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Un día, una bomba

La canalla

Mariano Valcárcel González
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Fermina lo recibió con su diligencia habitual dándole en resumido discurso el parte de noticias que le podían interesar. Antonio María pidió localizase de inmediato al mayordomo, que puesto en contacto informó de las escasas novedades producidas en el estado de su padre, pasado a planta en esa misma mañana, lo que podía indicar que el peligro empezaba a remitir o que se dejaba al proceso que siguiese su curso natural. Sebastián se negó a retirarse.

El diputado no tenía más remedio que enfrentarse a los temas mundanos y prosaicos del bufete; al fin y al cabo su mayor fuente de ingresos.

Sí, debía haber incompatibilidad entre la dedicación política y la dedicación privada, pero era común el salvarla mediante algunos aspectos formales como por ejemplo no aparecer como firmante o fedatario oficial de informes, trabajos y demás ejecuciones. Los socios están para algo y también los amigos y siempre había algunos que no tenían inconveniente en cubrir esos aspectos legales (o ilegales según se mire). Era práctica habitual y todos los que podíamos la realizábamos más o menos abusivamente.

Yo contribuía económicamente con regularidad a varias organizaciones de las que ahora se denominaban ONGs y generosamente también a la agrupación del Partido. Así que todos contentos.

Despacho profesional, triquiñuelas, engaños legales... El Derecho y la Ley en España es un lodazal en el que habitan o resbalan los más cínicos o los más ingenuos de nuestros ciudadanos: algunos se alimentan de ese lodo. Pobre del que se enrede en tal maraña, no saldrá indemne ni bien parado casi nunca. Tenemos uno de los países con más textos legales emitidos y reformados: unos se solapan a otros a veces en franca contradicción y de ahí el terreno cultivado para alargar los procesos o lograr sentencias completamente irracionales e injustas. Caer en un pleito es arriesgarse a perder hasta la camisa... «Pleitos tengas y los ganes».

Pienso que las leyes han de ser pocas pero muy claras; y los tribunales menos dependientes de la personalidad del juez y de las decisiones preestablecidas o dirigidas por motivaciones ajenas, inducidas o exigidas por presiones sociales, políticas o económicas. Debiera haber más control del llamado Poder Judicial, uno de los tres de la democracia liberal burguesa.

Esta es una asignatura que cuesta trabajo aprobarla en España. Remover tantos poderes e intereses es utopía, y aunque se dijo una vez que «la playa está debajo de los adoquines» es verdad que alguien deberá, siempre, remover esos adoquines. Así pienso yo, y en ello estoy: intentándolo al menos en trabajo casi de francotirador, aquí lo del equipo no existe y uno se descorazona y desencanta cuando los que tienen el poder esgrimen «razones de estado» para no obrar. Ahora voy teniendo claro que me queda poco tiempo en la actividad política, que prescindirán de mí.

Miro por el ventanal del despacho.

Está brumosa la mañana, o tal vez es esa polución pertinaz que nos cubre cual capa protectora. Se nota claramente cuando te acercas a la urbe. Ya es casi la cobertura normalizada de un anormal desarrollo urbano. Los edificios neoclásicos y modernistas de las zonas de la alta burguesía van cayendo ante las nuevas construcciones de cristal y acero, frías e impersonales, depredadoras como los negocios que albergan. La luz se filtra matizada alargando formas y volúmenes en desvaídos tonos; y debajo va la vida surgiendo con rutina persistente. Todo dentro del desordenado orden: vehículos atiborrando la calzada, peatones siempre con prisa, esas ambulancias o coches de policía metiendo ruido y sin poder avanzar... Cotidianeidad de la capital del Estado, sin estatus de tal, o de la capital de su propia y artificial Comunidad Autónoma. Todo un invento. Tres veces capital y una sola ciudad: algo tan misterioso como lo de la Santísima Trinidad.

—No me concentro. No puedo entender lo que me pasa Fermina, sí, sí, de acuerdo —me fío de ella—, sí, hazlo... —me marcho.

Un café en el bar de abajo, olor a café siempre confortante. Y a tostadas. Algunos desayunan así a media mañana. Ahora mismo lo están haciendo. Ejecutivos; parecen calcados, sacados de un mismo molde, iguales gestos, iguales trajes, conversaciones igualmente intrascendentes o igualmente interesadas.

Hay un culto al ejecutivo. Al hombre de negocios de nuevo cuño, al triunfador. Incluso en los aledaños y dentro del Partido se han instalado estos secuaces amparados en la fábula de la pronta modernización del país. Espero no nos genere un disgusto esta idiotez.

Mientras tomo el café entra un vendedor de cupones. Esto sí que no ha cambiado. Confiamos en la suerte, toda clase de suerte, los ciegos, la lotería, las quinielas, algo que nos caiga desde el cielo sin suponer esfuerzo alguno. Rentistas, esa es nuestra reconocida vocación. Vende sus cupones sin problemas.

—No, yo no quiero, gracias.

Al salir del local casi choco con un motorista, a juzgar por el casco que lleva en la mano, que se disculpa con voz muy queda que apenas entiendo.

Nada, no es nada —le tranquilizo.

El otro me miró un momento, tenía los ojos azules, una nariz ganchuda y era rubio pajizo de pelo lacio; me sonrió brevemente, apenas una tímida mueca en su ancha cara, antes de penetrar en el bar.

Quiero leer algo de prensa, dar un paseo y luego volver al hospital.

Volver con Juan de Dios.

Las conductas humanas son incontrolables, impredecibles y sobre todo inexplicables. No hay moldes ni recetas. ¿Por qué tuvo que volver mi madre con aquel sujeto? ¿Por qué romper con lo que ya tenía, con lo que le era más cómodo y más rentable? ¿A qué perderse de nuevo?... Ni ella lo podía decir ni justificar: tan absurdo lo sabía.

El no dejarle ni una nota al otro era su mejor explicación.

Subió al taxi tras darle al conductor la maleta, sin mirar adentro. Arrancó el vehículo y su hombre se quedó observándola con toda la fuerza y la prepotencia que le daba su victoria. Sí, ya estaba allí, como él quería y como debía ser... ¿cuándo no se había salido él con la suya? El taxi volvió a los arrabales, a aquella carretera de Aragón ya casi olvidada; volvía a la ruindad en brazos del hombre que por primera vez se había asomado a su vida y que la había ofuscado de tal forma que sólo existía ya ese hombre; todo lo demás había sido un sueño, un bonito sueño.

Las películas que Rafaela había visto no eran más que eso: sueños bellísimos que se desarrollaban con verosimilitud y que servían para que la prosaica realidad, realidad que no se quería reconocer, se olvidase durante un tiempo. Pero la realidad siempre se impone. ¿Por qué laberínticos vericuetos se instala la oscuridad en la mente? ¿Por qué ante opciones claramente definidas una fuerza negativa nos impulsa hacia las más destructivas?... La destrucción era la meta segura y admitida a la que voluntariamente ella marchaba. Siglos de fatalismo campesino servían para atraparla en su cárcel de oscuridad.

Pararon frente al club que ya conocía. Nunca dudó del destino. Él sacó la maleta y agarrándola del brazo la hizo penetrar en el garito. No se veía nada, solo las chillonas luces de la barra y puntos amortiguados dispersos. Una música pretendidamente ambiental invadía el local y el olor saturado, húmedo, mezcla de olores humanos y químicos, tabaco, alcoholes diversos y lo que podrían ser ambientadores perfumados como tapaderas de los anteriores. Un vahído de asco la invadió mientras acomodaba la vista. Grititos, risotadas, unas manos le apretaban los hombros, otras la tomaban por la cintura... La voz de Juan de Dios, perentoria, pedía una consumición a la vez que pasaba la maleta por encima de la barra. Se le notaba eufórico. Ella declinó tomar nada. Cuando se acostumbró a la oscuridad distinguió a dos de las fulanas habituales; nadie más había allá. Las conocía bien, sí... Y había que reconocer que a su modo no eran malas personas; sólo que el encanallamiento ya les había calado tanto que las convertía en seres insensibles, incapaces de reacción para evitar su situación degradada. Sabía lo que le esperaba, ya no se hacía ilusiones. Viviría esclava, como aquellas, del cuartucho a la barra y de vez en cuando una jornada de descanso, que no de libertad, en compañía del chulo. Y a aguantar lo que le echasen.

Juan de Dios, una vez acabado el trago, condujo a Rafaela al interior y en el mismo cubil de la vez primera le hizo el amor, si se le pudiera llamar así a lo que él perpetraba. Sea por la larga separación o porque algo de humanidad sí que había en aquel hombre, Juan de Dios se comportó con menos brusquedad, incluso delicadamente. Al terminar le expuso sus planes, innecesariamente porque los hechos a la vista estaban.

—Rafaela, yo no puedo llevarte a mi casa, eso tú ya lo comprendes. Como tampoco tienes trabajo, porque en cuanto te convirtieron en una señorona te sacaron del que tenías, creo que lo mejor es que te quedes aquí. Ayuda a las niñas en lo que puedas y, mira yo no soy celoso, si te conviene aprovecharte de tu bonita figura hazlo enhorabuena y así sacaremos los dos algo de todo esto en limpio. Tampoco es una cosa del otro mundo y les diré que tengan mucho cuidado en ver con quien te meten; que tú eres una hembra con clase, ¿entendido? —ella nada contestaba—. De todas formas hoy no vas a empezar, faltaría más; que yo te quiero de verdad y no soy tan cerdo como algunos se piensan. Por seguridad, por si te buscan, quédate aquí dentro pero no hay tratos, ¿entendido? Hoy estás sólo para mí.

Allí se quedó, vistiéndose. Sola. Ya sin lágrimas ni sensación alguna, muerta a todo lo externo. A media tarde apareció una de las del local llevándole algo de comer.

—Anda chiquilla, que no te vas a quedar en la cama todo el día. Tienes al menos que tomar algo. Mira, esto es lo que hemos comido y te hemos dejado una parte. Verás como con los días esto va bien y hasta lo vas a ver divertido —mientras, le ponía la comida en el desvencijado mueble y la incorporaba del lecho—. Si eres lista sacarás buen dinero y quien sabe si con el tiempo te puedes quitar de en medio. Yo conozco a tu Juande y no es malo, hace esto porque te quiere. A otras las trató mucho peor. Verás como te deja hacer a tu gusto sin avasallarte.

Mientras charlaba ininterrumpidamente le cortaba el pan y le iba retirando los platos que ella, maquinalmente, comía. A veces le acariciaba el pelo. Rafaela la dejaba hacer sin resistencia.

El golpe que recibió Jaime fue brutal.

Comprendió enseguida al ver la alianza. Ni trató de averiguar lo que se había llevado de los armarios. A nadie de la casa preguntó. Sólo aclaró a la servidumbre «Que la señora se había marchado para una larga temporada» y advirtió que eso era lo único que debían saber y que debían decir.

Se ocultó él también en su trabajo; prácticamente del despacho no salía. La vida la redujo al mínimo que sus obligaciones sociales y los negocios le permitían. Empezó a frecuentar la compañía y el consejo que de un cura, conocido desde la guerra, que ejercía en una parroquia de barrio obrero. Se les veía muchos días paseando pausadamente o sentados en alguna cafetería.

Por cierto, que Antonio María se había olvidado del padre Eugenio, ¡vaya, y que no se lo perdonaría si no le avisaba! Corrió al teléfono público más cercano y marcó.

—¿El padre Eugenio?

—Sí, ¿quién es?

—Soy Antonio María Echávarri, yo...

—¡Bueno, ya era hora que me llamaras! ¿Te parece bonito que me tenga que enterar de lo que pasa por la prensa?

—Lo siento padre, lo siento, de veras. Es que no he tenido tiempo de nada y no me he acordado de contactar con la gente, ni con los más íntimos. Es imperdonable, lo siento...

—Bien, ¿y cómo anda Jaime?

—Creo que bien dentro de lo que cabe; lo han pasado a planta. Padre, ahora voy al hospital, si no tiene inconveniente me paso por la parroquia y se viene conmigo.

—Ya tardas hijo.

Eran sus formas: expeditivas.

El padre Eugenio Herrera era expeditivo. Había sido seminarista en pleno periodo prerrepublicano y tras la revolución social republicana hubo de refugiarse en su pueblo, al seguro familiar. Estallada la contienda pasó a las filas franquistas donde ejerció de sanitario. Demostró valor suficiente para ser ascendido y condecorado. Al terminar la lucha volvió al seminario y profesó. Sin embargo algo se había quebrado en su conocimiento, en su conciencia.

Al contrario que la generalidad de los eclesiásticos, que se consideraron vencedores de la «Santa Cruzada» y aplicaron su santa revancha sobre los vencidos, él había madurado de una forma crítica consecuente con los hechos que habían dado lugar al desastre y sobre todo de la parte de culpa que en ellos tenía la Iglesia Católica española. Y tras esa consecuencia obró de allí en adelante. Su honestidad a toda prueba era su fortaleza y escudo frente a todos: los de izquierdas que recelaban muy profundamente de sus intenciones y los de derechas que se sentían traicionados. Él seguía su camino y poco a poco recogía sus frutos.

Tras pasar por una experiencia educativa que se iniciaba en Andalucía, precisamente orientada a los más abandonados, terminó viniéndose a su parroquia de Madrid.

Frías mañanas y duros días, largas noches le esperaban al sacerdote en su ideario religioso y social. Desprecios, rencores, incluso acciones contra sus enseres. La policía lo llamaba de vez en cuando y lo trataba de intimidar, el obispo hacía otro tanto considerándole el peligro que corría y nada de ello le perturbaba en demasía. Se hizo famoso por una fotografía que le fue tomada y publicada en prensa cuando, con su sotana, su chaqueta negra de lana y su bufanda pasaba a través de los efectivos de la policía, fuertemente armados, para llevar en su cestillo alimentos a unos obreros encerrados en el local parroquial. Algún «gris» le apuntó con su carabina.

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónSeptiembre 2013
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