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Fecundación fraudulenta

Episodio 15

Ricardo Ludovico Gulminelli
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Ella sabía que su traición sería imperdonable, perdería a Roberto irremediablemente. Esa idea la torturaba; otra vez decidió ignorar la realidad, no pensar tanto, postergar su preocupación hasta que llegara el momento de cumplir con Álvez, entonces vería. Alicia hubiera deseado hablar más, pero estaba enmudecida por la situación, por la necesidad de guardar su terrible secreto, invadida por un lacerante sentimiento de culpa. Anhelaba intimar con Burán, él representaba muchas cosas que nunca había tenido: un padre comprensivo y cariñoso, un amigo equilibrado y bueno, un amante. Necesitaba sentirse amparada, querida, no solamente un objeto agradable. Roberto la hacía sentir bien. La diferencia de edad que existía entre ellos parecía haberse disipado; ninguno de los dos la sentía, necesitaban prodigarse afecto, reconfortar sus almas. Eso era lo prioritario. Para Alicia, Roberto era maduro, pero atractivo. No temía a las comparaciones, ni extrañaba sus anteriores relaciones amorosas, con hombres más jóvenes. Tal vez más adelante no sería así, el tiempo lo diría. Por otra parte, aunque no lo hiciera demasiado consciente, la posición económica de Burán le daba a Alicia una seguridad que ella necesitaba. No se trataba de un sentimiento egoísta, de una pretensión de lucrar con la relación o de aprovecharse de su dinero de alguna manera concreta. No, simplemente era que llenaba en ese aspecto un vacío que la muchacha tenía desde su infancia, la humildad de sus padres, la necesidad de luchar siempre sola frente a la adversidad de la vida. Había hecho un gran sacrificio para cursar la enseñanza secundaria y pasó privaciones. Ahora, le angustiaba el problema de Mabel, afrontaba una degradación moral por ser pobre. Hasta se sintió tentada de pedirle dinero a Burán, pero no se atrevió; tuvo miedo de arriesgarlo todo, de perjudicar a su hermana. Después de todo, esperaba no dañar a Roberto con lo que iba a hacer; en realidad, no tenía muchas opciones. Había firmado una carta comprometedora, el ginecólogo la tenía en su poder: si no conseguía el semen se la mostraría a su padre. Mientras tanto, avanzaba el embarazo de su pequeña hermana; esto la atormentaba, no podía sacarse de la cabeza ese pensamiento. Estaba dispuesta a sacrificar cualquier cosa por ayudarla. Alicia pensaba que, después de engañar tan cruelmente a Roberto, no le sería posible continuar relacionada con él. Esta eventual pérdida le dolía, porque estaba muy a gusto a su lado, pero consideraba estéril preocuparse ya que no tenía libertad real de hacer su voluntad.

Eran ya las nueve y media de la noche cuando fueron a cenar juntos. Roberto eligió un lugar muy íntimo en la zona portuaria, a la luz de las velas. Era un sitio caro al que normalmente concurría un público selecto; gente con mucho poder adquisitivo. El ambiente que allí se vivía, no dejó de impresionar a Alicia, pese a que no era impresionable en este sentido. Era sencilla y gustaba de las cosas simples, pero le agradó estar allí con Roberto, dejándose transportar por melodías acariciantes, en una semipenumbra. Tomados de la mano, ambos se encontraban en el mejor de los mundos, dejándose llevar por sus sensaciones, habitando el especialísimo territorio que sólo pueden transitar los enamorados. Roberto no dejaba de pensar que todo lo que sentía parecía el fruto de una alucinación. Hacía pocas horas, era un solitario y, ahora, se veía a sí mismo como una especie de ebrio sentimental. Temía despertar sobresaltado en cualquier momento; todo lo que estaba viviendo no se compadecía con su naturaleza racional. Pero tal era su entusiasmo, su alegría por vivir tan intensamente, que cualquier idea de cerebrarlo todo era rechazada del modo más radical y absoluto. Si estar despierto implicaba salir de tan maravilloso estado de ánimo, de modo alguno quería despertar; valía la pena vivir soñando. Esto no significaba que se engañara a sí mismo. Por el contrario, sabía perfectamente que en cualquier instante todo podía derrumbarse; justamente por eso, quería disfrutarlo a pleno.

—Últimamente he tomado conciencia de que nada hay más sabroso que lo efímero —dijo él—. Lo gracioso es que en realidad todo lo es, sólo que la ignorancia no nos permite comprenderlo siempre.

Durante la cena, se informaron mutuamente de las partes esenciales de sus respectivas historias. Alicia no quiso dejar nada oculto: describió a grandes rasgos los romances que había tenido, sus enamoramientos y pasiones de adolescente; se refirió a su última relación, que casi terminara en matrimonio. Sin ambages le contó a Roberto su modesto origen, los esfuerzos de sus padres; cómo ella tuvo que renunciar a la Universidad por falta de recursos. A Roberto le gustó esta sinceridad; apreció que ella supiera luchar por su sustento: nada molestaba más a Burán que la mediocridad y la vagancia. Desde el fallecimiento de su padre, se había desarrollado en su espíritu, un peculiar sistema de alarma. Estaba a la defensiva, no quería que nadie tratara de lucrar con su fortuna. La circunstancia de ser un millonario había producido muchos cambios en su entorno; apareció una multitud de nuevos «amigos», todos deseosos de trabar relación con él y a los que había distanciado. No era estúpido, se negaba a ser utilizado; por eso, más énfasis ponía en conservar a sus amigos de siempre, en valorar lo que realmente consideraba importante. Trataba de no dejarse engañar por las apariencias, aprendió a desconfiar de las mujeres que se le acercaban. Ya había tenido varias experiencias poco alentadoras en este sentido. Concretamente buscaban su dinero, pero Burán seguía siendo sumamente perceptivo; la plata no había cegado su intuición. Se daba cuenta de inmediato cuando «algo no andaba bien». Con Alicia le había pasado algo distinto: presentía que ella era sincera y en lo básico no se equivocaba. Lo que no alcanzó a imaginar Burán era que ella tenía que cumplir una orden siniestra, que estaba en estado de necesidad, obligada por las circunstancias. Alicia estaba cómoda con él, cualquiera podía advertirlo, no tenía un interés económico, se notaba que no era éste el factor preponderante. Roberto percibía con toda nitidez esta situación, estaba tranquilo, entusiasmado y se permitió sincerarse con ella. Le contó que estaba separado de su mujer, que ella se había resistido al divorcio, aunque ya no lo quería. Habló de su hermosa hija de dieciocho años, Julieta, a la cual amaba entrañablemente. Burán mantenía con ella una relación armoniosa, llena de afecto; se emocionaba cuando hablaba de su pequeña.

El lazo que ligaba a Alicia con Roberto se fue estrechando cada vez más. Ambos se sorprendieron deseando abrazarse, besarse, amarse. El exquisito vino tinto, el desahogo de su mutua confesión los acercaba. Los dos necesitaban fusionarse espiritual, materialmente. Él dio el primer paso y directamente dijo:

—¿Sabés que es lo que me gustaría hacer en este momento?

Ella no pudo evitar un ligero estremecimiento; había llegado la hora de realizar la ingrata tarea que le encomendara Álvez; deseaba llorar, maldecir. Aunque lo que estaba viviendo era conmovedor y grato, dadas las circunstancias, también resultaba doloroso.

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 1990
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Fecha de publicaciónNoviembre 2000
Colección RSSNarrativas globales
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