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Las cuatro muertes de Julio

Bruno Soreno
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Observó su propio rostro en el agua. De pronto, vio gran temor asomarse a ese rostro. Eso fue lo último que vió.
Milan Kundera, La vida está en otra parte

«Son pocos los hombres en el mundo que pueden darse el lujo de saber su muerte inminente y esperarla, mirándola a los ojos, sin miedo, hasta con cierta prisa y en un aire un poco festivo.»

Esto pensaba Julio, mientras alguien (Pedro, Manuel, quizás la misma Sarah) le encendía el último cigarrillo de su vida. El alguien, a estas bajuras del partido, realmente no importaba. Ya estaba allí, en su última cama, a donde lo habían enviado sabrá Dios cuántos miles de cigarrillos idénticos a éste, y el médico que no, que terminantemente más ninguno, que sería mortal (¿!), pero ahora, cuando las manecillas del reloj ya acariciaban las doce, al carajo el doctor y su madre para que lo acompañe. Allí estaban todos sus compañeros, sus colegas, allí estaba Sarah, su amante, y el ambiente era como de festividad reprimida, de irreverencia. Allí la muerte, la invitada que todos estaban esperando en esta fiesta, no era respetada.

—Oye, Julio, ¿cómo te sientes, esperando a la muerte en calzoncillos?

—Creo, Manuel, que cuando llegue, me voy a propasar con ella, a ver qué pasa, pues no sé dónde leí que la muerte es tan puta como su hermana.

—Hey, espera un segundo. Si todavía tienes fuerzas, propásate conmigo —dijo Sarah, tomándole la mano y poniéndola en su seno, para que la palpara. Sus ojos estaban húmedos, pero sonreía. Julio le devolvió la sonrisa con otra, genuina, porque ésta era la muerte que él quería. Una muerte sin pena, sin mares de llanto, porque estos dos ingredientes, en esta fiesta, eran innecesarios. No había razón para llorar, porque Julio sabía que había burlado su muerte. Julio se sabía inmortal, pues él, su verdadera y real existencia (no aquel modesto e innecesario simulacro llamado cuerpo) estaba a salvo, más allá de las contingencias de lo de acá, en un lugar donde la puta, por más que lo intentara, nunca lograría alcanzarlo. Sus libros, la materia de la que Julio construyó su existencia, seguirían allí, después de él, conteniéndolo, haciéndolo existir en cada momento en que alguien, en algún lugar del mundo, acariciara con los ojos sus páginas. Julio sabía que iba a sentir esas deliciosas caricias, más intensas que las de Sarah, para siempre, y que su cara invisible siempre llevaría una sonrisa en los labios.

De veras, no había nada que temer. Él no se iba a ningún lado. Seguiría existiendo en sus libros, aquéllos que una vez fueron sus hijos, y que ahora lo contendrían en sí mismos y le darían a luz en un parto continuo cada vez que fueran leídos, en cada momento de aquella tarea interminable de fascinación que es la lectura. Viviría, ya no en un cuerpo (eso era para los mezquinos), sino en miles de cuerpos, en miles de ojos que se lo tragarían en un acto no muy distinto al amor.

Su inmortalidad no sería, sin embargo, la inmortalidad de Aquileo, la de la fama vana y pomposa, o el monumento indestructible (él nunca fue hombre de glorias, siempre se consideró un hombre sencillo) sino un respeto, una comedida pero constante admiración intelectual, y más que nada una actividad interminable de comprensión, de interpretación infinita, de parte de aquéllos a quienes él mismo respetaba y admiraba: sus lectores. Gente que igual que él, amaba los libros, los buenos libros, y harían de sus libros, en el acto de leerlos y de interpretarlos en posibilidades inagotables, génesis de otros libros, de estudios, críticas, comparaciones, colecciones, antologías, en fin, que su inmortalidad y, más que eso, su inconmensurabilidad, estaba asegurada. Ahora comprendía que el acto de leer era un acto sagrado, que implicaba participar en la actividad de mantener, de construir, página a página, letra a letra, la inmortalidad de los únicos verdaderamente inmortales, los poetas.

Allí estaban sus compañeros, sus iguales, algunos de ellos escritores como él, otros, pintores, músicos, intelectuales todos igual que él, acompañándolo en su salto espectacular a la inmortalidad. Claro, echarían de menos al Julio de cuerpo, al de barba, al gracioso Julio de cuatro patas. Sarah, por supuesto, echaría de menos al Julio del amor, al Julio de la cama (la cama caliente, claro, no esta fría plataforma de tránsito en la que yacía), de las caricias húmedas y los gemidos, al Julio que ahora mismo apretaba una de sus tetas aunque sólo fuera por seguirle el simulacro. Pero estaría allí, para siempre, Julio, el verdadero Julio, multiplicado en páginas de libros, dialogando con ellos, sus compañeros, y con sus hijos hasta el fín del tiempo. Estaría allí, Julio, acariciando los ojos de Sarah, besándolos con cada palabra, y ella sabría que las caricias que ella le administraría con el pasar sus ojos por las páginas, por la nueva piel de Julio, le causarían a Julio el placer más exquisito, un placer que reduciría el placer del cuerpo, el que habían vivido, a meras cosquillas. Sarah, que apretaba la mano de Julio contra ella como si quisiera que él le tocara la pared del corazón, claro, sufría un poco, claro, le dolía un poco, pero comprendía en todo esto un proceso necesario, y sonreía.

En fin, le agradaba la presencia de sus compañeros (quizás sería correcto ahora, por aquello del momento, llamarlos sus amigos), de su amante (quizás «amada» por aquello de la poesía, sí, la poesía venía bien en estos momentos), pero en verdad más los soñaba que los sentía, tan ocupado estaba en aquello de su inmortalidad. Pero ya era hora, había que entregarle el cuerpo a la puta, ya la sentía cerca y, mientras más se le acercaba, más inmortal se sentía.

—Amigos, es hora de despedirse. Poco a poco, en fila india, sin atropellarse— dijo, arrancando del cuarto carcajadas que le calmaban un miedo que no existía.

—Bueno, Julio, adiós, o hasta luego, hazme el favor de saludarme a mi abuela.

—Hasta la vista.

—Suerte.

Todos se despedían sonrientes, juguetones, tal como debía ser. «Me voy, amigos, pero en realidad no me voy. Digo esto sólo porque suena como una buena palabra final. Cuídense, y recuerden, el carapacho, al fuego.» Alzó la mano e intentó una reverencia, pero el cuerpo estaba demasiado débil. Lo que salió fue un movimiento torpe y derrotado. Sarah, con el labio entre los dientes, se acercó y le dijo: «te amo, y siempre te amaré». Cuando se inclinó a besarlo se le escapó del ojo una lágrima que cayó, candente, en la mejilla de Julio, causando en éste una sensación vagamente incómoda. Pero ya era tarde, esa lágrima fue lo último que sintió antes de caer en el oscuro seno del libro de la inmortalidad.

«Esto de la muerte», pensó Julio, «no es tan difícil, siempre y cuando ocurra así, rodeado uno de los seres que uno quiere, y que quieren a uno».

Allí, en el cuarto pasajero de un hospital que duraría muy poco, y cuyo nombre no importaba, estaba él, Julio, en una cama de la que nunca se levantaría. Pero allí estaban, con él, la gente que lo quería, sus amigos más íntimos: Manuel, Pedro, Luis, sentado en la esquina del cuarto, pensando quizás en por qué, por qué Julio, pensando en la crueldad de Dios. «Por eso es que creo que no existe», le dijo Julio desde la cama, y Pedro sólo asintió, con una sonrisa que sabía a llanto, como aceptando lo convincente del argumento.

Allí estaban sus amigos, los que le comprendían, no a sus libros, sino a él, a Julio, al Julio presente, al de carne, a su palabra dicha, y por tanto efímera, pasajera, contingente y por lo tanto mucho más valiosa que cien, que mil libros gigantes. Julio pensó que el hecho ineludible de que le sobrevivan a uno los libros que uno escribe es algo obsceno, un fenómeno realmente repugnante. Daba la impresión de que uno, lo que se iba, era algo de algún modo desechable. Convencía a los vivos de que él, Julio, el Julio de cuerpo, de barba, el gracioso Julio de cuatro patas, tirado en aquella cama inescapable ocupado en el tedioso acto de morirse, no era imprescindible, era un simple carapacho que no era necesario echar de menos, pues ya había hecho su trabajo. Eso era una idea perversa, satánica, una reducción abominable de lo que es la vida humana. Pero allí, en su último cuarto, estaba la evidencia contundente de lo contrario. Esta gente, que esperaba silenciosa y mocuda, lo quería a él, al Julio tirado en la cama, al que estaba a punto de apagarse, de esfumarse sin regreso. Para ellos, con sus rostros mojados y sus pañuelos ocupados, él, Julio, era insustituible, el hecho de su muerte les dolía, y su ausencia les resultaría insufrible, un daño irreparable. Para ellos, y para las que no lo comprendían, pero lo amaban, su existencia era algo imprescindible. Ellas, su madre, que en aquel momento sostenía su mano derecha, con ojos que retaban a lo que se atreviera a separarla de esa mano, y Sarah, su amada, que sostenía su izquierda apretándola contra su pecho, como si quisiera que el ritmo de su corazón le dijera a Julio cosas que ella no era capaz de decir, ellas lo amaban despiadadamente, con una intensidad bestial. Tal parece que el amor que siente una mujer por aquél que sale con violencia de su cuerpo, desgarrándola, cubierto de sangre, de humedades de ella, o por aquél que entra con violencia en su cuerpo, desgarrándola, cubriéndose con sangre, con humedades de ella, con los sacros fluidos de la génesis o el sexo, es un amor mordaz, terrible, un amor material e inexpresable, de pura ocupación de espacios. Porque sólo puede uno en la vida realmente ocupar el espacio de otro cuerpo, realmente estar dentro de otro cuerpo, cuando se está en los dos cuerpos más mágicos y elementales: el de la madre y el de la persona amada.

Sentir ese amor, ese dolor real de otros por él, por su ausencia inminente, sentir que duele que uno falte, que la ausencia de uno deja un hueco irreparable en el mundo, era quizás la experiencia más intensa de su vida. Era, quizás, la forma más real de existir. Frente a esto, frente a existir en el dolor de los que aman a uno, sus libros, aquellas mentiras geniales que había dejado en papel y que en un momento significaron para él su vida, palidecían, se volvían insignificantes, pueriles, risibles. Entonces comprendió que su muerte no era tal, que allí, en los ojos húmedos de los que lo lloraban, los que lo recordaban, se escondería de la puta para siempre, y viviría para siempre en los espacios recónditos de la memoria, invisible pero eterno, para dialogar en sueños con aquellos que lo comprendían y que lo amaban. «Me voy», dijo, y entonces Sarah se inclinó para besarlo y le dijo: «Te amo, y nunca dejaré de amarte». Cuando lo besó una lágrima saltó de su ojo, y resbaló caliente por la mejilla de Julio, causándole una pequeña sensación de indefinida incomodidad. Con una pena infinita cerró los ojos y pensó: «Sólo se vive realmente en el instante de la muerte». Entonces se entregó a la oscuridad donde el dolor de los que aman era la redención.

«Es el amor el único digno contrincante de la muerte», pensaba Julio, mientras se metía en los ojos gigantes de Sarah, aquellos ojos inundados que lo miraban de tan cerca, pero que lo veían ya tan lejos que lo lloraban.

Allí, en el cuarto mudo que esperaba paciente la retirada de Julio, sólo estaba Sarah, y era Sarah la única necesaria. El amor de Sarah, aquel amor que se aferraba con pezuñas, aquel amor tan descomunal y hasta profano que inundaba el cuarto entero tiñéndolo de un maravilloso resplandor lo salvaba, le espantaba la muerte. Aquel amor, pensaba Julio, lo arrancaría de sí mismo, de aquel cuerpo desdichado que se extinguía, y lo convertiría en llama, en recuerdo, en magia más viva que él mismo, más viva de lo que él nunca, en cuerpo, había estado. «Ven aquí», dijo Julio, levantando la sábana, y Sarah, obediente, se levantó del sillón y, sin dejar de mirarlo, dejo caer el vestido que llevaba al suelo. Éste, en su viaje, acarició el cuerpo de Sarah, y esta caricia eran los ojos de Julio que no la soltaban. Lentamente, para que él pudiera tragársela con los ojos por última vez, caminó despacio hacia la cama, cortando el aire frío del cuarto y dejando una estela de vapor a su paso, y se metió a la cama con él, sin dejar de mirarlo a los ojos ni un segundo, y se le pegó, tanto como le es posible a un cuerpo pegarse a otro sin que ambos se conviertan en uno. Entonces todo, la cama, el cuarto, el universo todo era cuerpo, y sus pezones se besaban, y sus pubis se enredaban como para no dejarse escapar y ella, con la ingenuidad del que aún tiene vida y cuerpo para rato, y es por lo tanto más mortal que ninguno, confundió el suspiro, el calor, la caricia, el terremoto y el rayo que conmovieron el cuarto con sexo, y tomó su miembro en sus manitas y le dijo: «Julio, te quiero adentro». Julio, para quien aquel contacto total trascendía los actos, trascendía la carne misma, para quien aquel amor tan material, tan allí, tan fuerte e infinito, era la existencia misma, descubierta ahora, al final del viaje, cuando era ya inexpresable en mil libros, le dió un no silencioso, lleno de cariño, y ella, como entendiendo algo imposible, respondió: «No importa. La última vez que estuviste dentro de mí nunca saliste. Tengo dos meses.» Aquellas palabras, en el torbellino de aquel cuarto donde el tiempo ya no transcurría, completaron todo. Ahora Julio se sabía ineludiblemente inmortal. Existiría por un tiempo, en el centro del cuerpo de Sarah, más adentro de lo que nadie, ni él mismo, podría llegar en cuerpo. Luego, nacería otra vez, de ella, amándola, bebiendo de sus senos su leche, bebiéndosela a ella, de forma material, real e indiscutible. Ella lo crearía de nuevo, lo traería al mundo, de nuevo, de entre sus piernas, con el poder invencible de su amor por él. Julio sabía cuál sería el nombre de su hijo. Sarah, sin despegarse, le dijo: «te amo, y nunca dejaré de amarte». Aquellas palabras, otrora tan trilladas y vacías para él, le parecían ahora tan hermosas, tan poéticas, más poéticas que todo lo que había escrito o leído. «Te amo» significaba ahora «te doy vida»; ser amado implicaba vivir para siempre, y amar significaba ser Dios. «Bésame, Sarah, sólo quiero irme mientras te estoy besando». Ella, sin nunca dejar de mirarlo, puso sus labios sobre los de Julio, fuerte, como si quisiera tragárselo, sacarlo de sí, y así salvarlo. Julio, mientras recibía su último deseo, pensaba: «el amor es la experiencia que define nuestra existencia. Sólo se existe genuinamente amando, y si se ama, o aman a uno, se vive para siempre.» Mientras se metía en los ojos de Sarah por última vez, vio escaparse de uno una lágrima que se posó candente en su mejilla, y sintió un no sé qué de difusa incomodidad. «Sólo ahora, después de haber vivido, descubro realmente lo que es la vida». Pensando esto, no supo más, sino que se marchó a aquella espesa oscuridad donde el amor lo puede todo, hasta vencer la muerte.

Estaba solo en la cama, en el cuarto, en el mundo entero. Allí no estaba nadie. Manuel, Pedro, sus amigos, ninguno de ellos estaba, ninguno había venido a acompañarlo en su última hora. No estaba su madre, su madre hacía quince años que no vivía, y sus huesos yacían fríos en una tumba que él nunca habia visitado. Ahora, cuando el sol estaba a punto de ponerse, se arrepentía de no haberlo hecho. Le hubiera gustado pensar que su madre, desde la tumba, le enviaba maldiciones de odio total por haber olvidado sus huesos. Le hubiera gustado pensar que él sentiría odio por aquéllos que lo olvidaran.

Allí tampoco estaba Sarah, no tenía ninguna razón para estar, porque ella nunca lo había amado, nunca, nunca lo había besado y quizás nunca supo su nombre. Antes, cuando había tiempo, Julio soñaba que Sarah, aquella hermosa mujer que nunca había conocido, era su amante, y que ella lo acompañaba en las buenas y en las malas, y que hacían el amor, y ella se venía susurrándole al oído entre gemidos Julio, Julio, julio, juliojuliojuliojulioju... ¡Basta! Basta ya de masoquismos. Aquella ausencia de ella, tan perceptible, pero a la misma vez tan inexplicable, pues él nunca la había realmente conocido, le espetaba en la cara dolosamente todas las otras ausencias, todos los huecos punzantes que habían dejado los que no estaban. Porque en cirscunstancias normales, cuando no tenemos a la muerte entre los ojos, disfrazamos la soledad, la negamos, y las ausencias ya no son tan letales, y pueden hasta causar una agradable melancolía. Pensamos que aunque ahora, en este instante, estamos solos, luego, mañana, dentro de cien años, alguien llegará y sustituirá la ausencia con su cuerpo, y todo estará bien. Cuando es de día, y aún queda arena en la barriga superior del reloj, pensamos que mañana alguien estará con nosotros, y entonces ahora, en nuestra soledad, no estamos solos. Entonces la definición de soledad no se deduce de instantes, sino en base al futuro. Eso hace la vida, como la conocemos, posible. Pero cuando no hay futuro, cuando el último grano de arena se lanza al abismo, irrecuperable, la ausencia, la soledad de ese instante se hace absoluta, pues estamos en el último de los instantes. Qué pena que haga falta esto, llegar al final del tiempo, para descubrir que sólo existe esto, este instante, este ahora y lo que él contiene, lo que en él es perceptible, lo que se encuentra en ese espacio y ese tiempo absolutos en el que se existe, y nada más. Entonces nos damos cuenta de lo estúpidos que fuimos cuando nos pensábamos acompañados, admirados, amados. Cuando dormíamos tranquilos en la soledad, sonrientes, en espera de un después redentor que todo lo resolvería, llenando de presencia el espacio vacío. Cuando se tiene futuro se inventa, se miente, se juega y se aprovecha el refugio de lo posible, ella puede que me ame, él puede venir luego, después, mañana. Cuando no quedan más luegos, y el mañana es algo imposible, hay un velo que se cae, un monstruo que se desnuda y sale a correr en cueros por nuestras calles, lacerándonos con su dura coraza. Cuando el ahora es final, y el mar no presenta horizonte, sino que se presenta continuo hasta el infinito, entonces nos sabemos solos, ineludible, irremediable, irreductiblemente solos. Entonces, quizás, eso es la muerte.

Quizás es hora ya de emancipar a Julio del peso del plural, que ya tan tarde resulta innecesario, y de decir que al llegar a esta terrible conclusión, Julio se sintió, de alguna forma, como liberado de una venda que le tapaba los ojos, como dueño de una verdad que elude a otros, como descubridor de un conocimiento para otros vedado, un conocimiento que le costó la vida misma y, por lo tanto, se sintió digno. Ahora la muerte le parecía un galardón que había alcanzado a costa de su sangre, superando las mentiras apaciguadoras que la atenúan, que la deforman, que esconden su brillante y devastadora realidad. La capacidad de Julio para pasar las pruebas, para enfrentar la muerte de frente, desnuda y en los términos de ella, en términos verdaderamente fatales, lo hacía digno, vencedor y merecedor de ella. Había ganado una batalla, una batalla a muerte. Le sorprendió sentir, en sus labios, una sonrisa.

Descubrió que no hay forma de saber el instante exacto de la muerte, y sintió miedo.

Murió, o ingresó en el territorio inexpugnable del silencio absoluto, donde la oscuridad hubiera sido el cielo en un día de verano, como todos los mortales, aferrado a una mentira con los dientes. Ésta era una mentira terrible y cruel, la más espantosa de todas. Que jamás se moriría, porque en realidad nunca había vivido. Que en realidad de alguna forma, en algún lugar del mundo, alguien simplemente lo había estado escribiendo.

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Copyright ©Bruno Soreno, 1995
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Fecha de publicaciónJulio 1997
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