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Del agua nacieron los sedientos

Capítulo III

Un extraño silencio

V. Pisabarro
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Desperté, pero no deseaba abrir los ojos al día. Sabía lo que me estaba aguardando. Procuraba retornar al universal e irresponsable sueño, esquivar un rato más la razonable realidad, que inexcusable me esperaba con los brazos abiertos y la sonrisa canalla. Pero fue inútil, estaba despabilado. Mi conciencia vigilante percibía claramente el alboroto en la pensión de al lado. Construían una piscina en su jardín. Desde la cama veía por la ventana a los obreros, en su mayoría de la vecina República del Aidí. Negros sudorosos, acharolados, serraban, picaban, cortaban, golpeaban hierros, maderos, ladrillos. Infatigables, se asemejaban a grandes hormigas pululantes en la abertura de un inmenso hormiguero. Algunos mameianos trabajaban también en esa obra y cantaban, como todas las mañanas laborables, merengues y boleros a pleno pulmón, para hacer más llevadera su agotadora faena. Aunque soy un apologista de estos tipos de melodías caribeñas, en esos momentos detestaba a los obreros mameianos o aidianos, maldecía el merengue, renegaba del bolero; falté mentalmente al austriaco dueño de la pensión por ordenar la fabricación de la piscina, a mis hijos y sobrino por el ruido y los gritos que daban al corretear por la casa, al vendedor de fruta que en esos momentos vociferaba su mercancía en la misma puerta a bordo de su camioneta con el escape libre, a Maricela que arrastraba escandalosa sillas y mesas limpiando con celo como cada mañana. Odié también al teléfono que en aquel instante timbraba una y otra vez sin que nadie descolgara el aparato del diablo. Otro timbrazo y otro y otro, hasta que por fin:

—¡Hallo! —escuché claramente a mi mujer—. Sí, ahora le aviso. Un momento por favor.

Llegó el momento de levantarse. Eran las ocho de la mañana. Tocó en la puerta.

—¡Fran! —otros golpes más fuertes— ¡Fran!, levanta que te llama Altagracia.

—Ya voy, ya voy —contesté con un tono de voz triste y desanimado—. Dile que llame más tarde.

Entró.

—¿Qué pasa? ¿Te duele la cabecita? ¡Me alegro! Si quiere el señor le traigo una cervecita a la cama. ¡Qué poca vergüenza! ¿Qué pasa, que se te ha olvidado cómo viniste anoche? —Sonia eligió el preciso momento para zaherir con mayor desgarro —¿No te acuerdas que measte en la nevera? Delante de tus propios hijos, delante de mis padres, delante de todos.

—¿Yo? —pregunté, aunque sus palabras me trajeron el vergonzoso recuerdo a la memoria.

—Sí, tú, que pensabas que era un urinario. ¡Así venías! Ya hablaremos, ya. Esto no puede continuar así. ¡Levanta ya, coño que te llama esa guarra!

—Haz el favor de decirle que llame más tarde —dije dolorosamente turbado y deseando que se retirara cuanto antes. Afortunadamente lo hizo pronto aunque dando un portazo que aún retumba en mis adentros.

Me incorporé y puse los pies en el suelo. A través de la ventana se distinguía un día resplandeciente. Un cielo azul intenso limpio de nubes, un día prefulgente.

Miré hacia abajo. Observé mis pies y mis piernas que tanta gracia le hacían a Sonia. Bueno, a mi mujer y a cualquiera: endebles, belludas; era patihueco, de pies grandes. He de reconocer que en bañador... pues más bien incito a ternura y lástima más que a admiración. Porque además de mis piernas y mis pies abiertos en posición catorce cincuenta de reloj, de ser cargado de hombros, con una ligera desviación de columna, pesaba cincuenta y seis kilogramos, y tengo una dentadura que la carencia de planificación odontológica en mi niñez, hizo que mis dientes fueran desiguales, cariados y desalineados; una nariz más bien grande y carnosa para un rostro pequeño y huesudo. Quien logre hacerse un retrato en su imaginación con estas descripciones, podrá comprender que no era una estampa la de mi físico digna de un Adonis, sino más bien de compasión. Si a todo esto le sumamos las ojeras violáceas que veía en el espejo, y los rastros en mi piel por la zona del abdomen, testicular y entrepierna de una sarna que no terminaba de curarse produciéndome múltiple y agudo comezón, cualquiera entendería que yo también sintiera lástima de mí mismo a la vez que los estragos y malestar de lo que vulgarmente se llama resacón. Sobreponiéndome a todo, suspiré y dije guapo a la patética figura que se veía en el espejo, dándome ánimos para enfrentar un nuevo día.

Seleccioné mi vestuario sin criterio, apresuradamente: camisa estampada con palmeras, unos jeans y unos zapatos. Salí del dormitorio, y ya en la escalera, de pronto, me dio un mareo. Perdí la visión, percibiendo sólo alguna claridad y unas chispeantes estrellitas. Para no rodar me agarré a lo que pude. Quiso el azar que fuera mi suegra la que en esos momentos subía por la escalera.

—¿Qué té pasa, hijito? —preguntó guasona.

—Un mareo, Juani. Ya, ya se me pasa —dije algo recuperado—. Debe de ser una bajada de tensión.

—No, hijo. Es mucha bebida para un cuerpecito como el tuyo. No debes abusar porque todos los excesos son malos.

—No, mami —así la llamaba yo algunas veces buscando inútilmente un cariño filial—, no es eso, es que desde hace unos días, por las preocupaciones, fumo mucho y como poco y mal: hot dog, hamburguer..., esas porquerías.

—Ya, ya —dijo sin demostrar demasiado interés en mis palabras mientras me miraba de arriba abajo—, te has puesto la camisa al revés, mal abrochada, y llevas un zapato blanco y otro negro. Hijito, cuídate. Me alarmas algunas veces, quizá deberías visitar a alguien para que te ayudara, que te orientara.

—¿A quién? —pregunté yo.

—Pues no sé: a un psiquiatra... a un cura. La bragueta —señaló— la llevas bajada.

Recuperado del vahído, descendí al salón y vi a Maricela encaramada a una mesa limpiando telarañas. Di los buenos días y ella me los devolvió con una sonrisa en su boca.

—¡Uh, qué mal le noto! ¿Le pasa algo? Usted estuvo tomando, se le nota.

—No, no es nada, un pequeño mareo en la escalera, pero ya me he recuperado.

Tomé asiento sobre la silla más cercana. En ese instante sonó el teléfono, descolgué y cuando iba a hablar, llegó mi hijo más chico, Raulito, dando saltitos y palmadas.

—Papi, papi, creo que tengo pipis. Me pica la cabecita.

—Díselo a tu madre bonito, que yo voy a hablar por teléfono ahora —se alejó obediente con los mismos saltitos.

—Hallo —contesté por fin— Soy yo, Fran; ¿quién es?

—Buenos días, don Fran, ¿cómo le amaneció? —era Altagracia y su dulce voz.

—Bien, bien ¿Alguna noticia? —modulé la carrasposa voz para que pareciera la de un respetable superior.

—Pues sí, don Fran; se encuentra aquí el señor Federico, dice que ya le han ingresado el dinero en España, a las nueve de la mañana hora española y valga la repugnancia.

—O.K. Dígale que vamos a confirmar y que esta tarde haremos la entrega si todo está conforme.

—O.K., don Fran, ¿vendrá en la mañana a la oficina?

—Sí, sí, dentro de un rato voy para allá. Pregúntele de cuánto es el ingreso.

Mientras ella lo hacía, yo imploraba porque no fuera una cantidad elevada y trataba de pensar de dónde podría sacar el dinero.

—Dice que de quinientas mil pesetas.

—¿Cuántas pesetas?

—Quinientas mil —repitió Altagracia.

—Está bien, está bien, dígale eso, yo voy a confirmar.—pronuncié tartamudeando.

—O.K. cuídese —se despidió.

¡Medio millón de pesetas! y sólo disponía de unos miserables pesos en el banco. ¿Qué hacer? Desde luego lo primero llamar a mi banco en España para confirmar el ingreso. Si era conforme tenía que buscar el dinero. ¿Pero dónde? El caso era que debía realizar la entrega ineludiblemente en esa tarde al de la calavera.

Con el sobrecejo caído y la frente arrugada, cavilaba sobre qué resolución tomar ante tan tremendo problema cuando apareció mi suegro en el salón. Unos calzoncillos deslucidos eran su única vestimenta. Cruzó frente a mí ignorante de mi presencia. Llegándose hasta la nevera en que había orinado la pasada noche, la abrió y extrajo una cerveza de las grandes. Después de darle un buen trago y eructar, aplicó la mano izquierda en su barriga y al descubrirme dijo:

—¿Qué tal, yerno?

—Muy bien. Debo hacer una entrega grande y no tengo el dinero.

—Ah —se limitó a decir sin ningún interés.

Bebió otro trago mientras salía al jardín. Allí se arrellanó en una cómoda butaca cara al sol.

—Ayer te olvidaste, igual que casi siempre y eso que te lo advertí, así que hoy me tienes que traer sin falta: carne, galletas, arroz...

No dejé concluir a Sonia la lista de la compra.

—Llama ahora mismo a España, cariño, hay que hacer una entrega grande, seguramente.

—¡Pero si no tenemos dinero! —exclamó.

—Ya, ya. Primero vamos a confirmar, después ya veremos.

Mi mujer tecleó en el aparato. Yo mientras rogaba al Altísimo para que fuera como en otras ocasiones, falsas promesas de familiares desleales que garantizaban el ingreso para luego desentenderse del encargo. Requería de tiempo para elaborar planes y rehacer mi agónica economía.

Después de quince minutos de conversación telefónica, con lo caras que son las llamadas internacionales, a mi esposa le informaron que en ese día se realizaron dos ingresos en nuestra cuenta, uno era de quinientas mil, sin duda de Federico Meiva; además había otro de ochocientas mil del que desconocíamos su depositante y destinatario.

—¡Virgen de la Altagracia! Un millón trescientas —exclamé echándome la mano a la cabeza.

—¿De quién será el otro? —se preguntó Sonia con los ojos y boca abiertos de par en par.

—Mami, mami. Tengo pipis. Mami, mami, tengo pipis —seguía insistiendo el pequeño Raulito dando saltitos y palmaditas.

Vi que mi cuñado se acercaba hacia nosotros muy lentamente, arrastrando los pies a causa de las heridas que se había hecho en las piernas la tarde anterior.

—Fran, tienes que llevarme a un médico. He pasado una noche muy mala. Tengo las heridas muy malamente. Yo creo que se me han infectado —solicitaba quejumbroso.

—No, hijo, infectado no, que yo te las limpié —dijo mi mujer—. Eso es del hinchazón normal producido por los cortes. Lo que sería bueno es que te dieran algún punto en alguna de las heridas, sobre todo en ésa de la que te saqué el pedazo de cristal que tenía la chapa. Ésa sí es profunda, no me da buena espina. Sería conveniente que te la viera un médico.

—Sí, y también que me recete calmantes, por favor, que es que me duele mucho. De verdad, no podéis haceros una idea del dolor tan doloroso que tengo, ¡ay Dios mío! —dijo lastimeramente.

—No te preocupes, si yo no puedo te lleva mi mujer. Ahora voy a hacer unas llamadas que no pueden esperar, pero en cuanto acabe nos vamos —acaricié su nuca de manera solidaria ante su desgracia.

—Vale Fran, gracias. Tienes la camisa al revés y un zapato blanco y otro negro —me advirtió con voz plañidera mientras regresaba a su cuarto despacito.

¿Qué hago?, ¿qué hago? Subí de nuevo a mi habitación para tratar de planificar sin interrupciones, serenamente, con sosiego, el modo en que iba a resolver esta problemática situación. Y ya estaba cerrando la puerta, para en soledad dedicarme a estos menesteres, cuando alguien lo impidió sujetándola. Era mi hijo primogénito, Robertito, de doce años.

—Papá, no me agrada la poca atención que dedicáis a mi hermano. Lleva diciéndoos desde hace dos días que tiene piojos. Creo que también me los contagió. Cuando se tienen hijos hay que ser responsables.

No existía duda alguna en que era hijo mío, por lo relamido. Robertito se disponía a darme uno de sus discursos sobre los derechos del niño según la UNICEF. Tenía por esos tiempos esta fijación desde que los leyera y se los aprendiera de un folleto que le obsequiaron el día que visitó, junto con sus compañeros de colegio, la Feria del Libro de Madrid. Por entonces nos martirizaba y aburría a todos con el mismo tema incesantemente, aunque tenía especial predilección por la desdichada Maricela.

—Todos los niños tienen derecho a la higiene, a una vida saludable en un ambiente limpio...

—Sí, Robertito, sí. Ya sabes que estoy de acuerdo contigo. Es tu madre la que no quiere entender que todos los niños deben gozar del amparo de sus progenitores. Es mejor que hables con ella ahora mismo. A mí ni me escucha. Si no te hace caso podemos denunciarla ante el Centro de Protección a la Infancia, son muy severos y escrupulosos en su defensa de niños abandonados o desasistidos para que la sancionen de una vez por todas. Que para un niño una madre indiferente es peor que la madrastra de Blancanieves.

Aproveché sus momentos de sorpresa para cerrar la puerta de golpe. De la misma manera que hacen las mujeres en las películas cuando ven una cama y están disgustadas, yo me arrojé sobre la mía, decidido a llorar como ellas para serenarme y descargar el agobio que me asolaba. Pero no salió de mis ojos una sola lágrima. Me di entonces un pellizco pero tampoco por el dolor lo conseguí. A la desesperada y tomando carrerilla golpeé el armario ropero con la morra. Ahora sí, mis ojos se inundaron y el tremendo daño me devolvió la calma facilitándome la reflexión.

No descubría otra solución. No había más remedio que recurrir a Bienve. Quizá me lo prestara. Pero no; cómo me iba a fiar tanto. Lo único que me debía era el haberle dado trabajo a su gallinita favorita. Aunque en el fondo era buena persona y disfrutaba de un gran capital. Por intentarlo nada se perdía. Además, sólo sería durante unos días, quince a lo sumo, el tiempo que durara la transferencia desde Madrid. Podía hablar de la misma manera con Jordi, pero éste era más difícil. ¿Acaso no le presté yo cuando me lo pidió? Claro que eran unas cantidades muy inferiores. Pero se las presté ¿o no? Mejor hablar con Bienve primero. Después, y dependiendo de los resultados, con Jordi. Esto es lo que tramé.

—¡Sonia! —llamé a mi mujer imperiosamente y con dolor de cabeza desde lo alto de la escalera.

—¿Qué?, ¿qué? —alarmada apareció ella abajo con un bote de pintura en una mano y una brocha en la otra.

—Es mejor que lleves tú al Chino —por este apodo era conocido nuestro cuñado en Vallecas, lugar donde se encontraba su residencia—. Yo mientras voy a llamar a Bienve para ver si nos presta el dinero de los envíos.

Sonia dio una patadita con fastidio en el suelo, provocando un derrame de pintura. Exclamó:

—¡Jo!, ahora que me pongo a pintar la nevera tengo que llevarle al médico. Sabes que llevo mucho tiempo queriendo pintarla. Está oxidada y es un peligro para los niños que andan descalzos igual que salvajes. Llévale tú y así yo acabo de una vez. Además mira cómo estoy de pintura.

Tenía manchadas la ropa y las manos. Mientras hablábamos, observé las gotas que se escurrían desde la brocha a través de su antebrazo para caer finalmente desde el codo sobre una de sus zapatillas.

Mirando el goteo y el bello efecto de estas manchas de pintura blanca sobre su calzado azul marino, caí en la cuenta de que podíamos avisar al doctor Melquiades Álvarez, para que pasara visita a domicilio. Le pareció bien a mi mujer y prosiguió con su faena aliviada del fastidioso encargo. Mientras, marqué el número del dispensario donde el doctor Álvarez desarrollaba sus facultades. Descolgaron y dijeron:

—Colmado Chichí siempre a su selvicio.

—Por favor. ¿Pueden avisar al doctor Melquiades para que haga una visita urgente a casa de Fran el español?

—¿Y él sabe dónde tú vives?

—Sí, él sabe. Usted dígale que es la casa de Fran el español. El papá del niño al que le sacó una bolita de la nariz. En la calle sin salida, en el Batey, al lado de la pensión Lilí, la del austriaco, en la que están haciendo una piscina.

—¡Ah! ésa es la calle que telmina en el acantilado ¿veldá? Donde se ahogó un gringo que tenía un jumo (borrachera) muy grande.

—Ésa misma —corroboré.

—O.K., yo le aviso a él. ¿No deseas hacer un pedido? Alguna cosita...

Después de colgar pasé a la habitación del Chino. El aposento penumbroso tenía enturbiado el aire por el humo del tabaco con un olor áspero al olfato. La vivienda se encontraba en un extraño silencio exceptuando los ladridos de Blas, mi perro Dovermann, insaciable en el comer, que echando por tierra los tópicos sobre las cualidades de esta raza, era cobarde, asustadizo, escatófago y muy ladrador.

—Ya he llamado a un médico para que venga a curarte. Es mejor que se traslade él. Dentro de un ratito estará aquí, así que tranquilo. Todo está bajo control. No te preocupes ni te aflijas, ya verás que pronto te sana —dije casi cuchicheando al oído del enfermo.

El Chino, un aficionado al arte de la interpretación, sobre todo al dramático, no desaprovechó la ocasión y mostró su pomposa vena artística al hilo de la situación. Solemne, afectado, tal como si se encontrara en espacioso escenario y no en el minúsculo e impuro cuarto, dijo trémulamente y como si le escociera el culo:

—Fran, aunque ni tú ni yo nos hemos tragado nunca, quiero que sepas que te agradezco lo que estas haciendo por nosotros —hablaba guturalmente, se detenía de vez en cuando haciendo mohines de dolor arrugando los labios y apretando los párpados— Me refiero a tu hospitalidad al permitirnos vivir aquí durante estos días —yo hice un gesto con la mano como para quitar importancia a lo que acababa de decir—. Déjame acabar, Fran. De verdad que lo agradezco. Y también quiero pedirte algo. Ojalá me entiendas. Uno nunca sabe lo que puede ocurrir en estos países tan atrasados. Si me internaran, o por un acaso... yo... muriera en estas tierras tan lejanas de nuestra patria, a causa de una gangrena... con gas, ¡porque mira cómo tengo las piernas! —retiró las sábanas y mostró sus heridas, que, a decir verdad, eran numerosas, profundas, con muy mal aspecto. Se le escapó un sollozo un tanto afeminado que desentonó la perorata—. No me fío de Tete, él va a lo suyo. Ya sabes qué clase de persona es: familiar por apellido pero extraño por actitud.

—Disculpa pero soy un poco lerdo. ¿Cuál es la misión que me encomiendas acometer? —pregunté con burla disimulada.

—Quiero que jures, aquí y ahora, que velarás por mi familia mientras estén en este país de mierda. Y que te encargues de todo lo del viaje de regreso si yo no puedo. ¿Me lo juras?

Lo juré y prometí varias veces para concluir de una vez con la representación, que ya resultaba tediosa por la extralimitación y abuso que hacía de su estado. Me levanté del lecho diciendo que dejara todo en mis manos. Mas, cuando ya iba a salir del cuarto volvió a llamarme —regresé.

—Fran, sobre todo, por si la cosa se pone fea..., yo no soy partidario de la incineración. Ah, ay —se retorcía en el lecho—, cómo me duele. ¡Ay Dios mío! —sollozó—. Me duele mucho Fran, mira cómo sangro, se me están poniendo moradas, cada vez estoy peor, creo que todavía tengo cristales dentro. Decía que si llegara ese trágico momento, te encargaras de todos los trámites consulares para la repatriación de mi cadáver. No quiero que me den sepultura en tierra extraña. Lo entiendes, ¿verdad? Quiero que mi última morada sea al lado de la tumba de los míos. Que me entierren con el reloj que me regaló Don Vicente Calderón. ¡Júramelo, Fran! Ay. ¡Júramelo!

—Te lo juro Chino, te lo juro.

Aproveché el comienzo de una lamentación incontenida regada por el llanto para salir en busca de su Paqui y que fuera ella a llevar el consuelo y compañía que tanto se agradecen en esos momentos tan angustiosos. La encontré rápido. En la mesa del comedor mudaba de pañales a Oscarín, su hijo. Cuando le referí de la dramática entrevista con su marido y de los encargos que éste me hizo, dijo:

—Pero no le hagas ni caso. Una vez, por equivocación, se tomó una de mis pastillas antibabi y tuvimos que visitar al médico para que le asegurara que esa confusión no le dejaría estéril. Es un hipocompriaco, o cómo se diga. En el fondo disfruta con todo esto por la manía ésa que tiene de actuar y de las escenas y todo eso. Y a mí, fuera del teatro, no me gustan las escenas. ¡Cojones, vaya vacaciones! Y encima el niño con cagalera. Le ha debido de sentar algo mal al pobrecito. Esta noche la ha pasado muy mal; más que por el arañazo, por el alcohol que le metió la gilipollas de mi hermana en el ojo. Se le ha puesto rojo, rojo igual que un tomate. No te creas tú que...

Ciertamente no era de color de rosa, hinchado, con la pupila turbia, legañoso. No me daba muy buena espina. La criatura sin embargo ahora no lloraba. Sonreía el angelito, mirando sólo por el ojo bueno porque el otro apenas conseguía abrirlo una rendijita.

—Ya verás cuando lo vea su padre —dijo Paqui disgustada—, que hoy no lo ha visto todavía. Con lo que quiere al niño. Se va a morir, pero de verdad.

—No desesperes, Paqui. El médico está a punto de llegar. Seguro que sana a los dos. Es un doctor muy competente, el más prestigioso de la zona. Atiende al mismo alcalde desde que salvara la vida al mejor de sus cerdos que estaba desahuciado por todos. Además dicen que también vale para hacer conjuros y que deshace el mal de ojo —traté de consolar, pero al ser mi cuñada de carácter suspicaz e irascible, sospechó que hacía sarcasmo a costa de la salud de su hijito, por lo del mal de ojo.

Tomó al niño en brazos y mirándome fijamente exclamó con grosera e insultante expresión de desprecio:

—¡Pues que te cure a ti el del culo, so asqueroso!

Mucho trabajo me costó aclarar este malentendido con Paqui. Cuando dejó de insultarme pude explicar que no era mi intención la de burlarme, sino, muy al contrario, la de dar aliento. Ella a su vez se disculpó por la airada reacción, achacándola a sus alterados nervios por la adversidad. Después fue al lado de su esposo y yo me acerqué al teléfono decidido a ejecutar la desagradable tarea de pedir dinero prestado a Bienve.

Marqué el número del Restaurante Hernán Cortés. Éste era el sitio donde él solía estar a esas horas. Le agradaba desayunar ahí.

—Restaurante Hernán Cortés, típico español. ¿Mesa para cuántos?

Era la gangosa voz del maître mameiano. Mano derecha del dueño mejicano.

—Buen día, Mauricio. ¿Cómo tú estás? ¿Se encuentra Don Bienve ahí?

—Sí está, Fran —dijo reconociéndome con celeridad, por ser yo habitual en la casa y sobre todo porque, cuando aún podía, era cliente de buenas propinas—. ¿Cuándo va usted a venir por aquí a comer su sopita de marisco?

—Pues más tarde de lo que yo quisiera, Mauricio.

—O.K., don Fran. Aguarde un instante.

Esperé un buen rato hasta que apareció la característica risita de Bienve.

—Je, je, je. Dime, Fran ¿Cómo estamos? ¿En qué puedo ayudarte? Je, je, je.

—En mucho —dije, y pasé a explicarle la situación.

Escuchó unos breves minutos durante los cuales pinté arrebatadoramente un cuadro bastante tétrico: familiares enfermos, discusión con el casero, resaca, malestar espiritual, envíos de España que no admiten demora, situación comprometida, honradez, solicitud de préstamo, garantía de devolución; lo más importante de un hombre: ¡su palabra!; plazo de devolución no mayor de quince días. Al concluir, aguardé angustiado la respuesta a mi demanda de auxilio.

—Querido y estimado Fran, ya sabes que soy hombre de pocas palabras —hablaba mucho sobre sí mismo engrandeciéndose y acentuándose, quizá por vivir una vida tan mediocre y sin sustancia— que me gusta llamar a las cosas por su nombre; que no me oculto de las responsabilidades; y que no doy la espalda a mis amigos, entre los que tú te encuentras. Si me lo permites y concisamente te contaré un suceso real vivido en mis propias carnes para escarmiento de mis bolsillos. Es el siguiente: no ha mucho tiempo, en Stuttgart, que como cualquier persona medianamente informada sabe que se hallaba en la antigua Alemania Occidental, hoy día ya una sola, unificada como debería de haber sido siempre, se me planteó una situación análoga. Un compatriota, emigrante de los de entonces a ese próspero país, me solicitaba ayuda. Una cuantía de marcos que ahora no viene a cuento mencionar. Pues bien, a pesar de las disparidades sociales y culturales entre este sujeto y yo... tú sabes que yo soy académico español, funcionario de alto nivel, comisionado del gobierno en algunos espinosos asuntos internacionales... mi trayectoria educacional... en fin más cosas, pero ya sabes... no me gusta alardear de ello. Él era un pobre diablo muerto de hambre, pero muy buena persona. Así... humilde, modesto. Bueno, el caso es que existía entre nosotros un gran afecto. Sí, ya sé, ilógico, pero éramos amigos. ¿Qué se le va a hacer? Pues bien, le presté el dinero para que inaugurara su negocio dentro del campo de la restauración. Le proporcioné el capital como te decía. Alquiló un lugar, con una arquitectura verdaderamente fascinante. Abovedado, ladrillo visto, vigas de madera, vitrales emplomados. Esto para que tú me entiendas, son los cristalitos de colores que instalan en las ventanas de las iglesias. En fin, una maravilla de ámbito. Mi amigo estableció allí su negocio con mi caudal. El Mesón del Mellao, así se llamaba. Especializado en patatas a la brava, boquerones en vinagre y muchísimos más platos de la rica gastronomía que disfrutamos en nuestro común país. No quiero ampliar pormenores porque ya sabes que soy hombre más bien parco en palabras, que lo mío es la acción. Voy al grano igual que siempre. El Mesón del Mellao fracasó. Sí, sí, fracasó. La estirpe germánica, tan loable en tantísimas cosas, en la culinaria no es precisamente gente que sintonice con el gusto ibérico del buen vino con cuerpo y alma, con los buenos asados, con esos guisos recios; el néctar de nuestros licores; por no hablar de los maravillosos embutidos que tenemos: ahí está el lomo ibérico, ese chorizo de Salamanca que quita el sentido, ¿Y ese pata negra?, ¡María Santísima!, qué ambrosía. Hasta sueño con él. No, esa gente, mucha cerveza, mucha carne hervida, mucha salchicha, etc. En fin, el Mesón del Mellao de Stuttgart cerró sus puertas. Mis últimas noticias son que ahora es una oficina de la Lufthansa, como deberías saber es una línea aérea alemana que también tiene destino en esta nuestra paradisíaca isla de acogida, transportando a esa multitud de alemanes a los que vemos pulular por nuestras alegres calles de Morúa.

Por tanto y para concluir: me quedé sin perras y sin amigo. El sinvergüenza regresó a su miserable aldea. No me preguntes dónde estaba porque no lo sé. Creo que andaba por Jaén. No te enfades, Fran. Prefiero que entre tú y yo siga existiendo esta desinteresada camaradería, sin intereses crematísticos por medio, que al final acaban desmenuzando como termita el madero de la amistad.

Bueno, y hablando de otra cosa, ¿cómo está mi gallinita? Je, je, je. Seguro que está enfadada conmigo porque ya hace varios días que no voy a visitarla. Je, je, je. El caso es que tengo a la «mora» muy pendiente de mí desde aquel malentendido con aquella señorita, tú ya sabes a qué me refiero.

—¿Cuándo casi te arrea un paraguazo? —pregunté con muy mala intención.

—¡No, por Dios! Ya viste, porque tú te encontrabas presente, que con un acelerado movimiento felino inmovilicé el paraguas que Soraya procuraba emplear de modo contundente. Si por un no sé qué me descuido y me golpea con él... estoy seguro que no habría fuerza ni razón que me atara, y que sin poder evitarlo y faltando a mi juramento de karateca, tú sabes que soy experto en artes marciales, habría hecho algo de lo que tendría que arrepentirme todo lo que me queda de vida. Soy cinturón negro octavo Dan y mis golpes hieren seriamente cuando no matan. Si no, que se lo pregunten al negro al que le di el otro día. Que voy a comprarles una palmera a cada uno para que se suban. Je, je, je...

—Excúsame, Bienve, pero mi mujer ha salido y estoy oliendo a quemado. Creo que se me está achicharrando el cocido —dije tratando de zafarme.

—¡Hombre, el célebre cocido madrileño! Yo los hacía en Oxford. Se chupaban los dedos mis colegas estudiantes con...

—Nos vemos, Bienve. Bay. A ver si nos tomamos una cerveza. Bay —colgué echando unas maldiciones al pedantón que no consiguieron aliviar la frustración.

El problema seguía sin solución. Sólo existía un camino: Jordi.

Como es fácil suponer por el nombre, era catalán. Alto, enjuto, de color cetrino por ser de carácter adusto y bilioso, de pelo crespo, con un mostacho de proporciones excesivas. Tenía aspecto de meridional a pesar de su origen. Cargado de espaldas. Unos cuarenta y cinco años. Casado en segundas nupcias por parte de su mujer, Nuria. Con tres hijos. Dos fruto de su matrimonio actual y el otro del anterior de la mujer. Ella también nació en Cataluña, aunque transcurrieron los primeros años de su vida y mocedad en la República Mameiana. Altísima, de más estatura que su compañero. Delgada también. Rumbosa. Gustaba de vestir prendas amplias, vaporosas y de colorido subido. Una larga melena ondulada de color bermejo caía en cascada por su espalda. Dueña de una gran nariz que no desentonaba en su semblante, que como todo en ella excedía de lo común y regular. Parlanchina, mal hablada, con un profuso repertorio de palabrotas en varias lenguas. Entusiasta ciega de las ciencias ocultas. Con inspiración fogosa y arrebatada de fanática, echaba las cartas a los amigos por puro deleite, nunca cobró a nadie por sus vaticinios. Con fama y prestigio por su sagacidad y aciertos en la mayoría de sus predicciones. Pronósticos caprichosos y fuera de tono con la vida del consultante acaecieron, dotándola de esa reputación de bruja precisa y estrambótica, porque en algunas sesiones se vestía de gitana, bebía ron en demasía, fumaba puros y daba dentelladas a cogollos de lechugas sin aliño.

Eran una pareja con disparidades de alto contraste: el uno reflexivo, trascendente, la otra extravertida, impulsiva; una el exceso, el otro la discreción; él la abnegación, ella el capricho...

Su hija Lelín, las más pequeñita de la familia, era clarividente. Con percepción extraordinaria de fenómenos fuera del alcance de los sentidos. La madre relataba cómo vio con sus propios ojos a la niña mover objetos con la energía de la mente.

Siendo reacio a estos temas, he de manifestar que algunas de las miradas de la criatura me hacían temblar de miedo, y en algunas ocasiones advertí una transparencia especial en su cuerpecito, como si una luz opalina que emergiera de sus adentros hacia el exterior le hiciera aparecer ingrávida, sobrenatural. Aunque seguramente yo apreciara estas cosas por la influencia que en mi ánimo causaban las aficiones de su madre. De todos modos procuraba no quedarme nunca a solas con ella.

Poco común este conjunto familiar, aunque no por ello mala gente.

Implacablemente rigurosos y exigentes con el personal de trabajo en su hotel, el llamado Montserrat, pequeño, bonito y limpio, con veintiocho habitaciones dividido en dos edificaciones con catorce en cada una. Además contaban en sus instalaciones con un restaurante-cafetería: el Costa Brava.

El nivel demandado por Jordi a estas gentes, sabiendo que entre las numerosísimas virtudes de los catalanes se encuentran la seriedad y laboriosidad, era muy alto para el personal mameiano, de carácter muy diferente, de costumbres más relajadas, menos responsables, poco dados a cualquier esfuerzo que no se realizara para la obtención de algún placer inmediato. Los dueños se esmeraban con especial interés porque su clientela se componía principalmente de las tripulaciones de las líneas aéreas de vuelos chárter que viajaban desde España. Personas con necesidades y exigencias muy diferentes a las de los turistas por razón de su trabajo. Así, al pobre Jordi le pedían fabada hartos de menús extranjeros, o que acompañara a una azafata a misa. Una aguja o leche asturiana. Que si había recibido un fax. ¿Dónde comprar una mecedora de caoba modelo María Teresa? Le obligaban a acompañarlos a realizar gestiones a la capital, a jugar al mus, le tiraban a la piscina, celebraban su cumpleaños, etc., etc. Con todo esto el hombre, que anteriormente disfrutaba de una plácida calma por ser de costumbres reposadas, padecía, se malhumoraba y se descomponía. Este misántropo deseaba seguir disfrutando de las delicias y placeres que brindaba esta maravillosa isla como hacía antes, cuando era propietario de un pequeño negocio playero y se pasaba el día recostado en una palmera leyendo filosofía. Bucear en su mundo interior apartado del compromiso social y los antojos de alguna azafata histérica o malencarada. Disfrutar de sus hijos, de su mujer. Amigo del viaje, ir de un lado a otro buscando esos lugares deshabitados a los que no llegaban los ruidosos enjambres de turistas.

Ahora todos los días de la semana los agotaba en el hotel que a Nuria le dijeron las cartas que debía edificar, penando el pobre por llevar una vida tan agitada y prosaica.

Sin embargo hay que reconocer que también tenían sus ventajas. Disfrutaban del prestigioso deporte del golf cuando acompañaban a algún piloto. A Nuria le aplicaba masajes diariamente un esbelto profesional en esta materia. Bañarse y retozar alegremente en la fantástica piscina. Dieta variada en el restaurante, elegir a la carta. Leer la prensa española que casi a diario le traían las tripulaciones, etc., etc.

Estas personas eran las únicas en el mundo que podrían ayudarme en ese momento. Por eso inmediatamente después de que Bienve se desentendiera de mi petición, me desplacé hasta el Hotel Montserrat con la intención de solicitarle el préstamo a Jordi. No en vano yo anteriormente también le hice préstamos. No de la suma que le pensaba pedir pero le demostré que se podía contar conmigo en los malos tiempos, cuando tenía el hotel vacío y era temporada baja. Entré mientras pensaba esto dándome ánimos.

—¿Está Jordi? —pregunté a la recepcionista.

—Buen día, Don Fran. ¡Cuánto tiempo! Gusto de verlo. ¿Qué tal está? ¿Y la familia?

—Muy bien, Belkis. ¿Y usted qué tal está?

—Ya usted ve...

Belkis era una joven delgada, extremadamente delgada. De piel clara. Cuello largo. Muy maquillada. Con una afición excesiva a Camilo Sesto. Era tal el placer que le producía escuchar las canciones de este exitoso cantante español, otrora famoso y en la actualidad en las redes del olvido, que sonaban por los altavoces las canciones de éste una y otra vez molestando sobremanera a la distinguida y trabajadora clientela, que llegaron en ocasiones hasta el insulto hacia la recepcionista y al cándido e inocente Camilo Sesto. La reacción se comprende cuando se ha escuchado trece veces seguidas la misma composición a un volumen excesivo para el tímpano.

Belkis atendía las solicitudes, demandas, ruegos, súplicas e insultos para que variara el repertorio, siempre con una tímida sonrisa y su carácter flemático, lo que me hacía pensar que, aunque de madre mameiana, la claridad de piel acaso la heredara de un padre de la Gran Bretaña. Efectivamente cambiaba la música o apagaba el aparato para al cabo de cinco o diez minutos comenzar otra vez con el obsesivo repertorio.

En ese momento sonaba «Algo de mí».

—¿Está Jordi? —volví a preguntar.

—Mírelo. Por allí llega —dijo señalando a través de una de las ventanas de la recepción.

Entró y al verme hizo un gesto con las cejas a modo de saludo. Yo correspondí de igual manera.

—¡Belkis! Apague ahora mismo el casete de Camilo Sesto —dijo mirándola fijamente a los ojos y en un tono que no admitía réplica.

—Y si no, ponga otra cosa, ¡collons!

Acató la orden la fanática admiradora del loable artista, pero, supongo que con ánimo de revancha, insertó en el aparato la casete «Antología de Jotas Aragonesas de Siempre», algo no demasiado adecuado a ese ambiente tropical tan alejado del Pilar. A pesar de todo pude observar en la cara de Jordi y en la de sus clientes que merodeaban por la piscina y cafetería, gestos de verdadero alivio.

—Acompáñame, Fran —dijo Jordi mientras salía apresurado.

Hube de seguirle por todo el hotel de un lado para otro como testigo mudo mientras hacía indicaciones, atendía a los clientes y controlaba aparatos.

—¡Será desgraciao! Mira cómo me tiene la piscina este tío. Es que no puedo con ellos. No la ha limpiado el pendejo.

—¿Cuántos despidos llevas este mes? —pregunté.

—Pues unos... quince. Y eso que estamos a mediados.

En su cara apareció un gesto de fastidio. Dio voces a uno haciéndole ademanes para que se acercara.

—¡Angelito! ¡Angelitoooo!

Las señas eran para el jardinero, que a pesar del apodo era un hombre perversamente aficionado al ron, temido por sus compañeros a causa de su carácter irritable y violento.

—¡Ya me llego! —se oyó a lo lejos la respuesta.

—A éste le despido, pero ¡ya! —se dijo para sí Jordi.

—¿Qué se le ofrece? —llegó Angelito jadeante a causa de la corta carrera, pues era un cristiano ya mayor, y tantos años de ron le pasaban factura.

—Mire la piscina —hizo un gesto enérgico de cabeza el patrón para señalarla.

El jardinero la miró con mucha atención frunciendo el ceño y arrugando los labios.

—¿Qué le parece, Angelito?

—¿Y qué me ha de parecel? La depuradora no trabajaba, por eso no la limpié esta mañana y está así de hojas y de polquerías.

—Y si usted nota que no funciona, ¿por qué no me avisa para que yo llame y vengan a repararla?

—Polque a mí me dicen que la limpie y yo lo hago. A mí nadie me dice que arregle la depuradora del diablo.

—Angelito —dijo agriamente Jordi manteniendo malamente la calma, mientras parpadeaba repetidamente—. Nadie le dice que la tenga que arreglar usted. Le digo que me avise cuando se estropee algo y usted lo vea para que vengan a arreglarlo. ¿O.K.?

—¡O.K.! Pero no me se ponga guapo patrón. Que la gente hablando se entiende. Si usted quiere se la arreglo yo, que sé de lo que es. Es del breik...

—Valla. ¡Vállase! Siga con su trabajo —le ordenó con desprecio.

Diciendo algo por lo bajo, se marchó Angelito rascándose la entrepierna. Nosotros continuamos la ronda.

Cansado de guardar silencio durante tanto tiempo, me arranqué con decisión. Aparentando preocupación, con tristeza verdadera dije:

—Quiero que hablemos de un asunto del que pende mi reputación y que amenaza la tranquilidad de mi familia —expresé con gravedad mientras intentaba mantenerme a su paso—. Me tiene bastante preocupado. No quisiera alarmarte pero te diré que incluso mi vida corre algún riesgo.

—Dime, dime. ¡Fíjate cómo tengo la piscina! En cuanto lleguen éstos a bañarse ya la tengo liada otra vez: que si la piscina está sucia; que por qué no la limpiamos. Tú fíjate, Fran: el otro día me dice una bestia de éstas, que el agua de la piscina estaba muy caliente, igualito que si fueran babas, dijo; que deberíamos echar hielo que algo la refrescaría. ¿Tú te crees? ¡Vamos collons! ¡Hielo! —me miró con las palmas de la mano hacia arriba y la boca abierta.

—Hay que tener mucha paciencia con negocios de éstos...

A partir de ese momento le narré parte de mis problemas. Familiares enfermos, discusión con el casero, resaca, malestar espiritual, envíos de España que no admiten demora, situación comprometida, honradez, solicitud de préstamo, garantía de devolución; lo más importante de un hombre: ¡su palabra! Plazo de devolución...

Llegamos a la cocina tras numerosas interrupciones en mi exposición y de mucho caminar bajo el sol de un sitio para otro hablando a su espalda. Mientras cataba el menú del día quiso saber cuándo le devolvería el préstamo.

—Quince días —inmediatamente respondí sorprendido y esperanzado, pues tenía la sensación de estar dando música a un sordo.

—O.K. Vamos a la oficina y te extiendo un cheque.

No podía creerlo. Jordi me lo prestaba todito. Yo le seguía otra vez, pero ahora al ser felizmente complacido, hasta me parecía que era otro hombre más garboso y bueno de lo que yo pensaba.

Puso la cantidad y lo firmó. Después lo arrojó sobre una mesa.

—Pon el nombre que tú quieras —dijo mientras tapaba su pluma—. Y tienes que devolvérmelo en el plazo que has dicho. Nos vamos a instalar en una nueva casa y necesito parte del dinero para pagar la fianza. Espero que no me defraudes, Fran.

—Me has quitado mil canas. Te estoy muy agradecido. No te preocupes que no te fallaré. Gracias, Jordi.

—Nada, nada. Tú también me ayudaste y sé cómo se agradece esto en un sitio tan insolidario como es Morúa. Y ahora si me excusas... tengo que seguir con lo mío.

—¡Claro, claro! Dile a Nuria que hasta ahora todo se desarrolla tal y como las cartas predijeron. Que todos los negocios me están saliendo desastrosos, según ella vaticinó acertadamente.

—¡Pero no hagas caso de esas estupideces! Nuria es estupenda, pero está como una cabra. Al cocinero le ha augurado que se va a casar en Dinamarca con un hombre, desde entonces la cocina es un desastre cuando antes todo funcionaba de maravilla. Nos volverá locos a todos. Bay, Fran.

Salió de la oficina. Belkis cortó los cantos gregorianos y volvió a reinar Camilo Sesto en el Hotel Montserrat.

Regresé con alegría y con el cheque a casa. Entregándoselo a mi adorable mujercita le hice el encargo de cobrarlo inmediatamente al tiempo que descolgaba el teléfono para llamar a la oficina. Altagracia me informó que el Flaquito había regresado para interesarse por el dinero, diciendo que volvería más tarde. Pregunté si alguien más había reclamado otra entrega. Ella respondió que aparte del Flaquito sólo había entrado en el despacho el pobre al que de vez en cuando yo daba algunos pesos y que no creía ella que le mandara nadie dinero de España a ese apestoso que hedía desde lejos. No sé por qué tendría tanta ojeriza al pobre pedigüeño. Ordené que cuando regresara el Flaquito le preguntara dónde deseaba que hiciéramos la entrega, pues todo estaba conforme. Que la haríamos en la tarde.

Más relajado al resolver la difícil situación, reflexioné acerca de los envíos. Las quinientas mil, no cabía duda, eran del adefesio. El depositante hizo el ingreso a su nombre. Pero, ¿y las ochocientas mil? No tenía otra entrada pendiente y por más que discurría no podía encontrarles destinatario. Aburrido me despreocupé por el momento del asunto. Supuse que tarde o temprano las reclamaría su dueño. Yo tenía la tranquilidad de saber que disponía del dinero para su entrega.

Teniendo la situación controlada y unas horas por delante me marché en busca de la moto.

Cerré la cancela de la casa y me detuve durante unos momentos para escuchar los afligidos quejidos del Chino saliendo por la ventana de su habitación. También las altas voces desentonadas que proferían mi cuñada y mi suegra en el jardín enfrentadas en un lance de cartas. Mi mamá política hacía trampas sin escrúpulos para ganar cualquier juego en que participara. Se valía de las más bajas artimañas, incluso con su familia. Comencé a caminar despacio, remontaba la empinada cuesta experimentando a cada paso una sensación de libertad despreocupada cada vez más grande. Agradablemente solo por las calles, como un turista más, disfrutando de las miradas y gestos con propósitos deshonestos que dirigían hacia mí algunas prostitutas desde sus balcones, llegué a la carretera y tras unos minutos de espera se detuvo junto a mí un concho repleto de humanidad sudorosa, irritada y comprimida. A esas horas el calor sofocaba gallinas. Me consolé pensando que en esta ocasión el trayecto sería corto, por lo que me ahorré las quejas a pesar de llevar un pie en suspensión, el codo de un negro en los riñones y colocado sobre mis piernas un gallo desplumado igual que los de pelea. Para mi desconsuelo cuando llevábamos unos minutos de marcha el vehículo se detuvo.

—¿Qué pasó? —preguntó visiblemente molesto un anciano menudo.

—La gasolina. Ello ya no hay —respondió el conductor impávidamente.

—¿Pero cómo va a sel? ¡Cónchole! ¡Diaaaablo! —dijo una señorita muy arreglada.

Yo no entendía muy bien esta situación, porque unos kilómetros atrás paró en una gasolinera y cambió un billete de cien pesos para disponer de moneda pequeña en el cambio a los pasajeros. No se le ocurrió entonces tener la precaución de echar combustible al tanque, cosa que le recriminaban con justo encono mis seis compañeros de viaje. Él se desentendía y de muy mala forma respondió que no funcionaba el indicador de llenado del depósito. Era cierto, en realidad no le funcionaba ningún indicador del cuadro.

Para colmo el día se tornó nublado. Mientras el gallo picoteaba en mi entrepierna y se insultaban, empezaron a caer unos grandes goterones que al estrellarse contra el suelo levantaban un polvo breve de la tierra seca. Primero lentamente, poco a poco sonando como golpes en un tambor infantil, la lluvia pasó en un momento, ya sin mesura, a un chaparrón abierto.

A pesar de vivir esta circunstancia, y para demostrarme que era hombre sereno, intentaba obviar el merengue que salía estruendoso por el altavoz situado justo detrás de mi oreja derecha, a toda la potencia que daba el destartalado radiorreceptor del coche, además con numerosas y espeluznantes interferencias, debido a que la antena era un oxidado hierro retorcido que no facilitaba una favorable recepción.

—Por favol caballero, tenga usted la amabilidad de bajal un chin la ventana —me solicitó educadamente el señor mayor, famélico y arrugado, con síntomas de angustia.

—Discúlpeme señor, pero si la bajo me voy a mojar, porque está lloviendo mucho —dije.

El anciano no pudo oir mi respuesta a causa de la edad y de la música. Entonces por gestos le hice entender que el agua se introduciría mojándonos. Él se desentendió a media explicación gestual.

Apaciguado el disturbio y vuelta la paz y concordia el conductor encargó a un motoconcho (igual que el concho pero en moto) que nos acercara el combustible. Para eso entregó un envase que extrajo de debajo del asiento, una botella de Coca-Cola de las grandes y de plástico.

Retumbaba la carrocería del vehículo con el merengue: «ay qué chula te queda la fardita. Ay que chula te queda mamasita». Pensé en la cara que pondría cualquiera de los conocidos en mi país si pudiera verme allí en medio del campo, bajo una lluvia de esa magnitud, aplastado, comprimido por negros y mulatos, con un gallo encima picoteándome, y el merengue a toda potencia que ahora decía: «Y esa fardita que tú te pones, a mí me encanta no te pongas pantalones». El agua penetraba por las juntas de las puertas descuadradas.

En la espera, el anciano se dirigió de nuevo a mí más acuciado.

—Excúseme. Déjeme salil. Voy hacel una diligencia.

No comprendía qué diligencia podría hacer el viejo en campo abierto bajo semejante aguacero. Lo comprendí cuando le vi desatarse la soga que le servía de cinto, bajarse los pantalones detrás de unas cañas y ponerse en posición característica de persona que va a obrar. Miré hacia otra parte pues esa visión no es grata para casi ningún criterio estético.

Transcurridos unos veinte minutos, todos ellos deleitados con la alegre música y los anuncios publicitarios, cuando ya no sentía mis piernas y empezaba a sucumbir al sofocón, apareció el motoconcho con la botella repleta de gasolina, dándome ánimos su llegada para poder soportar un rato más el tormento.

El chófer inmediatamente la echó en el depósito e iniciamos la marcha alegremente con un ligero tufo, no sé bien a qué.

—Párese aquí —ordené cuando estábamos más o menos a la altura donde el día anterior dejé la moto. Salí con muchísima dificultad por la ventanilla trasera derecha, ya que no hubo manera de abrir la puerta. Al hacerlo propiné una patadita sin mala intención, en el rostro del afable viejecito. El sujeto, yo creo que a causa de las contrariedades de tan desagradable viaje, inició una retahíla de maldiciones contra mi persona. Observé cómo se alejaba renqueante el Toyota. Mientras aún oía al vejestorio, reflexioné sobre el portento de la mecánica japonesa.

Continuaba lloviendo. Puesto que era inútil el intento no hice nada para evitar mojarme. No descubrí refugio alguno en el cañaveral donde poder guarecerme. Caminé entonces tranquilamente por el barrizal, evadiendo con arte los grandes charcos, dirigiéndome hacia donde estaba la moto, o donde debería estar; porque, allí, «ella ya no hay».

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Fecha de publicaciónJunio 1997
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