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Miramar

La gesta del Pez

Un eco

Daniel Rubén Mourelle
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José Luis tra­ta­ba de ubi­car­lo por las ven­ta­ni­llas. Cuan­do se en­con­tra­ron, no hubo ex­cla­ma­cio­nes, la son­ri­sa fue el gesto do­mi­nan­te; se abra­za­ron como si se hu­bie­sen visto hacía unos días.

La casa de José se en­con­tra­ba a cua­tro cua­dras de la ter­mi­nal, así que ca­mi­na­ron bajo el sol de la tarde.

—¿Qué tal el viaje? —José hacía la in­fal­ta­ble pre­gun­ta.

—Bien, bien. Un poco ca­lu­ro­so pero, como el micro venía medio vacío, no fue tan te­rri­ble, ade­más dormí buena parte del tiem­po.

—En esta época, lo mejor es via­jar de noche, de día el calor te re­vien­ta.

Des­pués de un rato, la con­ver­sa­ción fue to­man­do otros rum­bos:

—Estoy ha­cien­do al­gu­nas ano­ta­cio­nes —co­men­tó el via­je­ro—, tengo una es­pe­cie de cua­derno de na­ve­ga­ción.

—Sos el «na­ve­gan­te so­li­ta­rio» —acotó jo­co­sa­men­te José Luis.

—Por mo­men­tos; ahora estoy en buena com­pa­ñía. Viene bien re­em­pla­zar la letra de la car­tas por la per­so­na de carne y hueso; así uno le da una ima­gen re­no­va­da a esa pa­la­bra que llega desde la dis­tan­cia.

—Sí, es cier­to... Acá, ésta es mi casa.

Era una es­qui­na edi­fi­ca­da toda en plan­ta baja. La madre de José había de­ja­do parte del al­muer­zo sobre la mesa ya que su­po­nía, con razón, que no ha­bría co­mi­do. Des­pués, cuan­do el sol re­du­jo su fuer­za, sa­lie­ron a dar una vuel­ta. José tenía un Che­vro­let de prin­ci­pios de los se­ten­ta que es­ta­ba muy cui­da­do, es­cu­cha­ban buena mú­si­ca y el vien­to que en­tra­ba por las ven­ta­ni­llas les re­fres­ca­ba cuer­po y alma.

—¿Tenés mu­chas cosas nue­vas es­cri­tas? —pre­gun­tó José—. Quie­ro decir: cosas que yo no co­noz­ca ya.

—Tengo mi cua­derno y al­gu­nos pa­pe­les que me gus­ta­ría mos­trar­te.

—Cuan­do vol­va­mos, ¿eh?

—No hay pro­ble­ma.

Y agre­gó con preo­cu­pa­ción:

—Pero te aviso que algo ha ve­ni­do cam­bian­do en mí, y mi vi­sión de la reali­dad ha va­ria­do.

—Bueno, todos te­ne­mos mi­ra­das di­fe­ren­tes.

—Pero yo me re­fie­ro a las cosas, a los ob­je­tos.

—¿Los ves di­fe­ren­tes?

—Es muy di­fí­cil de con­tar, las pa­la­bras ac­túan trai­cio­ne­ra­men­te, son parte del com­plot, no se puede ata­car la reali­dad sin ata­car­las; ¡ellas son la reali­dad!

—¡Cómo, cómo!

—Te dije que la cosa era brava, ¿no? In­ten­té ex­pli­car­le a Fer­nan­do, pero fue im­po­si­ble; un poco por falta de ele­men­tos de mi parte para poder ex­po­ner ideas que tengo pren­di­das con al­fi­le­res. Y otro poco por­que Fer­nan­do no hizo el menor es­fuer­zo por ayu­dar­me. En fin, sa­be­mos cómo es él; y vos sabés bas­tan­te bien cómo soy yo.

—Sí, pero hasta ahora no es­cu­cho nin­gu­na lo­cu­ra ni nada de­ma­sia­do des­ca­be­lla­do. Claro que to­da­vía no tengo ni la más mí­ni­ma idea de adón­de que­rés lle­gar, salvo por esa cues­tión entre las pa­la­bras y la reali­dad.

—No quie­ro ade­lan­tar­me, pero es un mejor co­mien­zo del que tuve con Fer.

—El asun­to quizá no sea que yo deba estar de acuer­do con lo que me vayas a decir; la cues­tión pasa por cómo te es­cu­che. Y, hasta ahora, no hay nada que sea para salir co­rrien­do.

La cara del via­je­ro re­fle­ja­ba asom­bro y ale­gría:

—Mirá, el caso es que los ob­je­tos son lo que cree­mos que son por­que es­ta­mos acos­tum­bra­dos a ver­los de ese modo y tam­bién por­que les damos una fun­ción a cada uno.

—Mirá, lo que decís no es cho­can­te, a menos que estés di­cien­do que son otra cosa. O que po­drían in­ter­cam­biar­se. Pero, ade­más, hay como un te­rreno in­ter­me­dio, como si di­je­ras algo más sin de­cir­lo, como en la poe­sía, ¿voy bien? Sé que me estás di­cien­do la ver­dad, sin que eso tenga que ver ne­ce­sa­ria­men­te con la reali­dad.

—¡Fah! A ver, a ver... ¿Y si agre­ga­mos que ese «decir la ver­dad» po­dría ser equi­va­len­te a «hacer la ver­dad»?

—Eso no te lo en­ten­dí.

—Que «decir ver­dad» im­pli­ca «hacer ver­dad», crear­la.

—Bueno, hasta acá lle­gué; ten­dría que parar y pen­sar­lo, ten­dría que vol­ver atrás y re­to­mar lo que ve­nía­mos di­cien­do.

—Sí, pero no vayas muy atrás o los vie­jos có­di­gos po­drían atra­par­te. Ade­más, ojo que no de­cía­mos mucho, ha­brán sido una o dos ideas, lo que pasa es que aten­tan con­tra lo fun­da­men­tal, eso que nos con­fir­ma el suelo que pi­sa­mos.

No había ter­mi­na­do de decir la úl­ti­ma pa­la­bra cuan­do tuvo toda la sen­sa­ción de que un punto de luz, que hasta ese mo­men­to se había man­te­ni­do sobre el ta­ble­ro del coche, se le metía en los ojos. El dolor fue ins­tan­tá­neo, lo mismo que la ima­gen: va­rias per­so­nas lu­cha­ban entre los ár­bo­les, es­ta­ba os­cu­ro, veía la es­ce­na desde arri­ba y podía es­cu­char todo per­fec­ta­men­te. José de­tu­vo el auto y le pre­gun­tó, con de­ses­pe­ra­ción, qué era lo que le es­ta­ba pa­san­do; pero su ner­vio­sis­mo dis­mi­nu­yó al ver que se re­cu­pe­ra­ba rá­pi­da­men­te. El via­je­ro quiso darle ex­pli­ca­cio­nes, aun­que él mismo no las tenía.

De­ci­die­ron vol­ver. Al ter­mi­nar una cena li­via­na, se re­ti­ra­ron al in­men­so gal­pón que ser­vía de dor­mi­to­rio, ta­ller y gua­ri­da a José Luis. El equi­po de mú­si­ca es­ta­ba hacia uno de los lados y, desde allí, el piano de Keith Ja­rrett ponía su toque en el am­bien­te.

—Es­cu­chá esto —dijo el via­je­ro—. Es de hace unos ocho años... Es in­creí­ble como uno «sabe» más allá de lo que cree co­no­cer, ese saber está allí, hun­di­do o ape­nas ocul­to, pre­pa­ra­do para sor­pren­der, hace que el tiem­po se des­con­tro­le y deje de se­guir esa línea mons­truo­sa­men­te recta en la que se lo ha en­cau­za­do... Bueno, es­cu­chá: «Vuelo raudo y re­pen­tino, salto largo sin apoyo en su final, ya no quie­ro que me aprie­te esta selva, te­rri­ble abra­zo que se nutre en nada, tre­men­da dis­tan­cia; vamos her­mano: sal­te­mos.»

José Luis no dio lugar al si­len­cio:

—¿De qué es de lo que estás ha­blan­do?

—Eso es lo que me tiene in­quie­to. Me es im­po­si­ble re­cor­dar las cir­cuns­tan­cias en las que es­cri­bí estas lí­neas; creo que fue­ron va­rios mis temas de esa época y, cada vez que ter­mi­na­ba algún poema, me pre­gun­ta­ba cuál po­dría haber sido su causa.

—Pien­so que un poema no tiene una causa en el sen­ti­do en que so­le­mos usar ese tér­mino.

—¡Eso! —con­tes­tó el via­je­ro, en­tu­sias­ma­do—; pero en este caso yo sen­tía, y sien­to, que hay una mano que me im­pul­sa, o quizá sea más co­rrec­to decir que soy yo quien pier­de el con­trol. Es algo inevi­ta­ble.

—Es como si co­men­za­ras di­cien­do que hay algo que se mueve in­vi­si­ble, casi má­gi­ca­men­te, para des­pués decir que no se mueve, y fi­nal­men­te que no hay ese algo, que sólo hay magia, nada más que una sen­sa­ción.

—Pero «sen­sa­ción» es tam­bién una forma de nom­brar, la tram­pa está en que nos que­da­mos en la pa­la­bra, y la pre­gun­ta sería: ¿hay algo más allá de la pa­la­bra?

—El poema es pa­la­bra y va más allá.

—El poema es una com­bi­na­ción de pa­la­bras que pro­du­ce un efec­to en quien lo lee muy pa­re­ci­do al de un en­can­ta­mien­to, como si el poema es­con­die­se la llave de un con­ju­ro. Y a mí esos en­can­ta­mien­tos me sue­nan a —la cara se le ilu­mi­nó— un déjà vu. ¡Eso es! ¿Cómo no se me ocu­rrió antes? Un déjà vu.

—¿Qué cosa? ¿Qué? —José Luis tra­ta­ba de en­ten­der, se de­ses­pe­ra­ba, no le era fácil se­guir a su amigo.

—Cuan­do te en­con­trás con algo que pro­du­ce la sen­sa­ción de haber sido vi­vi­do antes. Eso es lo que vengo sin­tien­do desde que salí de casa.

—Ya sal­tas­te a otra cosa como si nada —José in­ten­ta­ba man­te­ner­se en pie—. ¿Cómo hacés?

—Es que eso, jus­ta­men­te eso, es lo que re­la­cio­na los poe­mas con lo que está pa­san­do a mi al­re­de­dor.

—No en­tien­do nada.

—Algo, o mejor dicho «al­guien», me está lla­man­do, guian­do...; y esta sen­sa­ción cobró una mag­ni­tud bas­tan­te gran­de cuan­do pasé por Mi­ra­mar.

—Es una ciu­dad chica, tiene mucho tu­ris­mo en ve­rano, pero en in­vierno no pasa nada. Yo nunca fui, pero co­noz­co gente que sí.

—¿Sabés qué? Voy a ir para Mi­ra­mar. Estoy de­ci­di­do; si el déjà vu está en lo cier­to, ahí están al­gu­nas de mis res­pues­tas. En mi ca­mino de vuel­ta hacia Bue­nos Aires, voy a de­te­ner­me en Mi­ra­mar.

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Copyright ©Daniel Rubén Mourelle, 1999
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Fecha de publicaciónNoviembre 1999
Colección RSSNarrativas globales
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