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Fecundación fraudulenta

Episodio 46

Ricardo Ludovico Gulminelli
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BUENOS AIRES
Jueves, 28 de diciembre de 1989, a las 9 h

—Mucho gusto en conocerlo, doctor Burán. El amigo Lizter se comunicó conmigo telefónicamente y me remitió su carta. Me habla elogiosamente de usted. No lo veo desde el Congreso de Rosario de 1987, pero siempre lo recuerdo. Es un buen hombre...

Juan Carlos Bareilles, prestigioso jurista especializado en derecho de familia, recibió amablemente a Roberto, recomendado muy especialmente por Federico. En su prolijo despacho de la calle Tucumán, había un delicado equilibrio entre la opulencia y la funcionalidad, el mobiliario no era suntuoso, pero resultaba cómodo y agradable a la vista, una gran claridad invadía el estudio, colándose a través de grandes ventanales.

Es un hombre de carácter apacible, reflexivo y afectuoso, tiene cincuenta años de profesión, y setenta y cinco de edad. Sus cabellos, blancos y lacios, caen en raleados mechones sobre su amplia frente, como una nívea lluvia capilar que resalta el brillo de sus luminosos ojos negros. Mide un metro ochenta de estatura, pero parece más bajo porque camina algo encorvado; su aspecto, pese a todo, es agradable y jovial. Afectuoso en sus manifestaciones, ingenioso en sus juicios, y firme en sus decisiones, conserva una notable lucidez y una salud de hierro. Espontáneo en sus actos, todo lo resuelve con la más absoluta libertad de espíritu, como sólo pueden hacerlo los viejos y los niños. La descarnada lucha por el triunfo, la dura competencia profesional, son cosa del pasado. Como titular de uno de los más importantes estudios del país, autor de numerosos libros y publicaciones jurídicas, no puede dudarse que ha alcanzado el éxito. En el último tramo de su vida le ha puesto freno a sus ambiciones, privilegiando lo importante, especialmente los afectos, ahora ejerce la profesión esporádicamente, seleccionando muy cuidadosamente los casos, atendiendo sólo aquéllos que logran motivarlo y despertar su interés. Adora pasar el tiempo con sus nietos, jugar al golf con sus hijos y el trabajo es para él una diversión, un grato esparcimiento más, que da sentido a su existencia. El caso que se le encomienda es difícil, pero apasionante. Recibió a Roberto, dispuesto a «jugar al ajedrez» con sus circunstancias, con la entusiasta predisposición del que se dedica a armar un rompecabezas. Se ubicaron frente a un ventanal, en dos cómodos sillones que, enfrentados, invitaban al diálogo.

—Bueno, doctor Burán, vayamos al grano. Estuve leyendo detenidamente su carta. Es muy completa, creo que toca casi todas las aristas del problema. Es claro que con usted no tendré inconvenientes de comunicación, se nota que está profundizando las cuestiones que le preocupan; en breve lapso será un erudito respecto a ellas.

—Sé que no será así, doctor —dijo Roberto—, carezco de objetividad, no hay nada peor que litigar en causa propia. Por otra parte, mi mentalidad está estructurada para el derecho contractual, de neto contenido económico. El derecho de familia tiene un espíritu menos mercantilista, impregnado de ingredientes sustanciales, intangibles. Se privilegia lo afectivo, lo humano, todos los elementos que sirven a la cohesión del núcleo familiar, especialmente la salud y el bienestar de las criaturas.

—Indudablemente algo de eso hay, en teoría, pero no crea que tanto. Desgraciadamente, también en los conflictos familiares subyace el ánimo especulativo. Por ejemplo en su caso, ¿usted cree que estarían reclamándole el reconocimiento de su paternidad, si su patrimonio fuera ínfimo? No tenga dudas, la pobreza sería su mejor reaseguro. Lo mismo sucede en los juicios de divorcio, habitualmente se complican cuando hay muchos bienes. Los cónyuges se convierten muy frecuentemente, en acérrimos enemigos. Todo lo destruyen en un loco afán de derrotarse, que suele esconder motivaciones de lucro. No niego que existen factores emocionales que influyen radicalmente, pero los materiales son los preponderantes, aunque a veces están disfrazados o no reconocidos. Más lamentables aún, son los procesos en los cuales se discute la tenencia de menores. Suele suceder que el interés del esposo en tener a los hijos aumenta en la misma proporción que el monto de la cuota alimentaria que debe pagar. También se da el caso de madres que lucran con la mensualidad que reciben a favor de sus niños, manejando pésimamente sus fondos. Los menores suelen ser víctimas e instrumentos de los padres. Digamos que el vil metal está omnipresente; el ámbito familiar, humano por excelencia, no podía ser una excepción. Los enfrentamientos entre herederos, sus encarnizadas disputas por las herencias, además de haber inspirado obras inmortales, son un dato de la realidad cotidiana. Esto no significa que sea un descreído, un escéptico con relación a la naturaleza de nuestra especie. Por el contrario, pienso que el universo crece a medida que el hombre se desarrolla, tengo fe en el ser humano. A menudo, la vida nos presenta sorpresas, actitudes heroicas, altruistas. Esa tenue llovizna de humanidad produce efectos benéficos en el alma. Nos hace olvidar la bajeza de algunos sentimientos, las conductas egoístas, el desamparo de inocentes criaturas. En última instancia, nos reivindicamos por nuestros buenos actos. Pero somos animalitos muy codiciosos...

—Justamente por eso, doctor Bareilles... Estuve pensando que quizás sería muy conveniente para mí vender todo lo que tengo. Si realizara mis bienes, invertiría el dinero obtenido en cuentas bancarias de código secreto. No sería difícil remesarlo al exterior, tengo contactos. De ese modo lograría desalentar a estos delincuentes. Me gustaría saber su opinión, doctor...

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 1990
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Fecha de publicaciónEnero 2001
Colección RSSNarrativas globales
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