menudo. La pesadilla acabó cuando, una noche en que el alcohólico quería desvalijar a su esposa, sin omitir el uso de la fuerza bruta, hubo de intervenir un vecino, camionero él, que, alertado por la propia Antonia, hizo acto inmediato de presencia para, con enérgicas trompadas, poner de patitas en la calle a la piltrafa humana, no sin antes advertirle de que no se le ocurriera volver a molestar a su familia. Con todo, Antonia aún se estremecía al recordar las terribles amenazas ensangrentadas que profirió su padre antes de desaparecer definitivamente; y es que una de las trompadas le había alcanzado en la nariz y la hemorragia le bañaba la boca: de ahí que sus palabras salpicaran de sangre el rellano y la escalera. Cuando su madre fregó las salpicaduras borró para siempre, de sus vidas, la imagen y el recuerdo de aquel hombre... Era lógico, pues, que prefiriera, en vez de recordar esos tristes sucesos, hablar de la historia de amor de su madre...

—No fue exactamente de amor.

—Sí para ella, al menos...

—Lo que ocurrió, y ya fue insólito, teniendo en cuenta...; en fin, tú misma puedes juzgar por lo que ves ante ti; lo que ocurrió es que tu madre se encaprichó conmigo, ¡y yo con ella claro! Pero llamarle amor... Ella y yo nos entendíamos mejor en otro terreno que en de los sentimientos exaltados y románticos...

—En la cama. Lo sé.

—Ya. Y lo que no has dejado de preguntarte, desde que me has conocido, es cómo pudo tu madre tener relaciones con alguien como yo, ¿no es eso? Me miras, la recuerdas, y no te cuadran las cuentas...

—Ella ya me advirtió que si llegaba a conocerle, probablemente me llevaría ese desengaño del que habla.

—Y así habrá sido, supongo.

—Prefiero no contestar a eso, de momento.

Su respuesta, ya a los postres de la comida, me dejó perplejo. Creí, incluso, que podría haberla molestado. No sé, como si hubiera visto en ella una velada insinuación erótica.

—¿Le gustaría conocer nuestra casa?

Lo cierto es que aquella invitación, aceptada por mí inmediatamente, tuvo la virtud de resolver una situación en la que yo no sabía qué se esperaba de mí, porque su «de momento» no era, desde luego, un punto final; por más que así yo, en un momento dado, lo considerara, a tenor de la manera cortante como ella lo dejó caer en la conversación. Me sentí rejuvenecer: de nuevo me dejaba guiar, dejaba hacer, que es magnífica experiencia, sin duda la mejor. En realidad, y a pesar del papel que al hombre le ha tocado en suerte en el juego de la seducción, es la mujer quien más fervorosamente ansía llevar la iniciativa: quizás porque sabe que sólo ella conoce el medio y el ritmo necesarios para conseguir el placer.

¿Cuál era el juego de Antonia? Imposible saberlo, ni siquiera intuirlo. Su invitación había sido bordada con los tonos de la más convincente ingenuidad. Yo iba a su casa, como quien va de romería a una ermita. No dejaba de haber, con todo, un cierto romanticismo en la excursión: pero romanticismo barato, de novela rosa o de serial radiofónico.

Esperaba encontrarme un templo dedicado a la memoria de Adelaida, por quien Antonia sentía una devoción enfermiza —¡y por esta vía de reflexión es por donde empecé a atar cabos!—; pero, según me fue explicando, había renovado casi por completo la decoración del piso. Sólo había respetado, parcialmente, la habitación de su madre, ahora suya.

—Aquí murió.

Se sentó sobre la cama, dejándose caer sobre el colchón, y se apoyó en las palmas extendidas para controlar su cuerpo en los dos o tres casi imperceptibles rebotes forzados por las distensiones decrecientes de los muelles. A cada uno de ellos le correspondió un progresivo encogimiento de la falda, de modo que, al quedarse quieta, pude comprobar la firme belleza de sus muslos, más excitantes aún embutidos en aquellas medias negras, lisas y resplandecientes: como si, salvando el color, tuvieran el tacto del alabastro pulido. Ella debió de percatarse de que yo le miraba las piernas, porque separó los muslos apenas lo suficiente para dejar entrever, bajo la falda, el casto blancor de las bragas; para mostrar, después, el ángulo inferior del blanco y algodonoso triángulo equilátero, cuando se recostó hacia atrás hasta quedar apoyada en los codos y en los antebrazos.

—Acérquese.

Obedecí como un autómata. Enajenado en las delicias insinuadas. No entendía su juego, porque era obvio que en modo alguno podía ser yo objeto de ningún deseo; siempre, claro, que ese deseo no manara de un turbio venero... Llegué hasta ella con cierta prevención. Su pose aputada no me acababa de gustar. ¿En qué podría estar pensando Antonia en esos momentos? Ésa es la pregunta que me torturaba.

Allí estaba yo, finalmente, rozándose mis rodillas con las suyas, y contemplándola sobre lo que me había sido mostrado como el lecho del dolor, de la agonía, de la muerte.

—¿Ya ha reparado en que somos tocayos?

—¿Y? —sonreí.

Su activa respuesta trepó por entre mis muslos como una invitación infantil para montar en el caballito de los suyos. Antes, sin embargo, de que su rodilla llegara a tocarme los cojones cerré mis piernas con fuerza y la aprisioné entre ellas, deteniendo su progresión.

—¿Por qué haces esto, Antonia?

Se incorporó y se agarró con ambos brazos a mi cintura. Levantó los ojos hacia mí desde su sumisión y me contestó:

—Desde que mi madre me contó vuestra historia no he deseado otra cosa, y no me preguntes por qué porque no sabría contestarte.

La sinceridad brillaba en sus ojos, temblaba en sus labios, se agitaba en su pecho y estallaba en la vehemencia de su abrazo.

Con notable esfuerzo, me incliné hasta sus labios para besarla, lo que hice al tiempo que, rompiendo el círculo férreo de sus brazos, me sentaba junto a ella.

—Pero..., ¿aquí, Antonia?

—Adelaida, llámame Adelaida... —vertieron sus labios tímidamente en mi oído derecho.

¡A extraña ceremonia se me invitaba, valíame Dios! El nombre de su madre, musitado antes que dicho, me provocó un escalofrío, como si su lengua húmeda hubiera sido, y no sus palabras, la que se me adentrase en el oído. ¿De qué extravagante fantasía iba a ser yo instrumento? ¡No entendía nada! Pero sentía, ¡y cómo!, un extraño placer intensísimo. Adelaida, pues que obedecí, se había arrodillado detrás de mí y me ayudaba a desnudarme manteniendo con sus besos y sus caricias una erección que cuidaba como se cuidan, de madrugada, los rescoldos de una hoguera. Tiró de mí hacia atrás y, ya ella desnuda de cintura para arriba, se tendió sobre mí para desabrocharme los pantalones y empujarlos hacia las rodillas, junto con los calzoncillos. Trajinaba yo con su falda y las bragas, llevando la una hacia arriba y la otra hacia abajo, cuando sentí, junto a la dulce punzada de sus pezones en mi vientre, que me devoraba el zupo, como con hambre atrasada.

—Despacio, Adelaida...

Le dije, tratando de contener aquella golosa avidez. Ella rodó de mi cuerpo al colchón y después se sentó junto a mí para acabar, imitándola yo, de desnudarse. De todo se despojó excepto de las medias. De nuevo se dejó caer de espaldas al tiempo que montaba sobre mis muslos su pierna negra y próxima, brillante y maciza. Como desentendida de mí, se acariciaba los pechos y se pellizcaba los pezones, aunque supuse que imaginando lo que se le vendría encima. Me arrodillé en el suelo frente a ella, ritualmente, y llevé sus pies a mis hombros. Comencé entonces unas caricias que recorrieron sus piernas hasta detenerse en los bordes de su bosquecillo espeso, ensortijado y húmedo. Abierta como estaba a mis ojos, gocé con la contemplación de sus esfuerzos para absorberme en el lecho de aquel río cuya corriente habría yo de descubrir al desenmarañar las ramas de la arboleda que se cruzaban sobre él como una bóveda, si bien las más bajas estaban hundidas en las translúcidas aguas: las caras interiores de sus muslos se tensaban y se buscaban para que mis dedos resbalaran hasta las orillas rosadas de su abismo; sus talones progresaban hacia mi espalda para abocarme sobre ella; su pelvis se levantaba como queriendo traspasar lo que la hendiera hasta el fondo oscuro y lejano de su placer... Bruscamente me levanté y, mientras ella desabarataba la trabazón de las copas frondosas, yo la elevé hasta la altura de mi vara para arremeter contra ella, para embestirla con las escasas fuerzas con las que aún contaba. Así unidos, me dejé caer sobre las manos, manteniéndome paralelo a su cuerpo. Adelaida... pasó sus brazos por debajo de mis axilas para asirse de mis hombros y elevarse, ofrecidos los labios y la lengua, hasta mi boca, mientras cruzaba los tobillos sobre mi cintura y, prácticamente yo quieto, su sexo me expulsaba y me engullía alternativamente, con un ritmo que ella gobernaba a su antojo. Colgaba de mí como un gran felino del palo llevado por los porteadores negros en un safari. Pero yo no tenía la resistencia de veinte años atrás, y la espalda y los riñones me lo confirmaron enseguida: doblé los brazos suavemente y, cuando su espalda contactó con el colchón, me derrumbé sobre ella sin interrumpir, eso sí, sus pelvistáticas sacudidas, aunque sin prestar, eso también es verdad, la colaboración que debiera.

—Venga.

Se escurrió de debajo de mí y me invitó a que subiera a la cama, pues aún tenía yo los pies en el suelo. Me tendí a su lado. Ella, de pronto, se atetó sobre mi vientre, en escorzo de pétrea sirena nórdica y, dándome la espalda, se entretuvo, pasmada, en jugar con el fuete y las alegrías. Yo la acariciaba desde el cuello, por toda la columna hasta la hendidura de las nalgas, que ella me ofrecía con respingona coquetería; descendí aún más hasta recoger en mis dedos una ola de flujo con que lubricar su esfínter antes de indicarla; pero, cuando no había sepultado ni tan siquiera la uña en su tibio canal, lo cerró con violencia y me dejó con la yema sobre la puerta; justo en el momento en que me succionaba la verga con una fruición tal que creí no ya derramarme, sino licuarme. Con no pocos esfuerzos, me incorporé hacia su oído, mientras volvía a llamar a la puerta, y le decía:

—Esto siempre te ha gustado, Adelaida; y no sólo con la imitación...

Antonia se introdujo todo el fuete en la garganta y fue subiendo por él, mezclando levísimos mordiscos y caricias labiales, hasta despedirse de él con un casto beso sobre el glande. Después se volvió hacia mí, me miró y añadió:

—Eso quiero yo, Antonio, el original...

Míos eran el pasmo, la ofuscación y el vértigo: ¡cómo no me había fijado antes en la asombrosa similitud de sus facciones! Adelaida era, sí, en su hija. ¡De qué otros labios podría yo haber oído mi nombre si no, dicho con esa mezcla de ternura y de deseo que sólo de los suyos oí! ¡El original! ¡Ah, qué confusión! Porque nuestra representación era un reestreno. Y Antonia era, sí, Adelaida, pero yo, ¿quién era yo?, ¿quién fui? ¿De quién era en realidad el placer de Antonia? Si el cero, como el círculo, son negaciones absolutas, el trasero de... de Adelaida frente a mí era, sin embargo, una afirmación, y aquel ano que se me ofrecía era quizá la puerta hacia un misterio en el que me sumergí violentamente, forzando los goznes... Adelaida, apoyada en sus antebrazos, como una esfinge, había comenzado a sollozar. Y entre esos sollozos, mientras yo trataba de atemperar los efectos de mis acometidas furiosas con el recuerdo minucioso de las entrañas de mi viejo 600-D, oí, confundido entre el delco, los émbolos, el radiador, el chiclé, la transmisión, las bujías, los pistones, la correa y los platinos, una palabra repetida, como un balbuceó infantil: mamá..., mamá...

Cuando abandoné la habitación —Antonia dormía ya, hecha un ovillo, recogida sobre su vientre— y poco después la casa, aún la palabra estremecedora percutía su desasosegada corporeidad en mis tímpanos; pero no estaba seguro de que no hubieran sido mis labios, en realidad, los que la balbucieran...

13/17
AnteriorÍndiceSiguiente
Tabla de información relacionada
Copyright ©Dimas Mas, 2005
Por el mismo autor RSS
Fecha de publicaciónDiciembre 2006
Colección RSSNarrativas globales
Permalinkhttps://badosa.com/n270-13
Opiniones de los lectores RSS
Su opinión
Cómo ilustrar esta obra

Además de opinar sobre esta obra, también puede incorporar una fotografía (o más de una) a esta página en tres sencillos pasos:

  1. Busque una fotografía relacionada con este texto en Flickr y allí agregue la siguiente etiqueta: (etiqueta de máquina)

    Para poder asociar etiquetas a fotografías es preciso que sea miembro de Flickr (no se preocupe, el servicio básico es gratuito).

    Le recomendamos que elija fotografías tomadas por usted o del Patrimonio público. En el caso de otras fotografías, es posible que sean precisos privilegios especiales para poder etiquetarlas. Por favor, si la fotografía no es suya ni pertenece al Patrimonio público, pida permiso al autor o compruebe que la licencia autoriza este uso.

  2. Una vez haya etiquetado en Flickr la fotografía de su elección, compruebe que la nueva etiqueta está públicamente disponible (puede tardar unos minutos) presionando el siguiente enlace hasta que aparezca su fotografía: mostrar fotografías ...

  3. Una vez se muestre su fotografía, ya puede incorporarla a esta página:

Aunque en Badosa.com no aparece la identidad de las personas que han incorporado fotografías, la ilustración de obras no es anónima (las etiquetas están asociadas al usuario de Flickr que las agregó). Badosa.com se reserva el derecho de eliminar aquellas fotografías que considere inapropiadas. Si detecta una fotografía que no ilustra adecuadamente la obra o cuya licencia no permite este uso, hágasnoslo saber.

Si (por ejemplo, probando el servicio) ha añadido una fotografía que en realidad no está relacionada con esta obra, puede eliminarla borrando en Flickr la etiqueta que añadió (paso 1). Verifique que esa eliminación ya es pública (paso 2) y luego pulse el botón del paso 3 para actualizar esta página.

Badosa.com muestra un máximo de 10 fotografías por obra.

Badosa.com Concepción, diseño y desarrollo: Xavier Badosa (1995–2018)