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Ella sólo quería estar desnuda

Capítulo II

La génesis

Andrés Urrutia
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Durante muchos años este libro fue un mero proyecto, un permanente fantasma de la imaginación siempre postergado por otras ocupaciones. Pero llega un tiempo para todo y la posibilidad de unas más o menos extensas vacaciones permitieron que plasmara en papel aquella vieja historia cuyos documentos, prueba de su veracidad, atesoraba desde hacía tanto.

Todo empezó cuando, por aquellos tiempos, acostumbrábamos a reunirnos en la amplia casa de Andrés Bacigalupo. Vivía con su madre en un viejo caserón del Prado, barrio de Montevideo que acunó a la primera aristocracia hasta que la atracción del mar fue más fuerte que la de sus amplios pero mediterráneos espacios verdes. Conformábamos por entonces un grupo de médicos recién recibidos, cada uno tratando de acertar con la opción de su especialidad futura, cada uno intentando abrirse paso, algunos en el mundo de la medicina privada, otros en el Estado, y muy pocos, como era mi caso, en el tedioso ámbito académico.

Todos los viernes, cerca de las nueve de la noche nos reuníamos a beber hasta la madrugada. Una noche, hice un aparte con el dueño de la casa para adentrarnos en el frondoso fondo de la enorme quinta que remedaba antiguos esplendores. Caminamos por un lóbrego sendero rodeado de viejos laureles hasta llegar a un semiderruido banco de cemento donde nos sentamos. A poco de contarle la marcha de mi tesis me comentó de la existencia de una extraña historia que había llegado a él a través de su padre, quien, al parecer años atrás, habría recibido en consulta a un partícipe directo de la misma.

Puso en mis manos los escritos que tan celosamente guardaba el viejo abogado, quizá como material científico para alguna ponencia que, al igual que mi tesis, tampoco llegó a escribirse. El material al que accedí era también fotocopia, por lo que supongo que los originales estarán aún en poder de su destinatario. El propio Andrés, con quien compartíamos en parte el gusto por las rarezas, quedó extrañado ante la curiosa obsesión que esos escritos me provocaron y presa de temor me preguntó para qué quería tener esos documentos, como si inmediatamente se hubiera arrepentido de habérmelos confiado. Luego de algunos tragos convinimos en que tamañas historias deben ser de todos. ¿O acaso De Retz podía sustraerse al interés por su personalidad? ¿Acaso podía pretender privarnos de su monstruosidad escudado en un difuso derecho a su intimidad?

Hay personas que por su genialidad construyen sus vidas cual si fueran una novela, vidas que merecen ser escritas y por lo tanto conocidas. No sólo por el valor que tienen como casos de estudio o por la curiosidad científica que representan, sino también por la rara especie de belleza que irradian. Y más aún cuando esos grandes pérfidos presentan la peculiar característica de salirse de las reglas que definen su perversidad. Cualquiera pensaría que sólo los grandes sádicos son capaces de desembocar en la tragedia y el crimen, y no otros portadores de perversiones si se quiere más inocentes. Porque ¿a quién sino a sí mismo puede dañar el masoquista en su alocada carrera en pos de intensificar el dolor que le provoca placer? Porque ¿a qué otra cosa que a pequeños hurtos de prendas íntimas es capaz de llegar el fetichista en su búsqueda del éxtasis? (Dice Nerio Rojas: «El fetichismo suele dar motivo a intervenciones policiales por actos delictuosos: ultraje al pudor y hurto especialmente», Medicina legal, pág. 195.)

No, debemos admitir que son extremadamente raros los casos como éste y por ello no puede permanecer sepultado.

Por otra parte, no debemos renunciar a dar a luz algo que permitirá remover la idea de nuestra quietud provinciana. Más aún cuando todo transcurre en una de esas ciudades «satélite» de la capital uruguaya. Ciudades que parecen desarrollarse y crecer a partir de una plaza central, cuyas mayores casas no superan las dos plantas, y donde la principal actividad de sus habitantes durante sábados y domingos es girar lenta y repetidamente alrededor de esa plaza a cuyos lados se apiñan todos los comercios de diversión. Conozco de sobra esos lugares y sé que sus gentes son dadas a observar y a juzgar con mayor severidad las vidas de los demás, y que pocas cosas de éstas escapan a la percepción general. Quizás esa vocación por juzgar los actos del prójimo se encuentre allí más acentuada dado que esos actos difícilmente puedan permanecer anónimos como con frecuencia sucede en las grandes urbes. Quizás esa vocación se desarrolle en relación directa a la menor urgencia con que suelen vivir esas gentes. No lo sé a ciencia cierta, pero en función de esas características resulta aún más notable que esta historia haya permanecido oculta durante tanto tiempo.

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Copyright ©Andrés Urrutia, 1999
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Fecha de publicaciónAbril 2001
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