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Pequeño accidente

Javier Martín
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Un hom­bre besa a su es­po­sa ante la puer­ta de su piso y al punto se sabe afor­tu­na­do por haber co­no­ci­do a aque­lla mujer —su mujer desde hace ape­nas un año— que se le cuel­ga del cue­llo y no deja de be­sar­le y a la que tiene que apar­tar con una mano blan­da y su­su­rrar­le se me hace tarde se­ña­lan­do el reloj en la mu­ñe­ca. Luego des­cien­de sa­tis­fe­cho las es­ca­le­ras, se abo­to­na la ga­bar­di­na dis­traí­da­men­te y sale a la calle. Bajo el cielo en­ca­po­ta­do ca­mi­na evi­tan­do los char­cos hacia la boca del metro y ya en­ton­ces sos­pe­cha que algo no anda bien por­que le cues­ta avan­zar, como si la ga­bar­di­na le vi­nie­ra gran­de, y al mismo tiem­po sien­te una in­só­li­ta ten­sión en el cue­llo y en los hom­bros, como si la ga­bar­di­na le vi­nie­se pe­que­ña. Mien­tras cruza la calle de­sier­ta palpa con ambas manos la tela tersa de la ga­bar­di­na a la al­tu­ra del pecho, se diría que para cer­cio­rar­se de que su cuer­po sigue allí, o de que no ha ol­vi­da­do de nuevo la car­te­ra en la otra ame­ri­ca­na. Como anda más pen­dien­te de sus manos ras­trean­do la ga­bar­di­na que de la calle, acaba tro­pe­zan­do en el bor­di­llo de la acera y du­ran­te unos ins­tan­tes pier­de el equi­li­brio, se tam­ba­lea, hasta que por fin apoya una mano va­ci­lan­te en el cris­tal de un es­ca­pa­ra­te y, vol­vién­do­se, mira en­fu­re­ci­do al es­ca­lón, como re­ga­ñán­do­lo por ha­ber­le gas­ta­do una broma. De­vuel­ve luego la vista al es­ca­pa­ra­te y ve su mano justo en­ci­ma de aque­lla otra mano y su ros­tro que le mira desde el cris­tal: la tez mo­re­na, los ojos cla­ros, la nariz aqui­li­na, el bi­go­te negro y es­pe­so, los la­bios car­no­sos, la man­dí­bu­la am­plia, el men­tón par­ti­do. Se sien­te atrac­ti­vo, de modo que son­ríe com­pla­ci­do y se atusa el bi­go­te y el re­fle­jo le son­ríe y se atusa el bi­go­te. Des­pués da un paso atrás en busca de una pers­pec­ti­va más cabal desde la que pro­se­guir su au­to­es­cru­ti­nio, pero de in­me­dia­to la son­ri­sa se le queda muer­ta en la boca al des­cu­brir el mal as­pec­to de su ga­bar­di­na: el hom­bro más alto que el otro, el cue­llo tor­ci­do, los fal­do­nes es­ca­lo­na­dos y —la causa de todo— los bo­to­nes co­rri­dos un sitio.

Se ha lle­va­do una mano a la fren­te y ha pen­sa­do: abro­char­se los bo­to­nes co­rri­dos es como tar­ta­mu­dear o como el tro­pie­zo de antes. Todo es em­pe­zar mal. Un tras­tra­bar­se de la len­gua y el pri­mer tro­pie­zo lleva al si­guien­te y no hay forma de co­rre­gir el error sin des­an­dar lo an­da­do, botón a botón. Se mira per­ple­jo el botón suel­to, abajo, tan solo, tan ale­ja­do del ojal libre, cerca del cue­llo. Y por un mo­men­to se queda pen­sa­ti­vo atu­sán­do­se el bi­go­te me­cá­ni­ca­men­te. A fuer­za de ma­no­sear­lo, una pre­gun­ta se des­pren­de del bi­go­te y se le queda ad­he­ri­da a los dedos.

¿Qué ha­bría su­ce­di­do si no hu­bie­ra co­no­ci­do a su es­po­sa y, equi­vo­cán­do­se de ojal, se hu­bie­se ca­sa­do con otra o ni si­quie­ra se hu­bie­se ca­sa­do, como el botón que ha que­da­do suel­to? Todo sería ahora dis­tin­to: su es­po­sa sería otra, su vida sería otra vida, el mundo sería otro mundo.

Pero no tarda en asal­tar­le la duda: su elec­ción, ¿había sido de ver­dad la acer­ta­da? Por­que ahora está con­ven­ci­do de que es jus­ta­men­te su es­po­sa el ojal equi­vo­ca­do y de que él ha an­da­do mal abo­to­na­do toda la vida. El hom­bre tuer­ce el gesto, sien­te como si el error le hu­bie­se pues­to sobre aviso y sus dedos son un afa­nar­se en des­abro­char­se-abro­char­se bo­to­nes, en bo­rrar cuan­to antes todo ras­tro del pe­que­ño ac­ci­den­te, por­que de pron­to tiene la cer­te­za de que un es­tor­nu­do puede cam­biar­lo todo, de que tras un leve tar­ta­mu­deo las cosas que­dan trans­mu­ta­das irre­me­dia­ble­men­te, de que nada ga­ran­ti­za que el ins­tan­te que viene se pa­re­ce­rá al de ahora mismo, de que los ár­bo­les po­drían ser pei­nes y los pei­nes océa­nos y los océa­nos au­to­bu­ses y los au­to­bu­ses po­drían ser gatos, de que del pe­que­ño ac­ci­den­te ya han par­ti­do in­fi­ni­tas con­se­cuen­cias, hu­yen­do a la des­ban­da­da. En ese mo­men­to re­cuer­da a su es­po­sa be­sán­do­le ante la puer­ta del piso y tiene un pre­sen­ti­mien­to. Corre de vuel­ta hacia su casa y trata de abrir la puer­ta de la calle cre­yen­do que to­da­vía es un hom­bre, pero ya no al­can­za a la ce­rra­du­ra. Ho­rro­ri­za­do, se pre­gun­ta qué ha sido de su tez mo­re­na, sus ojos cla­ros, su nariz aqui­li­na, su bi­go­te negro y es­pe­so, sus la­bios car­no­sos, su man­dí­bu­la am­plia y el men­tón par­ti­do. Va a mi­rar­se las manos cuan­do un mau­lli­do ra­bio­so y agu­dí­si­mo se le mete en el cuer­po como un es­ca­lo­frío, y sin em­bar­go no se vuel­ve sino que se queda tem­blan­do, la vista en ese suelo tan ines­pe­ra­da­men­te pró­xi­mo, ima­gi­nan­do la es­ce­na a sus es­pal­das: el gato car­ga­do de via­je­ros que se en­ca­ra­ma a un peine em­bra­ve­ci­do para que un au­to­bús lleno de peces de co­lo­res no le pise la cola. Em­bar­ga­do por los re­mor­di­mien­tos, cie­rra los ojos y alza len­ta­men­te la ca­be­ci­ta pri­me­ro y luego las manos, que as­cien­den tré­mu­las hasta la al­tu­ra de la cara. Tal vez, si no hu­bie­ra en­ga­ña­do a su mujer en aque­lla oca­sión...

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Copyright ©Javier Martín, 1996
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Fecha de publicaciónMayo 1996
Colección RSSFabulaciones
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