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Ella sólo quería estar desnuda

Capítulo III

Primera búsqueda

Andrés Urrutia
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Poco después de la primera lectura a los escritos de Mara decidí frecuentar el lugar de los hechos a la búsqueda de algún indicio acerca de la veracidad de la historia. Se trata de una población de paso, y que por ello se beneficia de un respetable tráfico que contribuye a mantenerla con vida. De veredas angostas y esquinas ciegas, cuyas edificaciones más modernas tendrán unos diez o quince años. En mis primeras idas frecuenté un vetusto bar sobre la ruta. Era uno de esos lugares que todavía conservan aquellas mesas de mármol veteado encajado en una especie de cuadrilátero de madera, oscuro, y en cuyo mostrador se bebía caña y whisky nacional con naturalidad desde la mañana. Amparado en la locuacidad del barista, quien de seguro debía de conocer la mayoría de las historias del lugar, pude saber que la familia de Mara todavía vivía en la ciudad. Inventando no sé qué viejo conocimiento familiar logré dar con la exacta ubicación de su casa y con ello confirmé la existencia del personaje, aunque creía mi interlocutor que la hija de M... se había ido ya hacía años de la ciudad sin saber muy bien adónde, porque M... es una persona muy poco sociable y reservada.

Pero lo más sorprendente fue que ninguna referencia extraordinaria me hizo ese hombre al respecto. Hablaba de una de las tantas historias de emigración, pues no cesaba de repetir que los jóvenes abandonaban cada vez más el pueblo ya que allí ninguna oportunidad de progreso tenían. Y eso que había observado atentamente a mi interlocutor antes de entrar en confianza con él. Le había escuchado contar a los parroquianos una y mil historias de sus vecinos, conocidas a lo largo de sus aparentes sesenta y algo de años. Llegué al convencimiento de que nada sabía y entonces dejé de frecuentarlo. Caminé luego hasta el sanatorio y vi el salón frente al mismo, pero no quise seguir indagando. Apenas llegué a preguntar en la recepción del moderno sanatorio —es curioso que en muchas poblaciones los únicos edificios modernos son los sanatorios— si allí trabajaba un médico de apellido J... Una joven y bonita recepcionista se fijó mecánicamente en un listado que apareció en la pantalla de una computadora luego de pulsar rápidamente el teclado y me dijo que no. Le pregunté igualmente si ella lo conocía y también me respondió que no.

Andrés me escuchaba sorprendido mientras le relataba mi periplo, y con perspicacia pretendió hurgar en el móvil que podía animarme. Sabía que el interés nunca es simple curiosidad cuando se llega a ciertos extremos. Él conocía desde antes que yo la historia y jamás se le ocurrió tratar de ubicar a los personajes, por lo que dedujo que los intereses siempre hunden sus raíces en la naturaleza de quien se mueve hacia ellos, o por lo menos en algún episodio o destello de la vida del curioso.

Le confesé entonces que mi interés probablemente podía provenir de una novela, aunque sabía que la novela era meramente la excusa que lo pone de manifiesto. Años atrás había tenido una similar obsesión con un personaje que ocupaba escasas veinte líneas en una obra mayor. Cuando Camus se confiesa usando la voz de su juez penitente (ver La caída, de Albert Camus) describe un romance con una mujer cuyo nombre no aporta, y cuyo sólo móvil fue reparar la imagen de una primera y desafortunada noche luego de saber que la dama había realizado comentarios al respecto. Es por ello que resuelve seducirla y luego mortificarla. La atrae y la abandona, la obliga a entregarse, dice, en lugares inapropiados, hasta que la abandona cuando ella alaba explícitamente esa esclavitud aceptándola.

Le dije a Andrés que la imagen de esa dama, homenajeando a su violador en el acto mismo de ser poseída, se me presentaba noche tras noche, más que como un raro ejemplo de la naturaleza humana, como un detonador de la mía. Llegué a buscarla en algunas mujeres sin mayor éxito. Luego quise imaginar su vida, la que el narrador omitía pudorosamente, y comprendí que la omitía porque esa mujer no importaba más que como una excusa para su auto acusación.

Era inevitable entonces asociar ese personaje de pocas líneas con la protagonista de la historia que Andrés me refería cuando ya casi había abandonado esa búsqueda.

Muy probablemente esa dama tuvo luego una vida corriente, olvidó a su amante, conoció a otro hombre, se casó, tuvo hijos, envejeció y quizás aún vive, dijo Andrés. Tal vez, pero tuvo ese momento en su vida, repliqué, y puedo preguntarme si no condensó en él lo que realmente quería hacer de ella.

Una cuidadosa exégesis de esos documentos y de algunas notas que el padre de Andrés había insertado en los mismos, me ha permitido reconstruir lo que sigue. Aquellas cosas que no he podido inferir razonablemente de tales cartas o conocerlas directamente he preferido omitirlas. Y digo «conocerlas directamente» porque mientras llevaba adelante el singular esfuerzo que me había propuesto, traté por todos los medios de dar con los protagonistas, de ubicar por lo menos sus rastros, de encontrar algo que confirmara la historia. Llevé prolijamente un diario de mi periplo, el que avanzaba a la par que mi fantasía y mis deducciones, del que he extractado, también y por cierto, lo que considero de mayor relevancia.

Diremos simplemente que todo comienza cuando Hernán se entera de que Mara intentó suicidarse por medio de una fuerte dósis de somníferos y fracasó en su propósito.

Hernán es un médico de la clínica del pequeño pueblo donde se desarrolla la historia. Julia es la primera esposa de Hernán y antes de ella estuvo Mara pero no se casaron. Y ahora es precisamente Mara el centro de su cavilación. Lleva casi año y medio sin verla y ello no sería importante si hubieran tenido una historia normal y si nada capaz de poner un corte abrupto a ese silencio entre ambos hubiera sucedido. Pero ahora acaba de saber que Mara intentó suicidarse. El hecho ocurre la tarde anterior, y cuando Hernán se entera ya Mara esta fuera de peligro y consciente aunque continúa internada en una clínica psiquiátrica en Montevideo.

La mensajera es Aurora, hermana menor de Mara. Subrepticia y astutamente le da la noticia por teléfono pero también lo convoca a una misteriosa cita en una confitería de Montevideo, bajo el pretexto de que desea entregarle algo personalmente.

Imagino que en una tarde soleada y calurosa ambos se encuentran casi sin cruzar palabras. La cita es breve y ella se limita a entregarle una carta de Mara y allí empieza todo.

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Copyright ©Andrés Urrutia, 1999
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Fecha de publicaciónMayo 2001
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