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Un día, una bomba

Ojeo

Mariano Valcárcel González
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Ahora andaba tras un posible objetivo.

Se le había ordenado localizar a ciertos políticos, en especial y con prioridad si eran del partido gobernante, al que había que castigar por lo de Argel. Sí, habían roto las conversaciones, no querían entenderlo, ellos, los luchadores de la izquierda abertzale, tenían el verdadero poder y por dos grandes motivos, el poder de su inapelable razón histórica y el poder de su inapelable amenaza siempre presente y operativa. Se merecían pues una rotunda respuesta.

Entre los objetivos se encontraba un diputado joven y soltero, que vivía con su padre y con el servicio en un gran piso en el mismo centro capitalino. Siendo joven y no contaminado del franquismo anterior el golpe emocional sería todavía mayor, la advertencia estaría tan clara y diáfana que no habría dudas sobre lo que se pretendía, lo que se imponía a esos socialistas de nueva hornada, tan tecnócratas ellos. Era además de origen navarro y eso lo consideraba Garmendia, que también lo era, como agravante y casi ofensa personal: sería más ejemplar su castigo.

Ya lo tenía bajo seguimiento cuando había sucedido algo que alteró la vida rutinaria del objetivo, parecía que su padre estaba muy enfermo y lo habían hospitalizado, así que se cambió el orden diario. El hombre no salía del hospital o lo hacía sin horarios fijos. Debía reconsiderar todo el operativo, pues según se moviese se podría facilitar o impedir la ejecución. Por lo tanto se prolongaba su estancia, creando también más peligro para toda la operación.

No tenía constancia de que la policía ni otros servicios estuviesen siguiéndole los talones, eso lo podía olfatear, pero no le agradaba la situación. Además le iban a mandar, para ayudarle en la misión, a una muy cercana al núcleo de mando, famosa por su dureza y falta de escrúpulos. El peligro entonces sí que sería real, en cuanto los otros la detectasen. Y habría que actuar con suma rapidez entonces. Tenía un apellido impronunciable, pero la llamaban Mireia, su nombre de guerra.

Así que a la vez trataba de prorrogar le llegada de ella.

Garmendia no simpatizaba con Mireia.

La tal camarada era antipática, mandona, intransigente y espantaba a quien se situase a su alrededor sólo con mirarlo. Pero es que además se consideraba por encima de los hombres; vamos, que decía tener más cojones que todos los de la banda. Ya había demostrado su sangre fría rematando a alguna de sus víctimas delante de sus hijos, sin un atisbo de misericordia. No, no le temblaba el pulso.

Consideraba que se la ponían como vigilante, para controlarlo más que para ayudarle. No se respiraba buen ambiente en la organización, sobre todo después de las defecciones recientes. La dirección ya había advertido que no toleraría más movimientos, nada de pensar por cuenta propia: la organización ya pensaba por todos. Si querían llegar a la meta, y llegarían, no había más que decir, ni pensar, solo hacer. Así que «Órdenes son órdenes», se decía el sujeto; y debía admitir que la muchacha era una experta en la preparación, colocación y activación de explosivos y su especialidad, que eran las llamadas bombas-lapa. La forma de operar tenía que ser precisa y rápida y ella lo sabía hacer muy bien.

Para que diese resultado el atentado, aparte de la bomba, tenían que asegurarse que el objetivo fuese accesible y que coincidiesen todas las circunstancias favorables y ya previstas. Chapuzas nada. Así que el trabajo de campo debía ser muy preciso.

Por ello decidió que el blanco más fácil era el diputado Echávarri, y se centró en el mismo. Quizás no sabía, cuando cruzaba la muga por la ruta de Saint Jean Pied de Port que hacía el mismo camino, pero al revés, que un ilustre ancestro del sujeto al que señalaba para el sacrificio; tampoco que su padre había vivido, andándola, las mejores jornadas de su vida. Se arriesgó a realizar un acercamiento, un reconocimiento prácticamente personal. El hospital podía ser el lugar, por público y concurrido, más apropiado.

El primer encuentro con su víctima lo tuvo en las escaleras de acceso al hospital: la entrada principal. Bajaba el sujeto acompañado de un hombre mayor que no era ni político ni policía, pues lo había visto en sus exploraciones ya dentro del edificio. Se demoraban los dos al bajar la escalinata y vio la ocasión en la actitud el acompañante, que encendía un cigarro. Sin pensárselo se acercó y pidió fuego tras sacarse del bolsillo el suyo. Mientras agachaba la cabeza para alcanzar la llama del encendedor, procurando la actitud del que protege el fuego, miraba de reojo con rapidez a su objetivo.

El político era joven, tal vez más de lo que había supuesto o al menos así lo aparentaba; despejaba su frente en ese momento pasándose la mano por el pelo en ademán mecánico del que tiene que presentarse habitualmente bien peinado. Mostraba algo de cansancio y tristeza, que se dejaba adivinar en su mirada indeterminada y en la expresión de la boca, de labios apretados. Sus facciones eran correctas; y ese pelo que tanto cuidaba lo llevaba bien cortado, casi demasiado, quedándole una señal de la infancia añorada y que tal vez no deseaba abandonar; marcaba raya a la izquierda. Como era de suponer vestía con clásica elegancia, donde no faltaba la corbata: la del picapleitos de buen bufete poco fajado en temas de los bajos fondos. Un niño bien.

Era un burquesito jugando a socialista. Cosa cómoda para los nuevos tiempos. Se le podía eliminar sin demasiados problemas de conciencia, si es que llegaba a tenerlos.

Cuando creyó todo bien definido dio conocimiento a la dirección. Obtuvo el visto bueno y la autorización; a poco le enviarían a la compañera Mireia.

Consideraba todo, incluso los problemas que tendría con aquella mandona, tomándose unos buñuelos de bacalao en el chisque que había al lado de la Puerta del Sol.

Le encantaba la Puerta del Sol, pasar por la Plaza Mayor, andorrear por el viejo Madrid de los Austrias y los Borbones... Buñuelos de bacalao, recién fritos, la cervecita fresca y el gentío que se apiñaba en el pequeño local, donde se debían de dar codazos entre andaluces, extremeños, catalanes, guiris y hasta con los de la propia etnia castiza. Gentes ajenas a lo que él estaba representando allí, que no alcanzarían a saber hasta dónde su sudor podría haber sido su último sudor, que sus carcajadas podrían haber sido las últimas que oyesen o emitiesen; que esa cerveza hubiese sido el último sabor que quedase en sus labios...

Le acompañaba su primo, hijo del tío Cosme, el que lo había mantenido en la ciudad mientras cursaba sus estudios. Sí, lo había llamado para saludarlo, eso no lo pudo evitar aunque era contrario al reglamento de los asesinos; total que estaba allí de paso...

Contestaba casi automáticamente a las preguntas del otro, sin darse cuenta de lo que se trataba. No era bueno implicarse emocionalmente en los operativos, regla elemental, pero esta vez es que no podía evitarlo, él estaba en «su» Madrid. Mala suerte conocerlo tan bien y ser por tanto el sujeto idóneo para tal misión. ¡Si hubiese sido en una playa cualquiera de cualquier lugar turístico de moda! Le consolaba el creer que el daño había de ser mínimo, total que el objetivo era una sola persona y solo esa persona debería morir, a ser posible. No quería pensar, pero pensaba.

¿Estaría volviéndose un blando? Y se contestaba que tal vez sí, porque venía ya desde atrás que se empezaba a reconsiderar todo lo que se le había inculcado, desde las profecías sabinianas del padre cura de sus años escolares hasta la reconversión marxista-revolucionaria en mezcla atroz con aquellas. Y más en la necesidad de plasmar todo en fórmulas de una llamada lucha armada que —en verdad, y lo reconocía— era sólo una ventajista forma de asesinar. Que reconsiderase estos temas no implicaba, por el momento, que decidiese abandonar el campo, eran reflexiones internas que se guardaba bastante de hacer públicas, no era un valiente que se la jugase por nada o sólo por su propia dignidad; sabía cómo habían terminado quienes lo hicieron. Y pensaba en la maldita camarada Mireia, puesta allí no únicamente para colocar una bomba lapa sino también para controlarlo a él. Y pegarle un tiro si hiciese falta.

—¿Te acuerdas, primo, de aquella rubia pechugona que no te quitaba ojo?

—Será que yo no le quitaba el ojo a ella —rectificó Luís.

—De las dos cosas había, es verdad... ¿te acuerdas entonces de ella?

—No me voy a acordar...

—Es que estaba buena la muy cabrona, ¿eh?; pues sigue por allí.

—¿En el barrio?

—Sí.

—¿Y a qué se dedica?

—A tener hijos.

—Vaya, pues prometía algo más...

Era insustancial, trivial, intrascendente la conversación, Luís no quería entrar en temas que podrían comprometerlo. Tal vez su primo ya intuía algo, tampoco él preguntaba la finalidad de ese viaje a la capital de las Españas.

El primo recordaba cierta conversación de años atrás con Luís y otro sujeto con los que andaba una tarde. Analizaban la situación política de la nación, eran jóvenes e idealistas, comentaban del franquismo y su próxima e ineludible caída, la opresión tremenda que se ejercía contra los deseos y derechos del pueblo y en especial del vasco, siempre en lucha. Salió por medio el nombre de ETA, de soslayo, casi sin importancia, pero dieron a entender que ellos ahí tenían algo que ver. O eso creyó él.

Cuando el Almirante voló por los aires no pudo menos que pensar si su primo Luís no habría estado metido en el ajo. Luego vinieron los años de plomo en los que la organización terrorista creció en virulencia y en crueldad. Y ahora se encontraba de nuevo, como por casualidad, con su pariente en esta ciudad castigada.

Los dos llevaban sus pensamientos casi en las mismas direcciones mientras caminaban hacia la boca del metro más próxima. Las gentes pasaban atareadas; los taxis y autobuses acarreaban sus cargas de material humano en perpetua zozobra; las escasas nubes surcaban por el contrario con lentitud el cielo de Madrid, tan alabado como perdido. Los muñequitos rojos y verdes de los pasos de peatones manipulaban y controlaban a los rebaños de bípedos, siempre agregados en aluviones de paso intermitente, entremezclándose, dispersándose, deteniéndose y avanzando bajo la mirada atenta del anuncio de Tío Pepe, del ave Fénix alzada en la cúpula elegante de edificio principal o la indiferencia señorial y socarrona, pasada de toda sorpresa mundana, del más que escarmentado Miguel de Cervantes, allá en mitad de su plaza.

Se despidieron con un abrazo y una promesa de volver a verse, por allí o por allá, ¿qué más daba? Los dos sabían que tal vez eso no llegaría nunca.

Garmendia estaba cometiendo demasiadas infracciones a las reglas aprendidas e iba a cometer una más; a reincidir en la ya cometida, esta realmente gravísima: había mirado a los ojos a su víctima antes de que llegase Mireia. Y pensaba hacerlo de nuevo. Había algo sin sentido que se lo pedía y no sabía de que forma explicárselo, el por qué de esa pulsión maligna. Tal vez debía convencerse, motivarse más en la necesidad de acabar con la misión. Tenía que descubrir la verdadera culpabilidad del diputado.

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Fecha de publicaciónAgosto 2013
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