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Gris de tiempo gris

Let me stand next to your fire...

Nicolás Soto
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaCaracas

Poco antes de las seis de la mañana, tres comisiones se dirigieron al liceo, al colegio del padre Carrasco y al colegio María Inmaculada. Iban provistas de cadenas y candados. Desplazándose con precaución, procedieron a atrancar, cada una por su lado, las entradas principales. Los vigilantes brillaban por su ausencia. Seguramente dormitaban, confiados en que la rutina secular de normalidad y tranquilidad jamás sería perturbada.

A un cuarto para las siete comenzaron a llegar los bedeles. En los colegios religiosos, intentaron abrirse paso con seguetas y patas de cabra, pero el material era de buena calidad y no cedía fácilmente. Los obreros del liceo se limitaron a encogerse de hombros y a decir: «Esperemos a que llegue la directora a ver qué se hace.» Los estudiantes arribaban y se aglomeraban. Las comisiones aguardan a que la masa se hiciera más compacta.

A las siete y diez, uno de los entecos de Azaelito se apareció con un camión rebosante de llantas usadas. De la manera más casual, se apeó y arrojó los neumáticos en la puerta principal del liceo. Todos lo vieron, impasible como un Buster Keaton cualquiera en El maquinista de la General. Luego de cumplida su misión, partió del mismo modo en que llegó. A los diez minutos hizo otro tanto en el colegio del padre Carrasco y, veinte minutos después, se imitó a sí mismo frente al María Inmaculada.

A las siete y veinte, uno de los integrantes de la comisión emergió con una botella llena de gasolina y roció los cauchos con parsimonia de hermanita de la caridad. Los liceístas comenzaban a salir de su pasmo. Ya había casi mil de ellos.

Alguien lanzó un fósforo y las gomas arrojaron lengüetadas de fuego.

«El Búlgaro» se encaramó en un quicio de cemento. Tenía un megáfono en la mano.

—¡Compañeros! —gritó, y lo que salió por la corneta fue una suerte de carraspera apostólica.

—¡Adiós, cará, «el Búlgaro» es líder! —exclamó un negrito cambado parecido a Memín Pinguín.

—¡Púyalo, «Búlgaro»! —lo aupó un gordito bigotón igualito que Capulina.

El improvisado orador le dio unos golpes al megáfono. Probó de nuevo. Ahora sí funcionaba.

—¡Es tiempo de que el estudiantado tome la iniciativa y dé la cara!

Tímidos aplausos.

—¡Estamos aquí para reclamar nuestra presencia y manifestar nuestra voluntad soberana!

Un poquito más de aplausos.

—¡Hoy no asistiremos a clases porque así lo deseamos!

Abrumadores aplausos y vítores.

—¡Vamos a la plaza Bolívar a dejar sentir nuestra voz y nuestra protesta! ¡Todos a la marcha! ¡Viva el movimiento estudiantil revolucionario de Santa Narda de Miguaque!

—¡Vivaaaa! —respondieron casi todos.

Los cauchos ardían como almendras fatigadas.

—¡Todos a la plaza Bolívar! —ordenó «el Búlgaro», cogiendo la delantera.

La marcha arrancó. El tráfico en la avenida Andrés Eloy Blanco se atascó. Los muchachos tocaban tambor con los carros detenidos en medio de su desplazamiento. Las consignas rebotaban en las nubes grises y bajas. El cielo parecía querer transpirar.

—Los liceístas ya están en movimiento —entró diciendo el ñato.

—Bien —fue todo el comentario de Azaelito (a) comandante Argenis, viendo su reloj de campaña.

Natalí salió de la habitación principal. Vestía pantalón y camisa de caqui, al igual que los demás. Tomó una nueve milímetros de la mesa, revisó el peine y montó una bala en la recámara.

—Estoy lista —afirmó.

—Bien. Pongámonos en camino —dijo Azaelito.

Salieron en dos grupos. En el primer carro, Azaelito, Natalí y el ñato. En el segundo, tres de los entecos. Tenían las armas largas debajo de los asientos.

En ese mismo instante, «el Chino» Rivera arengaba a los alumnos del colegio del padre Carrasco. José Miguel Moros hacía lo propio con las muchachas del María Inmaculada. Ambos grupos se mostraron reticentes. Fueron escasos los que consintieron en marchar hasta la plaza Bolívar.

Los demás se contentaron con tomarse el asueto, yéndose para sus casas en sus carros y motos particulares.

Gonzalo y Sojito habían pasado la noche en vela en el corral de doña Martina.

Tenían los pies fríos y las fosas nasales goterosas. Parecía que las mandíbulas iban a desprendérseles del cráneo.

—La inacción procrea apatía y engendra falacias —infería Sojito, desplazándose de un lado a otro y batiendo las manos como aspas de ventilador de techo—. No podemos ni debemos permanecer inmunes al llamado de la diatriba social. Gonzalo, es preciso que nos sumemos al movimiento.

—Azaelito nos recomendó aguardar aquí mientras...

—¡No, no y mil veces no! Es ignominioso quedarse al margen. Me hace sentir cobarde y carente de sensibilidad. Además, tenemos una misión que cumplir, ¿lo has olvidado?

—¿Crees que valga la pena?

—¡Ahora es el momento! Se desataron las fuerzas incontenibles de la furia social. ¿Entonces? ¿Le damos o no le damos?

—Vamos a darnos.

—Así se habla.

Salieron.

María Esperanza y su hija habían llegado temprano al aeropuerto de La Carlota. Por un momento habían creído que iba a ser imposible realizar el vuelo por el techo de nubes tan bajo que se cernía sobre Caracas. Sin embargo, a eso de las ocho, el sol comenzó a penetrar con fuerza a través de vaginas celestiales.

—Gracias, Benilde, por todo —se despidió de su hermana.

—Ha sido muy gentil Alfredo Enrile Salom al facilitarte su avioneta —dijo Benilde.

—En una hora estaremos allá —anunció María Esperanza—. De todas maneras, pensamos en regresar en quince días para finiquitar varias cosas que quedaron pendientes.

Se acercó el capitán, un buenmocito que frisaba los treinta años, de bigotes a lo Emiliano Zapata y porte de campeón de tenis, que no podía sustraerse a la hermosura indiferente y abstraída de María Enriqueta.

—Ya estamos listos, señora Alvarenga.

—Chao entonces, Benilde —María Esperanza la abrazó. Se tornó hacia su hija, quien lucía distraída y ausente—. Vamos, María Enriqueta.

Abordaron el bimotor.

Quince minutos después, volaban atravesando nubes grises, muy grises. El capitán se esforzaba por abrir cauces de conversación y llamar la atención de la preciosa rubia que traía a bordo.

María Enriqueta veía hacia la lejanía que se adhería a sus ojos de un verde alimentado por el infinito. Hacía rato que se había implantado en su corazón una resequedad sin término de espacios.

También los duendes habían muerto.

Tal como había sido previamente convenido, «el Búlgaro» hizo que la columna humana se detuviera en el cruce de la calle La Cuaima con Federación. Sus compañeros de la comisión se alternaban en el uso del megáfono para que no decayeran los ánimos.

Los turcos, asustados por la marea de mil y una cabezas, cerraron atropelladamente sus tiendas y bazares. Algunos osaban asomarse tímidamente sedientos de curiosidad.

«El Búlgaro» trepó al techo de un camión estacionado en el punto más estratégico de la esquina.

—¡Compañeros! —exclamó— ¡No estamos solos en esta jornada heroica! ¡Allá se aproximan los contingentes provenientes de los otros colegios miguaqueños! ¡Vienen a mostrarnos, con presencia activa y militante, su solidaridad con los justos reclamos que estamos haciendo! ¡Vamos a darles una bienvenida arrechísima! ¡Viva el estudiantado miguaqueño!

—¡Vivaaaa! —respondió un coro multitudinario.

Con la llegada de los grupos comandados por «el Chino» Rivera y José Miguel Moros, la manifestación cobró mayor ímpetu. Se agregó mucha gente más, incluidos los inevitables desocupados y mirones.

—¡Vamos todos a la plaza Bolívar! ¡Viva la masa revolucionaria estudiantil!

—¡Vivaaaa!

En la Asociación de Ganaderos, Alfredo Enrile Salom tomó imperiosamente el teléfono observado por las presencias yertas de Lino Fragachán y Efraín Alvarenga.

—¿Aló? Con el prefecto, por favor... De parte del presidente de la Asociación de Ganaderos de Santa Narda de Miguaque... Gracias...

Tapó la bocina con la palma de la mano.

—Apuesto a que ese pazguato no se entera todavía de lo que está pasando —comentó a sus flemáticos colegas. Apartó la mano para dejarse oír—. ¿Aló? ¿Arévalo? ¿Cómo te sientes, compay?... ¿Qué has hecho, entonces?... Sí, me parece bueno que hayas apostado policías allí... ¿No crees que sería conveniente poner en aviso a la Guardia Nacional?... Claro, compay, nunca se sabe... Si quieres me comunico de inmediato con el teniente Eugenio Enrique... Es lo mejor, ¿verdad?... Sí, sí, no te preocupes, no creo que la cosa llegue a mayores, pero no es malo estar ojo avizor... Correcto, compay... Magnífico, compay... Mantennos informados de cualquier acontecimiento, compay... Gracias, compay... Adiós, compay...

Colgó.

—¿Qué les parece? Ni siquiera ha mandado a apagar los cauchos que quemaron esos vándalos frente al liceo y los colegios. Si habré yo visto gente incompetente.

—Todo esto me huele a algo organizado y preparado de antemano —dijo Efraín Alvarenga, levantándose de la poltrona donde había estado sentado.

—¿Verdad que sí? —preguntó Lino Fragachán, atusándose las fosas nasales con su ennegrecido pulgar.

—No puede ser coincidencia que se hayan iniciado manifestaciones estudiantiles simultáneas para embochinchar a nuestros muchachos. Aquí hay una mano oculta —aseguró Efraín Alvarenga.

—Déjame llamar al inspector Remigio Rebolledo a ver qué me puede decir al respecto —propuso Alfredo Enrile Salom al tiempo que descolgaba el auricular.

Elena despertó otra vez con una sensación de renacimiento amodorrado. «Todo tiene que empezar a cambiar desde hoy», reflexionó.

El problema era cómo.

Se levantó y se vistió. Seguía dándole vueltas al asunto. ¿Se iría de Miguaque para siempre? ¿Hacia dónde? ¿De qué iba a vivir ella, que no sabía hacer nada, sin oficio, sin profesión? Peor sería quedarse y ser objeto de la censura invisible de la sociedad. Hasta hace poco había sido indiferente a los denuestos que habían permanecido lejanos de ella. Nada ni nadie le garantizaba que seguiría siendo así en lo sucesivo.

¿Pediría ayuda a su familia, a su hermano pederasta, a la vieja dulcera que había traslucido una evidente inconformidad cuando la trajeron de nuevo a la casa? El orgullo herido era demasiado grande para transigir en eso.

¿Y Pedro Esteban? Luego se ocuparía de él. Habría tiempo suficiente para intentar una reunificación o, al menos, un cese de hostilidades en la guerra fría que los separaba.

Salió sin ser vista. Tomó rumbo a su casa. La casa de Pedro Ramón Sojo. Se sintió rara al notar que las gentes no reparaban en ella, como de costumbre. ¿Qué estaría pasando?

Al llegar a la esquina del preterido caserón, topó con la muchachada en algarabía. Cantaban y fraseaban consignas contra el gobierno, contra la policía y contra los ricos. Se les veía alegres y nada agresivos. No tuvo la suficiente curiosidad para inquirir qué los había motivado a tomar la calle y alebrestar al pueblo.

Entró. El caserón parecía un desierto cifrado y angustioso. Nunca más podría vivir ahí otra vez. Era una estancia que ahora olía a excremento de gato.

Fue a su habitación y empacó lo más que pudo en una pequeña maleta. Buscó a tientas una subrepticia hendidura detrás del escaparate. Sacó el último resto de sus ahorros representados por un puño de billetes de a cien y unas cuantas joyas.

Ganó la calle. La manifestación había avanzado rumbo hacia el centro. Muchas personas, en su mayoría ociosos, convergían hacia la plaza Bolívar. Los turcos no se atrevían todavía a abrir las tiendas y los bazares.

Miró a su alrededor, como despidiéndose.

Avanzó, al fin, con destino a su nueva vida.

La prefectura daba a la plaza Bolívar. Era, a la vez, sede de la policía y cárcel municipal. Dos docenas de agentes se hallaban colocados, en forma de cordón, en resguardo de su cuartel, de la catedral y de los comercios de los alrededores.

Habían situado convenientemente a corta distancia los dos carros. No habían descendido para no hacerse llamativos. Del otro lado de la calle, observaron el camión con el enteco parecido a Buster Keaton y dos individuos más.

—Ya llegó la gente —recalcó Natalí, atisbando el arribo de la manifestación.

—Vamos —ordenó Azaelito al ñato.

Los tres descendieron, portando maletas como si viniesen de viaje. Hicieron una seña disimulada reconocida por los entecos. Parecían empleados de la compañía de electricidad, con sus vestimentas de caqui y sus cascos metálicos. Ninguno de los gendarmes se fijó en ellos, su atención concentrada en los estudiantes.

Se introdujeron a una casa aledaña, de zaguán descendiente y resbaloso. Tocaron el timbre.

Una mujerona que se hacía la permanente con rollos de papel tualé en la cabeza se asomó, entreabriendo la puerta.

—¿Quién?

—Venimos a chequear el medidor, señora —dijo Azaelito, con énfasis profesional.

—Adelante.

La mujerona les dio acceso. Azaelito y el ñato pasaron con prisa, rumbo al patio trasero.

—Oigan, el medidor no está por ahí.

Natalí sacó, con destreza de pantera, la nueve milímetros y se la colocó en la frente a la mujerona.

—Silencio. ¿Hay alguien más aquí con usted?

—Sola-sola-solamente mi-mi ma-ma-mamá que-que e-e-está e-e-enferma.

—Vamos para allá con mucho cuidado y sin inventar cosas raras, ¿okey?

La mujerona obedeció con el espanto reflejado en sus amarillentas córneas.

Azaelito y el ñato llegaron al paredón que colindaba con la prefectura. Sacaron varios cartuchos de dinamita, una pila de seis voltios, un amasijo de alambres multicolores y un detonador.

—¿Estás seguro de que toda la gente está ahí, lista y preparada? —preguntó el ñato a la par que comenzaba a montar los explosivos.

—Sí. Gerónimo se encargó de todo. Tenemos a más de treinta voluntarios de los partidos de izquierda, armados con revólveres y fusiles. Todos están colocados estratégicamente, tal como lo planeamos.

—Pásame esas pinzas —señaló el ñato, con un copioso sudor inundándole la frente—. Bien, ya estamos aquí, encaramados arriba del burro. P’alante...

Azaelito, mientras, armaba dos fusiles semiautomáticos que había traído en las maletas.

Gonzalo y Sojito se estacionaron prudentemente frente a la entrada lateral del patio de la casa parroquial.

—Es ahora o nunca, camarada —dijo Pedro Esteban.

Escucharon la monotonía de las consignas amplificarse y acallar el silencio grisáceo de la mañana a medida que avanzaba el grupo compacto de estudiantes. Todo el mundo había volcado su atención en la marcha y el espectáculo inusitado que se estaba dando en la plaza.

Sojito descendió del vehículo mirando hacia los lados. Nadie se fijaba en ellos, tal como si fueran dos fantasmas de azogue.

Enfiló hacia el portón metálico. Sabía que la añosa cerradura tenía un truco, pues habían sido incontables las ocasiones, en los ya lejanos días cuando había sido monaguillo, en que, para ahorrar camino, había utilizado ese atajo. Con un poco de esfuerzo adicional, al fin cedió.

Regresó al carro. Gonzalo se apeó y abrió el baúl.

Cada uno asió dos latas de kerosén. Con prisa de chigüires en Semana Santa, entraron a la casa parroquial.

Llegaron a la puerta de la sacristía. Sojito dejó en el piso sus dos latas y la tanteó.

—Suerte habemus. Está abierta.

Entraron. Había un olor a incienso viejo impregnándolo todo.

Regaron hidrocarburo por doquier. No se salvó nada. Fueron empapados con el combustible las revestiduras del padre Carrasco, los reclinatorios con sus almohadones de encaje usados cada vez que venía el obispo en visita pastoral, el viejo altar hecho de cedro y apamate, el púlpito labrado con escenas del Eclesiastés, el órgano comprado en Alemania con una dispensa especial de Su Santidad Pío XII, el santo sepulcro donado en 1954 por el señor Azael Lisandro pagando una promesa hecha en una calurosa noche de abril después de una pelea de gallos, la Virgen Dolorosa con su corazón de fieltro atravesado por docena y media de espadillas relumbrosas parecidas a alfileres de tintorería, el Niño Jesús Bendito donado por Jackeline de Moros en su carácter de presidenta de la Asociación de las Hijas de María, los retablos del Vía Crucis pintados por un artista anónimo de los tiempos de la Independencia poco antes de morir alanceado en la catedral de Villa de Cura por los llaneros sanguinarios del asturiano José Tomás Boves, los bancos donde se sentaban los feligreses y las viudas piadosas, el catafalco para los funerales de cuerpo ausente, el cepillo de la limosna y el confesionario tallado en caoba que había sido un regalo especial del benemérito general Juan Vicente Gómez a la noble población de Santa Narda de Miguaque por haber resistido con galanía y donosura los embates del célebre forajido y contumaz guerrillero Emilio Arévalo Cedeño en una de sus tantas invasiones del territorio nacional.

Sojito sacó de uno de sus bolsillos un yesquero desechable.

—Apártate, Gonzalo.

Los muchachos se habían amontonado en la plaza Bolívar, pisoteando la grama y trepando por encima de los bancos de cemento.

—¡Ésta es una demostración pacífica, compañeros! —se desgañitaba «el Chino» Rivera, en el improvisado podio que les brindó el pedestal de la estatua del Libertador—. ¡No vamos a caer en la provocación de los esbirros de este régimen corrompido y represivo! ¡Que se vayan los policías! ¡Que se vayan los tombos!

—¡Que se vayan! ¡Que se vayan! ¡Que se vayan! ¡Que se vayan! —coreó la multitud.

Un sargento barrigón parecido a Tonina Jackson llamó aparte a un cabo con cara de sapo culebrero.

—González, prepare las lacrimógenas. A mi señal, las zumbamos y cargamos para dispersar a estos vagos. ¿Entendido?

—Sí, mi sargento.

José Miguel Moros era el perifoneador ahora.

—¿Por qué no se van a vigilar y a capturar a los que se llevan las riquezas de este país? ¡A esos servidores del imperialismo que están saqueando a Venezuela! ¡La policía se ha convertido en el brazo de la burguesía! ¡No son sino unos asesinos de estudiantes y de gente humilde! ¡Eso es lo que son, sí señor!

—¡Policías, maleantes, asesinos de estudiantes! ¡Policías, maleantes, asesinos de estudiantes! —hizo coro la muchedumbre.

—¡No nos van a atemorizar estos gorilas! ¡Que se marchen de una vez a adular a los ricos coños de madre de este país! —tronó «el Búlgaro» por el megáfono.

—¡Policías, maricos, jalabolas de los ricos! ¡Policías, maricos, jalabolas de los ricos! —arrancó un nuevo ritornello. Las caras de los muchachos se iluminaban con el estremecimiento del hipnótico canto.

—Hasta aquí los trajo el río —refunfuñó con enojo el lipudo sargento, haciéndole una seña imperceptible al cabo González.

Varias latas volaron por los aires como pájaros zafios.

Al chocar con el pavimento, se desintegraron dejando escapar un gas blanquecino y acuoso. Muchos ojos enrojecieron y bastantes gargantas tosieron. Algunos comenzaron a gritar y a correr desconcertados, víctimas del pánico.

—Otra dosis más y esto se lo llevó el diablo, González —ladró el sargento, excitado con el espectáculo de los jóvenes en desbandada.

—¡No corran, no corran! —gritaba «el Búlgaro» por el megáfono mientras se cubría la nariz con un pañuelo.

El gordito igualito que Capulina apareció con una botellita de vinagre.

—¡Esto es lo mejor para contrarrestar el gas! —afirmó.

El negrito cambado a Memín Pinguín se la arrebató y procedió a vaciársela directamente sobre los ojos.

—¡No seas bruto, animal! ¡Así no! ¡Te vas a quedar ciego! —le gritó el gordito pero ya era tarde.

—¡Ay, mamaíta! —fue lo único que atinó a decir Memín, tratando de aguantar la horrible picazón.

—¡Ayúdenlo! ¡Vamos a llevarlo al hospital! —recomendó perentoriamente «el Chino» Rivera, con la vista estragada y huyéndole a la asfixia.

Dos latas cayeron a los pies de José Miguel Moros y, milagrosamente, no estallaron. Sin pérdida de tiempo, y a pesar de que estaban muy calientes, las tomó y las devolvió al campo contrario con energía y puntería de pitcher relevista.

Reventaron en el bulbo de concentración de los policías. Ahora reinaba la confusión del lado de los agentes del orden.

Los estudiantes que habían conservado sus rangos se envalentonaron.

—¡Piedra con esos desgraciaos!

Arreciaron los peñonazos sobre los desguarnecidos policías que habían roto filas.

—¡Le dije claramente que necesitábamos las máscaras antigás! —le rugió el sargento al prefecto.

—¡No había presupuesto! —gimoteó Arévalo tratando de respirar aire puro. Una piedra rompió un vidrio muy cercano— ¡Ay, mi madre!

El primer disparo lo hizo un uniformado a quien le habían atinado en toda la frente. Enardecido por los borbotones de sangre, sacó su revólver y empezó a descerrajar balazos a diestra y siniestra.

—¡Al suelo, al suelo, carajo! —exclamó «el Búlgaro», lanzándose de plongeon por entre unos materos repletos de cayenas y tréboles.

Los entecos escucharon los disparos y salieron del carro con sincronismo teutón. Portaban fusiles semiautomáticos.

Abalearon a los policías con eficiencia japonesa.

Los agentes reconocieron el fuego graneado y corrieron a refugiarse en la prefectura.

El uniformado que había iniciado la balacera recibió un tiro en el pecho, saltando como si fuera un resorte y cayendo de espaldas en medio de la acera y de la estampida de sus colegas.

Había muchachas histéricas, chillando y paralizadas. A más de un estudiante se le aflojaron los esfínteres con la plomazón.

Alguien respondió con tableteo de ametralladoras desde dentro de la jefatura.

Surgieron, repentinamente, algunos elementos de civil portando escopetas y pistolas desde los techos circunvecinos y las esquinas aledañas. Todos apuntaban hacia la prefectura, disparando sin tregua.

El prefecto Arévalo se había levantado y corría a guarecerse bajo un buzón. Fue alcanzado y cayó largo a largo, la espalda empapada con una mancha bermeja y gruesa.

El sargento lipudo ganó refugio arrastrándose como una macaurel, con una agilidad que hasta hacía poco le era desconocida.

—¡Coño, que nos matan esos muérganos! ¡Fuego a discreción!

Sonó una explosión atronadora y la tierra se hizo eco de convulsiones telúricas.

—¡Nos están bombardeando! —ladró el sargento— ¡Esta vaina es en serio! ¡Llamen al ejército y a la Guardia Nacional!

Un distinguido reptó por entre el mazacote de techo y pared desprendidos y tomó el teléfono.

—¡La línea está muerta, mi sargento!

—¡Comunícate por el radio!

Los disparos venían ahora también de la parte de atrás.

Azaelito y el ñato avanzaban, abriéndose paso a plomo limpio y apartando escombros del vetusto paredón demolido con dinamita. Un policía se asomó a ver qué pasaba y recibió un petardazo en la clavícula.

El tiroteo arreciaba. Los entecos se aproximaban a la puerta principal de la prefectura cuando se presentaron dos patrullas llenas de detectives de paisano que salieron raudos disparando metralletas.

Sin pérdida de tiempo, el enteco del camión les arrojó una granada. Todos se echaron al suelo antes de que estallara.

—Dios mío, ¿qué es lo que sucede? —se preguntó el padre Carrasco, calzándose las chancletas. Le parecía estar navegando en un trance brumoso.

Se agachó bruscamente cuando una bala perdida chirrió por encima de su cabeza y fue a estrellarse al lado de un corazón de Jesús.

—¡Dionisia, Dionisia! ¿Dónde estás?

Algo zahirió su olfato. Un olor a madera quemada. Crecía profusamente.

—¡Cielo santo! —dijo con angustia y corrió precipitadamente hacia la sacristía.

Había un resplandor áureo que se colaba por los vitrales, mezclado con un aire acre, fétido e irrespirable. Apuró el paso sintiendo una aflicción de apocalipsis ahumado.

—No... Mi iglesia no... Por favor, te lo pido, Señor mío... Mi iglesia no... —balbucía con sus labios afelpados por una saliva sólida.

Entró a un bautisterio iluminado por espejismos intermitentes, ahogándose por el humo cada vez más espeso, y ensordecido por los balazos de las cercanías. Atravesó la puerta que daba a la nave lateral y observó, presa de espasmos expeditos, cómo todo era consumido por un fuego voraz e impetuoso.

Se prosternó y sollozó, con la tristeza de las postrimerías de lo póstumo.

Por entre las rendijas de la batahola, se coló una voz abrasiva y sulfurosa.

—No existe mejor venganza, ente de mentirijillas metafísicas, que ver tus símbolos, tus íconos y tus domicilios ser pasto de las llamas purificadoras. Esto no es sino el principio. Ahora comienza nuestra lucha verdadera, en la cual pienso demostrar, ante el mundo de los crédulos y los devotos, lo que ha sido el engaño de tu falsa esencia. Ya no morarás en el corazón del hombre porque tu verdadero lugar es el limbo inhóspito donde serás arrojado, por siempre jamás, el día que te privemos de nuestra fe, el día en que el último ser humano del universo no necesite de tus funestas liturgias, de tus ridículos textos sagrados, ni de la hipócrita protección de tu regazo celestial. Eres un canalla, eres un canalla, eres un canallaaaaaa... ¡Maldito seas!

El padre Carrasco lo atisbó por entre las compuertas amarillentas de las flamas.

Sojito, a su vez, lo divisó flotando sobre un brillo marmóreo. Gonzalo se le acercó por detrás.

—¿Quién es ése? —le preguntó.

—¡Es el representante de la falsía! —respondió Pedro Esteban, con una extraña y amartelada voz.

—¡Vade retro, engendro del demonio! ¡Pequé al no haberte destruido, pequé al no haberte deslastrado de la vida, pequé al no haber sabido eliminar tu malhechora influencia! Pero todavía es tiempo, sí Cristo Jesús, ¿verdad que lo es?... Todavía es tiempo...

Mientras decía esto, el padre Carrasco avanzaba hacia ellos. El miedo ancestral y las dudas patológicas que lo habían flagelado se disolvieron como sal en el agua.

—Todavía se puede enmendar tamaña iniquidad. Puedo hacerlo. El Señor me ha encomendado esa tarea. Derrotaré al representante de Satán...

Comenzó a atravesar las llamas sin sentir nada. Dios lo protegía.

—Está loco. Se va a quemar... —constató Gonzalo, con los ojos desorbitados y creyéndose el único espectador de un teatro alucinado.

—Si yo no tengo razón, protégelo. Es tu última esperanza, Señor del engaño —mascullaba Pedro Esteban con acento de cómplices—. Vamos, demuéstrame que estoy errado, Dios zarrapastroso. Es él o yo. Vamos, vamos...

El padre Carrasco se aproximaba por entre el crepitar del fuego.

—¡Bestia réproba! ¿Cuál es tu número? ¡Enséñame tu seis-seis-seis!

—¿Quién tiene razón, deidad de porquería? —retó Sojito.

El padre Carrasco parecía sostenerse en un agua flamígera.

—¡Vástago de Proserpina! —le endilgó a su ex-pupilo.

Gonzalo deseaba gritar con un terror suficiente para romper ese encanto ígneo. Parecían de verdad cosas del diablo.

—¡Uno de los dos debe morir! —ululó horrendamente Sojito.

Gonzalo iba a llorar de pánico. Quería rezar para espantar al demonio.

—¡Gusano maldito!

—¡Muérete, miasma! —aulló Pedro Esteban y su voz restalló con un eco de mil infiernos.

Las vestiduras del padre Carrasco se empaparon con una candela azulada.

—¡Demonio!

—¡Consúmete, inmundicia!

—¡Anticristo!

Era ya una antorcha ambulante. El hedor a carne quemada pasó a ser más asfixiante que el humo del incendio.

—¡Regresa con tu falso Ser Supremo, escoria!

El padre Carrasco por fin percibió que todo se consumía. Hubiera querido morir en paz. Pareció despertar del ensueño.

—¡No, Señor, noooo! ¡No me dejes morir! ¡No quiero morir! ¡Llévatelo a él, al Anticristo, no a mí! ¡Nooooooo!

Se ahogó con su propio llanto. Sintió un maremágnum de ardores infinitos. Tuvo el consuelo de desmayarse antes de sufrir el inenarrable dolor.

Pedro Esteban lo vio hundirse en una ciénaga anaranjada y cinética. Sus ojos se transfiguraron con la luz rezumada y apremiante de la catástrofe.

Gonzalo se escabulló. La cabeza le daba vueltas. Escuchaba la balacera y se preguntaba si había perdido la razón. Sintió paranoia. Quería huir, escaparse de todo. Corrió como un enajenado.

Los disparos sonaban más y más cerca.

José Gregorio Livorini estaba trémulo con la impotencia. Los plomazos cada vez tronaban con más vigor.

—¡Sáquenme de aquí! ¡Sáquenme de aquí!

El policía de ojos aindiados entró con la cobardía calcada en el rostro. Se detuvo frente a la celda y se le quedó viendo. También el hijo de Azael Lisandro, vecino inmediato, parecía morirse del espanto.

En eso, sonó la explosión.

La onda expansiva impelió al uniformado contra la reja de Livorini. Con su habitual destreza felina, lo cogió por el gaznate con una mano, mientras que con la otra lo registraba hasta que, al fin, dio con las llaves.

David vio con horror cómo Livorini le partió la nuca al infeliz agente. Enseguida, abrió la cerradura de su celda con la mayor naturalidad del mundo. La batalla campal retumbaba con mayor violencia en el patio trasero de la prefectura donde, al parecer, había estallado la bomba.

Livorini despojó a su víctima del revólver. Los tiros en el solar cesaron de golpe. Uno de los bandos, aparentemente, dominaba la situación. El instinto de fiera sabanera se le agudizó.

Alzó la vista y vio una presencia peluda en el umbral.

El reflejo fue más fuerte. Disparó.

La presencia peluda se movió con la ligereza de Cassius Clay, esquivando el balazo que fue recibido en plena boca por un retaco que estaba detrás. Fue una muerte más que súbita la del ñato.

David lo había visto todo. Los tronazos y el olor a pólvora lo iban a volver loco en su indefensión.

—¡Lito! ¡Sácame de aquí!

Azaelito iba a disparar cuando escuchó la voz de David y se contuvo. Livorini se dio cuenta.

Con extremada precaución abrió la celda donde estaba el joven Lisandro.

—Sal —le ordenó.

David no sabía qué hacer. Se decidió a obedecer cuando notó a Livorini encañonándolo con pericia de experto depredador.

Livorini lo agarró por el pescuezo y lo atrajo con brusquedad.

—¡Okey, compadre! ¡Tengo al muchacho! ¡Asómate y lo verás!

Lentamente, Azaelito lo hizo.

—Si no me dejas el paso libre, el carajito se muere. ¿Entendiste?

David veía con terror el revólver apuntando a su sien. Transcurrieron tres segundos que parecieron tres mil quinientos cincuenta y siete años.

—Está bien. Tienes mi palabra.

—No es suficiente, camarita. Lánzame tu fusil y cerramos el negocio.

Azaelito arrojó el arma. Livorini la recogió y se guardó el revólver en el pantalón. Apuntó a David por la espalda.

—Vamos marchando, hijo. Poquito a poco porque se me puede ir un tiro. Tú comprendes, ¿verdad? Andando, pues...

Traspusieron el umbral. Livorini apartó el cadáver del ñato de un puntapié. Le clavó los ojos amarillosos a Azaelito.

—En otra oportunidad resolvemos como hombres nuestras diferencias.

Azaelito no respondió. Ni uno de sus músculos se movió.

Una puerta que daba al pasillo principal de la prefectura se abrió de golpe. Era un policía a quien se le había ordenado observar a los prisioneros. Vio a Livorini suelto y pretendió apuntarlo con su escopeta recortada.

Livorini se viró. El agente ni siquiera había comenzado a apretar el gatillo cuando recibió una descarga que lo despachó al otro mundo con el rostro completamente desfigurado.

—¡Al suelo, David! —se oyó gritar a Azaelito.

David aprovechó el momentáneo descuido de Livorini para zafarse. Se lanzó al piso buscando cubrirse con unas sillas.

Livorini lo buscó para ponerlo en la mira.

Azaelito sacó un treinta y ocho cañón corto que tenía amarrado al tobillo derecho. Tiró y vio a Livorini soltar el fusil y hacer un gesto de dolor.

Una sombra se le movió en el rabo del ojo. No había olvidado que estaba en una madriguera de policías. Ya iba a soltar el disparo cuando se percató de que se trataba de Natalí.

Livorini notó la bajada de guardia y embistió a Azaelito con la fuerza de un cimarrón en el monte. Azaelito sintió una tromba en el estómago.

Rodaron por el patio. Azaelito aflojó el revólver por el impacto. Livorini le apretó el cuello. Tenía la fuerza y el dominio de un tigre.

Natalí se acercó buscando ayudar a su compañero. No se atrevía a disparar por temor a herirlo.

Livorini alzó a su contrincante como si fuera un muñeco de trapo. Con un movimiento brusco y repentino, lo lanzó contra la humanidad de Natalí. La pareja se desparramó por el suelo antes de darse cuenta de lo que sucedía.

Livorini vio el boquete abierto en el paredón dinamitado. Con paso de venado perseguido lo atravesó.

Mientras cruzaba la casa vecina, sintió un dolor húmedo en el esternón. Estaba herido.

Tenía que salir de aquella balacera loca cuanto antes.

Los policías habían visto reforzada momentáneamente su resistencia con la intempestiva llegada de los detectives de paisano. Sin embargo, el enteco del camión arrojó una granada y aniquiló a cuatro de ellos de un plumazo.

El cabo González llegó al cuarto donde estaba la radio. Tomó el micrófono.

—¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Estamos siendo atacados por un batallón de guerrilleros!

Lino Fragachán entró a la presidencia de la Asociación de Ganaderos sacándose los mocos con los dedos.

—Alfredo, llama a la Guardia y al coronel Ferrer. ¡Los tienen copados!

—¡¿Qué?!

—Es un ataque frontal de la guerrilla. ¡No hay tiempo que perder!

Azaelito se desperezó rápidamente de la turbación.

—¿Estás bien? —le preguntó a Natalí.

—Sí —respondió ella, incorporándose.

Recogió el treinta y ocho cañón corto y partió en pos del felino.

Livorini vio a la mujerona con los rollos de papel tualé en la cabeza otearlo con ojos brotados. Estaba atada de pies y manos a una mecedora de mimbre.

Se acordó que aún tenía el revólver del policía de los ojos aindiados y lo sacó. Salvó el resbaloso zaguán inclinado y, cuando se encontró en la calle, se topó con dos de los entecos que venían rodeando la manzana para, seguramente, introducirse a la prefectura por la parte de atrás.

Siempre por instinto, les disparó. Los entecos se echaron al suelo respondiendo al fuego. Dos esquirlas pasaron muy cerca de su cabeza.

Decidió entrar de nuevo. La mujerona parecía que iba a desfallecer. Se percató de que Azaelito venía en su busca.

Dos disparos más.

Saltó y se guindó de la canal recolectora de aguas de lluvia. Puso el pie en el borde superior de un paredón y alcanzó el techo. Las tejas se partían con crujido de galletas de soda bajo el peso de sus botas de cuatro suelas.

Azaelito lo vio caminando con agilidad zorruna por el tejado. A esa distancia era muy difícil hacer diana con un treinta y ocho cañón corto. Arrancó a perseguirlo.

Livorini saltó y cayó en una platabanda. Las manos se le empegostaron con petróleo de impermeabilizar. El fuego proveniente de la plaza Bolívar pareció arreciar.

Trepó por una pared de ladrillos agarrándose de las guayas que sostenían una antena de radioaficionados. Uno de los entecos lo apuntó desde abajo pero no lo atinó por cinco centímetros.

Azaelito venía tras él, porfiado como una mula.

Ahora estaba a tres pisos de altura.

Siguió corriendo sin dejar de percibir cómo los francotiradores, allá abajo, estaban a punto de tomar la prefectura. Se volteó.

Azaelito estaba más cerca. Hasta podía escucharlo jadear.

Le disparó.

Azaelito pareció caer. Pero no, logró levantarse de nuevo. No le había pegado. Este revólver tenía la puntería mala.

Volvió a tirar del gatillo. Click. Se agotaron las balas. Lo lanzó lejos.

Se lanzó de nuevo a correr con el dolor en el esternón mortificándolo como si tuviera clavados ahí cuatro cuchillos al rojo vivo. Llegó a la orilla. Miró hacia abajo. Había otra platabanda como a diez metros. Se agarró de un cable y saltó, cual Tarzán ingrávido. El cable no aguantó su peso. Cayó con abatimiento de barro, climático y resquebrajado.

Azaelito también brincó el demudado vacío, pero con mejor suerte. Aterrizó en cuclillas y se dejó rodar como si lo hubiera hecho con un paracaídas desde mil metros de altitud.

El instinto de fiera hizo que Livorini se irguiera. Sintió un hormigueo de cítrico exprimido en la pierna izquierda. Sin duda se la había fracturado. Voló, de un impulso, y aplastó a Azaelito con su corpulencia. Estaba blandiendo el treinta y ocho cañón corto, pero el impacto le hizo aflojar los dedos. El arma rodó varios metros más allá.

Livorini lo golpeaba con los puños cerrados. Le propinó una andanada en la cara a su adversario clavándolo contra el suelo con su pesado cuerpo.

Azaelito logró liberar una mano. Tomó un grumo semisólido de petróleo de impermeabilizar y lo llevó con velocidad hacia arriba. Aplastó la fétida gelatina contra el rostro de su opresor buscando, con ansia de gladiador desahuciado, los ojos del felino.

Livorini resintió la ardiente ceguera. Momentáneamente soltó a su presa.

Azaelito se escurrió, mañoso como un roedor acosado. El felino lo atajó por una pierna. El revólver estaba cerca de la cornisa. Había un pedazo de bloque de arcilla cerca de su mano. Lo tomó y se lo quebró a Livorini en el cráneo. Se sobrepuso al aturdimiento y, aprovechando que su pierna estaba ahora libre, se arrastró. Alcanzó el arma con desgaire anoréxico.

Livorini lo siguió con impulso zoológico y descomedido. El instinto era su brújula. Venía nuevamente a avanzársele con intenciones de liquidarlo de una vez por todas. Aun ciego seguía siendo peligrosísimo.

Azaelito no lo pensó dos veces. Vació el cargador en menos de tres segundos.

Livorini acusó los impactos sin atreverse a morir definitivamente. Iba a lanzarse contra su víctima con denuedo. Iba a dar cuenta de ella. No había balas que hicieran mella en su apetencia sangrienta.

Azaelito lo vio venir. Ya no le quedaban fuerzas para seguir luchando con esa bestia.

De repente, trastabilló. La inercia lo hizo resbalar. Quedó guindando de la arista con una sola mano.

Azaelito lo oyó bufar como un toro después de la estocada final. Quiso ofrecerle la mano para halarlo de nuevo hacia arriba. Aquellos ojos de tigre hambriento lo miraron por última vez con una luminiscencia borrosa antes de soltarse y dejarse caer.

Su cuerpo sonó como un fardo de trapos apolillados chocando contra una cripta de granito.

Gonzalo se había acurrucado en un rincón, a la salida de la casa parroquial.

Los tiros habían cesado momentáneamente mientras un cuerpo desarticulado se desprendía de una azotea. Parecía una película en cámara lenta. Lo vio estrellarse contra el piso.

—¡Cayó la comandancia! —cacareó un zagaletón al que le faltaba el tren delantero. Todos salieron de sus escondites.

De la catedral surgían volutas de humo negro y pegostoso.

Una calma tensa, absurda y sólida como un ladrillo en la pared se regó bajo el gris de los nubarrones. La prefectura era una mezcla confusa de hoyos y concreto dilapidados por doquier. Numerosos cadáveres, algunos con los ojos muy abiertos, parecían esperar un autobús displicente.

Aparecieron dos tipejos con máscaras de luchadores. Dotados de una pericia proletaria, rompieron la vidriera frontal de una tienda de ropa para caballeros y comenzaron a cargar con todo lo que encontraron a su paso.

En cuestión de minutos, el centro de Miguaque se convirtió en una orgía de saqueos. Las puertas eran violentadas sin miramientos.

Gonzalo no supo nunca de dónde salió tanta gente en tan poco tiempo. Arrasaron con todo lo de valor que encontraron a su paso: ropa, artefactos eléctricos, comestibles, licores, herramientas, estampitas de la caridad. Quienes, a cuenta de propietarios, osaban protestar y oponerse, eran intimidados o apaleados sin contemplaciones. Era un festín para los merodeadores y los cacos.

—¡Los policías huyeron como gallos patarucos! —gritó un zagaletón de ojos bizcos, cargando una res beneficiada completa sobre su espalda.

José Gregorio Livorini todavía estaba vivo.

Tenía la boca llena de sangre pero no por eso cejaba en su intento de levantarse. Poco a poco se sintió rodeado por los muchachos de la manifestación.

Sojito se abrió paso a empellones. Observó al rubicundo ser que yacía en el pavimento, como un caimán dormitando una siesta luego de haberse almorzado un danto.

—Ese que está ahí —dijo, imponiendo su voz sobre el murmullo de los congregados— es un asesino y un fiel representante de la burguesía hambreadora que siempre ha impuesto sus designios en Santa Narda de Miguaque. Sus culpas no tienen límite porque sus crímenes han sido enormes. La justicia burguesa lo tenía encerrado momentáneamente en la prefectura. Una vez atemperada la indignación colectiva, lo iba a soltar otra vez, con la complacencia y visto bueno de las autoridades venales de este pueblo, compradas con el dinero sucio de este homicida inmundo. Es cierto, compañeros. La justicia burguesa no iba a tardar en absolverlo. Pero ahora está aquí, inerme, a merced de la única justicia que cuenta: ¡la justicia popular! ¡Y el veredicto ha sido pronunciado!

—Carajito pendejo —masculló Livorini, regurgitando coágulos sanguinolentos.

Pedro Esteban se aproximó aún más. Lo observó con esa mirada gélida y atosigante que se había convertido en su inseparable compañera. Lo escupió y le clavó una patada sorda por el plexo solar. Livorini gimió, buscando aire afanosamente.

Uno a uno, los estudiantes le fueron dando puntapiés, primero individualmente y luego todos en forma simultánea, en una especie de rito catártico.

El último pensamiento consciente en la vida de José Gregorio Livorini fue el de sentirse embargado por una sensación paralizante por no haber perecido con el honor enhiesto de los verdaderos machos y por no saber nada de Elena. Lloró con impaciencia mórbida mientras su cuerpo era convertido en un guiñapo remecido.

Las paredes se mancharon de saliva y sangre.

—¡Ahí viene la Guardia! —informó uno de los estudiantes.

—¡Y más atrás viene el ejército! —acotó otro, llegando de las afueras del pueblo.

Los estudiantes comenzaron a dispersarse. Ya se escuchaban disparos metódicos a lo lejos. Seguramente estaban disuadiendo a los eventuales saqueadores y pillos. No tardarían en llegar a la plaza.

Hacía rato que José Gregorio Livorini había muerto.

Azaelito descendió de la platabanda con una ligera cojera. Había visto en la raya del horizonte el desplazamiento de varias tanquetas y camiones con efectivos militares. Tal como él lo había previsto. Varias columnas de humo oscuro se elevaban al cielo y se topaban con las nubes grises y preñadas de agua.

Natalí estaba saliendo de la casa de la mujerona. Detrás de ella venía David. Tenía una cortadura en la frente.

—Viene la gente. Es hora de irnos.

David se le quedó mirando mientras Natalí iba hacia el carro llevando los fusiles de Azaelito, del ñato y el de ella.

—Davo, es mejor que te vayas y que te escondas. La cosa se va a poner fea.

—No, Lito. El que no la debe no la teme.

—Pero te van a volver a involucrar en el lío de las drogas.

—Soy inocente de cualquier cosa.

—Por lo menos piensa en los viejos. Van a sufrir con todo esto. ¿De acuerdo?

—Sí.

—Adiós, Davo.

Se abrazaron con fuerza. Ambos tenían los ojos húmedos. Natalí aguardaba. A lo lejos, los disparos volvían a arreciar.

Azaelito abordó el vehículo con Natalí a su lado. Arrancó sin voltear a ver a David que se había quedado parado en la esquina. Se detuvo bruscamente frente al enteco del camión.

—¿Recogiste las armas y las municiones?

—Positivo. Queda un resto de ahí.

—Que las repartan lo más rápido posible entre la gente del pueblo. Nos vemos en el sitio convenido.

—Okey, comandante Argenis.

María Esperanza miró con curiosidad a través de la ventanilla luego de que el bimotor salió del colchón de nubes.

El avión se mecía de un lado a otro, empujado por los vientos de las alturas y el mal tiempo que se iba a desatar.

—¿Qué será lo que está pasando? —preguntó cuando vio las vértebras de humo y los incendios esparcidos por doquier—. Ave María purísima, ¿qué es todo eso?

María Enriqueta pareció salir de su ensimismamiento. Algo estaba ocurriendo allá abajo. Algo grave, sin duda alguna.

El capitán sintonizó Radiodifusora Miguaque. Un locutor gangoso hablaba atropelladamente, si bien su intención era contribuir a mantener una calma digna de las almas en salmuera.

—Rogamos a toda la población permanecer en sus casas. Ya se dirigen hacia el centro de la ciudad varios contingentes de las Fuerzas Armadas con la estricta misión de establecer el imperio de la ley y el orden. Nos hemos comunicado con el ciudadano gobernador del Estado quien se muestra gravemente preocupado y deplora los graves acontecimientos de la mañana de hoy provocados, a no dudar, por elementos opositores al régimen democrático. Hemos recibido, también, un comunicado del susodicho Comité Unido de Lucha Organizada donde se hace una apología a la subversión. Este documento ha sido entregado por nosotros, de manera responsable, a los organismos policiales...

«Así que eso es», pensó María Enriqueta, experimentando una inquietud y una emoción que se entremezclaban en el jarabe de sus sentimientos encontrados. Era la comuna de París y el asalto al cuartel Moncada en un solo paquete: dos por el precio de uno. ¿Qué estarían haciendo los muchachos? ¿Estarían participando activamente? ¿Quién habría detonado la mecha? ¿Dónde estarían todos en este instante: Sojito, Giancarlo, Gonzalo y... Wilson?

«Dios mío, dame fuerzas para que María Esperanza no se dé cuenta de mi agitación», rogó.

El bimotor tocó pista y se dirigió hacia el terminal. Efraín Alvarenga aguardó impaciente a que su mujer y su hija descendieran del aparato.

—¿Qué es lo que sucede, Efraín? —preguntó de inmediato María Esperanza.

Efraín relató, grosso modo, los hechos.

—¿No habrá posibilidad de llevarlas de regreso a Caracas de inmediato, capitán? El dinero no es problema y creo que tampoco lo será el consentimiento del señor Enrile.

El capitán miró hacia arriba.

—El problema es el tiempo que se avecina, señor Alvarenga —contestó, lanzando miradas rápidas de reojo a la inatenta y preciosa rubia—. No es muy recomendable para volar.

El viento arrastraba los crujidos secos y lejanos de las armas largas.

—Vamos entonces para la casa, Efraín.

Se introdujeron al LTD. María Enriqueta y María Esperanza detrás, Efraín adelante con el chofer.

Había varios camiones con soldados en la vía, rumbo al centro de Miguaque. María Esperanza lucía pálida como la cera. Las calles estaban desiertas.

Tuvieron que detenerse momentáneamente mientras los bomberos apagaban varios cauchos prendidos en el cruce de la calle Comercio con la avenida Andrés Eloy Blanco. El vapor negruzco pareció rodear el vehículo.

María Enriqueta agarró la manilla de la puerta. Fue un impulso transfigurado y heroico. De un salto, ganó otra vez la libertad.

—¡María Enriqueta! ¿Para dónde vas? —chilló María Esperanza, al borde de la histeria— ¡Deténganla!

Cuando Efraín Alvarenga salió del carro, María Enriqueta parecía haberse evaporado entre las tenues partículas en suspensión de las gomas que ardían.

—¡Gonzalo! —gritó alguien a sus espaldas.

Era Giancarlo. Tenía los pelos en desorden y en su mirada se denotaba un pánico impúdico.

—Musiú, ¿de dónde apareces?

—No he podido irme. No hay autobuses. Esto se convirtió en un desnalgue total.

—Si quieres te vienes conmigo.

—¿Me puedes dejar en Maracay?

—Claro, chico. Pero mejor salimos de aquí ya. Esto se va a poner color de hormiga.

Se metieron por el patio de la casa parroquial. Atravesaron la humareda del incendio que se propagaba sin contención. Giancarlo parecía que se iba a infartar con cada disparo que retumbaba.

Llegaron al carro.

—Arranca rápido por favor, chamo.

Había guardias tomando posiciones contra los francotiradores de la plaza Bolívar. Los dejaron pasar. Tuvieron una suerte bárbara.

Eugenio Enrique se reunió con el inspector Remigio Rebolledo y un catire con cara de agente 007 sabanero que fungía de jefe de la Disip en Miguaque. Les entregó sendas carpetas con fotos.

—Estoy convencido que estos elementos, aparte de traficantes de drogas, tienen mucho que ver con estos sucesos.

—¿Cuál es el pronóstico de la situación inmediata, teniente? —preguntó el Disip.

—Hay mucho francotirador suelto. Hasta que no lleguen los refuerzos que le pedí al coronel Ferrer no los podremos reducir por completo. Impartí órdenes de dispararle a los saqueadores.

—Nos iremos poniendo en movimiento, entonces, para capturar a todos estos sujetos —acotó el inspector Remigio Rebolledo.

—Estaré en la plaza Bolívar, dirigiendo personalmente a mis hombres —informó el teniente Eugenio Enrique.

—¡Están masacrando al pueblo! —gritó un zagaletón cabeza de manirote que había visto, hacía apenas tres minutos, cómo los efectivos disparaban ráfagas indiscriminadas a todos los que salían acarreando artículos y bultos de las tiendas.

Había personas corriendo como locas. Hombres jóvenes, con el pecho desnudo y máscaras de luchador cubriendo sus rostros, pasaban corriendo y chillando como indios apaches atacando a la caballería gringa. Algunos blandían parte del armamento decomisado al cuartel de policía. Se veía basura dispersa por doquier.

El cadáver de un niño trigueño, cogido in fraganti transportando una docena de frascos de mayonesa, sonreía con un patetismo de lodo y sueños a las nubes grises del cielo.

Los cuerpos boquiabiertos de una señora, con un pañolón rojo sobre sus cabellos encrespados, y de su hija, con un vestido barato de flores moradas, estaban echados sobre un hilillo de aguas brillosas de albañal.

Los tiros ahora sonaban como un contrapunteo blindado. Era la muerte que vino a que le saldaran las viejas y perennes acreencias.

Los entecos habían entregado un lote de armas de la prefectura a los estudiantes más osados y a varios hombrachones militantes de izquierda. Les recomendaron que tomaran posiciones en los tejados y azoteas circundantes. Siguiendo las instrucciones de Azaelito, recogieron el resto de los pertrechos y abandonaron el teatro de los acontecimientos. Se llevaban un botín apreciable de fusiles, pistolas, municiones, granadas y explosivos.

«El Búlgaro» se erigió en líder de los francotiradores, con el mismo ímpetu con que lo había hecho en la manifestación. Se terció una morocha, una bácula y dos revólveres y se fue a dirigir el tiroteo desde el techo del Hotel Nacional. De allí se dominaba toda la plaza.

—Déjenlos que entren a esta manzana —les indicaba con energía a todos los que recibían armamento—. Déjenlos que se concentren.

A Sojito lo embargaron unas urgencias inexplicables de ir a su casa y buscar a Elena. Sabía que las calles ahora no eran seguras. Optó por atravesar techos y traspatios, como si fuera un ladrón sobrenatural.

Cuando llegó, al fin, se tropezó con una soledad que descendía en grifos despernancados. Era un dolor contrito, pedregoso y lleno de calambres fantasmagóricos.

Se acostó en la cama de Elena. Hundió la cara en su almohada y lloró con ganas contenidas por toda una vida transcurrida en recodos inútiles.

Cada uno de los pasajeros del autobús observó, desde el alejamiento deformado de las afueras, el humo y las flamas, difuminados por el calor atosigante de antes de las lluvias.

—Es el pueblo que, por fin, se alzó, después de tanto tiempo de aguantar varilla —comentó el chofer dolicocéfalo y de incipiente calvicie mientras escuchaba los balidos gangosos del locutor de Radiodifusora Miguaque.

—¡Jesús, María y José! —se santiguó una vieja de verruga peluda en el cachete.

—Compadre, déjeme en la entrada de la laguna de La Chamana —solicitó el pasajero alto y flaco que tenía pinta de recién salido de la penitenciaría.

—Como quiera, maestro —asintió el chofer haciendo detener el autobús y mirándolo como bicho raro.

Pedrarias descendió de prisa. Su intención era la de ir a la arepera del señor Viera, frente a la plaza Bolívar. Fuera de eso, tenía la mente en blanco.

Cruzó con paso veloz por el camino polvoriento que iba a desembocar a un costado de la calle Matiyure. Vio a hombres descalzos y a mujeres robustas en bata de dormir cargando paquetes con ventiladores, harina de maíz y diversos enseres, todos en sus envoltorios originales. Venían en sentido contrario.

Una señora con lentes de montura verde lo atajó.

—No vaya para allá, mijito. La milicia está como loca disparándole a todo el que se atraviese por adelante.

Los tiros sonaban como tablazos resecos. Pedrarias avanzaba con trancos estirados. Había humo y olores fermentados por todas partes.

Tres soldados surgieron corriendo desde detrás de una esquina con los fusiles en ristre. Pedrarias puso espaldas contra la pared para no ser visto.

Siguió caminando con precaución extremada. Ya estaba en la boca del lobo. No había regreso posible.

Se desplazó ocultándose. Pasaron otros dos soldados arrastrando a uno de los suyos. Parecía gravemente herido.

—¡Alto ahí!

Un cabo segundo lo había visto y lo estaba apuntando.

Pedrarias saltó por un tapiado a la par que un tiro de fusil automático se estrellaba detrás de él. Respiró con alivio. Estaba en un solar abandonado.

«Atravieso la casa vieja de los Fragachán y ya estoy en el traspatio de la arepera», recordó.

Trepó por una pared. Para no herirse con los fragmentos de vidrio incrustados en la viga de corona, se colgó de las ramas de un guayacán. La casa vieja de los Fragachán aparentemente estaba sola. Recorrió el patio en un santiamén. Se izó del borde superior del paredón y, de un solo brinco, penetró a la parte trasera de la arepera. Los disparos parecían intensificarse por momentos.

Súbitamente, apareció una figura encarándolo. Tenía una pistola veintidós en la mano.

—Muchacho, ¿estás loco? ¿Cómo se te ocurre?

Era el señor Viera. Estaba lívido de rabia.

—Necesito dinero. Démelo ya y me marcho. No me volverá a ver más nunca.

—Ven.

Penetraron al interior. El señor Viera sacó un cajoncito de un escondite, repleto de billetes. Se los dio todos a Pedrarias.

—¿Dónde está «La Miguaqueña»?

El señor Viera le entregó un llavero.

—En la casa.

Permanecieron silenciosos, mirándose como si no se hubiesen conocido nunca.

—Adiós —dijo Pedrarias, y volvió a salir a la calle.

Dos columnas de efectivos venían confluyendo hacia la plaza Bolívar desde puntos cardinales opuestos. Eugenio Enrique venía al frente de una de ellas.

«Esto huele raro», razonó. «Los disparos cesaron de repente». Se estaban desplazando, casi por inercia, hacia el punto más descubierto de la plaza. Eugenio Enrique descubrió el error.

—¡Atrás! ¡Cúbranse! —ordenó.

Bastó y sobró.

Los francotiradores brotaron súbitamente en los techos desperdigando balas a granel. Eugenio Enrique vio al sargento que estaba inmediatamente a su lado caer con un ojo estallándole fuera de la órbita. Se arrastró y guarneció detrás de un porrón. La plaza se estaba recubriendo con una estera de uniformes verdes.

Eugenio Enrique le arrancó un walkie talkie a un guardia malherido en el bajo vientre.

—¡Aquí Saturno 1! ¡Manden las tanquetas! ¡Hay que ametrallarlos! —gritó a quien quisiera escucharle, al tiempo que un chaparrón de proyectiles bailoteaba por encima de su cabeza.

«El Búlgaro» estaba gozando con el olor a pólvora. Los guardias caían como patos mecánicos de feria.

Pedrarias desandaba el camino, agachado y esquivando alguna que otra bala fría.

El repiqueteo había subido, repentinamente, de intensidad. Vio gente salir de madrigueras de comercios saqueados. Algunos llevaban botín.

—¡Le dieron duro a la guardia! —gritó un zagaletón retaco, bajando en carrera desde los alrededores de la catedral con tres pares de zapatos de mujer en sus cajas originales.

Dobló por la calle Federación. Una tanqueta estaba ametrallando hacia el interior del Banco Agrícola. Más soldados, esta vez los propios del ejército, se aproximaban.

Una niñita de cuatro años venía muy llorosa desde detrás de unos escombros humeantes. Su inocencia la aislaba de la hecatombe que se estaba desarrollando alrededor. Pedrarias partió en su búsqueda.

El tableteo era ensordecedor.

Algo se movía en los colchones leves de la periferia de su campo visual. Iba también hacia la chiquilla con la misma intención de sustraerla al peligro.

Había mucho humo variopinto y olores agrios.

—¡Catira! ¡Catira! —Pedrarias vació todo el aire de sus pulmones.

María Enriqueta se detuvo en seco.

Pedrarias estaba en la bocacalle. Venía hacia ella.

Se soñaron suspendidos en un tinglado de confusiones.

La niñita torció el rumbo como si se sintiera atraída por la tanqueta.

María Enriqueta intentó atraparla.

Una explosión atonal machacó los oídos de Pedrarias con un salvajismo gris y rupestre.

María Enriqueta se desmoronó.

Pedrarias pensó que era un juego. Un gigantesco juego. Un juego ingrato y propio de tramposos.

—¡Noooooo! ¡Nooooooooooo!

Su visión cibernética de robot captó a un soldado detrás de un poste de alumbrado. El cañón de su fusil todavía humeaba. Estaba ocupado cambiando la caserina sin quitarle la vista de encima.

Le dio tiempo de reaccionar. Ya no era más él mismo. Se le abalanzó con una rabia lúdica de destrucción.

Todavía estaba en el aire cuando recibió un culatazo en el occipital. Mientras se desvanecía, sintió angustia por María Enriqueta.

Hubo en ese instante otro gris que se apoderó del mundo.

Goterones gruesísimos comenzaron a caer.

Las tanquetas penetraron a la plaza Bolívar disparando a diestra y siniestra y desguazando todo lo que se encontraba a su paso con sus cañones de sesenta milímetros.

Se generalizó la destrucción indiscriminada. Los inmuebles de donde surgían francotiradores eran arrasados sin importar quién estuviera dentro.

Era una música grotesca plagiada por oboes de hemoglobina.

—Vamonós de aquí, compañero. Nuestras carabinas no son rivales para estas ametralladoras —propuso un dirigente del MIR, cubriéndose el cráneo.

Los proyectiles agujereaban cínicamente el Hotel «Nacional». La pared de al lado se desplomó con un solo impacto.

—Nos están tirando con morteros. Mejor nos largamos mientras podamos —sugirió un dirigente del Partido Comunista, agachándose.

—Dicho y hecho —remató «el Búlgaro».

El edificio parecía crujir con los metrallazos que estaba encajando. Saltaron al tejado de una casa vecina. Las ropas se les empaparon con el agua de la lluvia como si hubieran caído en clavado dentro de una piscina. Estaba tronando con la furia ancestral de la naturaleza sedienta.

El resplandor de un centellazo que cayó muy cerca los encegueció durante cuatro segundos.

«El Búlgaro» sintió un golpe obtuso en la espalda, como si un tigre maneto le hubiera dado un zarpazo. Resbaló con piernas de hule. Se vio sangre en el pecho. Una sonrisa húmeda resplandeció en su cara.

Recordaba su infancia mientras caía.

La lluvia no cesó en horas.

El Remanso Miguaqueño
Editorial

Los sucesos de esta semana han revelado el azote ominóso que macula nuestra sociedad. No es posible, ni concebible tan siquiera para cualquier buida comprensión, que UNA MANADA DE REPROBOS haya podido soliviantar a un pueblo cuyo concurso e indústria han exornado —con blasónes de inmarcesible nombradía— la reputación que bien merecidamente nos hemos ganado en largos lustros de sudor y continencia. Un PUEBLO que ha logrado convertir —con el meduloso quehacer de sus acrisoladas virtudes— en tierras paniégas, ámbito clamoroso de espigas preñadas de hidromiel, los andurriales por donde sólo podían pastar las ferales acémilas que sirvieron de auxilio transportador al más grande hijo de América, ínclito majadero y prócer de próceres, nuestro padre Libertador, el General en Jefe DON SIMON JOSE ANTONIO DE LA SANTISIMA TRINIDAD BOLIVAR PALACIOS BLANCO Y SOJO.

Fué al tenor de lejanas especulaciones, exóticas elucubraciones de mentes afiebradas, que se dio el grito de guerra, verdadero canto de sirena de la barbarie. Regiones hay en Venezuela, y en todo el sagrado suelo de la América ibérica, que han sufrido los embates ciclópeos de estos HIJOS DEL MAL. ¡Angeles de incúria que se refugian al rescoldo de una juventud infértil: malditos seáis! ¡Que vuestros mensajes, asaz pletóricos del odio de las razas, sean sepultádos por un alúd prodigioso de protección de los valores más excelsos del espíritu: la familia, la tradición cristiana, la propiedad, el amor de las honorables matronas por sus caros críos!

Es a la luz del raciocinio anterior que queremos agradecer la SAGRADA PRESENCIA DE NUESTRAS FUERZAS ARMADAS, queen admonitório connubio con los factóres de la responsabilidad social prohijadas por LA DIVINA PROVIDENCIA, supieron deshacer los estagnados intentos de subvertir la paz y la tranquilidad ciudadánas.

Y por último, el adiós al amigo dilécto, fiél y leal. Desde la regocijada beatitud del ciélo, EL PADRE CARRASCO seguirá mostrándonos el camino de la VERDAD, de la LUZ y de la FÉ. Murió defendiendo con honór de CABALLERO TEMPLARIO el Reducto Sagrádo de la Cristiandad. Su ejémplo seguirá representando, para cuantos nos solazamos con el Mensaje del Verdadero y Unico Mesías, hijo del Verbo y de la Santísima Madre de nuestra bienamada Iglésia, un paradigma, pues EL PADRE CARRASCO ha sido para nosotros un adalid de excelsas cualificaciones católicas. Allá en su morada espiritual de la Mansión Etérna, él sabrá interceder por nosotros ante el mágno PADRE CREADOR.

Lorénzo Miránda Tolédo
Alrededor de mi Atalaya
La masacre miguaqueña
por el Dr. Valentín Vergara

Viejo pueblo olvidado de nuestra inmensa geografía llanera, cantada la belleza de sus mujeres y de sus parajes por los recios copleros del joropo y el contrapunteo. ¿Cuántos de nosotros, aquí en Caracas, conocemos de su vocación de progreso, a pesar de la rémora de tantos años de malos gobiernos? ¿Cuántos han oído hablar de Santa Narda de Miguaque? Hasta los acontecimientos que estremecieron al país la semana pasada, muy pocos, no me cabe duda.

En mi carácter de vicepresidente de la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados, me trasladé hasta esa lejana ciudad. La divisé por primera vez desde el avión que me transportó hacia allá y la primera impresión que me causó, vista desde la altura, fue positiva. Sus calles rectilíneas, que sugieren prolongaciones de eternidad en el llano, dan una sensación de inaprensible vastedad, de arraigo sereno en la tierra que forjó a Páez, al «Taita Cordillera» Pedro Zaraza, a Leonardo Infante, al Negro Primero. Maravillado, tomé varias fotos para que Lucky, mi mujer, las traslade, acuarela mediante, al lienzo.

Ya en tierra, el espectáculo resultó dantesco. La destrucción cundía por sus fueros. Los testimonio sobre el ensañamiento del ejército y los cuerpos represivos fueron abrumadores. Narraciones sobre ejecuciones sumarias, ametrallamiento de la indefensa población civil y, sobre todo, del incontable número de desaparecidos van a ser transcritas, ad verbatim, en el voluminoso legajo que pienso introducir en la Fiscalía General. El dolor de tantas madres no puede quedar impune.

Por supuesto, el silencio y hostigamiento del gobierno, para quienes se atreven a inquirir más allá de los escuetos comunicados oficiales, son perennes. Según nuestras cifras, alrededor de tres mil civiles perdieron la vida o se encuentran desaparecidos luego de la batida represiva de los cuerpos de seguridad. El gobernador del Estado se negó a atenderme aduciendo que estaba trabajando arduamente en la investigación del «miguacazo». ¿Para qué tanto misterio? Todo el mundo está consciente (y, de paso, paralizado por el terror que impera en la zona) de los resultados concretos de la tragedia: ley marcial, toque de queda, allanamientos arbitrarios, acaparamiento de los artículos de primera necesidad, especulación desbordada por parte de comerciantes inescrupulosos, ensañamiento policial, abuso de poder, y pare usted de contar.

A mi regreso de París (oh là là, la Ville Lumière) —donde me debo encontrar, en compañía de Lucky, a la hora de la aparición de este artículo, invitado cordialmente al III Simposio Internacional de Legisladores Progresistas—, continuaré detallando y desmenuzando, con mi habitual e implacable rigor, los diversos incidentes que antecedieron y prosiguieron al «miguacazo».

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Fecha de publicaciónJulio 2003
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