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La Campana Mágica S.A.

Capítulo XXII

El juez de la quiebra no autoriza la acción de ineficacia

Ricardo Ludovico Gulminelli
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaEn un pequeño y acogedor barcito de la calle Jorge Luis Borges, frente a la plaza Serrano

El lunes 15 de noviembre, el Dr. Stefan citó de nuevo a todos los interesados. Era su costumbre realizar audiencias en la sala del Tribunal para verles los rostros a sus interlocutores y fijar claramente sus posiciones. Magaliños no había logrado reunir la mayoría simple de créditos quirografarios declarados admisibles. Magaliños, no podría pedir la ineficacia de las ventas. El síndico había llegado temprano. Se notaba por sus gestos que estaba muy contrariado. Al no haber logrado la mayoría exigida por la ley, la única posibilidad que le quedaba era lograr que el juez lo autorizara a demandar invocando que había existido una maniobra defraudatoria. Era su última carta; estaba decidido a apostarle todo para no perder la batalla. También estaban presentes el Dr. Daniel Ezcurra, dos importantes acreedores ordinarios vinculados a Magaliños, el Dr. Cortés, y nuestros tres amigos.

El juez Stefan tomó la palabra:

—Señorita, estimados señores, he dictado la resolución pertinente. Los he reunido sólo para ponerlos en conocimiento de la misma y para que coordinemos los próximos pasos a dar ya que no quiero que en mi juzgado se presenten situaciones anárquicas. Sé que hay mucho apasionamiento en este caso por lo que no estoy dispuesto a tolerar desbordes. Soy un funcionario respetuoso de la ley. Todos los aquí presentes saben que si no están conformes con mis decisiones pueden apelar a la Cámara para que sean revocadas. En síntesis, debo reafirmar que los jueces no pueden crean normas jurídicas. Nuestro código civil solamente los autoriza a declarar el derecho ya existente. En consecuencia, no puedo desconocer el alcance de las normas legales. La sindicatura no está en condiciones de demandar una acción de ineficacia de las ventas realizadas por La Campana Mágica S.A. puesto que no ha logrado la mayoría que requiere el Art. 119 de la ley de quiebras. Se necesita el acuerdo de la mayoría simple de los créditos sin privilegio que hubieran sido declarados admisibles. Como surge del cómputo, no se alcanzó tal resultado. La misma proporción se exige para promover acciones de responsabilidad contra cualquier persona que sea acusada de aumentar el pasivo o disminuir el activo de forma malintencionada. Los números hablan por sí mismos. Frente a esta situación, no tengo como juez otra posibilidad que considerar que no se han dado los recaudos mínimos exigidos por la ley concursal, por tanto rechazo el pedido de la sindicatura para que se lo autorice a accionar en contra del señor Marcel, del doctor Mazzini y de las sociedades compradoras que integran. La sindicatura asevera que deben abonar los supuestos daños causados como autores de fraude en perjuicio de la Campana Mágica S.A. pero sostengo que no se ha probado maniobra alguna y mientras no haya una sentencia que declare su existencia, no se puede autorizar la promoción de la demanda como pretende el síndico. Si bien existen circunstancias que con criterio amplio se podrían calificar de anómalas, no considero que se pueda afectar el inequívoco texto del Art. 119 de la ley concursal. Si desconociera este hecho, estaría violando la norma objetiva, lo que como juez no estoy autorizado a hacer. He decidido que el procedimiento siga su curso normalmente y que no se vuelvan a reiterar situaciones conflictivas como la que tuve que presenciar en la última audiencia que realizáramos. ¿Está claro?

Los ojos de nuestros tres amigos se encendieron en forma simultánea, intercambiaron miradas cómplices paladeando el sabor de la victoria, breves sonrisas se dibujaron en sus labios. Clara suspiró como si le hubieran sacado un insostenible peso. Al mismo tiempo, el rostro de Magaliños se iba enrojeciendo de una manera visible. El lado izquierdo de su boca comenzó a palpitar como si tuviera vida propia, su semblante cobró una expresión absurda, como la de quien está a punto de explotar. Con dificultad expresó:

—Señor juez, no puedo evitar sentirme alterado. Tanto esfuerzo realizado para comprobar que en definitiva los incalificables actos de estos señores se ven premiados. ¿Cómo pretender que la gente crea en la justicia? Nadie en su sano juicio podría aceptar que una maniobra tan sucia como la que llevaron a cabo estos sujetos se vea coronada por el éxito. ¿Para qué ser honrado si delincuentes como estos se ríen de la ley? La utilizan en su provecho en desmedro de los funcionarios honestos que como lo ha hecho esta sindicatura, trabajan decentemente todos los días, ¿Qué confianza se espera que tenga la gente común en los jueces?

Stefan se contuvo con esfuerzo ya que las palabras de Magaliños lo habían ofendido. De todas maneras, le contestó con deliberado respeto, aunque con un leve toque de ironía.

—Señor síndico, aprecio que usted valorice en extremo su honestidad y no es mi intención ponerla en duda en esta audiencia. A pesar de eso, sí debo referirme a las bases jurídicas de mi resolución con cuyas consecuencias usted se manifiesta disconforme. No se trata aquí de evaluar cuál es la opinión de los interesados, sino los fundamentos legales de la sentencia que he dictado. En particular, cómo deben actuar en lo sucesivo las partes para no desnaturalizarla. Ha sido ya dictada y como es obvio, no puedo cambiarla ahora. Desde luego, los que se sientan afectados podrán apelar a la Excelentísima Cámara de Apelación para que la misma revoque mi resolución. Mientras tanto, exigiré el más absoluto respeto de la ley y de mis decisiones.

Era ostensible el enfrentamiento de Magaliños y el juez. Fuera de sí, el síndico manifestó:

—Dr. Stefan, nunca hubiera imaginado que usted volaría tan bajo. Es verdad que se está ateniendo a la ley pero sé que en el fondo de su corazón usted sabe que está legitimando una estafa. Con el criterio que usted defiende, tendría que aceptar la validez de hasta la más burda maniobra fraudulenta, por el simple hecho de que no se hubiera logrado la mayoría de votos exigida por la ley. Esto significa que cualquiera que comprara más de la mitad del capital de los acreedores quirografarios como de seguro ha sido el caso, podría evitar ser demandado aunque vaciara el patrimonio de una sociedad en quiebra. Si usted lo plantea de ese modo, quiere decir que se puede estafar dentro de la ley. Mi sentido de la honestidad no me permite aceptar este resultado. Estoy persuadido de que usted como juez tiene herramientas a su alcance para evitarlo. No puede aceptar tan ligero que se defraude a los acreedores, escudándose en una norma que como argentino me da vergüenza.

Pedro sintió la necesidad de interrumpir a Magaliños, quizás a modo de cáustica revancha. Levantó la mano y Stefan lo autorizó a hablar:

—Mi estimado Magaliños, pese a su evidente alteración de ánimo, espero que comprenda que se encuentra usted defendiendo una posición antijurídica: pretende que el señor Juez desconozca una norma muy clara de la ley de quiebras. Debería ir usted al Congreso Nacional a quejarse, ya que han sido los legisladores los que dictaron la ley. Los jueces no tienen otro recurso que obedecerla.

Magaliños contestó visiblemente alterado:

—¡No estoy dispuesto a soportar su ironía, doctor Mazzini! Soy un hombre respetuoso y humilde pero mi deber me obliga a expedirme: ¡usted es un vulgar delincuente, no tendría que estar autorizado a ejercer la profesión! ¡Y no sólo usted lo es! ¡También el Sr. Marcel y la señorita Clara! Se podrán ustedes amparar en una norma legal pero moralmente, todos los aquí presentes saben que son despreciables.

Pedro hizo esfuerzos para no agredirlo, se cuidó bien de que su voz fuera escuchada por todos los asistentes:

—Mire Magaliños. Si vamos a describir conductas, creo que usted no es el más indicado para pregonar moralidad. Desde el inicio, su comportamiento ha sido falsamente ético. Sus antecedentes por otra parte, no son nada limpios. En realidad, lo que usted siempre buscó fue un beneficio económico. Su enojo proviene de no haber logrado su objetivo. No se haga el inocente. Si tiene algo que objetar, objételo, pero utilice argumentos jurídicos. Usted es el síndico; más que nadie tendría que saber que debe actuar conforme al derecho. El legislador exige la autorización de los acreedores por obvias razones. Usted lo sabe Magaliños: se ha legislado de este modo para que los síndicos no demanden a las empresas en quiebra por cualquier banalidad para luego extorsionarlas. Es lo que usted está tratando de hacer ahora, justamente, comprometer al patrimonio de la quiebra con acciones que están condenadas al fracaso, que le costarán mucho dinero a los acreedores. Si no le gustaba el resultado hubiera convencido a los acreedores para que votaran a favor o para que accionaran individualmente. En este punto es demasiado tarde. Si ellos no aceptan que se promueva demanda, mal que le pese las ventas quedarán firmes.

Magaliños pareció entrar en erupción:

—Usted me ha tomado por estúpido Mazzini. He hablado con los acreedores, por supuesto que lo he hecho. La mayoría fue comprada por usted y por sus cómplices, ¿se cree que no me he dado cuenta de que fue así? No crea que soy idiota. Tengo muchos años en estas funciones. Ustedes se aseguraron tener la mayoría de los votos para que el juez no pudiera autorizar la promoción de la acción de ineficacia de las ventas. Esto lo sabemos todos.

Pedro siguió utilizando su cortés expresión.

—Lamento su errado enfoque, contador Magaliños. Está muy equivocado, créame. No hemos tenido contacto alguno con los acreedores. Eso podría averiguarlo fácilmente si se preocupara en investigarlo. Ni siquiera los conozco. En cambio usted a quien tanto le preocupan, no respeta su voluntad. Por algo no quisieron votar a favor de demandar la ineficacia de las ventas. Ya que está tan seguro, convenza al menos a uno para que demande individualmente. La ley le permite hacerlo. ¿Por qué no se preocupa entonces por utilizar esta vía, en lugar de quejarse por la que ya no puede utilizar?

Magaliños contestó airado:

—No me haga reir, Mazzini. Usted sabe muy bien que es casi imposible que un acreedor demande la ineficacia de actos jurídicos realizados por la fallida. El legislador le ha cerrado todas las puertas. En este caso, le obligaría a pagar tasa de justicia sobre el precio de ambas ventas; no le permitiría obtener beneficio de litigar sin gastos, aún en contra de tratados internacionales como el de San José de Costa Rica; como si fuera poco, el juez podría exigirle fianza para responder a las costas del juicio y si no la otorgara, tenerlo por desistido del juicio. ¿Qué acreedor correría tal riesgo? Usted bien sabe que ninguno. Si por casualidad alguno estuviera dispuesto, es probable que no tendría solvencia para afrontar los gastos. Estas acciones, de hecho han sido erradicadas de nuestro orden jurídico. El legislador respondió a intereses espurios. Creo que el Sr. Juez no tendría que protegerlos; por el contrario, debería defender a la justicia.

Stefan no se quedó callado ante tamaña acusación.

—Mire, Magaliños. Su falta de respeto me está cansando. Si reincide le impondré una sanción severa. No voy a tolerar que me acuse de obrar antijurídicamente. La ley no la redacté yo y mi obligación es respetarla. Actúe legalmente como mejor le parezca, pero no le eche la culpa a un magistrado por aplicar un sistema legal vigente.

Magaliños desquiciado, siguió agrediendo al juez:

—Perdóneme, Sr. Juez, esperaba más de usted. Los grandes principios del derecho no pueden ser vulnerados por normas particulares. Usted no puede legitimar una estafa fundándose en un texto que exige autorización de los acreedores, cuando es obvio que los mismos han vendido sus créditos, justamente para que los compradores de los bienes de la Campana Mágica S.A. puedan asegurar las ventas efectuadas por dicha sociedad.

Stefan contestó contundente:

—Mire Magaliños, usted me obliga a darle una opinión más profunda sobre el tema que nos ocupa. Hasta ahora se ha referido a la imposibilidad de obtener la autorización de los acreedores, asegurando que éstos han vendido sus créditos al Sr. Marcel y al Dr. Mazzini o bien a sus testaferros. ¿Es así?

El síndico contestó rápidamente:

—Efectivamente Sr. Juez, es lo que estoy diciendo.

El magistrado continuó:

—Bien, Sr. Magaliños, pero usted está omitiendo algo fundamental: olvida que aunque hubiera tenido la autorización de los acreedores, para que se declare la ineficacia de las dos ventas realizadas en el período de sospecha por La Campana Mágica S.A., además tendría que probar que la fallida ha sufrido un perjuicio por culpa de los adquirentes. Téngalo en cuenta, porque para mí no ha existido daño imputable al Sr. Marcel ni al Dr. Mazzini, ni a las sociedades compradoras que ellos constituyeran. Si me atengo a los hechos que surgen de las actuaciones, las firmas compradoras de los bienes pagaron el precio comprometido y dicho pago consta en las escrituras públicas confeccionadas por escribano público. Como si esto fuera poco, el dinero ingresó en cuentas bancarias de La Campana Mágica S.A. Que luego esos fondos hayan sido retirados por el Sr. Paolo Galleri, director de la sociedad fallida hace suponer que ha defraudado a la sociedad que dirigía. Por supuesto, esto no puede ser imputado a los que compraron bienes de la fallida abonándole la totalidad del precio. Usted podrá decir que fue una maniobra fraudulenta. Bien, formule la pertinente denuncia penal. Veremos qué surge de la investigación. Mientras tanto, estoy obligado a seguir los hechos exteriorizados sin olvidar que en nuestro orden jurídico existe una presunción de inocencia. Nadie puede ser declarado culpable de un delito sin que previamente exista sentencia penal firme condenatoria. Más, si se considera que los pagos surgen de actas notariales y de registraciones bancarias. ¿Qué más podría pedir? ¿Usted pretende que prejuzgue y que condene sin proceso alguno a los señores Marcel y Mazzini y a las sociedades anónimas que resultaran compradoras? Está pidiendo usted demasiado, contador Magaliños. Me extraña su comportamiento. No ha sido coherente desde el inicio. No he sido designado juez para satisfacer intereses personales; mi obrar es objetivo; sólo se puede fundar en la ley vigente. Convoqué esta audiencia para expresar estos conceptos. Sé muy bien que hay tensiones graves con respecto a estas cuestiones. De ahora en más no toleraré ninguna actitud que no se encarrile en la normativa aplicable. Si alguien pretende algo más, que acuda a la vía correspondiente. Usted Sr. Magaliños, vaya ante un juez penal, pida a la Fiscalía que investigue, pero se lo advierto: no aceptaré que perturbe el procedimiento concursal que debe proseguir mediante la liquidación de los bienes.

Magaliños tenía los ojos vidriosos; apenas se podía contener; finalmente dijo:

—Está bien señor juez, que se liquiden los pocos bienes que no se robaron estos malhechores. Si es que existe Dios, ya recibirán algún castigo.

El juez respondió secamente, como terminando el diálogo:

—Señores, hemos cumplido el objetivo de la audiencia. Quedan ustedes en libertad. Les ruego que firmen el acta de esta reunión. Buenos días.

Los asistentes se comenzaron a retirar. A la salida de la sala, Pedro casi tropezó con Magaliños. Este le dirigió una mirada cargada de odio y de resentimiento. En voz baja, le dijo:

—Ustedes se creen muy astutos, piensan que burlarse de mí les saldrá gratis. No tienen la menor idea de con quién se han enfrentado. No se comerán todo el pastel como piensan. Tienen cuarenta y ocho horas para pensar en esto.

Pedro le contestó disgustado:

—¿Me está amenazando, Magaliños? Nosotros tampoco somos nenes de pecho, ¿pensó que nos iba a voltear tan fácilmente? Su ambición lo perdió.

El síndico volvió a decir con un gesto serio:

—Cuarenta y ocho horas, Mazzini, cuarenta y ocho horas...

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Fecha de publicaciónEnero 2013
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