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Desde la Luna

Rosy Paláu
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En el mayor estado de felicidad y desprovisto de cualquier excitación que pudiera poner en riesgo el prestigio de mi cordura, leo, aunque con bastante retraso, que el capitán Jim Cortés, la tripulación y sus 89 pasajeros, fueron recibidos por un gran número de curiosos y (a juzgar por su aspecto en la fotografía) por importantes periodistas, estos últimos con cara de incrédulos. Los unos para saciar la sed de su curiosidad, los otros para dar orden al principio que mejor los representa: el de la lógica. Por este motivo y pidiendo una disculpa por las molestias que el caso haya podido suscitar, haré de su conocimiento lo siguiente:

Que la mañana del 3 de febrero de 19.., abordé el avión de la línea Mexlines. Que aunque el día estaba frío, una vez dentro de la nave, me vi enceguecido por la luz de un sol que al atravesar las ventanillas nos coloreó con un toque de irrealidad. Que nada me pareció más perfecto. Me abroché el cinturón y esperé el tiempo planeado. A una hora de viaje, aproximadamente, revisé mis notas. Comprobé en mi altímetro que teníamos la altura requerida. Me levanté y atravesé el angosto pasillo llevando conmigo un pequeño portafolios. Como nadie me detuvo, llegué sin dificultad hasta la puerta de la cabina. La abrí y al hacerlo, sentí un leve mareo. Las hileras de focos se sucedían unas a otras a lo largo y ancho del tablero. Me pareció que alguien me empujaba desde la azotea de un rascacielos al vacío de una ciudad nocturna. Pronto recuperé la postura. El piloto y el copiloto, al voltearse, en la prisa del asombro, tardaron en ver el arma. Una vez que descubrieron mis intenciones, les dije:

—Preparen todo caballeros, vamos a subir.

Ellos pasaron de la mudes al tartamudeo y acto seguido a la pregunta.

—¿Qué dice?

Sin escucharlos (ya estaba preparado para tales razonamientos), les leí rápidamente todas las frases que traía en la memoria, fruto de pasadas elucubraciones y les ordené de nuevo que siguieran mis órdenes.

—Tenemos que avisar —me respondieron, sin siquiera saber adónde nos dirigíamos (entiendo la torpeza de los nervios).

—Avisen todo lo que quieran —les contesté—. Vamos a la Luna.

Cuando les dije esto, ellos ya tenían abierta la comunicación y pudimos escuchar cómo subían desde la Tierra las carcajadas.

—Ya ven —los regañé—, cuelguen ese aparato y sigamos adelante.

Sabía que me pedirían considerara las terribles consecuencias.

—El aparato no está construido para soportar la presión, nos desintegraremos como un globo pinchado por una aguja, etcétera.

Además me sugirieron que mejor volviera a comenzar y tomara un avión de línea norteamericana, que ellos son capaces hasta de cruzarse en pleno vuelo de un avión a otro y con una bomba a bordo (como si yo fuera un improvisado). Los dejé desahogarse y volví a ordenarles:

—Suban en vertical.

Luego los consolé explicándoles que en mi maletín se encontraba una cápsula de gas especial que dejaría escapar en ese instante para poder viajar sin contratiempos. No solamente respiraríamos libremente, sino que este gas poseía la cualidad más increíble. Haría que todos se sintieran tan cómodos que terminarían casi instantáneamente por pensar que era una forma de viaje bastante cotidiana.

Delante de nosotros todo era azul muy azul, e imaginé la Tierra brillando allá abajo como hecha de millones de espejos. Me sentí feliz de que todos mis experimentos estuvieran teniendo tanto éxito. La resistencia de presión no era ningún problema. El aparato soportaría ampliamente el paso de la atmósfera a la estratósfera y de ahí al espacio sideral. Para eso había yo colocado, antes de abordar, en el costado del fuselaje, el trozo de un raro metal imantado, resultante de las agotadoras excavaciones bajo las altas temperaturas y molestos espejismos del común desierto de Altar. Éste irradiaría la fuerza necesaria en el casco de la nave y según mis cálculos al salir de la atmósfera nos llevaría directamente, como absorbidos, al ansiado satélite.

Al cabo de un rato el gas comenzó a repartir sus efectos. El capitán Cortés y su copiloto me preguntaron si quería un café y aunque con cierta incomodidad por la posición, las azafatas insistieron en servir la comida que todos degustaron con absoluta calma.

Así transcurrieron los primeros tres días, en franca armonía. Las nubes se hicieron cada vez más espesas. Alguien dijo haber visto una parvada de ángeles. Al cuarto una explosión nos produjo cierto nerviosismo. Estábamos a punto de entrar en el espacio. La vista excedió mis expectativas. En la oscuridad, nos rodearon las estrellas. El capitán enderezó la nave. A lo lejos la Tierra se estremecía de relámpagos. Pudieran Ustedes suponerse que comenzamos a flotar en el interior por la falta de gravedad. No fue así. Otra de las cualidades del gas es que al viajar por el cuerpo conserva nuestra naturaleza intacta, haciéndola adaptable el tiempo que se requiera a cualquier medio adverso. Los niños hicieron dibujos de la Luna como de un lugar ya conocido. Aunque variaba el aspecto de sus habitantes todos coincidieron en que tenían una cara feliz. Pensarán que está más que demostrado que en la Luna no hay vida posible. Todos recordamos el día en que nuestras pantallas nos develaron esta verdad. Un supuesto territorio desolado. Tal vez fui yo el único mortal que dudó de lo que sus ojos veían. Con hechos hoy demuestro la mentira.

No me perderé relatando algunos de los contratiempos que trae consigo una proeza como ésta. Por ejemplo, que estuvimos a punto de ser tocados por una enorme bola de fuego, que gracias a la pericia del capitán el peligro no pasó a mayores. Lo que importa son los resultados. ¿Cuántas horas, días, semanas, duró el viaje? No lo sé. A esas alturas del atrevimiento el tiempo pierde importancia. El hecho es que tocamos tierra en la playa de un inmenso mar. Sus lustrosas olas se levantaban y caían como plata líquida. Al bajar fuimos recibidos por unos hombres de aproximadamente dos metros de altura, esbeltos como la línea del mercurio en el termómetro (esto, sin duda, se debe al estiramiento que ejerce la escasa gravedad sobre su cuerpo al quererlos levantar del suelo) y cuyo aspecto dejaba ver, no la sorpresa, sino el entendimiento. En sus rostros ovaloides brillan unos ojos como aluzados por detrás con una lámpara de gas neón.

Bajaron de la barca que atracaba apenas en aquella arena compacta y brillante, como alfombra de satín. En su mano portaban una caña de pescar, en el extremo de la cual luchaba por escapar un pequeño pez de transparencia casi conmovedora. Aunque pueden comunicarse en cualquier lengua, en nuestro caso, les cuesta trabajo pronunciar las consonantes, de tal manera que «ea ieeio», quiere decir: «Sean bienvenidos». Después nos señalaron con sus largos dedos una aldea. Las paredes de las casas son de cristal y dejaban ver a sus habitantes, mirando en una posición casi mística el asombroso océano. Entre tanto ademán de sabiduría, no nos sorprendió encontrar algunos laboratorios de hechura singular. Laberínticos entramados de azulado metal liviano finos como una tela de araña, se mantienen suspendidos entre dos embudos que son utilizados para transformar la roca lunar en hermosas piedras de colores con las que adornan las mujeres su extrema delgadez. (Me supongo un fenómeno éste universal.)

Aunque parecíamos una tribu frente a esos seres tan contundentes en su armónica presencia, creo que nos comportamos a la altura de la más avanzada de las civilizaciones, al asentir a todo casi con emoción beatífica en señal de aprobación. Otro fenómeno singular es que al hablar sus voces llevan de fondo una melodiosa música como tocada por un órgano de viento.

Del lado oscuro, me apena no aclarar sus dudas. Territorio vedado, se cuenta que ahí habitan las sombras de numerosos animales, proyecto de un Dios que planea la creación de un nuevo universo. Lo acompaña la figura de un hombre que esbozado apenas en la piedra ya lo mira con antojo. (La mitología nos es común.)

Cuando la Tierra se pone en el horizonte, no siento melancolía, ni tristeza, más bien una lástima excéntrica, que se condensa en pequeñas lágrimas que resbalan y caen tal piedritas de sal, que guardo a veces como un recuerdo, pero uso también para condimentar los alimentos (diversas clases de marisco chicloso y especies de hierba marina) un tanto insaboros, pero a los que uno llega a acostumbrarse. Advierto de un pez muy codiciado, ciego a saber por las selladas cuencas de sus ojos. Cuando se ingiere, agudiza los sentidos al grado de que hay quien pueda verse perseguido por las imágenes de sus propios pensamientos.

En cuanto al amor, se practica en comunidad y aunque se han descubierto verdaderos arranques de fidelidad, terminan por imponerse los consuelos del Edén.

La edad promedio de sus habitantes es de 200 años y mueren de desintegración. Los cementerios como es de suponerse no existen. Los cuerpos se desmoronan a los ojos de los que estén presentes engrosando así la capa de polvo lunar.

De los pocos habitantes de la Tierra que logran llegar hasta aquí, nadie hasta ahora ha pretendido quedarse. Vuelven a los pocos días en la misma forma que llegaron, argumentando que extrañan entre otras muchas cosas el café y las películas de guerra. Regresan como de un sueño que los devuelve, aunque intactos más propensos a la fantasía. No se atreven a contarlo por temor a que los llamen locos. En mi caso (soy el único que permanece aquí) he aprendido de esta forma de vida que el futuro tiene un aire primitivo bastante conveniente para quien busca ser feliz. Extraño, sí, el placer de las bibliotecas. Aunque no existen los libros, se habla de un extraño ejemplar escrito en ideogramas con la sangre de mil hombres, reservado para aquellos, que enfermos de conocimiento, estén dispuestos a internarse para siempre en el infierno de sus páginas. Como dije, las noticias aquí llegan lentas. Pueden pasar diez años o un siglo. Tuve suerte. Me ha salvado de esperar el capricho de un millonario. ¡Sí, como lo oyen! El poseedor de dicha extravagancia, sintiéndose a las puertas de la muerte, pidió decorar su tumba con la única bandera, que navegando en su telescopio, se le ofreció para adornarle el ego. Apunto que cuando el escogido para tal misión llegó haciendo gala de sus ropas espaciales y cambió el codiciado emblema por otro de menor antigüedad, me miró con desprecio. Mas no encontrando resistencia y descartando al cabo de un rato la posibilidad de que un ser como yo, tan privado de prestigio fuera su rival, logré entre otras cosas que me mostrara algunas de las revistas, donde por obra del errático destino, encontré el artículo que es la causa que hoy me motiva. De mal modo pero no falto de conmiseración, logré accediera ser el portador de este austero pero sincero relato. Luego subió a su nave y se marchó con la consigna de todos los que vienen de guardar el secreto. Lo demás ya lo conocen. El capitán Cortés y todos los que con él bajan del avión como de un sueño, quedarán para siempre en esta fotografía, incapaces de explicar lo que un simple escritor que los saluda mirando las olas del inconmensurable mar les puede develar.

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Copyright ©Rosy Paláu, 2002
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Fecha de publicaciónJulio 2003
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