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Víctimas

Javier Martín
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Es un por qué lo hiciste y un debiste decírmelo antes. Luego viene ese despectivo siempre haces lo mismo que acaba con una mirada de no tienes remedio. Yo entonces no sé qué decir. Nunca sé qué decir cuando me mira con su mirada de no tienes remedio. Al menos en el primer momento. Porque después de repasar los hechos estoy a punto de murmurar un no hay para tanto, pero enseguida me doy cuenta de que va a ser peor y en su lugar me encojo de hombros y digo ese resignado perdona, no sabía que te lo ibas a tomar así que tanto detesto porque no es sincero. Porque, en realidad, estoy pensando en su enfado sin motivo, en su de todo hacer una montaña.

Lo que más me irrita es su cara de sorpresa, su cara de ni siquiera se me había pasado por la cabeza y luego ese encogimiento de hombros de qué se le va a hacer. Como si bastase un qué se le va a hacer para zanjar la cuestión. En el fondo sé que finge, que tras ese darme la razón se oculta uno de sus insidiosos no hay para tanto. Siempre tiene alguno a mano. Yo me lo siento posado detrás de la oreja, ese no hay para tanto que solapadamente me susurra que exagero, que me insinúa que me da la razón pero que no la tengo. Lo reconozco: eso me pone frenética y entonces adopto inevitablemente una actitud de esto no puede quedar así.

La noto enseguida: esa vaga sensación, ese regusto de no hay para tanto que me viene cada vez que discuto con ella. Pero en lugar de reprocharle su sacar las cosas de quicio trato de hacer las paces. En vano. La siento henchirse de razones y entonces es un tomar carrerilla y golpearme con su sonajero de por qué sí y por qué no y acaso yo. Al final no aguanto más: se acaba mi cruzarme de brazos y le recuerdo que. Y es en ese instante cuando me clava su ira, sus ojos de es el colmo.

Se ha atrevido a sugerir que la otra vez yo. Como si. Y él en cambio. Merece el desdén de mi faltaría más y de mi además qué importa. Él entonces lanza un ofendido no es cierto que no niega nada sino que lo confirma todo. Así se lo hago saber y él me ofrece a cambio el asombro de su pero cómo y su cara de no haber roto jamás un plato. Yo le golpeo sin piedad con un como lo oyes, pero él rápidamente se escuda en ese altanero no fastidies con el que me da la espalda, con el que degrada mis palabras. Luego yo exploto en un a mí con ésas y le plantifico mi por qué, vamos, dime por qué si te atreves.

Se ha defendido con un o sea que yo soy la culpable de todo y entonces es un rodar cuesta abajo de yo no he dicho que y fuiste tú quien y porque pensaba que tú. Y después me sale con ese por qué que se queda en el aire, cruzado de brazos, y ella midiendo la espera con el movimiento del pie, puesta esa mirada impertinente de vamos di algo, que me entran ganas de acabar de una vez por todas y espetarle un porque lo digo yo caray.

Pero en ese momento la veo llevarse un dedo a la boca en señal de no lo digas. Y de pronto es como si los dos hubiésemos traspasado una frontera, como si ahora nos viésemos desde el otro lado del espejo. Asistimos incrédulos al espectáculo de nuestra propia discusión y descubrimos por fin que es el lenguaje quien arma por nosotros las frases. En sus ojos veo reflejado el interrogante de mis ojos cuando me acerca su boca de dame un beso. Yo llevo mi mano a su cintura y nos anudamos en un abrazo de te he añorado tanto y creo que los dos estamos llorando lágrimas de había olvidado cuánto te quiero y luego nos despojamos del lenguaje, que queda esparcido a los pies de la cama, y hacemos el amor como nunca.

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Copyright ©Javier Martín, 1996
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Fecha de publicaciónFebrero 1996
Colección RSSLas excepciones cotidianas
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