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Un día, una bomba

Compromiso

Mariano Valcárcel González
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Mientras comíamos le conté a Cifuentes algunas de las anécdotas del andaluz. Asentía socarrón y me aseguraba que todas ellas podían ser ciertas y no mero producto de una imaginación exagerada. El régimen se había impuesto por el terror y tan eficaz fue su táctica que dio la paradójica consecuencia de que muchas personas llegaron a considerar natural el tipo de vida que llevaban, estimando pues igual el que la autoridad, civil, eclesiástica o militar, que para el caso era lo mismo, se permitiese ciertas licencias, sinecuras y regalías a costa de los demás.

Las llamadas «influencias» eran los salvoconductos necesarios para todo y lo mismo se les solicitaban a un gobernador civil que a un comandante de caja de recluta, aunque las más eficaces y solicitadas estaban en manos de los canónigos, obispos y demás ralea clerical. Esos favores cuando se obtenían obligaban de inmediato como mínimo a situarse al viento favorable de la dictadura. Así se engordó la base social que garantizó casi cuarenta años de monarquía sin monarca.

Reíamos de buena gana.

Como dijera Leonardo, este país es una tierra de contrastes. Damos bandazos siempre a riesgo de desnivelar la carga, de echar a pique la nave. Arbitrariedades, injusticias, rígidas limitaciones, nacionalcatolicismo antes y ahora, los mismos, son paladines de las libertades más extremas, mal interpretadas y mal aplicadas. A los que pretenden poner orden y concierto en este desmadre se les llama de todo, aunque, como el gran Moreno, se jueguen en los peores tiempos sus pobres lentejas.

—Témale usted siempre a los conversos, amigo Echávarri; témales como si de los tiempos de los judaizantes se tratase. Un converso ha de demostrar fehacientemente su nueva fe y lo hará con gran exageración, más papista que el Papa será.

Le cuento... Había en mi negociado un sujeto que ingresó «manu recomendationis» como casi todos en realidad, lector del Arriba abominaba lo que se escribía en el Pueblo por considerarlo un nido de rojos, camisa azul a veces sin venir a cuento ni de fecha ni de convocatoria tal prenda, siempre amenazante (por cierto que yo, aún con tacto, lo mandaba simplemente a la mierda) con los que consideraba «desafectos»... Pásmese usted que luego de pasar por la fila del gran difunto reapareció como San Pablo tras su caída, era uno de los que exigía más reformas, distribuía octavillas, ofendía a los cargos franquistas en activo (y otra vez, más claramente, lo volví a mandar a la mierda) y se dejaba, como signo del cambio de los tiempos, alborotada barba.

—Hombre, la gente puede cambiar...

—Desde luego, pero ¿tan de golpe? ¿tan radicalmente? ¿así y sin más?... No me lo creo. O tapan sus anteriores actividades o tratan de trepar de la forma más descarada... La evolución mental es acertada, necesaria diría yo porque si no... Pero vamos haciéndolo a lo largo de nuestra experiencia, unos se radicalizan, los menos, otros se van aburguesando, las más, pero manteniendo el poso inicial al fin y al cabo conforme a la personalidad de cada uno. Pero no se nos cambia la sangre ni el color de la piel de la noche a la mañana...

Un rasgo característico en este hombre, que tal vez anunciaba el inicio senil, era ir juntando con las puntas de los dedos las miguitas de pan y maquinalmente colocarlas en la palma de la mano. Cuando se daba cuenta no sabía donde colocarlas y las echaba al cenicero, entonces me miraba para averiguar si lo estaba observando, cosa que yo trataba de disimular lo mejor posible. Sin embargo recordé que este gesto lo realizaban muchos de los que había sufrido los años de guerra y posguerra, la hambruna, como reflejo de lo repetido una y mil veces y con la diferencia de que por aquel entonces no tiraban ni una de las migas.

Nuestra comida fue necesariamente frugal y corta. A la hora de pagar un simple gesto mío al metre, entregándole una tarjeta personal, fue suficiente; y cuando el otro pidió la nota se le denegó educadamente. No dijo nada.

Rafaela no dijo nada cuando Jaime Echávarri le propuso casamiento.

Asintió, callando. Los planes expuestos eran concretos y sencillos, se casarían en la más estricta intimidad y sin parafernalia alguna. Ella vendría consecuentemente a vivir a su casa y no tendría que preocuparse de nada más. Ni los parientes más cercanos tendrían acceso, solo Luisa y Ramón como testigos. Por supuesto que por la Iglesia; era impensable un matrimonio únicamente civil en la archicatólica España.

Por ahí iban arrastrando la marca de su concubinato los que matrimoniaron con la República civilmente; no fueron legalizados por los vencedores.

Del modisto español radicado en París, donde la alta sociedad franquista se servía, mandó traer él un elegantísimo vestido negro, ajustado a la cintura y a las piernas, terminado en una original abertura al bies por debajo de las rodillas y cruzado también en el potente escote que mantenía semicelado entre encajes y brillante pedrería en azabache. Un sombrero de ala ancha a juego y los zapatos de finísima aguja completaban el conjunto. Encargó Jaime también otro vestuario variado, siempre de primeras calidades, para su próxima esposa. Él quiso también ir de estreno e hizo llevarse un traje de chaqueta cruzada gris oscuro, prescindiendo del sombrero que la moda ya empezaba a hacer desaparecer.

Un paso también obligado fue pedir el consentimiento de los padres de Rafaela. Ella se negaba a darlo, no quería que Jaime se acercase ni por casualidad a su miseria. Él insistía, más por la lógica del parentesco que iban a adquirir que por un interés efectivo en adentrarse en aquel submundo. Por otra parte ya conocía bastante bien la situación y en ello insistió ante la muchacha, pero la vergüenza, el orgullo y tal vez una pizca de miedo al rechazo de él le obligaban a negarse a pasar por esta visita una y otra vez.

Comprendiendo bien lo que pensaba optó Jaime por realizar algunos cambios ventajosos; gestionó y financió el traslado de la familia Morales a un piso de protección oficial cerca de la Cruz de los Caídos, buscó un cómodo comedero para Rafael en el Ministerio de Obras Públicas poniéndolo de ordenanza con chaqueta galonada y botones dorados y al hijo Juan lo colocó en una de las mejores empresas constructoras. Para finalizar logró que los dos hermanos pequeños, ya algo pulidos de su anterior escuela, pasasen al mejor centro de formación que había en Madrid para trabajadores. Todo ello con el consentimiento y colaboración de Rafaela que era la que indicaba a su familia lo que se debía hacer o donde ir. El único que conocía al abogado era Juan, que también intervino en las mudanzas.

Cuando ella consideró óptima la ocasión consintió en la entrevista.

En la tarde-noche fresca aún del perdido invierno subieron juntos en el coche por la prolongación de la Calle de Alcalá hasta alcanzar la barriada de bloques rojizos, orgullo de la capacidad social que quedaba del desarbolado credo falangista y producto más cierto de los dólares que empezaban a llegar con el ruido de los aviones a chorro americanos que surcaban los cielos patrios. Por un portal estrecho y una también estrecha escalera encalada ascendieron al tercer piso. Allí ya estaba abierta la puerta.

Nunca Engracia Martínez, la madre, había tenido tantas ganas de conocer a una persona, es más, en su triste vida no había sentido esa necesidad. Ahora esperaba a quien había llevado la suerte a su casa, de quien tanto recibía. De pie, en la puerta, arreglada como de domingo vio llegar a su hija y a aquel hombre alto, maduro y, apreció, con «señorío».

—Mamá este señor es don Jaime Echávarri —se adelantó Rafaela para evitar alguna salida de tono de la madre.

—A sus pies señora... —él le cogió la mano en un calculado gesto.

—Sí..., ya..., pase, pase usted —la pobre no sabía que decir ni como comportarse.

Rafaela hizo a un lado a la mujer y abrió camino por un estrecho pasillo hasta una sala donde se encontraba el resto de la familia, en torno a una mesa de camilla. Olía a brasero de candelas. Una radio color hueso estaba entronizada en el testero más amplio y una pequeña librería bar, de formica, completaba el mobiliario.

Todos se levantaron.

—Hola padre, mire, este señor es...

—¡Tanto gusto en conocerlo señor don Jaime! —interrumpió Rafael con efusivo apretón de manos—. ¡Sepa usted que está en su casa, faltaría más!, ¡siéntese, siéntese aquí! —le señalaba una silla mecedora que obviamente acababa de dejar vacía.

—Gracias, gracias don Rafael... ¿Qué hay Juan, cómo vas? —se volvió a saludar al muchacho.

—Muy bien don Jaime.

—Tomad chicos —Jaime sacó de la chaqueta una especia de lápices como de cristal, con la punta metálica—, son bolígrafos, mejores que las plumas de tinta, porque no emborronan ni se derraman, ni hay que recargarlos.

—Muchas gracias señor —contestaron al unísono y, prudentes, los guardaron sin sacar posteriormente las manos de sus bolsillos.

—¡Pero siéntese don Jaime! —insistió Rafael.

—Gracias —y lo hizo en una de las sillas corrientes, comprendiendo que la mecedora era la reservada para el cabeza de familia.

El tiempo se detuvo, ellos sentados alrededor de la mesa, ellas de pie, sin que nadie ayudase a su marcha. Hasta el grandote despertador que había en el mueble pareció detenerse.

—Anda madre, vamos a la cocina —reaccionó Rafaela.

—Sí, preparad algo. ¿Bebe usted cerveza o vino don Jaime?

—Lo que ustedes tomen...

—No, no: lo que usted quiera —amenazaba con prolongarse la porfía si alguien no cortaba por lo sano.

—Ya lo arreglaremos nosotras —zanjó Rafaela.

Cuando salieron las mujeres se produjo otro tiempo muerto, sin inercia, pesado.

—¿Cómo le va en el trabajo don Rafael?

—¡Muy bien don Jaime!, ¡y de lo más descansado que es!, y considerado que está uno allí, sí señor, ¡va a ser como cuando estaba en el pueblo!

—¡Padre, no te líes con las historias! —intentó Juan que Rafael no siguiese por aquel camino, tan amargo en recordar.

—¡Si no me lío!, pero es que es verdad don Jaime —avanzaba el rostro hacia el otro—; allí no había verdaderos señores, como es usted que eso se nota, ni gente instruida como en el ministerio, que tienen educación...

—Bueno, que está usted contento ¿eh?, yo me alegro mucho, ya sabe que en cuanto tenga un problema no tiene más que decírmelo.

—¡Qué problema voy yo a tener, si no puedo nada más que ir diciendo bendiciones sobre usted!

Entraron las mujeres con botellines de cerveza y unas tapas para acompañarlos.

Sentados en torno al brasero fueron ofreciendo sus viandas al nuevo miembro familiar, al que acosaban con las atenciones, no en vano una ocasión como aquella después de la grave amenaza que supuso la existencia de Juan de Dios no se podía desperdiciar.

Sabían que existía una brecha de clase y posición entre ellos y aquel hombre, lo admitían y no sería por su culpa que la situación no se mantuviese, comprendían que ya hacía bastante prestándose a casarse con la chica y todo lo que obtuviesen de él sería siempre bienvenido; ni exigirle nada ni creerse con derecho a nada. ¿No les había cambiado la vida como de la noche al día? Pues mejor no abusar.

Nadie pensaba entrar en materia.

Reconocían que todo estaba ya decidido y así lo aceptaban. Pero se imponían las formas. Una vez que habían consumido los primeros botellines —frescos por cierto porque tenían una nevera estupenda—, Jaime planteó sucintamente sus propósitos como la fecha y hora en que se casarían y la forma discreta en hacerlo. No trató de justificarse, ¿por qué ante ellos? Tampoco lo haría ante los demás. Sacó un paquetito del bolsillo y se lo entregó a Rafaela.

El cuadro era beatífico.

Las bocas abiertas y expectantes las caras, en círculo en torno a la mesa, todos pendientes del regalo; nadie hablaba. Rafaela, con un levísimo temblor de manos, abrió el estuche que contenía un anillo dorado, de fino trazado y realzado a su alrededor de pequeños brillantes. La muchacha se lo colocó en su dedo anular derecho y levantó la mano para que todos lo viesen relucir con la ayuda de la lámpara del techo. Nadie dudaba que sería de la más alta calidad pero la madre se apresuró a sacarlo del dedo para comprobarlo entre sus manos y pasárselo a los demás.

—Es precioso... ¿Dónde lo compraste? —preguntó Rafaela.

—¿Qué más da?, en una joyería, naturalmente.

—Eso no es bisutería —ponderó el padre—, es una cosa cara.

—Tal vez —asintió Jaime—. Bueno, déjenlo ya porque no se lo pienso decir, no sería de buen gusto, ¿no es cierto?

—Es que nosotros no le podemos corresponder —dijo Engracia.

—Ya lo hacen consintiendo nuestro matrimonio.

—¡Venga, vamos a por otra cervecita! —ordenó rotundo Rafael.

Le sonreía la vida.

Luego de verse pisoteado, casi en manos de la justicia, desplazado de sus orígenes y sus querencias, tratando de sobrevivir en una ciudad extraña para él, ahora las penas estaban pasadas. ¿Qué más quería?... Acudía a su ministerio temprano, en el negociado donde servía dejaba las mesas ordenadas y libres de colillas, preparaba en su mesita instancias, impresos y pólizas que el público requería a lo largo de la mañana y esperaba charlando con otros compañeros o leyendo la prensa a que se iniciase la actividad burocrática. Al jefe de sección le servía, cuando estaba, personalmente el café o los cafés y a otros empleados que no querían moverse les traía los bocadillos de media mañana. Generalmente tenía pocos problemas porque nunca se negaba a realizar una tarea o hacer un favor, eso sí, a su ritmo de campesino inalterable. A veces le caían propinas de personas agradecidas con sus gestiones y con ellas cubría sus gastillos.

Por todo esto Rafael Morales caería fulminado cuando los hechos tendieron a la catástrofe; no pudo aguantar todos los despropósitos ni la deshonra personal que esos sucesos le suponían.

Terminaron el rito social ya algo tarde. La bebida y el brasero habían encendido sus ojos y dado calor a sus caras. El frío madrileño recorrió por un instante las espaldas de los reunidos, provocándoles un espeluzno, o quizás esa sombra negra que los perseguía, ese mal que nunca los abandonaba y que, oculto, esperaba la ocasión de manifestarse. ¡Qué lástima! Lo mejor de la inocencia, lo mejor de la sencillez plácida de quienes solo piden que los dejen vivir en paz podría estar allí en aquel momento... ¿Pero hasta cuándo la tregua?

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónDiciembre 2012
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