Quién me pudiera entender, Señor. Venir tan lejos para acabar así. De eso tienen la culpa las palabras. Lo mansitas que se ven saliendo de esos labios que se abren como si nos quisieran besar, enseñándonos el aire que se columpia en las palmeras, mientras un sol muerto de la risa se toma su copa llena de nubes con un popote. Y aquí venimos, contentos nada más de imaginar que nos vamos a encontrar todo igualito que el anuncio. Pero mírenos, en medio de este temporal que se burla de nosotros. Desde que llegué supe que este lugar no está acostumbrado a que lo vengan a visitar. Aquí el silencio es diferente, está hecho de puras olas. Cuando entré en el cuarto quise asomarme para ver el mar, pero la noche tapaba la ventana como un muro negro. Entonces cerré las cortinas y mejor me metí en la cama. Desde ahí me pasié con los ojos para no ser pesimista, para amigarme con las cosas, hasta que me tropecé con ese espejo que nada más está ahí colgado en la pared para asustarlo a uno. Le juro que yo andaba muy tranquilo pero, como si me buscara la mala suerte, el hombre salió de pronto y se rió de mí con mi propia cara. Entonces apagué la lámpara que apenas si alumbraba y me dije: Mañana verás el paisaje tal y cual te lo contaron y me imaginé la playa y me dormí sobre la esperanza... Pero no, no Señor, al levantarme me enteré que también la esperanza era mentira. Me vestí, volví a bajar las escaleras, que apenas ayer y ya ni me acuerdo ni haber subido, y entré exactamente a este lugar en que hoy nos encontramos averiguando. Le repito que no pasaron ni cinco minutos de haberme sentado, cuando lo vi llegar. Llegó tambaleándose entre el decorado de redes y pescados muertos, como si lo hubieran arrastrado los relámpagos. En cuanto lo revisé pensé: A este amigo lo trae la desgracia. No cualquiera lleva puesta esa mirada que se abraza de lo que le queda más cerca... Yo le dije: Cuénteme, no sienta pena, tome un vaso, sírvase. Pero sólo se quedó clavado en las botellas, como si anduviera buscándole un color a los grises del ambiente y en su mudez adiviné la orden de seguirle hablando. Y para eso estaba, para darle gusto. Entonces me fui de largo en la conversación. Mire, le volví a decir, intentando consolarlo, no soy tan viejo, entre otras cosas le puedo presumir de ser leído. Sabía Usted, por ejemplo, que el espíritu trae muy apurados a los científicos. Dicen que se oculta entre el alambrero del cuerpo, posiblemente en el puro medio de los dos ojos, que ya casi dan con él y que hasta nos están haciendo un mapa genético para que un día lleguemos a ser inmortales. Ya ve, por lo pronto, está de moda lo de plancharse la piel para quedar lisito. Pero, imagínese, si no sabemos qué hacer con los años que nos tocan. En eso yo soy de creencias, soy antiguo. Prefiero pensar que el alma está metida en un saquito transparente, muy perfumada y que la vida le va haciendo hoyitos, según el olor que vaya necesitando, para el amor, para la tristeza, para la voluntad, hasta que llega la muerte y lo abre de un jalón y allá vamos como quien abandona un barco que se hunde, en el vapor de lo que nos queda, cada mortal adonde le toca, según si se portó bien o se portó mal. Cuando le decía yo esto, sentí que hasta estaba emocionado con el tema porque cerró y abrió los párpados como si necesitara ventilar sus ojos secos para después volverlos a poner en donde estaban, secreteándose con las cosas y yo proseguí... El problema es que todo se ha vuelto tan relativo. Por ejemplo, le dije, de lejos se le ve que se quiere morir. ¿Eso es malo? O acaso que yo le diga que está en todo su derecho, que yo lo puedo ayudar. ¿Es malo también? O lo bueno sería que siguiera sufriendo y yo que lo diviso en la orillita lo dejara caer en el abismo de su propia vida. Soy creyente, y por eso se lo digo. Si Dios nos quiere buenos y llenos de gracia, ¿qué caso tiene desobedecerlo? Sí Señor, ahora que lo pienso el destino me trajo aquí para ayudar a ese pobre hombre... No le exagero si le digo que hasta lo oí gritar. Sí, sí ayúdeme por favor, se lo suplico. Se frotaba las manos como si buscara soltarse de algo que lo tenía enredado. Nadie me había tocado así el corazón. En otros casos todo se sucedió parejito, sin remordimientos, sabedor de que cumplía una voluntad, como aquel que nunca perdió el humor cuando me dijo: «No le dejo nada a nadie, porque nadie soy yo y yo ya me voy.» Pero él, él, Señor, hasta se persignó dos veces como si le hubieran llegado a reclamar algo al oído para luego volverse a meter en su dolor. Qué quería que yo hiciera. A ésos hay que salvarlos de este mundo para enviarlos al que los está esperando desde hace mucho, allá detrás del infinito. Dirá Usted que soy inculto, porque digo detrás, si el infinito no tiene ni delante siquiera. Pero de eso se trata el misterio de no saber y de remendarlo con palabras para no perdernos en la pura nada. Verá, es como el amor. Si sabe que va derecho a quedarse sin libertad, ¿por qué sale disparado como una flecha rumbo a perderla? Entonces ¿qué se puede hacer? Rellenar esa prisión con sueños, con canciones, con te quieros para que parezca todo bien bonito. Como si le dibujáramos una puerta para creer que podemos entrar y salir cuando nos dé la gana. Luego viene que se pueden suceder dos cosas. O escoge seguir en el sueño y los te quieros o le pasa lo que le pasó a este hombre que tenemos aquí en mero enfrente, que de seguro ya va montado en su alma, cabalgando los cielos, lejos de tanto sufrimiento. Fíjese que yo ni siquiera venía preparado. Lo único que traía en la bolsa del pantalón es ese sobrecito que ve ahí vacío sobre la mesa. Verá, yo estoy enfermo, no puedo tomar azúcar. Lo único que hice fue vaciarlo lentamente en el vaso... Ni le tembló la mano cuando se lo tomó de un sorbo creyendo que era el veneno de su descanso. Pobrecito. Lo hubiera visto. Ni tiempo tuvo de agradecerme. Así cayó por voluntad, como si sus propias angustias le hubieran apagado el corazón para que no siguiera sonando. Mírelo. Ya se fijó. Parece que la muerte le hubiera colgado un letrero de felicidad en el rostro. A esta hora ya debe de estar alimentándose del pan de la vida eterna. Le digo que las palabras tienen la culpa. Lo mansitas que se ven saliendo de esos labios que se abren como si nos quisieran besar. ¿Qué dice Usted?
Copyright © | Rosy Paláu, 2003 |
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Fecha de publicación | Mayo 2004 |
Colección | Fabulaciones |
Permalink | https://badosa.com/n197 |
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