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Un día, una bomba

Uno se va, dos quedan

Mariano Valcárcel González
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El horario del hospital no tiene tregua, está en servicio las veinticuatro horas del día. Ciudad que no descansa ni en la pesada y larga, callada y amarga jornada.

Volvían los dos hombres, tras la comida, a la planta donde se encontraban sus enfermos. A Cifuentes se le escapaba la vida hacia otros años, lejos ya y nunca olvidados sin embargo, los años y los hechos que a una persona marcan para siempre; a Echávarri su mente le machacaba en el mismo dolor de lo incomprendido, del absurdo, del castigo bíblico sobre las generaciones siguientes —«...y los hijos de sus hijos...»—. ¿Por qué habían de pagar hijos y nietos el crimen del padre? ¿Por qué si Rafael pecó matando tenía que ser su hija, Jaime y de rechazo él mismo, Antonio María Echávarri, quienes penaran por el delito no cometido?... ¿Pero es que de verdad se producía y era inevitable esa cadena expiatoria totalmente injusta? ¿Es que existía ese Dios colérico de la venganza?

Un confesor al que particularmente no le gustaba acudir era muy dado a admoniciones de tipo catastrófico y punitivo: un Savonarola con sordina de jaula de madera que machacaba sobre todo a los adolescentes con promesas de castigos sin fin, especialmente si esos adolescentes tenían la mala fortuna de contarle sus experiencias y tentaciones sexuales.

Lo del sexo ha sido otro tema de grueso calibre en nuestra Patria, cosa nefasta, mala, viciosa, asquerosa... Por encima y por debajo de ideas y de culturas el sexo está ahí y es uno de los pilares básicos del instinto de supervivencia, cuánto no también en el hombre y la mujer. Luego, diversas civilizaciones lo han usado, interpretado y hasta intentado encauzar y dominar según las conveniencias de las castas dominantes. La religión ha sido uno de esos utilísimos instrumentos para lograrlo. Al menos eso es lo que se ha pretendido.

Las reglas durante el franquismo fueron estrictas, coercitivas, el control de lo externo tremendo. No existía, oficialmente, el sexo. Claro que extraoficialmente y a nivel particular fue otra cosa, como no podía dejar de serlo. Hasta los curas, fustigadores y guardianes celosos, dejaban a veces rastro de sus aventuras y apetencias sexuales.

Me contaron los alumnos internos del colegio donde estuve que hubo un cura que gustaba de vigilar los cuartos, que siempre debían tener las puertas sin pestillos, especialmente cuando los chicos se duchaban, excusando que debía comprobar su limpieza e higiene. Un cerdo que escogía su víctima concienzudamente, para lo que tenía tiempo, y que poco a poco la acosaba hasta conseguir lo que quería. Por las circunstancias obvias los chicos callaban. Era hombre muy solicitado en parroquias y otros lugares para dar charlas, sermones, dirigir una novena, un hombre de verbo fácil que encandilaba a beatas, beatos y no tan acérrimos al incienso. Y si se trataba de incitar a la castidad... ¡Ah, ahí no tenía rival!; mientras, de entre varias promociones de alumnos marcaba a fuego a algunos desgraciados para siempre. Para siempre con su pobre culpa, con su secreto que se les escapaba a voces o les mordía cruel las entrañas, que los mataba.

Se descubrió malamente el pastel porque al crápula le dio por perseguir y abusar de un chico en extremo sensible, al que hundió anímica y mentalmente quebrándole la vida, pero el crío era hijo de un militar fogueado en Marruecos que adivinó que algo malo estaba pasando al igual que cuando logró evitar un golpe de mano marroquí contra la aldea que guarnecía, así que logró la información que necesitaba tras sacar al niño del colegio. Ni se lo pensó, acudió el centro, solicitó una entrevista con el padre de marras, se lió a guantazos con el sujeto y, se rumorea, le metió la pistola por el culo. Nadie denunció nada. Así funcionaba el Régimen.

Ahora estalló todo.

Proliferan en los quioscos las revistas abiertamente pornográficas (parece que son un buen negocio) los anuncios de televisión deben llevar su carga erótica para que tengan más efecto, las películas exhibieron chicas que se desnudaban sin ton ni son porque «así lo exige el guión»; en las playas empieza a ser corriente el ver a las mujeres con los senos al aire... Existe sin dudarlo un cambio en la actitud sexual en sus formulaciones externas y prácticas. Se desmoronó la carcasa, que no el fondo y contenido de la cuestión, en realidad verdadera formación o educación sexual que no se está dando por ningún medio ni en ningún lugar.

—Señor Echávarri, me despido de usted. Hágame el favor de ponerme al corriente si la situación se agravase.

—¿Dónde va Cifuentes?

—Ya me largo de aquí. Han decidido, con lo que soy conforme, en que mi señora no tiene solución y será mejor dejarla morir en su casa.

—¿Es que ya no hay solución alguna, tan mal está?

—Irreversible. Solo me recomiendan la tenga bien sedada para que el dolor no lo sienta tanto. Cosa, dicen, de unos días.

—¿Tiene usted quien le ayude?

—Sí, desde luego. Llamaré a una cuñada, hermana de mi mujer, que se vendrá del pueblo. Tampoco va a estar mucho tiempo.

—Déjeme usted su dirección y teléfono por favor, que estaré en contacto.

Cifuentes sacó una billetera y tomó una tarjeta de visita que alargó a Antonio María sin decir palabra. Se apretaron las manos y Cifuentes salió de la sala...

Las personas salen y entran en la vida de uno a veces con el consentimiento y a veces a empujones, sin que nadie las llame ni las solicite, se entrometen en la vida de los demás haciendo daño, pocas veces para algo bueno.

Jaime Echávarri se había metido en la vida de Rafaela Morales y en la vida de toda su familia, se había metido en la vida de Luisa y en la de Juan de Dios... Nadie lo llamó realmente. Se justificaba a sí mismo diciéndose que fue la mujer quien penetró en él bloqueándolo todo; pero ¿era así de verdad? Un hombre de su historial, posición y futuro ¿podía dejar que la primera pelandusca que se le cruzaba en el camino, una tarde en un club de la ciudad, le ocupase totalmente? Eso era absurdo.

Sí, eso se decía algunas veces cuando se deprimía, cuando le llegaban esos días de astenia en los que aparentaba todo estar del revés, sí que se reconvenía, ante el espejo en voz alta como si no fuese él sino otro ser quien estuviese allá enfrente... Pero había dado pasos de importancia. Había fijado hasta el lugar, día y hora de su próxima boda. Boda que se realizó como estaba programada, con discreción, sin luz ni taquígrafos ni la reseña en las páginas de sociedad del diario monárquico (sin rey pero con regente).

Decaía la tarde cuando se llevó a cabo la ceremonia; la iglesia parroquial había sido despejada convenientemente y sólo los designados fueron testigos del evento. Si alguien se hubiera fijado en aquel pequeño grupo de personas, delante del altar mayor, se hubiese creído que estaban tratando de algún otro asunto y no de la práctica de un sacramento. Fue escueto el trámite. Tras las firmas de rigor en la sacristía todos marcharon a un restaurante del centro de la capital donde Echávarri había concertado reserva de espacio discreto y menú suficientemente diverso.

Aunque los asistentes trataron en todo momento de mostrar una alegría contenida, salvo Rafael que se sentía pletórico, había momentos en los que el tiempo se suspendía en una intrigante y pesada interrogación, en un compás suspendido dentro del cual nadie se atrevía a iniciar otro movimiento, tal vez temerosos de romper el posible hechizo que por unos instantes los hacía a todos cómplices y felices.

Y marcharon a «su» París.

La estancia de casada en la vivienda de Jaime era cómoda para Rafaela, que no prescindió de ninguno de los empleados que allí había, cómoda y algo aburrida. Pues la costumbre dictaba que el trabajo de la mujer fuese abandonado, cosa en realidad innecesaria pero convenientemente obligatoria.

Tras la jornada de despacho del hombre comían juntos y si no había nada en cartera la velada también la pasaban juntos, o en la casa o acudiendo al teatro, exposiciones o conciertos. Pero si había negocios también por la tarde la mujer quedaba esperando hasta que él la recogía. Por motivos evidentes la vida llamada social apenas existía, aparte de los contactos con Luisa y su novio el de la radio.

De los conciertos y otros actos culturales Jaime procuraba escoger los más asequibles para el nivel de Rafaela; poco a poco sin embargo la orientaba en este novedoso y a veces contradictorio mundo.

Siempre comentaría ella la vez que acudieron a la inauguración de una exposición de pintura de un canario que estaba en el cenit de la fama entre los corrillos más «chic» de la ciudad. Pues llegaron a la sala de exposiciones, nutrida de gentes «imprescindibles» para que el éxito estuviese asegurado, prensa incluida. Predominaba una iluminación blanquísima, casi hiriente, llenando todo y los enormes lienzos estaban colgados o dejados, casi tirados, por todas partes. Salían camareros con bandejas de bocaditos y entremeses o repletas de copas de cristal con champán, o cava (que oficialmente sería champán). Los periodistas demostraban estar preparados para efectuar arriesgados aterrizajes sobre esas bandejas.

Se esperaba que el artista apareciese de un momento a otro, porque había prometido realizar un cuadro allí mismo, cosa no difícil para él.

El matrimonio iba agarrándose del brazo y simulando admirar lo expuesto, riéndose ella por lo bajo de las birrias allí exhibidas y él pidiéndole, también en voz baja, moderación. Una fanfarria estridente y un fuerte empujón les anunció el comienzo del espectáculo. El pintor, con gran bufanda, trenca cerrada hasta arriba y cabellos desordenados se lanzaba sobre un lienzo que había en el suelo. Todos lo rodearon y los flashes de las cámaras empezaron a destellar. Pisoteó el sujeto el pobre lienzo con sus enormes zapatos, marcándolos bien, luego, saltando hacia atrás, recogió unos huevos que un camarero le puso al alcance. Con grandes aspavientos y manoteos lanzó un huevo contra el cuadro, salpicando a los más próximos que rieron histéricamente, luego otros dos, uno en cada mano, pero al lanzar el de la mano izquierda la puntería o el equilibrio le traicionó y el huevo salió disparado dando en el hombro de Jaime... Una carcajada, pronto reprimida, salió de todas las gargantas, menos las del alcanzado y Rafaela.

Sin decir nada y antes que él reaccionase, Rafaela se acercó al payaso pintor, le quitó la bufanda, limpió con ella el traje de su acompañante y luego la arrojó contra el lienzo y con el pie fue restregándola por toda la pasta de huevo. Un silencio sorprendido se adueñó del local. Centro del espectáculo, el canario decidió no perderlo, recogió su bufanda, sacó unos carboncillos de su zurrón, hizo unos trazos rápidos en la obra y garabateó una firma en ella. Acto seguido la levantó y con una gran sonrisa, entre amable y cínica, la ofreció a Rafaela:

—«Para la inspiración, que esta noche me ha visitado de una forma tan bella»—, saltando de inmediato otra vez los flashes y atronando la sala una salva de aplausos.

Todavía está este, llamémosle cuadro, en la vivienda y en lugar destacado. En su momento la firma del pintamonas fue muy cotizada.

Esta y otras cosas, estas anécdotas, hacían llevadera la vida de los dos, sin sombra alguna.

Le han quitado las ayudas.

Veo a través del cristal que han desaparecido ciertos aparatos. Sólo queda un monitor y el suero. Sigue con la cabeza hundida pero ya no está oculta bajo los tubos. La boca abierta, como si se quisiese tragar todo el aire de la habitación, los ojos cerrados. Noto su nariz más afilada que de costumbre: mala señal.

—Don Antonio María...

—¿Qué? —frente a mí mi sombra hospitalaria.

—Preguntan por usted.

—¿Quién? —por toda respuesta me entregó una tarjeta de visita.

—¿Dónde está?

—En el despacho del gerente, yo lo llevaré a usted hasta allí, si no tiene inconveniente.

—Vamos allá.

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónEnero 2013
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