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Asesinato en el laboratorio de idiomas

Alm@ Pérez
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«China 1989».

Antes de presionar la tecla Enter del ordenador me invade el sentimiento de anticipación y certeza. De inmediato aparecen los rótulos alusivos: China 1989, la plaza Tiananmen abarrotada de jóvenes esperanzados. Se sientan y entonan canciones de libertad, de paz, catapultados por la energía colectiva. En la sentada multitudinaria culminan meses de esperanza y lucha. De los puntos más diversos del país han llegado estudiantes febriles convencidos de la necesidad de un cambio, del poder de su pacífica protesta.

De repente aparecen los tanques. Siguen accediendo por las calles, y avanzan, aplastan, quiebran. Los militares empiezan a difundir el terror. Los muchachos y muchachas gritan, incapaces de modular la magnitud de la brutal pesadilla. La sangre permanece aferrada a las calles durante muchos días. La masacre de Tiananmen es historia y tragedia, repetida en las imágenes inexorables de Internet.

Todavía aturdida, apago el ordenador y regreso a la oscuridad de mi cuarto. Ya es de noche. Las calles empiezan a despertar del letargo. Me pongo zapatillas de deporte y tejanos, aseguro el revólver a mi cintura, y me deslizo entre los grupos de jóvenes con jaqueca dispuestos a repetirse a sí mismos la noche del sábado. Me dirijo con paso rápido a la oficina de estudios internacionales. Nadie parece seguirme ahora. Entro decidida en el edificio y, después de asegurarme de que no hay nadie, abro la oficina sin dificultad. Manipulo también el cerrojo del archivador y accedo a él sin problemas.

Lepeltier, Lewinter..., Li. En la carpeta de Chan Li están los documentos que me había enseñado Smith, pero también aquéllos a los que había aludido; documentos políticos que la acusan de colaboración antirrevolucionaria. Li asociada con uno de los líderes de la plaza de Tiananmen, asesinado en el encuentro. Revisando los papeles se cae una fotografía al suelo. Le doy la vuelta y reconozco en el gesto de Chan Li la misma reproducción que tenía Miguel en su cuarto, la plaza Tiananmen al fondo, pero ahora junto al profesor Martínez. Era obvio que Miguel había escaneado la fotografía y decidido sustituir al profesor por él mismo. Pensé que los documentos de Martínez, también extranjero, debían de estar por allí. Decidí entonces buscar en el archivador la carpeta de Martínez.

Augusto Javier Martínez tenía un historial envidiable. Sus documentos, estrictamente referidos a asuntos de inmigración, aludían sin embargo a numerosos galardones académicos y también humanitarios. Durante el curso 87-88 había asistido como profesor visitante a la Universidad de Hunan, en Changsha, China. Entre los formularios y papeles de su visita encontré un documento relativo a Chan Li que juzgué traspapelado, quizás a propósito. El citado documento contradecía la evidencia de la foto que había encontrado en la carpeta de Li, y en cierto modo justificaba las reservas del remilgado Smith...

Además de los documentos concernientes a su viaje a China, en la carpeta de Martínez se encontraban también aquéllos del proceso de solicitud de la llamada «tarjeta verde», proceso que permite la legalización laboral del inmigrante, admitiéndolo como residente permanente en los Estados Unidos. En el formulario I-485 de la solicitud advertí una interesante disonancia a la serie de negativas rutinarias, aquéllas referidas a preguntas tales como «¿Ha ejercido en los últimos diez años la prostitución, inducido a la prostitución, o planea hacerlo en el futuro?», o bien: «¿Ha estado involucrado en espionaje o tiene intención de involucrarse en actos de espionaje y/o terrorismo?». La disonancia a esas negativas derivaba de la pregunta siguiente: «¿Ha sido alguna vez arrestado, citado por el juez, acusado, o encarcelado por haber quebrantado la ley?». La respuesta marcaba el casillero afirmativo: «Yes».

Cuando estoy a punto de averiguar el motivo de la inculpación y posible arresto de Martínez, se abre la puerta con estrépito y se abalanzan contra mí dos moles uniformadas que me arrastran hacia la salida. Junto a la sorpresa inicial, advierto también la coincidencia irónica con el episodio del malogrado profesor que apunto estaba de desentrañar. Esposada, me meten de cabeza en el coche patrulla y el más grande me da una palmada en el culo. Le llamo cabrón.

El recinto donde me llevaron supuse que era una especie de antesala de la prisión. Mi celda era pequeña, con apenas un retrete, lavabo y catre que parecían formar parte de una misma pieza de metal. La superficie brillaba y olía a desinfectante. Frente a los barrotes de mi celda, a muy poca distancia, estaba la pared amarillenta de aquel recinto que imaginé provisional. Si me apretaba contra los barrotes podía ver, a la izquierda, un trozo de escritorio y una silla desocupada. La oficial de turno parecía aburrida, y de vez en cuando se paseaba por el cuarto silbando una canción de moda. El uniforme que llevaba debía de tener como dos tallas menos de las que precisaba la enorme susodicha, y prometía estallar de un momento a otro bajo la presión de sus rotundas formas.

—Disculpe, pero aquí hay un malentendido —aventuré por enésima vez sin esperanza alguna—. Verá, yo soy investigadora privada y le exijo que me den una explicación. Tengo mis derechos, joder —el exabrupto me salió inapropiado y fatal.

La mujer no me hacía el menor caso.

Por fin se abrió una puerta. Dos señores con actitud algo más amable, o en cualquier caso menos indiferente, me sacaron de la celda y me dirigieron por un interminable pasillo a una pequeña habitación. Que me tranquilizara que todo aquello era mero trámite. En la habitación, equipada para el efecto, me hicieron las fotos de rigor, ésas del letrerito negro de las familiares pelis. Redundante es decir que valoré en muy poco la asociación del momento a los intrépidos filmes. De frente, perfil izquierdo, perfil derecho. Seguro que saldría de desahucio, dada la pinta que llevaba y mi malísimo humor. Aquello pasaba de castaño oscuro. Jorobada y molesta con el ritual, exijo ver a un superior. «¡Tranquilícese señorita!», «¡Cómo que me tranquilice! ¡Esto es un atropello! ¡Y el señorito será usted!», etcétera, etcétera. De vuelta en mi celda, permiten que me siente en el escritorio. Se largan los sabuesos y me quedo a solas con la robusta poli. Nos seguimos ignorando.

—¿Tiene un boli? —aventuré a pedirle sin convicción.

Para mi sorpresa, me extendió un rotulador azul que llevaba en el bolsillo de su apretada camisa.

No le di las gracias.

Había pasado una media ahora de soledad y tamborileo sobre la maltratada mesa del escritorio, cuando volvió a abrirse la puerta y un señor bajito y gordete se me presentó:

—Buenas noches. Soy el comisario Peña, de narcóticos, y éste es mi asistente Wild. ¿Qué tal?

—Pues qué quiere que le diga...

Abstraída como estaba en los sabrosos graffiti del escritorio, la mayoría en español, me daba ya un poco igual lo que fuera a añadir aquel renovado dúo. Había estado haciendo dibujitos y conjeturando sobre las frases malsonantes y enigmáticas de mis predecesores. Por alguna coincidencia inescrutable, se parecían en estilo y tono a las que suelen adornar las puertas de las letrinas: «Pedro, eres un cabrón, pero te adoro»; «Virjensita mia, dame coraje en este mal paso»; «La vida es larga y dura, pues cómeme la vida»; «Por mi madre que te rajo te rajo te rajo»... No faltaba tampoco la popular iconografía de penes en erección junto a corazones atravesados y esbozos de virgencitas. Pero probablemente la mitad de lo que aquí apunto me lo acabé por inventar, dado mi lastimado estado de conciencia en la citada ocasión.

—Disculpe el trato pero era obligado. Tuvimos que comprobar sus credenciales. ¿Así que está investigando el caso Martínez? —el tal Peña me increpaba zalamero. Volví en mí.

—Pues sí, y no tengo mucho en claro —aquello podía ponerse interesante—. Quizás ustedes podrían proporcionarme alguna información.

—Eso depende.

—¿De qué?

—Digamos que depende... —miró al asistente, que permanecía inmutable. El aludido tenía aspecto desgarbado. Era alto, muy delgado y tenía una mata enmarañada de cabello rojizo. Pensé divertida que sólo le faltaba el bombín, o le sobraba una oreja...

—A ver —embestí decidida—. Martínez ha sido arrestado hace ya algunos años. ¿Por qué?

—Por rojo.

—¿Y eso qué tiene que ver con narcóticos?

—Ya se sabe con los comunistas, mala gente. Además, encontramos hace poco heroína en el apartamento de Martínez y suficientes conexiones con el exterior.

—¿Para uso personal?

—Demasiada cantidad. Por otra parte, Martínez no se pinchaba.

—Para alguna amiga, quizás —medité en voz alta, pensando inevitablemente en Chan Li.

—Quién, por ejemplo —a Peña se le encendieron lucecitas de pronto y humedeció imperceptible el bigotito ralo.

—... Pues no sé, algún amigo tendría adicto a la heroína.

—Me parece que usted sabe más de lo que dice. Le convendría informarnos de sus averiguaciones. Sería más prudente —el poli pareció decepcionarse con mi respuesta y recuperó el aburrido tono oficial.

—Y si no lo hago, ¿qué pasa?

—Pues nada, que se ande con cuidado. Aquí gustan poco las forasteras preguntonas.

—Mire, no me venga con amenazas. Yo le digo lo que sé: en el bar Miroir hay un trapicheo oculto de porno y drogas.

—Hace tiempo que lo sabemos. Y qué más.

—Pues nada más.

—Suelta el pico muñeca, me joroban las niñatas que van de lista —se arrancó de pronto el flaco en una voz meliflua, completamente incoherente con la amenaza. Me dio por reír. Aquello se parecía cada vez más a una parodia.

—Y a mí los gilipollas que van de machitos —solté a lo bestia, con más curiosidad por comprobar su reacción que por enfado. Al flaco se le incendió el rostro y fue a por mí. Le detuvo el Peña.

Aquello se estaba poniendo al rojo vivo. Afortunadamente llamaron a la puerta y el melifluo permitió con desgana el paso a una bella mujer de cabello lacio, cazadora y minifalda. La jefe del departamento de Lenguas Romances me había venido a buscar. Los sabuesos hicieron gesto de autorizarme a ir. Antes de largarme, asesté:

—Y dejen de ponerme a nadie pisándome los talones. A mí lo que me joroba son los espías. En cuanto a mi arresto, tendrán noticias de mi abogado muy pronto.

Se miraron con cierta perplejidad, se hicieron a un lado con idéntico gesto y nos permitieron pasar.

Antes de salir, recogí en la «recepción» de la comisaría mi revólver y pertenencias, firmé el recibo consecuente y me marché. A mi lado, la profesora seguía sin decir una palabra.

Ya en el flamante coche deportivo, la jefe me miraba con un atisbo de lástima que me resultó irritante. Yo a mi vez observé con curiosidad sus pupilas dilatadas. Parecía cansada y remota. «Los exámenes», dijo. Sacó un pañuelo de papel de su bolso de mano y lo estrujó contra la nariz. «Tampoco me encuentro muy bien», argumentó, muy poco convincente...

—¿Me pasas algo? —solté así de pronto.

—¿Algo de qué?

—Pues algo. De lo que sea. Llevo un día de mierda y todavía me queda toda la noche por delante.

—Pues la verdad es que no sé de qué me hablas —se empezó a poner nerviosa.

—Venga, anda, no me andes con remilgos.

Cogí su bolso, descargué el contenido sobre mis pantalones y fui enumerando el cargamento privado de la profa. ¡Y se había arriesgado con semejante material en la comisaría! Debía de estar super colocada.

—¿Quién te pasa la droga?

—Mira, en eso mejor no te metas.

—¿Hay alguien más de la universidad en esto?

—Este lugar es muy aburrido. Ya son diez años los que llevo aquí. Seguro que igual que yo más de uno se mete algo.

—Ya.

Escogí un aromático pedazo de hachís y empecé a desmenuzarlo en la palma de la mano. Al poco tenía en mis labios un maravilloso canuto que inhalaba y humedecía con vehemencia. Delicioso. Se lo pasé a la profe de poesía que hizo lo propio. Aparcadas en propiedad oficial, fumábamos en el más perfecto de los silencios.

Todavía quedaban un par de horas para la cita nocturna y decidí tomar una ducha fría y finalizar la serie de vídeos que el difunto había estado viendo los días previos a su muerte. Las películas reiteraban la misma sensualidad, la misma ideología pseudocomunista, los mismos juegos de luces y de colores horteras de los ambiguos personajes de Almodóvar. Nada en claro, quizás tan sólo una obsesión privada del viejo Martínez, hasta cierto punto también ambigua. En una de las secuencias urbanas del cineasta manchego advierto un detalle que me resultaba familiar. Rebobino y congelo la secuencia. Aplicando un papel a la pantalla, reproduzco el contorno de un tosco dibujo.

Hacía una noche atiborrada de estrellas. Apreté mi pistola contra mi cuerpo, haciéndome recordar su presencia a pesar de todo muy poco tranquilizadora. El punto de encuentro era el callejón trasero del bar Miroir.

Esperé unos minutos fumándome un pitillo en aquella noche fresca que auguraba el verano. Recordé momentos similares en geografías diversas, momentos de meditación y cansancio. Aspiro y exhalo el humo con deleite enrarecido de ansiedad. Quizás todo se decida esta noche, quizás mañana mismo pueda marcharme de aquel lugar diminuto donde las buenas intenciones y las alianzas con tabúes morales o políticos se pagaban con la vida. O a lo mejor Martínez había realmente utilizado a Chan Li para su propio interés, pero me parecía poco probable... La coreana, quizás...

Un sonido metálico reverbera a mi espalda. Me vuelvo y me encuentro enfrentada a una figura alta oscurecida contra la luz intensa de un farol de la calle. La proporción coincide, calculo, con la persona que la noche anterior había penetrado a Chan Li. Una voz distorsionada en modulaciones guturales me exige en inglés que abandone el caso, que olvide a Chan Li, que ella es sólo suya y ni la Universidad ni el profesor podían robársela.

—¿Por eso mataste al profesor? Porque quería liberarse de ti y liberar también a Chan Li —aventuré, sin saber muy bien lo que estaba proponiendo.

Noto el recelo en su proximidad amenazante. Mecánicamente aprieto el arma en mi bolsillo. Un destello en la noche señala el filo de un enorme cuchillo. Calculo rápidamente posibilidades y salto a un lado, evitando a propósito hacer uso de mi pistola. Pero antes de poder poner en práctica mis argucias, un golpe brutal reduce aquel cuerpo a una masa oscura a mis pies. Cae un objeto que suena en la calle con el sonido rotatorio de un bate de béisbol. El sonido reverbera en la noche reiterado y preciso, suspendido de todo murmullo. Mientras la realidad despierta de su breve letargo, advierto, frente a mí, la presencia de Chan Li visiblemente relajada, como si despertara de una larga pesadilla de dependencia y angustias. Chan Li me mira con gesto de complicidad. Retuve su mirada un instante y fue entonces cuando empecé a comprender todo con una nitidez sin fisuras.

Un muchacho solitario rondando por la zona advierte la extraña escena, suelta un par de tacos y cuando veo que reacciona le ordeno dar aviso a una ambulancia y a la policía. Registro entonces rápidamente los bolsillos del cuerpo derrumbado de Michael Keith. Encuentro una docena de papelinas y también un folio arrugado, con un poema escrito con la misma grafía que había visto reproducida en notas y documentos. Mientras le ajusto las esposas a Miguel, noto las luces de la patrulla aproximándose. Ni ganas de verles. Dejo a Chan Li junto al cuerpo inconsciente de su amante asesino y regreso a mi cuarto confiando en que el futuro de Li se suture del todo.

De camino a casa, despliego el poema de Martínez:

Deslizándome por el vértice
perfecto de tu espalda
Por el ángulo ondulante
de mi decrepitud
apenas puedo modularte sin herirme
Mi querido amor atravesado
de alambre y de metal
metal que te penetra mientras quedo
exhausto de mi contemplación
de mi total ausencia
                                   de ti.

El viejo Martínez enamorado, el profesor entregado a filantropías y metáforas finiseculares de perversión y locura. Combinación quizás perfecta en un lugar apartado y oscuro de Estados Unidos. El precio de la contradicción quizás fue su muerte y una firma obscena en su nalga izquierda, un diseño arrebatado y salvaje como los textos de urinarios o pupitres, laberintos gráficos de ansiedad y pasión.

Ya en mi cuarto, llamo a la policía y preparo un informe detallado mientras en la televisión se suceden las imágenes distorsionadas de un canal pornográfico privado al que el dueño del apartamento, al parecer, no estaba abonado. En la distorsión, los cuerpos amontonados de hombres y mujeres, figuras hermafroditas, gemían en ondulaciones surrealistas.

Llamo a Pedro. Antes de decir nada me advierte el desinterés total de la empresa contratante. Le pregunto si quiere saber el resultado de mi investigación y no parece muy entusiasmado.

—¿Alguien del departamento? —me pregunta—. ¿La chair quizás? Siempre me pareció un poco quinqui... ¿O alguien tal vez del Miroir?

—Pues siempre tan agudo, Pedro. No, ni la chair, ni mucho menos nadie del Miroir; después de todo, se necesita carnet y autorización para entrar en el laboratorio de idiomas. En el fondo se trata de un crimen pasional bastante común. Durante su estancia en China, Martínez había conocido a Chan Li y había iniciado el largo y complejo proceso que permitiría a la avezada estudiante de español asistir a los cursos de doctorado del Midwest College. El suceso de Tiananmen, en cuya sentada había participado el propio Martínez, había precipitado los acontecimientos. El compañero de Li había sido asesinado en el encuentro, y Chan Li hubiera seguido pasos similares si no hubiera sido por la diligencia del profesor Martínez y la discreta colaboración de la Universidad para sacarla de China de inmediato. Para ello habían redactado un documento que afirmaba que Chan Li no había participado en la sentada, y así facilitar la salida del país. Por otra parte, ese tipo de manejos seguramente fueron frecuentes en el periodo que siguió a la masacre, pero el encargado de la oficina de estudios internacionales prefería que no indagara en semejantes trámites.

—¿Y entonces?

—Miguel sentía devoción por Martínez desde hacía mucho tiempo, tardé en darme cuenta, y ése es uno de los motivos por los que decidió seguir de estudiante tanto tiempo, para estar cerca de Martínez. Pero Martínez se mantuvo siempre estricto y distante, quizás por prurito profesional. Cuando llegó Chan Li y Miguel intuyó que le quitaba terreno, se vengó precisamente amándola con absoluta devoción, e indirectamente metiéndola en las drogas.

—¿Cómo fue eso?

—Miguel era quien llevaba el negocio de la heroína en el pueblo, y se lo había montado con los del Miroir, espectáculo porno y todo. Seguro que le metió a Martínez la heroína en su casa para complicarle la vida. Cuando a Martínez lo inculparon y supo de las movidas de Miguel, probablemente se enfureció con él y lo emplazó a una cita en el Miroir la noche del asesinato. Martínez amenazó con denunciar a Miguel y éste decidió matarlo. Por lo demás, Miguel llevaba bastante tiempo preocupado con Martínez. Miguel sabía que el apoyo de Martínez a Chan Li era definitivo para la carrera de la muchacha. La tesis estaba a punto de acabar y muy probablemente conseguiría trabajo en algún lugar de Estados Unidos. Lo del dibujo lo sacó Miguel de una pintada que aparece en una de las películas del repertorio de Martínez, de la cual el chico tiene copia en su casa.

—¿Y qué pasa con Chan Li?

—La chica se ha estado dejando hacer, impelida quizás por un sentimiento de alienación y amargura. Creo que todavía no ha superado la muerte de sus compañeros y el sentimiento de fracaso y pérdida ante la masacre de Pekín. Probablemente se siente aturdida y desesperanzada, en particular tras el asesinato de Martínez. Muerto Martínez, moría no sólo su apoyo moral sino también la alternativa por lo menos inmediata de conseguir salir de la universidad, eventualidad conveniente para el desesperado Miguel quien había ido notando el desprendimiento progresivo de Chan Li. Miguel probablemente sabe también que Chan Li está procurando por su cuenta la tarjeta verde, paradójicamente con el apoyo gubernamental de China que ha facilitado ese tipo de transacciones tras la masacre.

—¡Pero cuánto morbo! Así que todos tenían una doble vida en ese lugar perdido.

—Qué quieres que te diga. Definitivamente, lo que llamas «doble vida» no es una prerrogativa urbana. Tanto el profe como la chica y el novio de la chica tenían de algún modo una doble vida. El primero trató de ayudar a la segunda, o viceversa. De todos modos, en el pozo de heroína en que Chan Li se ha metido participan otros grados de dependencia. El profesor quiso ayudarla al tiempo que se ayudaba a sí mismo. Y Mike no pudo soportar que la muchacha se le escapara de su propia obsesión...

Cuelgo el teléfono y recupero de mi bolsillo el poema del profesor atormentado y observo el reverso del mismo. Las metáforas de su trabajo, del apocalipsis de fin de siglo, permanecían en el dibujo distorsionado de un pene en erección dolorosamente penetrado por una jeringa.

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Copyright ©Alm@ Pérez, 1997
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Fecha de publicaciónOctubre 1997
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