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Gris de tiempo gris

Goza, Gonza VII

Nicolás Soto
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Se cansó de dar vueltas y más vueltas en la cama.

Llegó un momento en que sintió un bulto oprimiéndole los riñones. Fue entonces cuando decidió levantarse. Tenía los ojos hinchados de tanto dormir.

Miró el reloj. Eran las diez y cuarto. En la hormigueante vigilia producida por el dormitar sin tener verdaderamente sueño, había visto a Julia. Ahí estaba su imagen requemante, entre sus parietales. Ni siquiera existía remordimiento por no haber ido a clases. «Cuando se entere mi tío, me va a armar uno de padre y señor mío», pensó, «pero, qué carrizo, no quiero volver más nunca a ese liceo de mierda.»

Se tardó una enormidad haciendo abluciones. Luego se metió debajo de la regadera y el frescor del agua corriendo por entre sus poros le magnificó la pereza. Se puso los jeans más raídos que poseía, una franela ajustada que resaltaba su musculatura de Charles Atlas valenciano y unas botas trenzadas de cacique comanche.

La Harley prendió a la primera pernada. Bocados torcidos del mundo se labraban ausentemente en sus espejuelos de aviador.

No tardó en enfilar por la calle La Cuaima. La gente lo veía pasar señalándolo como bicho raro. Usualmente respondía con burlas a los atónitos peatones. Hoy no estaba de humor.

Se le anudó el estómago cuando vio el Camaro estacionado en la puerta de la quintica veteada. Se palpó el plexo solar. «¿Qué te pasa, Gonza?», pensó insuflándose ánimos, «¿te vas a descontrolar a estas alturas del juego y en este pueblo chinchurrio? No seas zoquete y anda, de una vez, a preguntar si ella está.»

En ese momento, vio abrirse la puerta al fondo del corredor. Temeroso de verse en entredicho, aceleró.

No podía creerlo. Se estaba acobardando, por primera vez en su vida, ante una muchacha. Las manos le sudaban copiosamente. Decidió dar la vuelta a la manzana e intentarlo de nuevo.

Empezó a forjar en su mente todas las explicaciones que quería hacerle. Lo había meditado concienzudamente mientras rodaba en la cama, batallando con la flojera. Había ideado un rosario de sofismas y de atajos psicológicos para negarle todo lo que se murmuraba acerca del consumo de drogas en el pueblo. Se había imaginado a sí mismo creciendo en estatura e importancia ante ella. Era evidente que Julia se interesaba por él, todo el mundo podía asegurarlo. «La chama me para», pensó, al tiempo que volvía a descender por la calle La Cuaima con inercia de Peter Fonda carabobeño.

El Camaro había arrancado. Se encontraba a la vera de la siguiente esquina. Gonzalo detuvo la moto frente a la quintica. El Camaro desapareció. Vio la puerta al fondo del corredor. Tuvo un presentimiento. Partió de nuevo, apurándose con brío.

Dobló en la siguiente esquina. Sorteó un camión 350 con barandas y un Valiant mal estacionado. Se acercó al Camaro procurando no dejarse ver.

Allí estaba Julia, conversando de lo más animada con el tenientico. Sintió un menestrón atenazante en el estómago. Lo que más lo enervaba era la duda que lo paralizó en ese instante. No parecía ser él mismo. «Piensa, Gonzalito, piensa.»

El Camaro enfiló raudo hacia la avenida Andrés Eloy Blanco. Gonzalo se dispuso a acelerar. Sabía que Julia aún no lo había visto.

Un centellazo metafísico lo disuadió, casi provocándole un susto. A su lado se había detenido José Miguel Moros, conduciendo un Jeep.

—¡Ese Gonzalo! —le gritó, con su nuevo acento de pavo groovy.

La energía persecutoria se le disipó en un santiamén.

—¿Qué, José Miguel? —contestó, con desgano anticlimático y percibiendo al Camaro envuelto en un espejismo de lejanías.

—Necesito hablar contigo. Es para que toquen esta noche.

—¿Le dijiste a los muchachos ya?

—Ando en eso. Vamos un momento a la casa del musiú Giancarlo y lo conversamos con calma, matizándonos unos joints.

—¿Me vas a invitar? —inquirió Gonzalo, sintiendo despertar la avidez.

—El musiú es el que te va a invitar: ¡está jibareando!

—¡Monos, dijo Monagas! —exclamó Gonzalo, abriendo caminos.

Julia y Eugenio Enrique almorzaban en el Hotel Santa Narda.

El propietario gallego se mostraba extremadamente obsequioso por la presencia del oficial.

—Gracias, Maradey —le decía el espigado teniente viéndolo escanciar una porción de vino rosado.

—Y ya lu sabe, mi teniente, estamus a sus úrdenes.

—Gracias, Maradey.

—Nu tiene sinu que decírmelu y aquí estaré a su serviciu.

—Muchas gracias, Maradey —dijo Eugenio Enrique, notando lo divertida que estaba Julia ante su expresión de Job impenitente.

Maradey se retiró, al fin. Julia no pudo reprimir la risa.

—Hay gente que se desinfla en presencia de un uniforme —comentó Eugenio Enrique—. ¿Viste cómo le brillaba la calva?

—Lo que estaba viendo era tu semblante de paciencia y resignación —dijo ella.

—Gajes del oficio. Si te enseñan a soportar fatiga, ¿por qué no me va a ser posible aguantar este chaparrón? —Eugenio Enrique levantó la copa, cambiando de tema—. Quiero brindar por una personita tremendamente especial. Cuando me fui de Miguaque era apenas una niña. Hoy, a mi regreso, la veo convertida en toda una mujer. Una mujer muy bonita, además.

Julia manifestó su halago en la complacencia de su gesto.

—Gracias, Eugenio Enrique. Tú también has cambiado mucho en términos favorables.

—No hay comparación posible, Julia. Sabrás que todo el tiempo me sorprendía pensando en ti.

—Mentiroso.

Eugenio Enrique ahora se veía como esos chiquillos que no saben qué hacer con las manos.

—En serio, Julia.

—Todavía no te creo. Has debido tener una legión de admiradoras, deslumbradas con un cadete tan buenmozo.

—Todo eso ha podido ser posible. Sin embargo, uno siente que tiene un sentido de pertenencia a la tierra o, como decimos los llaneros, una querencia. Yo siempre supe que iba a volver y una de las razones que me estimulaba a ello eras tú.

Julia bajó la mirada.

—Es verdad, Julia. Mi máxima ambición, en este momento, es compartir mi vida contigo. ¿A qué más puede aspirar un hombre? Y déjame decirte que soy porfiado como esos sapos que le caen a cabezazos a las paredes. Hasta que no te conquiste no me quedo tranquilo. Perdóname por lo abrupto...

—Está bien, Eugenio Enrique. En realidad, siempre me esperé esto.

—Es una declaración, Julia. Mis intenciones son serias. Quiero casarme contigo. Ahora mismo, de ser posible. ¿Qué me contestas?

Julia acariciaba con su índice el borde de su copa.

—Quisiera que me dejaras unos días para pensarlo. Tengo que comentarlo con mi mamá también.

Eugenio Enrique, en impulso premeditado, agarró su mano.

—Tómate tu tiempo. Pero que la respuesta sea afirmativa.

—¿Entonces, «Pájaro Vaco»?

Eugenio Enrique volteó, soltando la mano de Julia, al escucharse interpelar por el apodo con el que siempre había sido conocido en Santa Narda de Miguaque.

—Epa, «Bolondrito». ¿Cómo está la causa? —saludó, levantándose y abrazando a Pablito Awad.

—Hola, Julia.

—Hola, Pablito.

—¿Cómo están por tu casa, «Bolondrito»? ¿Y qué es de la vida del «Bolondrio»? —preguntó Eugenio Enrique.

—Bien, todo el mundo bien. Me contenté mucho cuando me dijeron que te habían nombrado gran jefe del comando de Tenapa.

—Ahí estamos a la orden.

—Gracias, vale. De entrada lo que te puedo decir es que ya es hora de darle un parado a la fumadera de marihuana en este pueblo. Y nadie mejor que tú, que eres de aquí, para aplicar los escarmientos necesarios.

Eugenio Enrique permaneció extrañado. Julia no sabía adónde mirar. «El Bolondrito» notó la reacción del teniente.

—¿Cómo? ¿Todavía no te han dicho nada?

—Me agarras fuera de base, «Bolondrito». Siéntate aquí, con nosotros, para que me eches todo el cuento.

—Con muchísimo gustísimo —respondió Pablito Awad.

Las aprensiones de Julia se decantaban en circos aborrecibles.

La reunión se desenvolvía entre marejadas de calor.

—Efraín está inspirado —Jackeline de Moros, refiriéndose al orador—. ¡Cómo bregó ese puesto de presidente del Concejo Municipal!

—Habla más bajito, chica —la reprendió Adriana de Antilano—. ¿Supiste que María Esperanza consiguió a la hija?

—Sí. Y al portuguesito lo remitieron a la penitenciaría.

Adriana de Antilano se abanicó.

—Estas reuniones sí que son latosas —afirmó.

—Hay que preparar todo. Vienen el gobernador y el ministro.

—Yo lo que quiero es que venga Caldera.

—¿Te metiste a copeyana? Camaleona...

—¿Y qué será de la vida de Elena? ¿Ah?

—¿Qué le pasará al padre Carrasco que no se ha volteado a verte ni una sola vez?

—¿Será que está enfermo? Lo noto alelado.

—¿Verdad que sí?

—Tiene que avisparse, chica, porque él es el encargado de sacarle brillo a todos los actos.

—... y tiene que conseguir que el ministro le apruebe el financiamiento para el nuevo colegio. Pero si sigue así le van a dejar el plumero.

—Pobrecito.

—En tu carácter de presidenta vitalicia del Club de las Bellas deberías hacer algo para «levantarle» el ánimo.

—Eso es contigo, mijita.

Jackeline de Moros aguantaba la risa.

—Que Dios nos coja...

—Aquiétate, mujer, que nos van a ver.

—Parecemos dos quinceañeras.

—El mundo está patas p’arriba.

—Ahí viene don Loro.

—Que no hable por el amor de Dios. Quiero irme temprano para mi casa.

—Cada día está más pavoso. Hazle la recontra para que no se nos pegue.

—¿Cómo está, don Lorenzo? Allá arriba, en el presidium, lo esperan.

El padre Carrasco veía el mundo a través de un cristal empañado. El festín de verborreas provincianas no llamaba su atención. Otrora, hubiese sido lo contrario. Siempre se enfrascaba con don Lorenzo Miranda Toledo en competencias de ripiosas peroraciones, enjundiosas piezas oratorias pletóricas de rebuscados adjetivos y agitadas metáforas. Habitualmente, don Lorenzo llevaba las de ganar porque era experto en el decimonónico arte del ditirambo tropical. Pero en ese minuto el padre Carrasco era otro. Ni siquiera la presencia aledaña de Jackeline de Moros lograba sacarlo de su ensimismamiento.

Desde el perturbador incidente de los palmetazos, su mente se había transformado en una telaraña de cinematografías fluviales. No era Sojito quien maceraba sus carnes con «La Milagrosa» en sus alucinaciones nocturnas. Era Elena y, a través de ella, el demonio, el ángel caído y exterminador, con su espada flamígera en forma de palmeta, desatando furias contritas.

El mensaje del Altísimo no podía ser más claro. Había llegado la hora de redimir las culpas. El intersticio temporal que estaba viviendo no era más que un preludio autocontemplativo, un huerto de Getsemaní perfumado de escarnios calurosos. La hora del Gólgota estaba cercana, lo presentía. Por un lado, temía el horripilante sufrimiento físico. Por el otro, se regocijaba del paralelismo evidente con la Pasión de Nuestro Señor.

«Oh, Padre, aparta de mí este cáliz», no pudo evitar pensar.

Don Lorenzo había comenzado a hablar, sin duda alguna buscando renovar el amable reto. El padre Carrasco dejaba deslizar por el tobogán de su alma la letanía acuciante de una oración penitente. El tiempo se escapaba y el postrer acto de contrición no podía esperar.

Ni siquiera tuvo bríos para abandonar su íntima ensoñación cuando el joven teniente, luego de finalizados los discursos, se acercó solicitando su presencia, junto con Alfredo Enrile Salom y Efraín Alvarenga, para discutir un mórbido asunto de marihuana y LSD.

El crepúsculo descendía en rondas de ingredientes rojizos.

Julia salió a la calle.

Había terminado temprano la tarea de Francés y, sabiendo que la señora Raquel precisaba de su ayuda para apurar los encargos de costura, se ofreció para ir a comprar varios metros de tela antes de que los turcos de la calle Federación cerraran sus puertas.

Se había recogido el pelo con un gancho dorado y, aun cuando no se había maquillado, lucía verdaderamente atractiva con sus blue jeans ajustados, una franelita ceñida sin mangas que realzaba su redondeado busto y unas zapatillas de lona. Su andar era gracioso y desasosegado. Se sabía bonita y lo disfrutaba sin aspavientos, porque la suya era una belleza tranquila.

Gonzalo apareció de improviso, caminando desde detrás de una aglomeración de chicheros, vendedores de raspahielo y perrocalenteros en la esquina de la catedral.

Julia dudó entre esquivarlo, aparentando no haberlo visto, o proseguir con la ruta que la llevaría, inevitablemente, a toparse con él. Antes de que pudiera tomar una determinación, Gonzalo la vio y enfiló hacia ella.

Se saludaron con sendos holas apocados. Él se acopló al paso de ella.

Hubo un silencio vertebral mientras caminaban cediendo el paso a los compradores de última hora. Se sorprendieron intentando hablar al mismo tiempo. Intercambiaron una risa nerviosa él, una sonrisa de cerezas y guayabas ella.

Las campanadas de la misa de seis se tradujeron en un dolor de tafetán cuando Gonzalo decidió abrir las compuertas de su alma.

—Julia, creo que me estoy enamorando de ti.

Ella sintió el rubor en sus mejillas. Era la segunda vez en el día que alguien se le declaraba.

—Te lo digo en serio, Julia.

—Lo sé.

Estaba confusa. Sabía que podía elegir según su arbitrio. La razón apuntaba claramente hacia Eugenio Enrique. Pero había un aura de magnetismo misterioso en Gonzalo que le provocaba. Era el encanto de una fruta mágica e interdicta.

Decidió darse a sí misma un período de gracia para cotejar sus sentimientos.

—Di algo, Julia. No te quedes callada.

—Gonzalo, lo que te voy a decir es algo muy serio.

Y, bruscamente, cambió la secuencia de sus pensamientos. Le contó, sin mencionar nombres, la conversación de la cual ella había sido testigo a mediodía en el Hotel Santa Narda. Nunca supo por qué lo hizo.

Era el propio burdel de carretera. De eso no había dudas.

No era que fuese moralista, pero no podía evitar recordar a la señora Maritza cuando se refería a las «pécoras de mabil», eufemismo para no llamar a las mujeres de la mala vida por su nombre.

Allí estaban ellas, unas acicalándose con afeites baratos de olor penetrante, otras disfrutando de un frugal refrigerio consistente en Pepsi con Pepito, todas fumando e inhalando el humo con gestualidad de Sarita Montiel.

—Llegaron los hippies —dijo una de ellas, viéndolos aparecer.

Todas se asomaron con curiosidad a admirar las guitarras eléctricas y los amplificadores.

David no sabía cómo comportarse. Habría querido envidiar la pronta familiaridad con que José Miguel Moros, Gonzalo y el «Chino» Rivera se desenvolvían, bromeando con las chicas. Giancarlo sonreía como el «Guasón» de los suplementos de Batman. Sojito permanecía callado, aunque se podía adivinar la intensidad de su mirada errabunda.

Una rubia oxigenada preguntó si no se sabían la canción «Fuego Lento» de Lila Morillo.

—Ésa no, pero si quieres te tocamos «Tú lo que quieres es que me coma el tigre», catirrucia —le contestó José Miguel Moros buscando acariciarle el pompis.

La rubia le golpeó la mano.

—La mercancía se ve pero no se toca.

Luego de conectar las plantas y las guitarras, se fueron a la barra a disponer de unos sandwiches que les había mandado a preparar la patrona del establecimiento.

El barman homosexual no dejaba de ver a David.

—Saliste resuelto con el cabrón, brodercito —le dijo José Miguel Moros.

—No me fastidies.

Sojito, un tanto apartado, llamó a una negra de larguísimas piernas y alborotado afro.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó, acopiando marejadas de energía para vencer la timidez.

—Tibisay.

—¿Quisieras quedarte conmigo después que terminemos de tocar?

—¿Toda la noche?

—Sí.

—Te costará ciento cincuenta. Eso te incluye los tres platicos.

—Okey. Te espero —acordó Sojito entregándole un adelanto de cincuenta bolívares.

Giancarlo devoró su emparedado y se escurrió por una salida lateral.

—¿El musiú le tiene miedo a las bicharangas? —preguntó el «Chino».

—No seas bobo —le respondió José Miguel—. Se fue a arrebatar y no nos quiere convidar.

Uno a uno lo fueron siguiendo, excepto David. Lo encontraron en la oscuridad, detrás de una gandola, chupando con frenesí.

—Ahora sí que te pasaste, musiú: ¡jíbaro y caleta! —lo recriminó José Miguel Moros.

—Pasa esa chicharra —lo conminó Gonzalo, acordándose de Julia.

—Nos aguardan las hetairas en el serrallo, gandul —dijo Sojito, en su rebuscada fabla.

—Cállate, enano matacuras —reaccionó Giancarlo, aguantando el humo en sus pulmones.

David estaba de un humor de perros. Azaelito no lo había contactado en el transcurso del día y ahora, como colofón, se encontraba en ese antro de mala muerte que le resultaba agobiante. Las mesas estaban comenzando a repletarse de parroquianos barrigudos y vociferantes. Las chicas caminaban hacia ellos arrastrando los pies y meneando las caderas como bailarinas mecánicas. En un rincón rojizo, la sinfonola se desgañitaba con un lamento que tenía la voz de Leonardo Favio. David tuvo ganas de irse.

Sus compañeros retornaron como se fueron, de uno en uno, para no despertar sospechas.

—Vamos a darle, pues —ordenó David, con evidentes ganas de finiquitar el asunto temprano.

Subieron al improvisado escenario. El ruido habitual del lenocinio continuaba como si nada. Nadie les prestaba la más mínima atención. José Miguel hizo una breve presentación, matizada de ramalazos de euforia y arrancaron con una versión neurótica de «Venus», la pieza de Shocking Blue. Sojito alargó los solos doblando, al falsete, el punteo que fabricó en su guitarra. David se contentaba con hacer su parte, sin quitar ni añadir nada. Gonzalo tocaba con aire ausente. Giancarlo, como siempre, alegre y desenfadado.

Terminaron la pieza con un rumble prolongado y artificial. Se dieron cuenta de que los parroquianos se habían quedado en neutro.

La rubia oxigenada se aproximó.

—Dice la dueña que si le pueden bajar un poquito el volumen a los aparatos.

—No se puede, geisha de las pampas —replicó Sojito e, ipso facto, dio la entrada a «Stone Free», de Jimi Hendrix con energía salaz. Ahora él era el líder de la banda.

—Dice la dueña que si no se saben un joropo —solicitó la rubia oxigenada, luego de la catarsis progresiva.

—Sí, núbil doncella: «El Joro-Pop» —le contestó Sojito, dando inicio a una síncopa de la menor, re menor y mi mayor séptima, parodiando la estructura armónica del ritmo llanero, con aires de «Zumba que Zumba», al tiempo que David ensayaba un extraño solo con la Telecaster distorsionada por el wah wah. Esta vez los parroquianos sí aplaudieron. Tres parejas se soltaron a zapatear en la pista de baile.

—Dice la dueña que si no se saben una guaracha —peticionó, de seguidas, la rubia oxigenada.

—Eso es con nuestro camarada de armas —Sojito señaló a David quien, luchando con el desgano lapidario que lo embarazaba, arrancó con un largo popurrí, los acordes de re mayor y la mayor séptima en vaivén, consistente, entre muchas, de «Lamento Náufrago» de Chucho Sanoja, «El Vampiro» de Los Corraleros de Majagual, «El Cable» de Mario y sus Diamantes, y «Caminito de Guarenas» de Billo.

—¡Que viva el putaje! —gritaba José Miguel Moros, bailando con una trigueña pataruca.

Los parroquianos les mandaban ronda tras ronda de cervezas. No faltaron los inevitables borrachines que querían fungir de cantantes de rancheras y hasta de directores de orquesta.

A la una de la madrugada David se fastidió.

—Listo, me voy.

Los otros no le hicieron caso, enfrascados en la batahola eufórica.

—¿Qué fue, David? —preguntó el «Chino».

—Ya tuve suficiente por hoy. Vamos para que me arregles lo de los reales.

El «Chino» adolecía de una impasibilidad piadosa. Se había bebido diez cervezas.

—¿Cómo? ¿No te dijeron nada?

—¿No me dijeron qué? —interrogó David, suspicaz.

—Aquí no hay pago en efectivo. Eso lo convinimos esta tarde José Miguel y yo con la madama.

—¿Cómo es la cosa?

—El pago es en especie.

—¿En especie?

—Sí. Un trato muy simple: música por culos.

David lo miró con ira. Vio a su alrededor. Cada uno de los muchachos había tomado una prosti. Sojito estaba abrazado con dos de ellas.

—Agarra la tuya, David. No tengas pena.

—¡Ésta es la última vez que toco con este grupo!

—No te pongas bravo, pana.

David cogió las de villadiego con su guitarra y su planta a cuestas.

—¿Qué le pasó? —preguntó José Miguel.

—Como que no le gustó el negocio —contestó el «Chino», asiendo por la cintura a una chinita—. ¿Tú sabel menealte sabloso?

Llegada la hora de la verdad, Sojito no se atrevió a hacer el amor con la negra. Le pagó los cien bolívares restantes y se acostó al lado de ella, sin hablar, mirando fijamente el bombillo colgante del techo que almibaraba con luz mortecina la espartana habitación. Al poco rato, salió a la solitaria y acuosa pista de baile.

Gonzalo estaba ahí, bebiendo ron puro y fumando. Sojito se sentó a su lado.

—¿Qué pasó, Gonzalo? ¿No obtuviste tu satisfacción?

—Hay momentos, Sojito, en que uno no tolera estar con cualquier mujer. Es más, puede ser que tu acompañante sea bien bonita y esté bien buena, pero si no tiene esa magia inexplicable que sólo posee la carajita que a ti verdaderamente te gusta, entonces la rechazas y terminas despreciándote tú mismo. Eso es lo que me sucede ahora.

—Es por Julia, ¿verdad?

—Sí. Es por ella. Pero, ¿y tú? ¿Qué haces que no estás allí adentro disfrutando de los placeres de la mancebía, como tú mismo dices?

—Tengo demasiadas contradicciones en mi espíritu que no me permiten solazarme en jolgorios vanos e intrascendentes. Y lo peor de todo es que estoy empezando a experimentar una obsesión por dejar atrás toda esta serie de introspecciones improductivas. Ya basta de especulaciones, interpretaciones y formalismos. La vida no se hizo para los contemplativos. La vida no es un monasterio, ni un retiro espiritual. La vida tiene que ser el campo fértil de la praxis. El espíritu no es sino el compendio de lo que puedas obtener con las manos. Hay que transformarlo todo.

—Es muy fácil decirlo.

—Y fácil de ejecutarlo también, siempre y cuando poseas ideas definidas de los escalones que deber ir venciendo. ¿Quieres escuchar algunas de las mías?

Gonzalo se llevó una mano al bolsillo y extrajo una bolsa de plástico.

—¿Qué es eso? —preguntó Sojito.

—Perico. Para que me cuentes con lujo de detalles lo que te propones. De repente y tal cogemos bastante energía y lo llevamos a cabo de una vez por todas, para acabar con esta habladera de pendejadas. ¿Le quieres dar?

Yeah. Right now, man.

Como templos coloreados de oro.

Así son los hoteles adonde van las parejas en busca de desfogues momentáneos.

Un aparato de aire acondicionado ruidoso y desvencijado. Una cama matrimonial con un quejoso cobertor de plástico debajo de la sábana. Una mesa y una silla de paleta con una jarra de agua encima. Un escaparate de madera endeble. Un espejo de tocador con manchones de mercurio sacramental. Una lámpara fluorescente redonda, muda y fría. Una luz proveniente del baño que desguaza en dos la habitación. Un clima carente de raigambre.

Habían pasado la noche hablando. Se habían contado todo, sin remordimientos, sin rémoras, sin resquemores. Viviseccionaron sus almas con un gusto a azadón que decapita abrojos. No dejaron nada sin confesarse en su afán de convertirse, de nuevo, en amantes extraviados en un laberinto crepuscular. Sus cuerpos, sin haberse tocado, exhalaban el morichal de la pasión. Las heridas del espíritu restañaron por completo porque habían sido igualadas por las heridas de la sangre: una cara tumefacta y una pierna marchita.

No obstante, el infortunio y el amor los habían vuelto a unir. Comunicándose en un idioma despojado de palabras y gestos, se prometieron mares, brisas, sabanas y montañas.

Las sobras de la incertidumbre afloraron a quemarropa.

—¿Qué será de nosotros, Nectario?

Con denuedo, fumaba él.

—Algún día todo este enfrentamiento terminará y podremos pensar seriamente en no separarnos jamás. Cada vez son más fuertes los vientos de cambio.

—Esos vientos nunca llegarán a Miguaque. A menudo me pregunto si la tuya no será una guerra librada contra fantasmas. Quisiera ser como tú y tener esa visión tan amplia y explicaciones para todas las cosas y una idea fija por la cual matar y dejarse matar. A la larga todo se reduce a recuperar el tiempo perdido y a olvidar las malas experiencias.

—¿Y el amor, Elena?

—El amor existe solamente cuando está limitado por cuatro paredes desnudas. El amor es un sueño del que despertamos cuando empiezan los aguaceros de mayo. Lo único que existe es el egoísmo y el cálculo y por eso me pregunto: ¿seremos los mismos al salir de aquí? ¿Existe el amor en Caracas? En Miguaque hace tiempo que murió, si es que alguna vez existió. En este momento puedo afirmar que te amé y que te sigo amando de una manera diferente, lo que pasa es que cuando me dejas sola me agarran unas dudas terribles y sólo veo muerte alrededor de mí porque siempre soy perseguida por tragedias y perfidias y desastres. Así ha sido antes y lo seguirá siendo en el futuro...

—Eres excesivamente dura contigo misma —Nectario pretendió disuadirla, al tiempo que se incorporaba de la cama—. ¿Nos vamos?

Elena lo siguió, deteniéndose ante el espejo para contemplarse en el aura de su fragancia lavada.

—Mi belleza ha muerto definitivamente —dijo, con tono de ausencias.

Nectario, cejijunto, miraba el rodapié pisoteado por los grillos.

—Sigues siendo la más bonita —replicó él, escrutando de soslayo sus facciones hinchadas.

—No quiero que me halagues.

Nectario se acercó, cojeando, y la tomó por los hombros.

—No me importa.

—Sí importa. Muerta la belleza, muerto el maleficio. Se lo llevó el viento para siempre y espero que nunca más regrese a nuestras vidas porque solamente así podremos aspirar a la felicidad. La hermosura tiene un precio que se mide únicamente con sangre y con perversidad. Yo he sido una ciega y una vándala y he sido también reina de los tullidos y de los pobres de espíritu. Mi último sortilegio fue conjurar a la muerte según comentan las lenguas viperinas de Miguaque...

—Elena, por favor, no repitas esas cosas.

Ella lo enfrentó.

—Pero es que la muerte me redimió, Nectario, la muerte vino a rescatarme y me arrojó de nuevo en tu regazo. Mi pasado es un carapacho roto que me impregna y me empatuca pero hoy por primera vez siento que he vencido el aturdimiento y la razón es que ya no soy un punto de comparación para los demás. Las mujeres quieren medirse conmigo porque presienten que les disputo a sus machos y los hombres se alebrestan con mi presencia porque desean impresionarme para luego arrastrarme a la cama, sí señor, pero ya no más, se acabó todo este espectáculo, mi cara es una pulpa de tomate y mi cuerpo hiede, ¿no es verdad? ¡Por eso no has querido hacerlo conmigo hoy! ¡Te doy asco! ¡Confiésalo! ¡Sientes repugnancia de mí!

Nectario se impresionó al verla a punto de salirse de sus cabales.

—Elena, mi vida, no sabes lo que dices.

Ella se separó de él.

—Asco, asco, asco, eso es lo que produzco ahora con esta cara deforme y esta piel nauseabunda, ah pero soy feliz, sí, sí, sí, porque me he librado de esa maldición y se acabó el viacrucis para mí, ya que ahora soy fea, horrible y doy náuseas a quienes se me acercan. Si pudieras saber lo contenta que me siento ahora que me van a dejar en paz y no van a venir más a mí como moscas al azúcar, revoloteándome, azuzándome, tentándome. Los detestaba a todos, absolutamente a todos, porque me usaban como si fuera un adorno. ¡Vengan a ver mi última adquisición: la chica de la metamorfosis, el marimachito que se convirtió en golondrina! El marimachito vuelve a la miasma y al excremento de donde no debió salir jamás, jamás, jamás. Me sacaban a pasear y me mostraban con orgullo de propietarios de vacas Holstein porque yo no era sino otra adquisición para esos lambucios que querían comprarme regalándome vestidos de lamé que me ponía sin medio fondo ni pantaletas ni sostén para tenerlos comiendo de mi mano: ésa era mi venganza y si se me vuelve a presentar la oportunidad los vuelvo a humillar. Cojan a su marimachito que ahora es manceba y barragana pública como bien lo dicen a mis espaldas todas esas engreídas. ¡Que me dejen sola con la miseria de mi vida! ¡Para siempre!

Nectario tenía los ojos humedecidos.

—Elena, yo te amo.

—¿Me amas, Nectario? —preguntó ella con ansiedad de cocuyo extraviado—. ¿Amas, acaso, a esta piltrafa prostituida?

—Así fueras una leprosa te amaría.

—¿Siendo como soy, Nectario, una mujerzuela rastrera y vil?

—Así fueras la más corrompida y abyecta mujer del mundo te amaría.

Elena sollozó también, con lágrimas de amatista, acuclillándose en un rincón.

—¿Cuándo volveré a ser tuya, Nectario? —demandó con timidez de niña huérfana.

—Una vez que todo este embrollo haya terminado nos iremos muy lejos, fuera de Venezuela. Romperemos con el pretérito, Elena. Comenzaremos de nuevo, solos, apartados del resto del mundo. Viviré únicamente para adorarte y para hacerte feliz.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

Nectario la tomó de la mano. Estaba temblorosa y afectada.

—Anda, vamonós.

Elena se sentía aliviada de haber arrojado el lastre que la había mantenido reclusa por tanto tiempo.

—¿Te sientes mejor? —preguntó al abordar el Charger.

Era una noche pensada en cautiverios morganáticos. La luna colgaba del horizonte lechoso como un par de horno.

—Sí, vamos —contestó ella, entrelazando sus dedos con los de él.

Recorrieron el pedregoso camino de la salida del motel y tomaron la rectilínea vía de la carretera nacional. Desde detrás de un cotoperí, una Wagoneer arrancó simultáneamente.

Elena recostó su cabeza contra el respaldo del asiento. Veía pasar, uno tras otro, los incontables árboles que parecían desplazarse, con vida propia, al paso del vehículo, en un trasfondo de siluetas ondulantes. El viento se colaba por la ventanilla con ruido de Orinoco y caracolitos.

—He tomado una resolución.

Elena miraba la lejanía con la tristeza de los occisos anónimos.

Nectario parecía rectificar algo en el retrovisor.

—Voy a marcharme ahora mismo de Miguaque. Me iré a Caracas y allí te esperaré y después haremos tal cual lo tienes decidido. ¿Te parece bien, Nectario?

El semblante de despreocupación en la cara de Nectario se había trastocado.

—Creo que nos siguen...

Elena se irguió para verificarlo.

—No voltees. Voy a tratar de escabullirme.

—¿Quién podrá ser?

—La Disip, no hay duda.

—¿Qué?

—Los esbirros de la policía política.

En la entrada de la vieja laguna de La Chamana, Nectario giró repentinamente y se internó por una calle llena de baches levantando una polvareda ingrávida.

—Agárrate, Elena.

La Wagoneer frenó ruidosamente, dio media vuelta en el azul mentolado de la noche y tomó la misma vía del Charger.

Sin hacer caso de las cunetas, Nectario apretó más el acelerador, sacándole chispas al tubo de escape y parachoques trasero en un brinco de cinco metros. Elena gritó al caer el vehículo otra vez en el granzón, provocando un remolino de pedruscos rebeldes.

La Wagoneer no aflojaba.

—Ahí está todavía —dijo Nectario, viendo el retrovisor.

—Métete por la desmotadora vieja —sugirió Elena con emoción contenida.

Nectario maniobró con pericia, haciendo bramar el motor. Se coleó en el siguiente cruce y, por poco, no se estrelló contra una desvencijada casucha de bahareque y techo de palma.

La Wagoneer, luchando por escaparse de la polvareda, se encaramó en una acera rota y chocó con una tela de gallinero, haciendo volar los estantillos como si fueran de confeti. Un cochino congo salió asustado, berreando como si fuera el día del juicio final.

—¡A la izquierda ahora! —exclamó Elena.

Era tanta la velocidad que traía el Charger que, por un tris, no se volcó. Los neumáticos chillaban como guacharacas histéricas. Parecía que las piedras iban a traspasar el piso del carro.

De pronto, se acabó la vía engranzonada. Penetraron a un ancho solar de piso de cemento repleto de fardos de algodón.

—¡Hacia aquel galpón! —conminó Elena.

La Wagoneer incursionó como un dragón psicótico, tumbando bultos con una especie de furia de cobalto.

Nectario apretó el acelerador. Esquivó, por un pelito, una enorme máquina deshilachadora dejada al abandono. Su perseguidor pudo verlo por el retrovisor, penetró a la edificación chocando con una columna lateral y despidiendo chispazos varicosos.

—¡Sal por allá! —Elena señaló un portón al otro extremo.

Nectario hizo zigzaguear el Charger por entre las maquinarias desparramadas. Parecía que venía halado por la cola al realizar las precipitadas maniobras. La Wagoneer se acercaba. Los motores tronaban con ímpetus blindados.

Sintió un golpe en la parte trasera. Tenía a la Wagoneer en los talones.

Elena dejó escapar un chillido cuajado. El Charger pareció patinar.

Nectario se aferró al volante hundiendo más la chola. El Charger se fue de lado, amellando las paredes del galpón.

La Wagoneer maniobraba para prensarlo contra el muro. Iba a quedar emparedado entre hierros gangosos. Se vieron envueltos en centellas de acero y caucho.

Súbitamente, Nectario pisó los frenos. En reacción de microsegundos, con su mano derecha impidió que Elena se estrellase contra el parabrisas y, con la izquierda, tiró del volante logrando zafarse de la estranguladora metálica, arrancándole el parachoques trasero a su contrincante.

El Charger giró como una zaranda. Se introdujo por una vereda de bultos de algodón. La Wagoneer frenaba con estruendo al otro lado.

El portón estaba cercano. El Charger era una bala.

—¡Por ahí no! —gritó Elena recobrándose.

Ya era tarde.

El portón daba a un puente derruido que atravesaba una quebrada convertida en basurero.

El Charger voló durante cuatro segundos que parecieron eones.

Elena gritó aterrorizada.

—¡Sujétate! —clamó Nectario.

Cayeron de platanazo en una explanada descendente.

La Wagoneer surcó el aire como un misil onírico. No corrió con la misma suerte del Charger. Aterrizó de costado, volteándose espectacularmente.

Nectario pudo verlo por el espejo. Haciendo un esfuerzo supremo, logró dominar la inercia del vehículo y frenó.

La Wagoneer, en su inverosímil voltereta, había detenido su rodada en un arenal entre susurros ahogados.

Elena se sentía desvanecer. Cubrió su cara con las manos, conteniendo los sollozos que aplastaban su pecho. Nectario abrió la portezuela y corrió hacia arriba.

Había un silencio autoritario. Los grillos y las chicharras roían el silencio coagulado. Nectario se acercó a la Wagoneer. Una sombra blanca se aferraba, con rigidez cataléptica, a la ventanilla.

Nectario vio una mano que era como un garfio óseo escurrirse en la oscuridad del interior. Tragó saliva y encajó un disparo seco en la frente. Su último pensamiento fue de franca incredulidad.

Elena reaccionó ante el sonido parecido a un petardo espectral.

Alzó la mirada y observó, en la lejanía, una columna de fuego que perforaba la noche como una punta de lanza prístina y perfecta.

—Se está quemando el ánima del Túa-Túa —musitó para sí, antes de descender con un miedo anónimo que le apretaba los tobillos con una fluctuación extraviada.

Había una mancha blancuzca que reptaba desde los hierros retorcidos de la Wagoneer.

—¡Nectario! —llamó en vano Elena, sabiendo que aquel cadáver no tenía otro dueño.

Se quedó paralizada reparando cómo aquel jaspe invertebrado se erguía. Hasta que por fin vio una cara en el tenue destello de una luna llena que quería deglutirse a la sabana.

—¡¡José Gregorio!!

Fue un terror opaco, recalcitrante, baldado, abominable.

Con espanto de náufrago, corrió. Sus zapatillas se hundían en el blando légamo. Podía sentir los terroncitos invadiendo sus estupefactos talones.

José Gregorio Livorini se lanzó en su persecución. Su pierna izquierda era como de hielo y le escocían las costillas cuando buscaba apresar el aire en bocanadas desesperadas.

Elena huía delante de él. Eran dos torpezas unidas por un cordón umbilical concupiscente.

Corría con desesperación. El pánico no la dejaba pensar. Escuchó dos petardazos más. Supo que la muerte deseaba desandar la distancia. Reprimió un grito de horror y apuró el paso con un mareo opaco. Sus piernas a duras penas lograban mantenerla en equilibrio.

—¡Detente, desgraciada! —oyó la voz hosca del felino.

José Gregorio Livorini veía a Elena en tres, cuatro, cinco jorobas que se difuminaban en los espejismos ingrávidos de la noche. Volvió a disparar con un sentimiento de candelorio en su garra.

Elena resbaló y rodó por lo que quedaba de pendiente. Las piedras y las ramas la herían sin misericordia. Hubiera querido llorar pero el terror era abrumador.

Se levantó en lo plano y corrió, cojeando, hacia la carretera solitaria. Una bala frenética se estrelló con un horrendo pillido a metro y medio de su cara tumefacta.

Vio luces que venían hacia ella. Sin darse cuenta de que ofrecía un blanco perfecto, se desplazó con dificultad entre los haces que desfloraban la tiniebla. Agitó sus brazos con la desesperación de los que se saben condenados.

José Gregorio Livorini se fue de bruces y dejó escapar el último disparo de su 45 cañón largo. Escuchó, a lo lejos, un grito apagado de Elena. Se incorporó, con terquedad de momia de Guanajato, y fue hacia la luz que se había detenido. Con inercia de mentecato, continuó disparando su revólver vacío.

El vehículo se había parado a dos pasos de la aterrorizada Elena. Era una jaula policial.

—¿Qué le sucede, señora? —dijo azorado un agente al ver a la azorada mujer.

Elena se limitó, toda muda, a señalar con la mirada al impertérrito fantasma que se aproximaba blandiendo y percutando un revólver sin proyectiles.

El agente, súbitamente en alerta roja, sacó su arma. E iba a disparar cuando el cabo que lo acompañaba lo contuvo.

—Se le acabaron las balas. No lo tires.

Se le acercó, receloso, y comprobó que era un espanto catatónico. Lo despojó del pistolón con movimiento brusco y cauteloso. José Gregorio Livorini no opuso ninguna resistencia. Su vista estaba perdida en un vacío bordado con los rostros de Elena.

Una moto se acercó rasgando el calor pegostoso de la noche. El cabo le hizo señal de detenerse.

—¿Qué pasó aquí? —preguntó una voz desde la moto.

—Esta señora se nos apareció como alma en pena, perseguida por aquel elemento. ¿Ustedes vienen del ánima del Túa-Túa?

—No, ¿por qué? —respondió otra voz desde la moto.

—Porque se está quemando, según nos acaban de avisar por radio.

Elena emergió temerosa. Se colocó en la luz, tiritando de pavor. El agente, entre tanto, introducía a José Gregorio Livorini en la jaula.

—Mamá... —dijo una de las voces desde la moto.

Sojito bajó de la Harley y caminó hacia ella. El cabo lo siguió. Gonzalo se quedó de espectador.

Elena vio a su hijo con una mirada incomprensible.

—Tu padre... —le dijo.

A Sojito se le aguaron los ojos al verla en tan deplorable estado.

—Tu padre está muerto... ahí arriba... —dijo Elena, indicando hacia la explanada donde había quedado inerte Nectario, o Benavides, con las pupilas llenas de estrellas y nebulosas.

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Copyright ©Nicolás Soto, 1997
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Fecha de publicaciónAbril 2003
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