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El hombre de la maleta

Héctor Lisonje
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A lo largo del andén, un hom­bre car­ga­do con una vieja ma­le­ta re­co­rre los tre­nes. Su mi­ra­da es tenue, me­di­ta­ti­va; in­vi­si­bles sus ojos gri­ses en los que nadie se fija. Mira a uno y otro lado en tenso rigor de re­co­no­ci­mien­to. Es joven, vo­lu­mi­no­so, son­ro­sa­do. In­va­di­da por el ás­pe­ro ca­be­llo pe­li­rro­jo, su fren­te es parca. El color de su cha­que­ta es ama­ri­llo apa­ga­do, con un roto a la al­tu­ra del ojal. Su bu­fan­da es rosa. El lento or­gu­llo de su andar con­tras­ta con las pre­ci­pi­ta­cio­nes que lo ro­dean: al­gu­nos ope­ra­rios, pocos to­da­vía, se mue­ven con prisa y aten­ción y pasan a su lado a la ca­rre­ra y por una vez casi lo de­rri­ban. El hom­bre re­com­po­ne las vuel­tas de su bu­fan­da y pro­si­gue su ca­mino. Aún no son las nueve de la ma­ña­na. El cielo, donde gira un tí­mi­do círcu­lo de pá­ja­ros, re­mue­ve sus to­da­vía pá­li­das en­tra­ñas mien­tras unos nu­blos apa­re­cen sobre una ele­va­ción de an­qui­lo­sa­da me­ta­lur­gia. Como cada ma­ña­na, y ya son dos años, el hom­bre ocupa la misma mesa en la misma ca­fe­te­ría: desde ese punto, una am­plia vi­drie­ra pri­vi­le­gia­da do­mi­na los tre­nes. Nunca pide nada, ex­cep­to un café que cier­tos días no puede pagar. Su pri­me­ra tarea con­sis­te en va­ciar el con­te­ni­do de la ma­le­ta y dis­po­ner­lo sobre la mesa. El orden es in­que­bran­ta­ble: el taco de fo­lios en el cen­tro, el la­pi­ce­ro con un solo lápiz a la de­re­cha y la gra­pa­do­ra oxi­da­da a la iz­quier­da. Sólo de vez en cuan­do, sin duda de­bi­do al can­san­cio, esa rá­pi­da or­ga­ni­za­ción del ma­te­rial re­gis­tra le­ví­si­mas va­ria­cio­nes. Su com­por­ta­mien­to a esa hora es re­la­ja­do pero di­li­gen­te: sobre las hojas re­dac­ta nota tras nota, sin apuro. Se de­tie­ne, pa­re­ce ca­vi­lar, re­tor­na a una de las pri­me­ras pá­gi­nas, opera una co­rrec­ción que lo deja sa­tis­fe­cho y que le hace asen­tir para sí mismo. Con­for­me acaba de re­dac­tar­los, se apli­ca en gra­par los fo­lios en gru­pos de diez. Pa­re­ce un ofi­ci­nis­ta. Al­gu­nos asi­duos lo re­co­no­cen. Su di­ver­ti­da per­ple­ji­dad no se agota en la fácil sá­ti­ra del sa­lu­do. En oca­sio­nes se su­ce­de un mur­mu­llo de co­men­ta­rios, pero la in­di­fe­ren­cia y el sueño aca­ban ful­mi­nan­do esos focos de so­nám­bu­la burla. El ex­tra­or­di­na­rio celo del hom­bre es sordo a esas con­tin­gen­cias. No fal­tan quie­nes le con­sul­ten acer­ca del ho­ra­rio de de­ter­mi­na­dos tre­nes. En­ton­ces alza la mi­ra­da, cal­cu­la y con­tes­ta con una es­pe­cie de exas­pe­ra­da pun­tua­li­za­ción. Es el único re­que­ri­mien­to al que atien­de y jamás se equi­vo­ca.

A las once ter­mi­na su tran­qui­li­dad, y la me­tó­di­ca bu­ro­cra­cia cede a un nuevo di­na­mis­mo; suele ser un pe­rio­do de agi­ta­ción, de ur­gen­tes en­mien­das. El hom­bre se le­van­ta, pasea ner­vio­so por el con­torno de la mesa, ajus­ta sus manos al cris­tal, vi­gi­la las en­tra­das y las sa­li­das de los tre­nes, da vuel­tas sobre sí mismo, eje­cu­ta un par de as­pa­vien­tos de dis­con­for­mi­dad y se sien­ta. Está ner­vio­so y fa­ti­ga­do y no acier­ta a gra­par un nuevo con­jun­to de notas. Suda. Sus la­bios se mue­ven, si­sean pa­la­bras irre­cu­pe­ra­bles en el tu­mul­to de esa hora. De­trás de él fun­cio­na sin cesar una má­qui­na tra­ga­pe­rras que re­ci­be los res­tos del suel­do de va­rios su­je­tos va­ga­men­te achis­pa­dos por una copa tem­pra­na. Cada tanto se gira hacia el in­so­por­ta­ble ruido que ese en­tre­te­ni­mien­to pro­du­ce: su mi­ra­da es bru­tal y el hom­bre que está ju­gan­do suele dis­cul­par­se. Con tanto al­bo­ro­to no le dejan pen­sar. En­ton­ces se lleva las manos a la ca­be­za, se le­van­ta de nuevo. A punto de es­ta­llar, ar­ti­cu­la un grito que no suena. Se es­tre­me­ce con todo el cuer­po, en­ro­je­ce, las venas del cue­llo se abul­tan, bri­lla la có­le­ra en sus ojos. Se lanza con­tra la vi­drie­ra y todo su cuer­po se aplas­ta, apun­tan­do a los tre­nes. Ges­ti­cu­la. Ya lo en­vuel­ven, bo­rrán­do­lo, la cla­ri­dad de las doce y el humo de los ci­ga­rros. No obs­tan­te, sus bra­zos de­ter­mi­nan rum­bos, ma­nio­bras pre­ci­sas, se­ña­lan a un lado y a otro, pero todo ese cau­dal no pa­re­ce di­ri­gir­se a nadie en con­cre­to e irre­me­dia­ble­men­te se pier­de en la nada. Como si ins­tru­ye­ra o re­pro­cha­ra a un ele­men­to in­vi­si­ble, el hom­bre mira hacia atrás y so­li­ci­ta una suer­te de con­ti­nua anuen­cia: «¿No es así?, ¿no es así?», po­dría ser una in­há­bil tra­duc­ción de estos pa­sa­jes tan re­car­ga­dos de ges­tos, de ade­ma­nes, de con­vul­sa mí­mi­ca. A la una de la tarde ya se ha des­he­cho de la cha­que­ta que, arro­ja­da des­cui­da­da­men­te con­tra una pared, aco­rra­la la ce­ni­za y el polvo del suelo; está en man­gas de ca­mi­sa, y sus ab­sur­das ór­de­nes no de­caen. Una por una, arran­ca las hojas de los di­fe­ren­tes gru­pos, fa­bri­ca bolas que ape­nas aprie­ta y llena con ellas la pa­pe­le­ra. Uno de los ca­ma­re­ros está acos­tum­bra­do a va­ciar esa pri­me­ra pa­pe­le­ra, que al ins­tan­te vuel­ve a lle­nar­se. Más de una vez ha exa­mi­na­do las hojas, que de arri­ba a abajo sólo con­tie­nen una serie de lí­neas tra­za­das con lápiz. Nin­gu­na letra, nin­gún sím­bo­lo in­ter­pre­ta­ble, papel en­te­ra­men­te des­per­di­cia­do. Este mismo ca­ma­re­ro ya ha ele­va­do queja ante la di­rec­ción: ha ale­ga­do lo mo­les­to de su ac­ti­vi­dad para los via­je­ros, la mesa siem­pre ocu­pa­da, la exal­ta­ción, la vio­len­cia, las mi­ra­das de odio, su total falta de ur­ba­ni­dad. Por el mo­men­to no le han con­tes­ta­do y, aun­que en cier­ta oca­sión in­ten­tó prohi­bir­le el ac­ce­so, ha aca­ba­do desis­tien­do. To­le­ra su pre­sen­cia, junto a sus com­pa­ñe­ros y al resto de usua­rios, como algo in­de­fi­ni­da­men­te inú­til y, quizá por eso, ina­mo­vi­ble. A las tres fi­na­li­za sus tra­ba­jos. Re­co­ge cuan­to ha de­ja­do sobre la mesa, lo reúne sin orden en la ma­le­ta y sale sin des­pe­dir­se. A lo largo del andén lo ven mar­char como a un in­ter­mi­na­ble cre­púscu­lo.

Cier­ta ma­ña­na, el hom­bre no apa­re­ce. Unos via­je­ros gas­tan un café sobre su mesa. Los ca­ma­re­ros se miran con so­li­da­rio ali­vio. Su es­pe­ran­za dura toda la ma­ña­na, que trans­cu­rre con ab­so­lu­ta nor­ma­li­dad y como do­ta­da de una nueva pla­ci­dez. Eso sí, aque­lla ma­ña­na hubo re­tra­sos en los tre­nes, des­coor­di­na­ción y, sobre todo, un des­gra­cia­do ac­ci­den­te. Dos tre­nes co­li­sio­na­ron a la sa­li­da: al­guien se ol­vi­dó de dar la orden opor­tu­na.

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Copyright ©Héctor Lisonje, 2004
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Fecha de publicaciónSeptiembre 2004
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