https://www.badosa.com
Publicado en Badosa.com
Portada Biblioteca Novelas Narrativas globales
21/23
AnteriorÍndiceSiguiente

Gris de tiempo gris

Goza, Gonza IX

Nicolás Soto
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaCaracas

Catira linda:

He estado desesperado todos estos días. Jamás imaginé que estar preso fuera una cosa tan horrible, tan degradante y tan deprimente. Esta penitenciaría es un sitio sórdido, maloliente, inhumano y feo. La suciedad y el desaseo parecen estar incrustados hasta en los cimientos. Pero lo peor es que la gente se va acostumbrando a vivir como cerdos hacinados. He conocido tipos que hasta son felices medrando y respirando en este aire infernal. Si no me he suicidado, francamente, ha sido porque tu imagen fresca y dichosa en mis brazos se me viene como ráfagas de ventarrón para hacerme ver que existe algo puro y sublime por lo que luchar.

Gonzalo y Sojito han venido a visitarme. No sé cómo supieron que hoy era el día indicado o de qué artimañas se valieron para que los dejaran pasar. Lo cierto es que me han reconfortado sobremanera. Les he pedido que me cuenten todo lo que ha pasado en el pueblo en estos días, mientras escribo estas cortas líneas para ti. O sea que estoy escuchando lo que ellos me dicen y redactando simultáneamente. Ellos me harán el favor de hacerte llegar esta cartica.

Catira, ayer realicé algo deleznable. Le firmé un documento al hipócrita del abogado de tus padres donde me obligo a no verte más y a otro pocotón de cosas. Lo hice porque necesito salir de esta pocilga cuanto antes. Presiento que si paso un día más aquí me voy a asfixiar. Sé que tú también eres prisionera y, a lo mejor, eres víctima de cualquier chantaje similar. Lo único que puedo jurarte es que voy a ir en tu búsqueda, donde quiera que te encuentres y que, después que te consiga, van a tener que escarbar cielo y tierra para conseguirnos. Puedo soportar todos los agravios, todas las infamias (en Miguaque, las lenguas viperinas nos han desguazado), todas las humillaciones y todos los peñonazos con que los desgraciados nos quieren lapidar. Lo que no puedo aguantar es encontrarme alejado de ti. Al verme en la calle correré a buscarte. Van a tener que impedírmelo.

Se acerca el final de la hora de visita. Los muchachos tienen que irse. No sabes cuánto les agradezco en mi corazón el que hayan venido. Sojito se ve muy infeliz. Me ha contado unas cosas terribles. No sé si será bueno lo que planea. Pero así adquiero conciencia de que el sufrimiento y la desolación no son potestad nuestra solamente. La vida es un campo yermo y pagamos un precio vil por deambular entre sus surcos malditos. Creo que Sojito tiene razón en sus teorías. Quisiera no caer en ese pensamiento tan irrevocable pero me es imposible evadir estas ideas confusas. Ése será nuestro epitafio.

Te amo, catira. Te quiero con toda la energía de mi vida. No me desampares. Sueña conmigo siempre, siempre, siempre. Pronto estaré junto a ti de cuerpo presente. Mi alma te acompaña como un esclavo fiel. Coño, siento ganas de llorar porque me haces falta. Parezco un niño. Las manos me tiemblan. Piensa en mí, cielo mío.

Tu flaco,                       
Wilson

P.S.: Gonzalo me dice que le entregará esta carta a Julia para que te la haga llegar.

Eugenio Enrique venía de PTJ cuando decidió darse una vuelta por el Colegio María Inmaculada.

Tuvo suerte.

Julia venía saliendo en ese instante. Al ver el Camaro, se separó de sus compañeras.

—¿Quieres que te lleve? —le preguntó Eugenio Enrique.

—El transporte viene ahorita a buscarme —contestó ella.

—Anda, ven. Me acompañas y hablamos.

—Pero...

—La señora del transporte no se va a morir porque hoy no te regreses con ella. Ven...

—Bueno.

Eugenio Enrique se mostró risueño. Julia le siguió la corriente.

—¿Y tú no trabajas hoy?

—Estaba desocupándome de unos asuntos pendientes. A la tarde me voy a Tenapa a chequear el comando. ¿Te puedo visitar esta noche?

—Ven después de las ocho porque tengo que estudiar filosofía.

Eugenio Enrique pensó: «Cada día me gustas más, Julia.» Ella le sonrió como si le adivinara el pensamiento.

—Voy a comprarle una vitamina C a la vieja mía antes que se me olvide —dijo Eugenio Enrique, deteniendo el Camaro frente a una farmacia—. ¿Vienes?

—No. Te espero aquí.

Eugenio Enrique se introdujo en el establecimiento. Julia abrió el pequeño compartimiento a la vera de la palanca de cambios. Había una pistola enfundada. Las armas le daban terror, pero sentía una curiosidad almidonosa.

Tomó un papel doblado descuidadamente. Miró hacia la farmacia. Eugenio Enrique estaba recibiendo su compra en una bolsa y se disponía a cancelar. Desplegó la hoja.

Estaban los nombres de casi todos los muchachos del grupo. Pedrarias, Gonzalo y Sojito aparecían marcados con asteriscos y, al lado, en letras rojas, «distribuidores». En una esquina decía, «mariguana, LSD, cocaína», y más abajo, «librar boleta de captura... Rebolledo... PTJ».

Eugenio Enrique regresaba. Julia dobló el papel y lo colocó en su sitio, con premura urgente.

—Listo. Te llevo a tu casa. ¿Estás segura que no quieres almorzar conmigo?

Julia se negó. Al llegar a la quintica veteada se despidió presurosa. Entró a su cuarto, se plantó delante del espejo y pareció reflexionar durante dos minutos.

—¿Adónde vas? ¿No piensas almorzar? —le preguntó la señora Raquel al verla salir con urgencia hermética.

Se detuvo primero en casa de David. La señora Maritza le explicó que había salido temprano en la mañana con el señor Azael Lisandro, a la finca que tenían en la vía de Tenapa. Julia le encomendó su necesidad perentoria de hablar con él.

—Se lo participo en cuanto llegue —respondió la señora Maritza.

Gonzalo vivía en la urbanización Los Docentes, como a quince cuadras. Prefirió torcer el rumbo y enfiló hacia la casa de Giancarlo. Le dijeron que estaba levantando pesas en el patio de atrás.

«Ma, dove vai?», le preguntaron con macizo acento siciliano cuando se internó sin pedir permiso. El musiú estaba fajado con las mancuernas y sudando a mares, mientras sus bíceps se hinchaban y la melena alborotada se erizaba más. Julia ni siquiera se disculpó.

—Tienen que esconderse todos, Giancarlo —le dijo de sopetón.

—¿Ah?

Le echó todo el cuento, sin anestesia. El musiú se puso blanco.

—En cualquier momento los mandan a buscar. A ti y a los otros.

—No puede ser.

—¿Dónde está Gonzalo?

—No lo veo desde ayer.

—Es tu responsabilidad advertir a los demás.

Giancarlo se puso en disposición de partida.

—Gracias, Julia.

De regreso a su casa, se tropezó con Rosita Bustamante. Volvió a referir el asunto.

—Corro a contarle todo al «Chino».

—Que le digan a Gonzalo también, por favor —solicitó Julia.

Ya en su casa, se sentó a la mesa. La señora Raquel le puso por delante un humeante hervido de verduras.

—¿Te sientes bien, hija? Te noto preocupada.

—No es nada, mamá.

«Ya hice mi parte», pensó. «Ahora sólo me queda esperar.»

La tía Benilde había querido mostrarse amable.

María Enriqueta se enervaba con la vaciedad de su conversación. Cuando al fin se quedó sola, escribió cartas sin destinatario y poemas grises, como el tiempo que hacía afuera.

Sintió pasos que se aproximaban. Guardó las páginas con prisa de hormiga fundamentosa. María Esperanza.

—Lee, por favor —le extendió un papel mecanografiado.

María Enriqueta paseó su vista por el documento. En él, el ciudadano Pedro Wilson Viera Leitão se comprometía a...

Leyó con frenesí alucinado hacia sus adentros, su semblante pálido inmóvil e inexpresivo. En el insípido lenguaje de los leguleyos venía decretada la muerte de un sentimiento, aplastado por un tifón de arandelas contractuales. Los pies le hormiguearon, las manos se le enfriaron y la vista se le nubló con un desamor macerado a coces de cantárida. Pero no perdió el aplomo.

—¿Y...? —preguntó queriendo mostrar desdén.

—Como dijo Nuestro Señor en la Santa Cruz: todo está consumado —contestó María Esperanza, con autosuficiencia—. Te hemos librado de una vez por todas de ese... de ese muchacho.

María Enriqueta miró hacia la ventana pugnando por disimular sus emociones.

—Sé lo que estás pensando. Que puedes huir de nuevo, al menor descuido nuestro, y reencontrarte con él. Pero eso no podrá ser, María Enriqueta. Al mínimo desliz, hago que Ramírez Pérez lo vuelva a encarcelar. Y tú sabes bien que Ramírez Pérez es un lince con esos jueces (no me preguntes cómo lo hace). Aparte de que, fíjate bien, ese... ese muchacho te echó a un lado al primer contratiempo. Lo cual significa, obviamente, que su interés por ti era material. Te dejaste engañar como una verdadera inocente. Ni Caperucita Roja. Da gracias a Dios que tienes padres que velan por ti y que, bajo ninguna circunstancia, te desampararán.

María Enriqueta sintió un mareo alumínico. Corrió al baño y vació su estómago. Un sudor de frigorífico saltimbanqueaba por su espinazo.

—Son los primeros síntomas... —musitó María Esperanza.

María Enriqueta se secó con una servilleta.

—Quiero abortar —dijo con voz sombría.

María Esperanza se irguió sobre sus talones como si hubiera sido testigo presencial del Big Bang.

—¡No blasfemes, María Enriqueta! ¡Eso es un pecado terrible!

—No me dejas alternativas.

—Sí las hay, pero no ofendas a Nuestro Señor diciendo esas barbaridades. ¿Te sientes mejor ya?

María Enriqueta hizo un esfuerzo enorme para responderle que sí, luchando contra la corpulenta y áspera barrera que la separaba de su madre.

Al irse María Esperanza, lloró con amargura traducida en desesperación e impotencia. «Soy demasiado cobarde para suicidarme», pensó. La figura de Pedrarias se le desdibujaba en un caleidoscopio de incertidumbres.

La almohada se salpicó con la llovizna estremecedora de sus ojos de aguamarina. ¿Por qué no podía pensar en Pedrarias? Su universo empezó a encogerse, a verse limitado por las fronteras de sus poros. Deseaba saltar al vacío sobrecogedor y olvidar todo.

Añoró la casa de muñecas, con sus fantasías tenues y su abrigo de almíbar, donde era imposible que pudiesen penetrar las iniquidades del exterior. La prefería diez millones de veces a esta celda banal donde había sido confinada. Siempre sería una prisionera, lo sabía. Siempre necesitaría de alguien que la protegiese de las oscilaciones coléricas del mundo.

Sus ojos se vaciaron de tantas lágrimas unánimes. Pero su corazón y su mente siguieron desgarrándose con el sopor de la pena, el olvido y la dejadez. La primera parte de su vida había muerto, irremediablemente. Ya no intentó volver a pensar en él, tan siquiera.

Se despertó en la madrugada gris y fría, a escribir.

Alba que despunta mi victoria
desolada de aves que nunca existieron
y desprovista de amor añejo,
corpiño apagado,
y de una caricia disuelta en cenizas azules...
Amanecer coherente, vida puntual y
proyectos magnéticos que
me halarán por flancos
solicitando el consuelo de una
presencia que no fue,
de una biografía inconclusa,
de un fruto sin espíritu,
de un hijo expósito al que nunca conoceré...
Día taciturno que comienzas
en género masculino tráeme
el silencio del viaje y
achícame esta vigilia
preñada de higos amargos.
Se acabaron los espacios coherentes del amor...
El éxtasis de su ausencia ha fallecido...
El desorden de mi alma finalizó...

Soltó el lápiz. Se asomó a la ventana para contemplar el sol raquítico y escuchar los gorjeos de los pájaros. Sus labios esbozaron una sonrisa de adiós. No recordaba nada.

José Gregorio Livorini no podía apartar a Elena de su pensamiento.

Resoplaba, daba bufidos, se pellizcaba las piernas y recorría el angosto trecho de la celda, como si el infinito se prolongara desde los infinitos barrotes que lo separaban de la realidad.

Había matado a otro hombre, enloquecido por los celos. Los mismos celos que le habían impulsado a dejar el escondite y que le hicieron seguirla con meticulosidad de espía. Se recordó de unos viejos versos de una canción pasada de moda: «Celos, malditos celos, por qué me matan...» Por ella volvería a matar, una y mil veces. Se le crispaban los puños con la furia.

Ramírez Pérez le había asegurado que mañana estaría de nuevo en la calle. El juez ya había sido «palabreado» por cien mil bolívares. Los muertos se estaban poniendo cada día más caros.

La buscaría y la obligaría a marcharse junto a él, antes de que acabase con el pueblo. Le hablaría suavecito, porque eso era lo que a ella le gustaba, así no se pondría arisca y malamañosa. Con paciencia de chino le haría morder de nuevo el freno. Ella era como esas yeguas montaraces. Luego del chaparrazo, un cariñito y contenta otra vez. Sin barajustes.

«Después de este par de muertos va a pasar un buen tiempo antes de que me vuelvan a mirar con buenos ojos en Miguaque», gruñó casi imperceptiblemente. O mejor sería irse con Elena un tiempo para «Los Padrotes», el hato que poseía por los lados donde el Manapire le cae al Orinoco. Lejos del ruido y del mundo. Así se aplacarían los dos. Hasta podrían pensar en tener un hijo, que buena falta ya le estaba haciendo. Así Elena comprendería, definitivamente, que lo de él con ella sería, en lo sucesivo, pura seriedad y compostura.

«Lo único que necesito ahora es aquietarme y aguardar. Carajo, pero es que me siento como un cunaguaro jambreao. Cuando venga Ramírez Pérez le voy a encargar unas pepas para poder dormir», pensó, al tiempo que taconeaba con rabia el piso de cemento.

Un policía de ojos aindiados le trajo una vianda con comida y se le quedó mirando como si fuera un aparecido.

—¿Qué es lo que me ve, piazo’e policía pendejo? —le espetó sin dejar de hincarle el colmillo a un muslo de pollo.

El policía desapareció como si hubiera escuchado un roznido de tigre en la montaña.

Hacía tiempo que David no acompañaba a su papá a la finca.

La proximidad de su grado de bachiller y las presentaciones de Los Enigmáticos lo habían distraído.

«Mi papá debe sentirse un tanto desilusionado», caviló, con cierta tristeza enturbiada, como si ya sintiera nostalgia por haberse marchado, «porque ni Azaelito ni yo salimos con vocación campestre». Para él, la actividad rural consistía en ver al viejo Azael Lisandro subsistiendo de escuálidas ventas de ganado en pie a unos señores, invariablemente de bigotes y parecidos a Jorge Negrete, que venían con unos maletines de cuero repletos de billetes de a cien desde Villa de Cura. A veces, los regateos en la romana se le hacían francamente tediosos. No comprendía, todavía, cómo hacía él para alargar interminablemente los pagos al Banco Agrícola y Pecuario y vivir, eternamente, con aquella deuda de nunca acabar y aquella espada de Damocles pendiendo sobre las fincas que compraba y revendía como si fueran metros de género.

Tanto a Azaelito como a David lo que les gustaba era Caracas. ¿Qué diría el señor Azael Lisandro si supiera que Lito había estado en Miguaque, escurriéndose como un forajido? «No seré yo quien le dé la noticia», se autoaconsejó David, «no vaya a ser que lo mate una trombosis.»

El médico ya lo había advertido encarecidamente: «Señor Lisandro, usted está muy obeso y esa dieta de cochino frito y carne de ganado todos los días no le hace bien a su tensión arterial.» El año anterior el viejo había tenido un preaviso con una angina bastante fuerte que lo atacó un sábado en la noche. Estaba azorado viendo a «Santo», el Enmascarado de Plata, venido especialmente desde México para enfrentarse, máscara contra máscara, al «Dragón Chino». Se había bebido un par de qüisquis con Arquímedes, el antioqueño de la ferretería, cuando, de improviso, se llevó la mano al pecho y empezó a botar aire como un compresor. Hubo que llevarlo en volandillas a la clínica del doctor Fragachán Pachano. La señora Maritza se asustó de veras. Menos mal que David ya sabía manejar. En un santiamén lo recluyeron de emergencia y lo dejaron en observación tres días. Le hicieron pruebas de sangre, de orina, de esfuerzo y de capacidad pulmonar. Las recomendaciones facultativas fueron enfáticas. Más ejercicio y atemperar la dieta. Los tres primeros meses, con el susto todavía fresco, el señor Azael Lisandro respetó la orden. Pero era particularmente duro para él, pues toda la vida había sido muy buen diente y, cuando tuvo la primera ocasión, se atrambucó de paticas de cochino, pastel de morrocoy, sancocho de rabo de baba, arroz con guineo, pavón frito y cachapa con suero. Luego de dos horas de sudor frío y de rascarse el maruto con un nerviosismo de recluta bisoño, le solicitó a David: «No se lo vayas a contar a tu mamá, por vía tuya, porque sino me castiga con avena Quaker y yuca asada hasta el 24 de diciembre.»

—Necesito un traje nuevo para el acto de graduación —dijo David, ya de regreso al pueblo, con el sol de frente medio tapado por unos nubarrones apretujados.

—Espérate a ver si le vendo un par de toros a Efraín Alvarenga la semana que viene. Si no se da el negocio, mandas a puyar el flux viejo de Azaelito. ¿Conforme, chico?

David no reaccionó ostensiblemente. El señor Azael Lisandro interpretó la oculta señal.

—Acuérdate que tengo que pagar la cuota del apartamento en Caracas porque sino Maritza se encrespa —explicó, mientras la caja de cambios se quejaba afrentosamente con la entrada de la tercera velocidad.

Llegaron al pueblo. Todo el mundo parecía tener la ropa pegada al cuerpo.

—Este calor es de entrada de aguas —aseveró el señor Azael Lisandro—. Mañana le arriendo la rastra a Medardo Enrile y comienzo a preparar la tierra para tirar el maíz. Estos primeros aguaceros no los pierdo.

Frente a la casa estaba estacionada una patrulla. Cuando se apearon del Jeep, un tipo alto, de bigotes chorreados y cara ahuecada los abordó.

—Inspector Remigio Rebolledo —les dijo, enseñando su credencial de Policía Técnica Judicial.

—¿En qué podemos servirle? —preguntó, inquieto, el señor Azael.

—El ciudadano David Lisandro deberá acompañarnos a la delegación.

—¡¿Cómo?! —replicó, pasmado, el señor Azael.

«Descubrieron que Lito está aquí», pensó David, «pero si creen que les voy a decir su paradero se van a llevar un chasco.»

David se dejó conducir. El señor Azael los siguió de cerca diciendo:

—¡Qué vaina es ésta! ¿No me van a dejar llamar a un abogado?

La señora Maritza había visto la escena, en toda su inverosimilitud, desde el poyo de la ventana que daba a la calle. Luego de la turbación por la sorpresa, se puso a llorar como sólo una madre puede hacerlo.

Era de noche y, sin embargo, no llovía.

—Vamos un momentico al corral de doña Martina a recoger una ropa que dejé escondida —dijo Sojito, respondiendo a la invitación de Gonzalo para que pernoctara en su casa.

Habían hablado poco en el trayecto de regreso. La visión del amigo preso los había deprimido.

Pedrarias les había confesado que esperaba verse libre al día siguiente. Pese a la prohibición que pesaba sobre el particular, planeaba presentarse al pueblo para recuperar a «La Miguaqueña» y emprender, de seguidas, la búsqueda de María Enriqueta. Lo más probable era que no volvieran a verse por un tiempo.

Sojito meditó sobre su futuro inmediato en el silencio ventoso del monótono recorrido. Le sacaría una tajada a Cándido y partiría con Gonzalo para Valencia. Era una necesidad perpleja de cambiar de entorno. Buscaría trabajo como músico o como escritor y nunca más volvería a Miguaque. Trataría, eventualmente, de convencer a Elena para que se le uniese. No había más remedio.

Gonzalo pensaba en Julia, en lo que le diría cuando la viese, en la manera cómo tomaría su mano y se aproximaría a sus labios y le robaría uno, dos, tres, muchísimos besos, y el modo en que le contaría lo sorprendido que estaba por haberse enamorado de esa manera, y en la alegría que sentiría cuando ella consintiese en compartir su vida con él, una vida andariega pero llena de elementos intensos, y se irían para Mérida y, a lo mejor, prolongarían la travesía y llegarían al Machu Pichu que es donde confluyen las corrientes magnéticas del universo y... ¡uao!

Ya eran más de las ocho. No se veía ni una estrella y no se movía ni una sola hoja de árbol.

—¿Tienes hambre? —preguntó Gonzalo.

—Negativo. Ése es uno de los efectos del alcaloide.

—Cuando estemos en la casa nos acomodamos con par de trabucos y tú vas a ver cómo se nos abre la tripa.

—Bienvenidos sean los fervientes apetitos.

Llegaron al corral de doña Martina. Había poca luz pero Sojito conocía de memoria los vericuetos. Gonzalo lo siguió de cerca.

Una sombra surgió desde detrás de un paredón derruido.

—Alto ahí —les ordenó, blandiendo una carabina.

La luz de un faro piloto, encendido súbitamente, les agrietó las retinas. Todo fue tan repentino que el susto se les anquilosó en el intestino.

—Las manos bien arriba, donde pueda verlas.

—Tranquilo, pana, que nosotros somos pacíficos —dijo Gonzalo.

Otra voz horadó el calor de la noche.

—¿Y estos quiénes son?

—Son Sojito y Gonzalo, compañero. No hay güiro —comentó alguien detrás de las breñas—. Déjalos que vengan.

El faro piloto se apagó. Los dos quedaron viendo bolitas fosforescentes. Una mano los asió con firmeza, halándolos amistosamente hacia adentro.

—¿Quién les habló de la reunión? —interpeló la voz desenfocada.

—¿Reunión? ¿Qué reunión? —respondió Sojito, a su vez, reconociendo a su interlocutor—. ¿Entonces, Azaelito? ¿De qué se trata todo esto?

—Chico, estamos preparando una manifestación para mañana. Aquí están varios compañeros de ustedes.

Vieron unos cuantos bultos en la penumbra. Reconocieron a algunos chicos del liceo y del colegio del padre Carrasco. Intercambiaron saludos.

—Epa, «Búlgaro». ¿Quiúbo, «Chino»?

—Ese Gonzalín...

—Tienes unas medidas de seguridad bien rigurosas, Azaelito —comentó Sojito.

—No corremos riesgos.

—¿Qué han planificado?

—Mañana por la mañana trancamos el liceo y el colegio. Nos concentramos en la plaza Bolívar y tiramos un mitin. Los motivos sobran —explicó Azaelito—: el gobierno de Caldera mandó allanar la Universidad Central, los gringos invadieron Camboya y continúan masacrando al pueblo vietnamita, Rockefeller viene la semana próxima...

—... y el Magallanes ganó la Serie del Caribe —completó, guasonamente, «el Búlgaro».

Todos rieron.

—La cosa es seria —interrumpió, consternado, Giancarlo—. Sojito y Gonzalo no saben todavía que la policía nos anda buscando a casi todos los que estamos aquí.

—Ustedes dos están en el ojo del huracán —aseguró «el Chino».

Ambos fueron informados de lo que había acontecido.

—A David lo apresaron esta tarde —informó Giancarlo, como colofón.

Azaelito se irritó.

—Esos desgraciados deben sospechar que estoy aquí.

—No, Lito, la cosa no es contigo —dijo Giancarlo—. La culpa de todo esto la tiene «el Bolondrito». Es un gran envidioso y, para colmo, un vulgar soplón.

—¿De qué estás hablando, musiú? —preguntó Sojito.

—El autor de la lista negra es él, vale. Y fíjate si será un sucio que metió a David en el paquete, aun sabiendo que ese chamo es zanahoria.

—Ese «Bolondrito» es un mamagüevo —enfatizó «el Búlgaro».

—Qué cagada: David ni fuma ni bebe —terció «el Chino».

—¿Y qué de ustedes? ¿Por qué la policía no los atrapó? —insistió Sojito.

—Después que Julia me avisó —prosiguió Giancarlo—, corrí a informarle a todo el mundo. El único que no anduvo visible fue David. Se había ido para la finca con el señor Azael. Nos enteramos de la convocatoria de Lito y nos vinimos todos para acá. Ni siquiera hemos podido asomarnos al exterior de lo peluda que está la situación. Es más, te diré que mañana, cuando la manifestación esté en pleno apogeo, pienso pintarme de colores. Me voy para Maracay, a casa de unos primos, mientras se aplaca este vaporón.

—Eso les pasa por desviar la lucha —increpó Azaelito—. En vez de malgastar tanta energía aturdiéndose con ese monte podrido, ¿por qué no se suman a la acción revolucionaria? Ha llegado, para ustedes, el momento de reinvindicarse y, sobre todo, de sacudir la modorra asesina que sojuzga a este pueblo. Las batallas no se ganan con escapismos.

Todo el mundo se concentró en la arenga de Azaelito.

—Las drogas no son ninguna solución. ¿No se dan cuenta que ése es el mecanismo de la burguesía para mantenerlos abúlicos e irresolutos? Se están dejando manipular por el establishment, como dicen los yanquis, con toda esa mamadera de gallo de la moda, la música y la marihuana. Con eso no se llega a ninguna parte. Hay que dar un paso al frente y oponerse a la oligarquía con ánimo de triunfo.

Todos asentían, silenciosos.

—¡Hermanitos! ¿Qué pasa? El Che Guevara no es un afiche para pegarlo en las paredes. Es un símbolo y es un mártir que tuvo los suficientes cojones para hacerse matar en la selva boliviana por una causa en la cual creía: la creación de un hombre nuevo, distinto, altruista, para quien el afán de lucro no es el principal aliciente en su vida. Su ejemplo está vivo todavía, retándonos para que tomemos su lugar, empuñemos su fusil y digamos ¡presente!, sin miedo, sin vacilaciones.

Azaelito se desplazaba sin perder aliento.

—Por eso es que no podemos tolerar desviacionismos. La realidad es una sola y no la podemos torcer con sustancias que alteren nuestras mentes. Hay que estar lúcidos, hermanitos, porque esta lucha es bien en serio. Estamos exponiendo nuestros pellejos porque creemos en una idea. Y hemos venido aquí, a Santa Narda de Miguaque, pues pensamos que es en estos pueblos, olvidados por los peces gordos de Caracas, que puede germinar la semilla del combate revolucionario.

Azaelito era una silueta enfática.

—Hemos sufrido graves embates, es verdad. La Disip y el ejército nos han dado duro en la sierra de Falcón y en los otros frentes guerrilleros. Pero aún no hemos sido derrotados, hermanitos. Tenemos presencia viva en las universidades y en los sindicatos. Y ahora la vamos a tener también en los pueblos. El primer paso lo daremos en Miguaque. Luego vendrán Acarigua, Barinas, El Tigre, Calabozo, San Felipe, Punto Fijo. El gobierno no se espera nada de esto, por lo cual el factor sorpresa está asegurado. Lo único que solicitamos de ustedes, en tanto que vanguardia de la juventud revolucionaria miguaqueña, es que nos presten una colaboración desinteresada y un respaldo desinhibido. Hay muchos compañeros que no están todavía ideológicamente preparados para afrontar un reto tan crucial. Sin duda, ello se debe a que aún permanecen bajo la perniciosa influencia de los agentes propagadores del sistema: la gran prensa, la Iglesia, la radio y la televisión. A su debido tiempo, ellos serán capaces de comprender la grandeza y la pulcritud de los propósitos que nos animan. Mientras tanto, hagamos labor de zapa. Después de mañana, muchos de ustedes se integrarán definitivamente a la lucha revolucionaria. Bienvenidos sean. Este será su bautismo de fuego. ¿Comprendido, hermanitos?

Las palabras de Azaelito causaron una profunda impresión en Pedro Esteban. Sus reflexiones habían encontrado eco al fin. Era una invitación abierta, sin tapujos de ningún tipo, para pasar a la acción. Era la conciencia desplegándose como producto social. Era la resistencia activa contra las arbitrariedades de Dios, visto a través de todas las representaciones de poder. Se desatarían, ¡enhorabuena!, las fuerzas oscuras resultantes de la lucha perenne entre el hombre elegido, pensante y razonador, y el ente metafísico con su cohorte de cónsules vivíparos: burgueses, cortesanos, jerarcas, plutócratas, mandamases y califas de toda laya.

«Cualquier cosa es preferible a la inopia», pensó Sojito.

Azaelito comenzó a explicar, detenidamente, el plan de acción para el día siguiente. Los muchachos escucharon con atención.

Gonzalo llamó aparte a Giancarlo y le preguntó por Julia. El musiú no tuvo la delicadeza de omitir el nombre de Eugenio Enrique. Gonzalo sintió un hielo escarlata en el intestino.

Unos gallos cantaron con júbilo de refocilamiento en la inútil madrugada.

21/23
AnteriorÍndiceSiguiente
Tabla de información relacionada
Copyright ©Nicolás Soto, 1997
Por el mismo autor RSSNo hay más obras en Badosa.com
Fecha de publicaciónJunio 2003
Colección RSSNarrativas globales
Permalinkhttps://badosa.com/n126-21
Opiniones de los lectores RSS
Su opinión
Cómo ilustrar esta obra

Además de opinar sobre esta obra, también puede incorporar una fotografía (o más de una) a esta página en tres sencillos pasos:

  1. Busque una fotografía relacionada con este texto en Flickr y allí agregue la siguiente etiqueta: (etiqueta de máquina)

    Para poder asociar etiquetas a fotografías es preciso que sea miembro de Flickr (no se preocupe, el servicio básico es gratuito).

    Le recomendamos que elija fotografías tomadas por usted o del Patrimonio público. En el caso de otras fotografías, es posible que sean precisos privilegios especiales para poder etiquetarlas. Por favor, si la fotografía no es suya ni pertenece al Patrimonio público, pida permiso al autor o compruebe que la licencia autoriza este uso.

  2. Una vez haya etiquetado en Flickr la fotografía de su elección, compruebe que la nueva etiqueta está públicamente disponible (puede tardar unos minutos) presionando el siguiente enlace hasta que aparezca su fotografía: mostrar fotografías ...

  3. Una vez se muestre su fotografía, ya puede incorporarla a esta página:

Aunque en Badosa.com no aparece la identidad de las personas que han incorporado fotografías, la ilustración de obras no es anónima (las etiquetas están asociadas al usuario de Flickr que las agregó). Badosa.com se reserva el derecho de eliminar aquellas fotografías que considere inapropiadas. Si detecta una fotografía que no ilustra adecuadamente la obra o cuya licencia no permite este uso, hágasnoslo saber.

Si (por ejemplo, probando el servicio) ha añadido una fotografía que en realidad no está relacionada con esta obra, puede eliminarla borrando en Flickr la etiqueta que añadió (paso 1). Verifique que esa eliminación ya es pública (paso 2) y luego pulse el botón del paso 3 para actualizar esta página.

Badosa.com muestra un máximo de 10 fotografías por obra.

Badosa.com Concepción, diseño y desarrollo: Xavier Badosa (1995–2018)