La luz se filtró por la persiana, despertándolo; juntó sus cosas y se encaminó hacia la terminal. Compró un pasaje hasta Punta Alta y se sentó en el bar para desayunar mientras esperaba que se anunciara la salida del ómnibus.
Personas y equipajes se dispersaban aquí y allá. Estaba lejos de todo aquello, su vida se desenvolvía en una dimensión distinta. Pensó en la posibilidad de que algunos de esos hombres y mujeres hubiesen tenido experiencias similares a la suya: brujas y hechiceros mezclados entre la gente, cuidando de no revelar sus secretos a riesgo de perderlo todo. Brujas y hechiceros y... ¡Cazadores! Creyó haber encontrado otra pista, un latigazo en su interior fue la señal interrumpida por el anuncio de los parlantes.
No había muchos pasajeros, casi la mitad del micro estaba desocupada. Hacía calor pero era soportable; así, se fue quedando dormido. Lo despertó alguien que acababa de sentarse a su lado; era un hombre de unos cuarenta y tantos años, flaco y de cabello negro y ralo.
—Usted no hace este viaje a menudo, ¿no? —dijo el desconocido con claras intenciones de comenzar una charla.
—No, yo...
—Ya me parecía —continuó sin hacer caso de la posible contestación—, tiene pinta de andar paseando. Yo, en cambio, una vez por semana voy a Bahía a vender las cositas que fabrico con mi mujer.
—Ah; ¿y qué hacen? —preguntó el viajero arrastrado por el otro.
—Aritos, prendedores... Cositas por el estilo; hay varios negocios allá que los pagan muy bien y se ve que se venden rápido.
—¿Y usted dónde vive?
—En Miramar, pasando Necochea, pero antes de llegar a Mar del Plata.
—Ah, sí; ayer pasé por ahí —el viajero comenzó a interesarse—, pero no me detuve.
—¡Tiene que ir! Tenemos un bosque que es único, está al borde del mar, es un vivero dunícola y está repleto de coníferas.
—Está... ¿Al borde del mar?
—Sí, cuando uno sale de entre la arboleda, ve el horizonte azul por todos lados.
—¿Y va mucha gente?
—En esta época, los hoteles están repletos y, con la moda de las minimotos, nos están volviendo locos a todos.
—¡Qué mal! —al viajero no le importó mucho ese detalle, pero quiso ser gentil y adherirse a la queja.
—Pero tiene que ir igual; en el bosque hay lugares donde nadie lo molesta a uno, es un sitio especial... Y medio misterioso —el desconocido utilizó un tono que le asegurara la pregunta siguiente.
—¿Misterioso cómo?
—Bueno; un poco. Nunca se le ocurra ir de noche. Hay una caseta de vigilancia a la entrada y una barrera para los autos, no dejan pasar a nadie después de la caída del sol.
—Pero eso no lo hace misterioso... —y se interrumpió, el viajero tenía la certeza de que el desconocido se moría por contarle, así que lo dejó hacer.
—Eso no, otras cosas... —Esta vez fue el otro quien se quedó en silencio. Una vez que estuvo seguro de que la atención del viajero era toda suya, continuó:
—Quiero decir que algunas personas que pasaron la noche ahí, volvieron con relatos de voces y de aparecidos, y de hogueras que cuando uno se acerca se esfuman.
—Sí, también hay quienes ven platos voladores y fantasmas.
El desconocido frunció el ceño:
—¡Pare, pare...! Que yo no me creo esas cosas; pero por las dudas no me acerco por ahí de noche, uno nunca sabe lo que no sabe...
El viajero pensó que Miramar podía ser un buen lugar para conocer en su camino de regreso. Cuando el hombre mencionó las hogueras, un ramalazo le sacudió la memoria. En toda su vida, tenía veintiséis años, había salido de campamento una sola vez y la imagen que recordaba no era ésa. Tomó el cuaderno y cuando estaba por escribir, su vecino reanudó la charla:
—¿Usted escribe?
—Sí, leo y escribo —era una respuesta que utilizaba cuando quería sacarse de encima consecuencias complicadas.
—Me refiero a si escribe historias —insistió el otro, sin acusar recibo de la ironía.
—Pequeñas cosas que, a menudo, ni yo mismo entiendo muy bien.
—Le pregunto porque yo, la otra noche, tuve unos sueños muy raros en los que me la pasaba escribiendo.
—Bueno, eso no tiene nada de raro ni, mucho menos, de malo.
—Lo que pasa es que, después, tirados al costado de la cama, encontré papeles con frases que parecían de borracho. Lo peor es que se trataba de mi propia letra.
—¿Se acuerda de alguna?
—Mire, por acá, en el bolso, tengo algo... A ver... Sí; vea y me dice qué le parece.
El viajero fue leyendo detenidamente cada uno de los papeles. Reconocía párrafos enteros pero no sabía de dónde.
—No tengo palabras, lo que usted ha escrito...
—¡Pero es que yo no he sido! —lo interrumpió, un poco exaltado—. Es mi letra, eso es cierto, pero yo no me acuerdo más que de los sueños. ¿A usted le parece que ahí dice algo coherente?
—No sabría qué decirle, son descripciones seductoras; tienen cierta magia...
—Mire, si le gustan, se los regalo; para mí sería sacarme un peso de encima, me traen preocupaciones más que otra cosa. Siempre los ando escondiendo de mi mujer para que no crea que me volví loco. Vaya yo a saber por qué no me animé a tirarlos a la basura.
Terminó de decir eso y sacó otro manojo de papeles que puso rápidamente en las manos del viajero; sin decir una palabra más, reclinó el asiento y cerró los ojos; hasta comenzó a roncar. Nuestro amigo hubiese querido seguir preguntando, pero se quedó con las ganas; en cambio, siguió leyendo hasta quedarse dormido también.
Lo despertó el bullicio, ya estaban en Punta Alta y en cinco minutos llegarían a la terminal. La mayoría de los pasajeros estaba acomodando sus pertenencias. Inmediatamente, vio que su acompañante no estaba. ¿Cómo era posible si Bahía Blanca era la parada posterior a Punta Alta? ¿Se habría bajado en otro lugar? Tenía el sueño liviano; si bien era verdad que el movimiento arrullador del micro facilitaba el dormirse, si se hubiese detenido, él se habría dado cuenta. Se acercó al conductor y le preguntó si había hecho alguna parada no prevista. La respuesta negativa hizo que automáticamente abriera su mochila para revisar los papeles; allí estaban, ésa era la única prueba de la existencia del pasajero desaparecido.
Otra vez estaba viviendo a contramano. La realidad no se comportaba como debiera; ya no eran situaciones complicadas y angustiantes, la cosa se estaba disparatando como en una novela mala. ¿Sería sensato relacionar cada circunstancia anormal como parte de una misma situación? No tuvo más tiempo, el micro acababa de abrir las puertas y tendría que bajar a la siguiente realidad.
Copyright © | Daniel Rubén Mourelle, 1999 |
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Por el mismo autor ![]() | |
Fecha de publicación | Noviembre 1999 |
Colección ![]() | Narrativas globales |
Permalink | https://badosa.com/n066-05 |
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