La pesadilla que atravesó la noche anterior de Gregorio Samsa fue definitivamente atroz. Se soñó de mañana, en el mismo instante de abrir los ojos luego de un sueño sobresaltado. Lo primero que asaltó la mirada de su sueño fue el techo, el blanco y agrietado límite que le hacía las veces de cielo a su cajón. El techo se veía tan blanco, tan techo como siempre, pero Gregorio sabía (con la sabiduría infalible de los sueños) que, a pesar de su apariencia inofensiva, ese techo pendía de un hilo, que estaba a punto de venírsele encima y aplastarlo. Vio su mesa, y en ella su muestrario de paños, pero este muestrario tan cotidiano, tan compañero, tan de él que ya era carne de su carne, parecía ahora tan lejano, aún cuando estaba sólo a un par de metros de distancia, que pensó: «ya no es mío, nunca podré alcanzarlo, hay una distancia inmensa entre yo y ese viejo muestrario». Luego, sus ojos se posaron en el cuadro que había colgado hacía dos semanas, el cuadro con la glamorosa muchacha del abrigo adentro. La muchacha, modelo anónima que vendía con su cuerpo el cuerpo de un desdichado animal, ya no lo miraba seductoramente como solía hacerlo en la vigilia. Ahora parecía mirarlo con una sonrisa burlesca, pero a la vez con unos ojos que decían asco y, sí, miedo, una mirada que lo asustaba, porque aquellos ojos mostraban el terror que siente el testigo de una imagen monstruosa. Buscando aire en este asfixiante océano de lo cotidiano-terrible, lanzó su mirada hacia la ventana, antes tan vulgarmente presente como para ser invisible y ahora tan esencial, tan atractiva como agujero de escape hacia afuera, afuera de allí, de aquel sueño, pero a la vez tan siniestra, pues amenazaba con esconder lo que había del otro lado. Todos los objetos ciudadanos de su cuarto, tan domesticados por el tiempo, el uso y la familiaridad que ya eran asumidos como viejos amigos, o por lo menos como mendigos mudos que se encuentran siempre en la esquina y que son invisibles, presentes sólo en el sonar metálico de sus monedas tan continuo que es igual al silencio, habían ensombrecido. Los fríos y neutros cuerpos que habitaban su cajón aparecían en este sueño sigilosos, con filo, en una incomprensible actitud de amenaza velada.
—¿Qué me estará pasando?
Fue entonces cuando se encontró sobre su cama convertido en un repugnante bicho. Trató de gritar, de moverse, pero de su boca sólo surgió un sonido indescriptible, impensable, y su intentona de moverse resultó en la rebelión de un montón de patas que salían de su oblongo y extraño cuerpo. Desesperado, miró al techo, pero éste ya no era blanco como antes sino rojo hemorrágico, y venía a una velocidad vertiginosa a caerle encima, a destruirlo. Luego miró hacia la ventana y descubrió que en su lugar en la pared colgaba un uniforme nuevo, lustroso, y este uniforme no permitía el acceso, ni siquiera con la mirada, al mundo salvador de afuera, donde no había monstruos. Luego, ya con el rojo encima, Gregorio escuchó aterrorizado la risa cruel y a la vez de espanto de la muchacha, a quien ya no tendría que mirar para saber que era su hermana dentro del abrigo de piel dentro del cuadro. En ese instante despertó, sudoroso y agitado, de la pesadilla.
Lo primero que hizo al abrir los ojos fue mirarse las manos y palparse el cuerpo amordazando un grito, esperando encontrar patas, caparazón, anatomías artrópodas y desdichadas. El grito se convirtió en un largo suspiro de alivio que se escapó de sus pulmones, de su boca, dejándolo vacío del miedo atroz que le había causado aquel sueño maligno. Su cuerpo estaba intacto, sus manos eran dos con cinco dedos al final del brazo, su cuerpo indiscutiblemente humano, con todas sus partes rosadas donde Dios mandaba. Ya más tranquilo, Gregorio se levantó de la cama dispuesto a prepararse para ir a trabajar. Miró el reloj y se dió cuenta de que se le había hecho un poco tarde.
«Mamá, tenme el desayuno listo, que voy tarde», gritó desde su lado de la puerta, pero del otro lado no se escuchó respuesta. Gregorio pensó que posiblemente sus padres también se habían quedado en la cama, exhaustos de pesadillas como él. Comenzó a vestirse cuando vio su muestrario en la mesa. Recordó el sueño de la noche anterior y sintió una necesidad indescriptible de pasar su mano por el cuero viejo de sus tapas y palpar los paños polvorientos y deshilachados que albergaba. En cierto modo el tocar aquel muestrario le llevaría un mensaje certero a la pesadilla de que había sido solamente eso, y nada más. Fue y lo tocó, sintiendo algo parecido al cariño, y pensó que a pesar de todo, a pesar de la rutina implacable que dominaba su existencia, en mañanas como ésta, luego de llegar a la superficie de un océano tan negro y profundo como el de su pesadilla, amaba la vida.
Terminó de vestirse un poco extrañado de no escuchar los ruidos cotidianos de la casa, a su madre llamándolo a la mesa porque era tarde y no debía disgustar al gerente y amenazar su trabajo, a su hermana ayudando a su madre o quizás arrancándole algunas notas matinales al violín. Salió del cuarto y se dirigió a la cocina, donde escupió un grito de ardiente terror cuando vio en el suelo aquel animal grande y oscuro arrastrarse sobre un millón de patas por el suelo. El animal parecía moverse con miedo hacia atrás, alejándose de él y ocupando el espacio que había entre la estufa y una silla pegada a la pared. Extrañamente, aquel engendro bestial parecía tener más miedo que él en este encuentro (no entendía cómo esto era posible). Gregorio salió de la cocina gritando los nombres de su padre, su madre y su hermana, para advertirlos de que un monstruo había invadido la casa. Fue al cuarto de su hermana y tocó fuertemente la puerta, que estaba cerrada, llamando a su hermana para que saliera, porque el mismo diablo se encontraba en la cocina. No recibió respuesta alguna del otro lado. Esto le asustó bastante, pues no era la primera vez que ocurría en lo que iba de mañana (el silencio tras las puertas), que no era mucho. Abrió la puerta y en el cuarto de su hermana había otro animal igual que el primero, sólo un poco más pequeño, que estaba boca arriba en la cama y parecía tener problemas para voltearse. «Debe de ser difícil enderezarse con ese cuerpo», pensó Gregorio alocadamente mientras salía del cuarto de su hermana hacia el cuarto de sus padres, donde seguramente estaría su familia protegiéndose de los demonios que se hallaban en el lugar. Cuando vio que la puerta del cuarto de sus padres estaba abierta sintió como si hielo y fuego corrieran por sus venas, y no tuvo ni que entrar, pues del cuarto estaba saliendo otra gigantesca cucaracha, ésta más grande que las otras dos, y se dirigía directamente hacia él con una autoridad y un paso que le resultaban vagamente familiares. Entonces entendió Gregorio que la búsqueda de su familia en los ámbitos de la pequeña casa que ahora parecía inmensa sería infructuosa. Entonces supo que su padre, su madre y su hermana se habían convertido en sendos insectos. Miró su reloj. Realmente se le hacía tarde.
Corriendo, tomó su abrigo y se dirigió a la puerta de la casa, pero tuvo miedo de salir. No quería atrasarse en su camino hacia el trabajo, no quería encontrar insectos que lo retrasaran en el camino. Pero tendría que salir, no había remedio, pensó cuando vio que la cucaracha más grande lo había seguido a paso lento, seguía acercándosele, como exigiéndole algo que él jamás podría ofrecer. Las otras dos venían detrás de la primera, su líder, con un paso más vacilante (al parecer su hermana había logrado por fin levantarse de la cama). Su madre y su hermana siempre habían respetado mucho a su padre. Las tres se pararon frente a él como soldados frente a un condenado a muerte, con la puerta de la casa haciendo de paredón. Al unísono las tres hicieron un ruido horrible, escalofriante, un ruido que quemaba los huesos. Gregorio salió a la calle apresuradamente, mirando su reloj, y pensó que aunque era tarde, quizás demasiado tarde, tendría aún tiempo para ir un momento al mercado.
En algún lugar había soñado que era el tiempo de las manzanas.
Copyright © | Bruno Soreno, 1995 |
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Fecha de publicación | Septiembre 1997 |
Colección | Fabulaciones |
Permalink | https://badosa.com/n011 |
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