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Gris de tiempo gris

Epitafio

Nicolás Soto
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Gonzalo no quiso quedarse en el cementerio a ver las últimas paletadas de tierra sobre el féretro que guardaba los despojos de Sojito.

Junto con David, abandonó pronto el escueto cortejo. Se dirigieron al Hotel Nacional y, una vez allí, pidieron cerveza.

—Todavía no lo han terminado de restaurar —intentó Gonzalo hacer conversación, luego de dos minutos y medio de engorroso silencio.

Afuera, el sol brillaba con iracundia. Afortunadamente, el aire acondicionado soplaba con música penetrante y monótona.

—Sí. Le dieron duro ese día —observó David, notando los orificios que, a fuerza de yeso, pretendían pasar disimulados.

—Fue una locura completa.

—Ni que lo digas.

Había una distancia imponderable entre él y David. Decidió resquebrajarla.

—Chico, ¿por qué lo de Sojito?

David respiró profundamente y se irguió un poco.

—Fue una infelicidad muy grande. A Pedro Esteban le dolía vivir. Cuando le tocó compartir la cárcel con nosotros, comenzó su derrumbe moral. Sencilla y llanamente, no pudo soportarlo. Ya él arrastraba su problema de drogas, pero en la penitenciaría le dio por experimentar consigo mismo. Lo veíamos todos los días transportado, con los ojos vidriosos y ausentes. Cambiaba de estado de ánimo como el papel tornasol. Algunas veces, se ponía locuaz y parlanchín, discurseando durante horas sobre la complicidad entre Dios y los explotadores (los mercachifles de la falsía, como él los denominaba). Otras veces se le veía apático, anulado, deprimido. Salió de la cárcel convertido en un adicto sin remedio. Tú sabes que ahí adentro se consiguen las drogas con una facilidad que te caes para atrás.

—¿Estaba tan mal así?

—Figúrate que últimamente le había dado por ir al hospital a robarse los opiáceos. Incluso llegó a amenazar a varios médicos y enfermeras. Estuvo un mes interno en una de esas clínicas de rehabilitación donde los ponen a machetear hectáreas y hectáreas de sembradíos de caña de azúcar. Pero qué va, todo fue inútil. Él mismo era el primer pesimista en cuanto a su rehabilitación.

—¿Cuándo fue la última vez que lo viste?

—Anteayer. Andaba aceleradísimo y paranoico. Creo que estaba desesperado por los efectos del síndrome de abstinencia. Me dijo que iba a la clínica del doctor Fragachán. Yo sabía muy bien para qué. Quise disuadirlo. Ni caso que me hizo. Nadie sabe cómo, pero me cuentan que sustrajo diez ampolletas de Demerol. Lo encontraron en la casa, con la jeringa clavada en la femoral porque ya no tenía sitio sano en las venas de los brazos y los pies. Parecía que estuviera vivo, pero tenía más de dos horas ahí, frío y muerto, olvidado por todos.

El tono de David reflejaba cierto reproche.

—Cuéntame de la cárcel... —pidió Gonzalo.

—Es la experiencia más terrible y, a la vez, más endurecedora que puede vivir un hombre. En cierto sentido tuvimos suerte porque, prácticamente, casi todo el grupo fue a dar con sus huesos a la penitenciaría. Unos por lo de las drogas y otros por el «miguacazo». Eso nos sirvió, de alguna manera, de soporte mutuo. Sin embargo, hubo muchos para quienes su estabilidad emocional, por más sólida que aparentaran tenerla, se derrumbó. Entre ellos, Pedro Esteban, que en paz descanse. Otro que jamás se recuperó fue Pedrarias...

—¿Qué pasó con él?

—Llegó a la penitenciaría con un yeso parecido a un casco de jugador de fútbol americano. Me contó que el día del «miguacazo» lo habían soltado, muy temprano, en la mañana. Decidió venirse de incógnito, y cuál no sería su sorpresa cuando se encontró a María Enriqueta en medio de la plomamentazón. Intentó acercársele y le dieron un culatazo en la cabeza. En la caída se fracturó la mandíbula.

—¿María Enriqueta aquí? Se suponía que la tenían en Caracas.

—Es que todo parece producto de la fantasía afiebrada de un novelista. No solamente había llegado también ese mismo día; le dieron un balazo que la tuvo al borde de la muerte por casi un mes...

—No me digas —Gonzalo se acomodó en su silla para oír mejor.

Un mesonero trajo dos cervezas más.

—... de resultas del incidente hasta abortó.

—¿Estaba embarazada?

—Eso fue lo que más le pegó a Pedrarias —David se secó la espuma en los labios con una servilleta—. Y a ella misma la afectó de manera determinante, según me contó Julia, la única que la vio en ese entonces.

Gonzalo se puso tieso al escuchar el nombre de su antigua enamorada.

—A nadie más que a Julia permitió María Esperanza visitarla. Y en Caracas. Así sería el rollo, Gonzalo, que los Alvarenga decidieron mudarse. El único de ellos que porta por aquí es el señor Efraín, que viene una vez al mes a chequear sus hatos.

—¿María Enriqueta está en Caracas?

—No. Lo último que supe de ella, a través de Julia por supuesto, es que hace más de un año se fue a vivir a Nueva York y está estudiando modelaje. Nunca más volvió a Miguaque. El pobre flaco se cansó de escribirle cartas que no sabía cómo ni adónde enviar, siempre sin recibir respuesta. Se iba volviendo loco, vale. Era deprimentísimo verlo en la prisión, con esa cara descolgada, carente de vida, jipato y desganado. Para mí que a la catira le lavaron el cerebro, la engañaron, le metieron en la cabeza ideas falsas sobre Pedrarias, quien nunca dejó de estar enamorado de ella. O, a lo mejor, me equivoco y ella misma se desilusionó por algún reacomodo inexplicable de sus sentimientos.

—Oye, qué lástima.

—Cuando salió libre, el pobre flaco decidió enterrarse en vida en la selva. Más nunca lo hemos vuelto a ver por aquí. Y le doy la razón, porque todo esto debe representar para él un recuerdo de pesadilla. La última novedad es que anda de minero cerca de la frontera con Brasil, en un sitio bien perdido por los lados de la Gran Sabana, y que no le ha ido tan mal.

Nuevamente descendió sobre ellos un silencio turbio, como si fueran dos ancianos fatigados rememorando efemérides marchitas.

El mesonero trajo dos cervezas más.

—¿No me vas a preguntar por Julia?

Gonzalo hubiera querido ocultar su tensión. La reacción más inmediata fue no contestar.

David continuó hablando.

—Julia, tal como era de prever, terminó casándose con «Pájaro Vaco», quien ahora es capitán y, según me contó la última vez que la vi, dentro de poco será ascendido a mayor. La carajita parece una coneja porque cada vez que la veo está preñada. Por cierto que ese Eugenio Enrique como que tiene mala mano, porque la chama se ha puesto gordísima y con la cara llena de barros. Parece que tuviera más de treinta años, pero sigue siendo tan simpática y buena nota como siempre.

—Otra que está bien estropeadita es la mamá de Sojito. Recuerdo que, en aquellos días, ella era una de las hembras de por aquí —comentó Gonzalo, con evidente intención de zafarse del tema de Julia.

—Ciertamente. Ella se desapareció de estos contornos por dos años. Las malas lenguas dicen que se empleó de puta en Maracaibo, otros dicen que en Curazao y hasta hay quienes aseguran haberla visto en Miami. Lo cierto es que regresó con plata y montó una boutique. La sociedad miguaqueña finge haberle perdonado sus pecados de juventud, porque las señoras de los ganaderos y los doctores compran buena parte de sus trapos en su negocio. ¿Cómo la ves?

—Aunque el perdón no fue extensivo a Sojito. Casi nadie vino a su entierro.

—El pobre Pedro Esteban estaba muy desprestigiado. Quizá fue castigo del cielo por ponerse a casar peleas con Dios. Allí está bajo tierra ahora, íngrimo y solo, como un hijo abandonado.

Gonzalo no quiso recordar los episodios del fuego. Cada vez que medio los rememoraba, un frío de sable antropófago le lamía el espinazo.

—A quien vi el otro día en Caracas fue al «Bolondrito» —desvió el tema Gonzalo—. Sigue igual de hipócrita y advenedizo.

—Está cantando en la televisión, creo.

—Es baladista —comentó Gonzalo, con cierto dejo irónico—. Otro cantante perfumado y amelcochado más, para delirio de las quinceañeras tontas.

—A lo mejor le va bien —conjeturó David.

—Es lo más probable. En este país, cualquier insípido que se vea precioso en pantalla y que más o menos cante afinado, es candidato seguro al estrellato. «El Bolondrito» cumple con esos requisitos y, además, es soplón, traicionero, motolito y adulante. O sea que tiene el triunfo farandulero en el bolsillo. ¿Cómo te parece?

Ambos rieron un tanto forzadamente ante dos nuevas cervezas.

—¿Y tú, David? ¿Qué haces en Miguaque? La última vez que nos vimos planeabas estudiar ingeniería en Caracas. ¿Qué te pasó?

—Con mi detención las cosas se nos pusieron duras. Mi viejo tuvo que desembolsar bastante dinero para sacarme, aun cuando yo nunca tuve participación en lo de las drogas —nuevamente el reproche afloró a la voz de David—. En los actuales momentos, resulta imposible financiarme la carrera. Decidí emplearme en la algodonera, en contabilidad, y ayudo, los fines de semana, a mi papá en la finca. Y a lo mejor me caso antes de fin de año.

—¿Ajá? ¿Y quién es la víctima? —bromeó Gonzalo.

—La hermana de Rosita Bustamante, ¿te acuerdas de ella? Lo que significa que el «Chino» Rivera y este servidor serán concuñados. La relación entre él y yo está tan cercana que hasta nos vamos a asociar para sembrar sorgo este año.

—Cuéntame de tu hermano, el guerrillero. ¿Todavía está alzado?

—Lito se acogió a la política de pacificación. Le dieron una beca y actualmente está en Chile, disfrutando en primera fila del gobierno de Salvador Allende. Lo más probable es que regrese el mes que viene porque la gente del Movimiento Al Socialismo quiere que encabece la plancha de diputados por esta región.

—Oye, al tipo definitivamente lo que le gusta es la política.

—No hablemos de eso. La campaña electoral hace que me den ganas de vomitar. Y dígame si gana Carlos Andrés Pérez las elecciones...

—¡Uf! Pobre país.

—¿No has visto a Giancarlo en Maracay, Gonzalo?

—No lo veo desde el «miguacazo». Ese día lo dejé en el peaje de Palo Negro. Desde entonces no he vuelto a saber de él.

—Ese musiú sí que las tiene bien puestas. ¿Tú sabes lo que hizo? Se regresó a Miguaque como a la semana alegando que había dejado olvidadas sus cosas, la media y el secador para escarmenarse las chichas. La policía lo estaba esperando.

Rieron ante lo insensato del asunto.

—Ése es otro que no se ha vuelto a mostrar por aquí —prosiguió David—. Te pregunté por él porque me dijeron que se cortó el pelo, no se quita un traje y una corbata, y ahora es todo un señor, muy serio y circunspecto. Trabaja en un ministerio. ¡Imagínate tú! ¡El musiú Giancarlo, burócrata! ¡Quién lo viera!

Se sonrieron ante las jarras semivacías. Nuevamente el embarrado silencio.

—Las cosas cambian, David.

—Sí.

No había nada más que decirse. No había campo para más explicaciones, remembranzas, censuras, reproches. No quedaba sino el silencio, secreto del olvido.

—Si alguna vez vas a Caracas, llámame —Gonzalo garrapateó un número en una servilleta y se lo pasó a David.

—Chévere. Dentro de unos días tengo que ir, precisamente.

—Fenómeno. Así aprovecho y te presento a unos amigos míos con los que estoy formando una banda. Estamos tocando un poco de todo: rock sinfónico, fusión, blues...

—Vaya duro.

Los dos sabían perfectamente que, quizá, nunca más se volverían a ver. Procuraron disimularlo despidiéndose con una alegría que no sentían.

El sol seguía castigando inmisericordemente la tierra.

—Nos vemos en Caracas, entonces —dijo Gonzalo, ya en la acera frente a la plaza Bolívar en remodelación.

—Bien...

Se dieron un abrazo corto y defensivo. Partieron en direcciones distintas.

Gonzalo se encaminó al Buick. Se disponía a abrir la puertezuela cuando notó que una figura lisiada se le aproximaba.

—Ese Gonzalín —lo saludaron—. ¿No te acuerdas de mí?

Forzó la memoria. Los recuerdos parecían desvanecerse más rápido todavía bajo el influjo del calor y las cervezas, aun estando en el propio escenario de los acontecimientos.

—Yo soy «el Búlgaro», vale.

—¿Entonces, mi pana? —respondió automáticamente Gonzalo, intentando encubrir la tristeza que le producía el verlo tan emaciado, tan cojo, tan frágil, tan caricatura de sí mismo.

—¿Viniste al entierro del chamo Pedro Esteban, verdad?

—Mmmmjú —Gonzalo se encogió de hombros.

—La cárcel nos fregó a todos, Gonzalín. Y yo quedé así, todo mallugado y coñazeado, después del «miguacazo».

Gonzalo sintió una acuciosa necesidad de evadirlo, de escaparse y de no volver más nunca. Era como verse en un espejismo bovino, como estar maldito y condenado, padeciendo del escalofrío en el espinazo por los siglos de los siglos.

—Bueno, pero no hablemos de cosas tristes —dijo «el Búlgaro», con su acento mezcla de malandrín y llanerito—. Cuando te reconocí me dije, éste es el chamo que me va a resolver el problema.

«¿Cómo me le escabullo ahora?», pensó Gonzalo.

—¿Te quieres arrebatar? —preguntó «el Búlgaro».

La cosa cambió. Quizás con un tabaco encima todo sería más soportable.

—Llévame por ahí, pues, y te invito —propuso «el Búlgaro».

Llegaron a una quinta en la nueva urbanización construida detrás de la recién inaugurada sede del colegio María Inmaculada. Había varios carros y motos en la puerta. Desde adentro se escuchaba el retumbar de unas guitarras distorsionadas.

Entraron.

En la sala estaban varios muchachos y tres chicas. Tenían vasos repletos de escocés con hielo y agua.

Todos conocían a Gonzalo, pero él no reconocía a ninguno. «El Búlgaro» se dio cuenta.

—Lo que pasa es que todos eran unos nenés de pecho cuando tú viviste aquí. Pero tu fama, nuestra fama, los ha impresionado, chico. ¡Somos legendarios, Gonzalín! —exclamó, encendiendo un cacho enorme.

Una de las muchachas se acercó, evidenciando un manifiesto interés por Gonzalo.

—Hola. Se ve que no me recuerdas.

Había un vago aire familiar.

—Soy Samantha. La hermana menor de Julia. ¿Ahora sí te acuerdas?

«El Búlgaro» le pasó el joint a Gonzalo.

—Míralos, chico, cómo se acomodan. Aquel que está allá, por ejemplo —señaló a un rubio de bíceps inflados—, es hermano de Alfredito Enrile. Qué contraste más grande, ¿verdad? El otro tan zanahoria y éste tan dañado. Es que el mundo da muchas vueltas.

Samantha no despegaba los ojos de Gonzalo.

—¿Te piensas quedar algún tiempo en Miguaque?

Gonzalo asintió, chupando. Le pasó el tabaco. Samantha inhaló con una fruición opípara y abrasadora.

Los demás se arrimaron para participar de la ronda. Intercambiaron bromas que sólo ellos comprendían, aunque procuraban ser extremadamente amables con Gonzalo.

Samantha lo seguía mirando. Una de las muchachas le dijo algo al oído. Rieron con complicidad femenina.

—Permiso —dijo Samantha, procediendo a subir por la escalera que llevaba a las habitaciones del piso de arriba. Iban al baño, seguramente.

Los chicos se introdujeron a la cocina a servirse más escocés. Gonzalo se encontró repentinamente solo.

Fue a la sala. Se asomó a la ventana. El sol comenzaba su lento e inexorable descenso, por enésima vez, desde la Creación.

Otra vez sintió el escalofrío, con mayor agudeza e intensidad.

Se vio a sí mismo salir de la quinta, casi con velocidad de huida. Ciertamente, el apremio de escapar se le agudizaba entre las costillas. Unos bachacos aventados y ateos practicaban atletismo en sus pies, haciendo escalar un pánico fibroso por toda su musculatura.

Encendió el carro y arrancó polvaredas desabridas en los zaguanes del atardecer.

Tomó la carretera nacional, rumbo a Caracas. No pararía hasta llegar.

Pasó por enfrente de la reconstruida ánima del Túa-Túa. No osó voltearse.

Comenzó a experimentar alivio. Todo quedaba atrás. Irremediablemente. Para siempre.

«Sólo fue un reflujo del tiempo», pensó.

Le dieron deseos de oír la radio. La estática era ensordecedora. Buscó una estación de la aún lejana capital, una emisora rockera. Cada minuto que pasaba se sentía más calmado.

Todo quedaba atrás...

Confusion
will be my epitaph
as I crawl
a cracked and broken path...
FIN
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Copyright ©Nicolás Soto, 1997
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Fecha de publicaciónAgosto 2003
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