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Anoche un nuevo día

Héctor Lisonje
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En esas cosas es mejor no pen­sar, nunca pen­sar en sig­nos equí­vo­cos, sin un emi­sor claro, sin un mo­ti­vo. Al­cá­zar ma­ne­ja­ba la bala, tras­la­dán­do­la de una mano a otra, pe­sán­do­la, des­en­tra­ñán­do­le la me­di­da, el tacto, el calor. Luego miró hacia el sobre en que le había lle­ga­do, el sobre con su nom­bre que había ha­lla­do en­ci­ma de la cama nada más lle­gar, con sus datos, con su pa­sa­do es­cri­to en una letra mon­gó­li­ca, des­me­su­ra­da, falta de uni­for­mi­dad. La bala es­ta­ba alo­ja­da en su in­te­rior, junto a un par de ca­be­llos lar­gos y sin color. El sobre había sido, en este caso, la mejor arma. No po­seía gran­des co­no­ci­mien­tos de ba­lís­ti­ca, pero por algún as­pec­to sos­pe­chó que había sido per­cu­ti­da con an­te­rio­ri­dad: ima­gi­nó in­clu­so una víc­ti­ma, una trai­ción, un con­tex­to y un grito. Vol­vió a pa­sar­la por el des­fi­la­de­ro de las manos, la bala, sal­tan­do de hue­lla en hue­lla de su piel su­do­ro­sa, tem­bla­ba hen­chi­da de ame­na­za. Pensó en pedir ex­pli­ca­cio­nes a la di­rec­ción del hotel, pero al mo­men­to se re­tra­jo de tal pro­pó­si­to: ese asun­to era mejor man­te­ner­lo en se­cre­to. La pre­sen­cia de aquel sobre y de su con­te­ni­do pre­ten­di­da­men­te in­ti­mi­da­dor debía sus­ten­tar­se en una causa que tras­cen­die­ra una mera broma o atre­vi­mien­to de uno de los em­plea­dos. Esa carta había sido de­po­si­ta­da fur­ti­va­men­te, elu­dien­do vi­gi­lan­cias y ce­rra­du­ras, por al­guien ajeno al hotel. Ade­más, el hecho de que la co­rres­pon­den­cia se en­tre­ga­ra ha­bi­tual­men­te en re­cep­ción re­for­zó esa idea. De todos modos, mejor no pen­sar. Mejor no pen­sar, pero desde la desata­da ima­gi­na­ción del mo­men­to en que una bala le anun­cia­ba que su fin es­ta­ba es­cri­to en ella, re­sul­ta­ba im­po­si­ble de­cli­nar la ten­ta­ción de ex­pe­ri­men­tar com­bi­na­cio­nes de reali­dad, de con­je­tu­rar con almas y con gol­pes de for­tu­na, de, al fin, crear his­to­ria, su par­ti­cu­lar his­to­ria de fu­tu­ro. La tem­pe­ra­tu­ra en el cuar­to era buena, una cá­li­da fra­gan­cia de nar­dos en­tra­ba por el bal­cón, pro­ce­den­te de la zona de jar­di­nes de la en­tra­da. En el cen­tro, si­tua­da en un en­san­che de tie­rra, había una pe­que­ña fuen­te. A Al­cá­zar le ob­se­sio­na­ba esa fuen­te, aun­que el hotel, justo era de­cir­lo, había de­frau­da­do sus ex­pec­ta­ti­vas. Ma­jes­tuo­so en el ex­te­rior (un arco do­ra­do, dos mo­nu­men­tos plo­mi­zos a ambos lados de la verja, una hi­le­ra de ar­bus­tos som­bríos que ro­dea­ba toda la finca con­fi­rién­do­le ar­ma­du­ra y ta­ma­ño de bos­que e in­fran­quea­bles aires de pre­té­ri­ta y des­di­cha­da gran­de­za), las in­fra­es­truc­tu­ras y la de­co­ra­ción, y hasta la co­mi­da, eran poco más que un ca­rí­si­mo ho­rror. Se lo había re­co­men­da­do una per­so­na, quizá al­guien sin nom­bre ni ros­tro, al­guien que bebió junto a él la úl­ti­ma noche en Lima. Re­cor­da­ba, entre re­ta­zos de un re­cuer­do que in­tuía mucho mayor, un ca­be­llo pe­li­rro­jo y unos pen­dien­tes de alam­bre, una son­ri­sa ebria de so­le­dad y horas altas, una in­vi­ta­ción, un re­cha­zo vago, so­ni­do de hielo arras­tran­do las aris­tas re­pe­ti­das veces sobre el cris­tal de in­nu­me­ra­bles vasos lle­nos de ron, de nuevo la in­vi­ta­ción, un con­sen­ti­mien­to ahora, más ron, quizá un deseo, más hielo, un si­len­cio. Tam­bién había algo de vó­mi­to y de humo que se ele­va­ba denso, como en pa­re­des, y, mucho más tarde, un es­pe­jo que, por entre la os­cu­ri­dad y la mú­si­ca, lo re­fle­ja­ba pa­té­ti­co en la cama, sin la­bios, con la ca­mi­sa abier­ta y sin co­ra­zón, mo­vién­do­se con tran­cos de ani­mal he­ri­do y con esa ex­pre­sión pá­li­da y au­sen­te que tie­nen los que no saben qué están ha­cien­do ni adón­de van, que no vis­lum­bran prin­ci­pio ni final y que, apa­bu­lla­dos en esas ex­ten­sas aguas del medio, sólo se sos­tie­nen de un hilo que les quema las manos, y que se quie­bra.

La bala se­guía allí cerca, aban­do­na­da en­ci­ma de la cama, ve­lan­do a Al­cá­zar, vién­do­lo ir y venir mien­tras fa­ti­ga­ba las es­tre­chu­ras de la pieza. Mejor no pen­sar, se decía con la en­sa­ya­da se­ve­ri­dad del her­mano mayor, mejor no pen­sar. Ese mismo cri­te­rio, que pre­di­ca­ba la con­for­ta­ble abo­li­ción del pen­sa­mien­to, ya había sido uti­li­za­do por él en otras oca­sio­nes. Al­cá­zar, que había sido un guar­dia de se­gu­ri­dad sin es­crú­pu­los, había, por tanto, cus­to­dia­do mu­chos lo­ca­les re­gen­ta­dos por in­di­vi­duos in­de­cen­tes y po­bres de no­ble­za, había co­la­bo­ra­do en al­gu­na pa­li­za, había hecho, tam­bién, de mer­ce­na­rio, y para eje­cu­tar todas esas ruin­da­des en con­tra de los con­se­jos de sus com­pa­ñe­ros de pro­fe­sión, había ape­la­do, sin dudar, a tal prin­ci­pio: «No cuen­ta el mundo para el que no pien­sa. Sin pen­sar, todo hom­bre queda exi­mi­do de culpa, pues está fuera del tiem­po que vive y nada de lo que en ese tiem­po ocu­rra le afec­ta.» Pero esos sór­di­dos queha­ce­res eran tan sólo los re­cuer­dos más re­cien­tes, los tra­ba­jos en que se había ocu­pa­do du­ran­te los úl­ti­mos años, la su­per­fi­cie, ape­nas apa­ren­te, bajo la que se es­con­dían otras aflic­cio­nes. Antes de eso, Al­cá­zar había sido hom­bre, había alen­ta­do idea­les, había so­ña­do. In­ten­tan­do ser bueno y de­po­si­tan­do en los otros los al­truis­tas sen­ti­mien­tos que él po­seía, el mundo le abo­fe­teó desde muy joven, de­mos­trán­do­le que el ser hu­mano, en grupo, es el peor de los mons­truos aun­que entre ellos mi­li­ten gen­tes ex­cep­cio­na­les, y tam­bién que la reali­dad es dis­tin­ta, que es eso que siem­pre es igual, esa se­que­dad que jamás se co­rres­pon­de con las fi­gu­ras de la fan­ta­sía ni con las im­pri­ma­cio­nes fa­vo­ra­bles que cier­to tipo de mú­si­cas sus­ci­tan en los es­pí­ri­tus ro­mán­ti­cos. Des­co­ra­zo­na­do en­ton­ces, que­bra­das todas sus ilu­sio­nes como un mal pu­ña­do de ramas secas, se dio al re­cha­zo del ex­te­rior, a la in­tros­pec­ción más de­ta­lla­da, quizá a la menos com­pa­si­va de las tor­tu­ras. Por­que verse de lleno, exa­mi­nar­se desde la ru­ti­na que pres­cin­de de todo ma­ña­na, vivir al día con tan­tas lo­cu­ras que se ocu­rren, con tanta in­sen­sa­tez, es un mar­ti­rio que úni­ca­men­te un hom­bre ais­la­do puede hacer per­du­rar. En esa época no tuvo ami­gos, no pro­di­gó, por lo tanto, ce­sio­nes al or­gu­llo de sus con­tem­po­rá­neos más cer­ca­nos, que pron­to lo ex­clu­ye­ron del trá­fi­co de sus tar­je­tas per­so­na­les e in­vi­ta­cio­nes.

Su en­tu­sias­mo del prin­ci­pio de­vino en ti­mi­dez, y ésta en un pá­ni­co que se ma­ni­fes­ta­ba en epi­so­dios pau­la­ti­na­men­te más fre­cuen­tes de ago­ra­fo­bia, tras­tor­nos del sueño y demás ano­ma­lías aso­cia­das a un es­ta­do de an­sie­dad. A todas estas cir­cuns­tan­cias, el joven e inex­per­to Al­cá­zar res­pon­día asién­do­se a un vigor fuera de lo común, que lo ejer­ci­ta­ba hom­bre re­sis­ten­te a la so­le­dad y las de­pre­sio­nes. Sin em­bar­go, no era esen­cial­men­te fuer­te. Llo­ra­ba sin cesar du­ran­te las horas de la ma­dru­ga­da, re­cu­rría a som­ní­fe­ros y en­can­ta­mien­tos, pen­sa­ba en la muer­te por ácido mien­tras leía, con asco en los dedos, pá­gi­nas de li­bros de amor cuyo con­te­ni­do no com­pren­día. Con las pri­me­ras luces, salía a dar lar­gos pa­seos, en­tra­ba en ca­fe­te­rías, com­pra­ba el pe­rió­di­co, ins­pec­cio­na­ba bi­blio­te­cas, pero sin man­te­ner con­tac­to con aque­llos que le aten­dían. Ade­más, re­co­no­cía en los edi­fi­cios una suer­te de co­rrup­ción, de in­jus­ti­fi­ca­ble ocio­si­dad de los hom­bres, que se pre­ci­pi­ta­ban hacia un es­ta­do de cosas, hacia unas co­mo­di­da­des que los ale­ja­ban de su au­tén­ti­co en­torno. Se supo un ser ex­tra­ño, es­cu­rri­di­zo del vulgo, pero se con­gra­ció con esa nueva iden­ti­dad, a la que atri­bu­yó unos tin­tes épi­cos que la hi­cie­ron to­le­ra­ble. Era un me­sías que, con su dolor, daba ré­pli­ca a tanta marea de ex­pre­sión su­per­fi­cial, a tanta vana pro­me­sa de luz en un mundo ates­ta­do de lagos de som­bra. Pero esa creen­cia, lejos de ser de­fi­ni­ti­va, cayó pron­to en des­ven­tu­ra. Lo que en su en­torno lo ro­dea­ba no me­jo­ró, y lo que en él aflo­ra­ba era más un deseo de des­truc­ción que una ac­ti­tud de me­jo­ra. Sin ese so­por­te he­roi­co con el que se lo­gran re­mo­ver los más fir­mes ci­mien­tos y ma­te­ria­li­zar las gran­des trans­for­ma­cio­nes, se aban­do­nó por com­ple­to al pa­de­cer del ins­tin­to. Con el jui­cio arre­ba­ta­do, Al­cá­zar se sumió de lleno en su ani­mal sub­si­dia­rio, en ese ani­mal que todo hom­bre guar­da bajo la piel para oca­sio­nes como ésa.

Nunca hasta ese mo­men­to, un hom­bre tan débil como Al­cá­zar ob­tu­vo tan ex­ce­len­tes re­sul­ta­dos en prue­bas de es­fuer­zo. La au­to­dis­ci­pli­na era im­pen­sa­ble en un ser que ca­re­cía de ob­je­ti­vos, pero gra­cias a un equi­li­brio sen­sa­cio­nal, a una tan sin­ce­ra e in­na­ta fra­gi­li­dad, se hizo, en cier­to modo, in­ven­ci­ble sin ne­ce­si­dad de es­toi­cis­mos. Con el mismo in­vo­lun­ta­rio pun­do­nor, tran­si­tó por la etapa ani­mal de su de­ge­ne­ra­ción, cuan­do co­men­zó a ori­nar en las es­qui­nas, a comer carne cruda y a dor­mir en el suelo. Apren­dió a rugir, a au­llar, a ex­te­rio­ri­zar la in­tui­ti­va pena de las bes­tias a tra­vés de los múl­ti­ples pro­to­co­los con que se puede ex­pre­sar una amar­gu­ra. Asi­mis­mo, fas­ci­na­dos sus nue­vos ojos por el fuego pro­di­gio­so, apren­dió a ve­ne­rar la lum­bre de los fo­go­nes, sobre los que cons­ti­tu­yó un san­tua­rio de obli­ga­da vi­si­ta dia­ria. Deseó pe­zu­ñas y ga­rras en sus manos y en sus pies, pero aque­lla trans­for­ma­ción no se pro­du­jo por más que cada ma­ña­na, al des­per­tar, co­rre­tea­ra los pa­si­llos con esa breve ilu­sión; los es­pe­jos, muy a su pesar, le se­guían de­vol­vien­do ras­gos hu­ma­nos. Su na­tu­ra­le­za, in­vul­ne­ra­ble, in­sis­tía en iden­ti­fi­car­le entre los de su es­pe­cie. En las no­ches de aque­lla su selva de lám­pa­ras de­rri­ba­das y si­llo­nes, si­llas y mesas des­ca­ba­la­dos como en una preor­de­na­ción de mu­dan­za, soñó con lin­fas azu­les, con inago­ta­bles ca­mi­nos de polvo, con un es­can­da­lo­so ruido del sol que, ce­ga­do al fin, era fuen­te de un frío in­ten­so. Había algo de ala­ri­do en sus oídos, que des­per­ta­ban al mur­mu­llo de una inexis­ten­te ma­na­da.

El ins­tin­to, que ali­via los tran­ces del pen­sa­mien­to, es, sin em­bar­go, enemi­go im­pa­ra­ble en cuan­to exige su sa­tis­fac­ción. El ali­men­to co­men­zó a es­ca­sear, el ham­bre no con­ce­dió tre­guas; en se­ma­nas no había sa­li­do, la des­pen­sa es­ta­ba vacía y hasta la ma­de­ra había de­vo­ra­do. Obli­ga­do por ese im­pe­ra­ti­vo, Al­cá­zar re­tor­nó al mundo y en­con­tró, en con­tra de sus pre­vi­sio­nes, que se ma­ne­ja­ba en el mé­to­do hom­bre con una des­tre­za mayor; be­ne­fi­cia­do por una in­só­li­ta ten­den­cia a la em­pa­tía, trabó re­la­ción de amis­tad con una per­so­na esa misma ma­ña­na, mien­tras com­pra­ba, mien­tras sus manos vol­vían a tocar di­ne­ro. Esa per­so­na se lla­ma­ba Re­na­ta.

«Re­na­ta», voceó Al­cá­zar al eco de su in­te­rior, me­di­tan­do en si­len­cio al borde de la cama, dando la es­pal­da al sobre, medio roto, y a la bala. ¿Qué su­ce­día con Re­na­ta? ¿Ahí se de­te­nía todo? Al­cá­zar la quiso, ex­pe­ri­men­tó el amor con­fun­dién­do­lo con un nar­có­ti­co, y en tal creen­cia lo con­su­mió sólo en la me­di­da en que así lo re­que­rían las fuer­zas de su adic­ción. Pero Re­na­ta había sido algo más que un amor, había sido una razón, una sa­li­da y, fi­nal­men­te, una trai­ción. Al­cá­zar, es­tre­me­ci­do por los ha­llaz­gos de su re­cuer­do, se asomó a la ven­ta­na, sin abrir­la, es­cu­dán­do­se en el cris­tal. Era de noche. En mitad del jar­dín es­pa­cio­so y tran­qui­lo, es­ta­ba la fuen­te de es­cul­pi­do sen­ci­llo, bro­tan­do agua en el cen­tro de una pla­zo­le­ta. Las ver­jas, al fondo, per­ma­ne­cían ce­rra­das y quie­tas. Un solo mo­vi­mien­to, un mal efec­to del vien­to que za­ran­dea­ra uno sólo de sus hie­rros, hu­bie­ra se­ga­do el alma de Al­cá­zar, vi­va­men­te su­ges­tio­na­do por una sos­pe­cha. Una brisa, sin em­bar­go, ac­ti­va­ba el dan­zar de las hojas tier­nas de los fres­nos y pro­du­cía un la­có­ni­co pén­du­lo en los ár­bo­les y ar­bus­tos de copa al­tí­si­ma. Al­cá­zar hu­bie­ra desea­do com­pa­ñía en ese mo­men­to, pero, con ho­rror, re­ca­pa­ci­tó que la única com­pa­ñía de que había dis­fru­ta­do había sido jus­ta­men­te la de Re­na­ta. ¿Y por qué ho­rror? A poco que logró pen­sar, sin qui­tar vista a la fuen­te­ci­ta y al sis­te­ma de jar­di­nes, re­co­pi­ló su­fi­cien­te in­for­ma­ción para acla­rar tanto sen­ti­mien­to apa­ren­te­men­te con­tra­dic­to­rio. Una in­faus­ta ma­dru­ga­da del abril pa­sa­do, Al­cá­zar soñó con gol­pes, ex­clu­si­va­men­te con gol­pes que se daban en un es­pa­cio ce­rra­do, aun­que del todo ili­mi­ta­do. La noche de ese mismo día, supo que Re­na­ta, con la que, tras mucho pro­gre­sar, había es­ta­ble­ci­do una re­la­ción de no­viaz­go for­mal, le había trai­cio­na­do con otro hom­bre. Sin lugar a la com­pa­sión, ni casi al odio, ve­tan­do de raíz toda in­fluen­cia de los sen­ti­mien­tos, re­vi­vió la vio­len­cia ins­tin­ti­va de la an­te­rior etapa e ideó un plan para darle muer­te. La citó en un res­tau­ran­te con el pre­tex­to de una ve­la­da ro­mán­ti­ca. «Te he de re­com­pen­sar por todo lo que me has dado», le acla­ró con acia­go ci­nis­mo. A con­ti­nua­ción fue­ron a un lugar de copas, donde Al­cá­zar tra­ba­ja­ba como vi­gi­lan­te al­gu­nas no­ches. Pero esa noche sólo es­ta­ba allí para dis­fru­tar. Ofre­ció a Re­na­ta licor tras licor, hizo co­rrer el ron a cuen­ta de su cré­di­to y be­bien­do y rien­do junto a ella, se fue des­pi­dien­do sin pa­la­bras. Luego fue la ti­ran­tez en que se en­ros­can dos bo­rra­chos, el di­le­ma y la in­vi­ta­ción. Al final, el dis­pa­ro desde la cama de un hotel de lujo cual­quie­ra, el grito seco y sin afán, un cuer­po que se vence sobre la mo­que­ta y algún cris­tal roto. Esa noche, pese a mul­ti­tud de pas­ti­llas y se­dan­tes, no dur­mió. Con el pri­mer cla­rear, se en­ca­mi­nó en auto hacia Bue­nos Aires, for­ce­jean­do aún con un sen­ti­mien­to de cul­pa­bi­li­dad que su or­gu­llo rehu­sa­ba acep­tar como inevi­ta­ble. Se ins­ta­ló en el hotel (lle­va­ba las señas en un pe­da­ci­to de papel me­ti­do en la car­te­ra) y pron­to ob­tu­vo un tra­ba­jo. De­ci­di­do a ol­vi­dar lo su­ce­di­do y a ser otra per­so­na, in­mer­so de lleno en lo que había de ser el cam­bio de­fi­ni­ti­vo, trans­cu­rrie­ron dos se­ma­nas de ges­tio­nes. En ese tiem­po había pen­sa­do en mu­dar­se a una casa de al­qui­ler, donde el pre­cio no fuera tan alto como en el hotel y donde pu­die­ra comer mejor. Pero todo eso no lo po­dría hacer. La bala le im­pe­di­ría con­su­mar sus pro­yec­tos.

Al­cá­zar llegó, en­ton­ces, a la con­clu­sión de que no era la bala quien lo vi­gi­la­ba. Al­cá­zar res­pi­ra­ba, sabía que, en ver­dad, era Re­na­ta misma quien lo hacía, que, en al­gu­na parte, ella tam­bién res­pi­ra­ba pro­fun­do, mi­rán­do­lo, cus­to­dián­do­lo desde el re­llano de un la­be­rin­to de ira que aún la vol­ca­ba sobre el es­pe­jo de la tie­rra viva. Para des­pe­jar­se de ob­se­sio­nes, Al­cá­zar bajó al con­glo­me­ra­do de jar­di­nes. A ambos lados de sus mu­chos sen­de­ros había ro­sa­les en hi­le­ras, ces­tas de nar­dos que col­ga­ban de hilos blan­dos y do­ra­dos, ba­rra­cas de azu­ce­nas que se sen­tían re­po­sar como al final de una efer­ves­cen­cia. Desa­fian­do sus te­mo­res bebió en la fuen­te abun­dan­te, se frotó agua en la cara, atra­ve­só la zona de pe­num­bras más in­ten­sas e in­de­le­bles bajo el pa­sa­di­zo de hie­dras, se ir­guió re­la­ja­do, es­ti­ra­zán­do­se, posó sus pies des­nu­dos go­zan­do la tie­rra, pero reali­zó estas ope­ra­cio­nes sin es­qui­var del todo el re­ce­lo. Re­na­ta misma le había re­co­men­da­do ese hotel tan sólo mi­nu­tos antes de morir. «Un hotel muy sa­lu­da­ble», ahora sí re­cor­da­ba esas pa­la­bras y que­da­ba per­ple­jo, «muy sa­lu­da­ble para des­co­nec­tar, para mar­gi­nar­se del mundo du­ran­te algún tiem­po, sin que exis­ta po­si­bi­li­dad de ser mo­les­ta­do. Allí paré la úl­ti­ma vez que es­tu­ve en Bue­nos Aires...» Al­cá­zar, como si una plo­ma­da lo fuera a re­ven­tar, re­pa­ran­do en lo que la frase tenía de ho­rri­ble, echó a co­rrer hacia la verja que lo se­pa­ra­ba de la calle, si­len­cio­sa y hos­til en plena ma­dru­ga­da. Sus manos y sus pies, desin­cro­ni­za­dos por el pá­ni­co, pro­di­ga­ron todo tipo de in­ten­tos sobre los fie­rros, a los que tra­ta­ba de en­ca­ra­mar­se. El vien­to arre­ció, unas cuan­tas hojas se des­pla­za­ron en un es­tra­to in­ter­me­dio sobre la luz de una luna sin geo­me­tría, anor­mal­men­te pá­li­da, can­ce­ro­sa. Es­ta­ba en­ce­rra­do. El en­re­ja­do era per­fec­to; los picos, en forma de lanza, se ele­va­ban, inal­can­za­bles para cual­quier ser hu­mano, con­tra el cielo nu­blo­so. Preso de nuevo, sa­bién­do­se con­de­na­do para siem­pre, co­rrió hacia re­cep­ción gol­peán­do­se con ramas, hi­rién­do­se alo­ca­da­men­te, sin tiem­po para sen­tir dolor. Allí den­tro no había nadie, sólo un si­len­cio re­cru­de­ci­do. As­cen­dió a la pri­me­ra plan­ta, des­pe­ñán­do­se sobre los es­ca­lo­nes, tro­pe­zan­do con vio­len­cia. Al igual que la se­gun­da, es­ta­ba en com­ple­ta so­le­dad. Entró en al­gu­nas ha­bi­ta­cio­nes, todas ellas abier­tas, y com­pro­bó las evi­den­cias de un pa­sa­do in­cohe­ren­te: mue­bles vie­jos, ca­tres oxi­da­dos sin col­chón, fo­to­gra­fías en blan­co y negro, so­le­dad. Pa­re­cía que el mismo tiem­po, harto de las ve­lei­da­des y los des­equi­li­brios cons­tan­tes de una de sus in­ser­cio­nes, había acu­di­do a des­truir­lo.

Luego in­gre­só en la suya, que ahora era tam­bién como las otras. Sin re­po­sar del es­fuer­zo, ja­dean­do, ten­dió la cor­ti­na para sal­var­se de la ven­ta­na y de los jar­di­nes y en­cen­dió la luz, no eléc­tri­ca, sino de un viejo can­dil: en el trián­gu­lo de su luz lí­vi­da, ob­ser­vó de nuevo la bala.

En este se­gun­do exa­men, sa­bien­do lo que sabía, sí de­tec­to un ras­tro rojo, aun­que quizá sólo fuera la som­bra de un humor in­terno que su ojo pro­yec­ta­ba sobre el casco me­tá­li­co. Tam­bién los ca­be­llos, ahora, emi­tían apa­ga­dos bri­llos co­bri­zos. Miró al­re­de­dor. El cuar­to, que sin duda era el que an­te­rior­men­te había po­seí­do, era otro. Su as­pec­to había cam­bia­do por com­ple­to, un ma­no­ta­zo de años y de polvo había so­bre­ve­ni­do a los ob­je­tos en pocos mi­nu­tos. «No es ne­ce­sa­rio es­pe­rar a Re­na­ta; ella está en todo esto. Sólo cier­to día, cuan­do muera el úl­ti­mo hom­bre, mi acto ase­sino per­de­rá su carga de ig­no­mi­nia, y al fin esta bala, y todo el uni­ver­so que re­pre­sen­ta, de­ja­rá de per­se­guir­me. Mien­tras tanto, mien­tras siga per­sis­tien­do la me­mo­ria, si­quie­ra la re­si­dual de un des­me­mo­ria­do, no podré salir de esta ha­bi­ta­ción.» Y sin más que hacer, se en­ros­có sobre la cama, como un feto mons­truo­so que es­pe­ra a que trans­cu­rra el pe­rio­do de una par­ti­cu­lar ges­ta­ción para morir. La bala quedó apo­sen­ta­da en un cos­ta­do de su cue­llo, entre dos plie­gues de su carne, que un in­ten­so frío em­pe­za­ba a con­quis­tar. Los dos ca­be­llos des­a­pa­re­cie­ron; al­guien se los llevó.

Cuan­do la po­li­cía, alar­ma­da por la mul­ti­tud de ve­ci­nos que se que­ja­ban del mal olor pro­ce­den­te del viejo hotel, en­con­tró tiem­po des­pués la bala junto al ca­dá­ver, nadie dudó de que aquel hom­bre se había sui­ci­da­do, aun­que no hu­bie­ra arma. La bala, alo­ja­da en el in­te­rior de su cue­llo des­car­na­do, era lo su­fi­cien­te­men­te ex­pli­ca­ti­va como para anu­lar cual­quier otra hi­pó­te­sis. No les fue fácil ac­ce­der al in­te­rior; el hotel tenía el es­pe­sor de las cosas que du­ran­te largo tiem­po, sin nin­gún tipo de in­ter­ven­ción ex­te­rior, se en­cie­rran, ce­lo­sas, sobre sí mis­mas. In­ter­mi­na­bles en­re­da­dos de ma­le­za, les prohi­bie­ron el paso du­ran­te horas. Una vez den­tro, co­men­za­ron la in­ves­ti­ga­ción. El sobre, en blan­co, no pro­por­cio­nó pista al­gu­na sobre su iden­ti­dad. Todo pa­re­cía ex­ce­si­va­men­te com­ple­jo y am­bi­guo, y la in­ves­ti­ga­ción se de­mo­ra­ría du­ran­te meses, si no años. En cier­to mo­men­to, uno de los agen­tes más jó­ve­nes, con aire per­ple­jo, se di­ri­gió al co­mi­sa­rio: «¿cómo puede haber lle­ga­do hasta aquí un hom­bre tan equí­vo­co que, a juz­gar por sus ras­gos y el es­ti­lo de sus en­se­res, pa­re­ce ser un hom­bre de­po­si­ta­rio de todas las épo­cas ima­gi­na­bles?»

«No sé», dijo el co­mi­sa­rio, sin vol­ver­se, mien­tras iden­ti­fi­ca­ba el ca­li­bre exac­to de la bala. «En esas cosas es mejor no pen­sar.»

Días des­pués, se halló el cuer­po de Re­na­ta en­te­rra­do en la zona de jar­di­nes, junto a la fuen­te.

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Fecha de publicaciónFebrero 2003
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