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La derrota del persa

VI. Estimación objetiva singular

Dimas Mas
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Expediente 193/23 de abril de 1978/Orovio/ Suma y sigue

La paciente aún continúa obsesionada por su cada vez más elaborada fantasía. Sigue reprochándose la comisión de los dos asesinatos e insiste en representar su papel de monja con unos recursos expresivos que podrían engañar al más avispado respecto de su auténtica profesión: la prostitución. Que la policía la hallara junto a los cadáveres de Virginia Orovio y Faustino Abra, con las manos ensangrentadas y empuñando el arma homicida, le ha servido de justificación para atribuirse la autoría de dos crímenes que en modo alguno parece creíble que haya llegado a cometer, a juzgar por las conclusiones a que llegaron los investigadores policiales. Pudiera ser que les hubiera asestado algunas puñaladas una vez muertos, a ambos cadáveres; pero queda descartado que haya sido ella la autora material de las heridas que segaron las vidas de ambos amantes. Las sospechas siguen recayendo, principalmente, sobre Eladio Abra, hermano del fallecido y actualmente en paradero desconocido, a tenor de la información hallada en el Diario personal del fallecido. El caso singular de Margarita Orovio no consiste solo en esa relativa usurpación de la personalidad de la fallecida, sino en el drama cruzado de las fraternidades conflictivas que suponen las historias paralelas entre las hermanas Orovio y los hermanos Abra. Resulta difícil valorar las motivaciones incestuosas a que ha aludido la paciente, y más aún cuando ha decidido hacerlas extensivas a los hermanos Abra. Es muy probable, sin embargo, que el proceso de degradación moral descrito tan vívidamente por la paciente constituya una autobiografía encubierta. La condición religiosa atribuida a su hermana no responde a la necesidad de buscarle un paralelismo social a su supuesta fealdad física, sino al deliberado afán vengativo que se fundamentará más adelante, al hilo de las revelaciones de su madre. La tensión primitiva entre la belleza y la fealdad, torpemente sustituta de la más común entre el bien y el mal, ha acabado cumpliendo en la narración de la paciente un papel organizador de primera magnitud. Comenzó casi como una anécdota, la del combate entre ambas hermanas, hermanas y tan dispares, y ha acabado ocupando el lugar central de la historia. En la paciente no funcionan, la belleza y la fealdad, como categorías estéticas, sino éticas, e invertidas. Parece obvio, por lo tanto, que la hiperbólica fealdad de su hermana pueda entenderse como la coartada de su crimen simbólico. Con todo, la compleja personalidad de Margarita Orovio sigue teniendo mucho de enigma, para este terapeuta. La densa sombra de inverosimilitud que se extiende sobre todo su relato no oculta su capacidad para generarlo, así como tampoco el estricto cumplimiento del decoro artístico en todo cuanto afecta a su nueva personalidad, la cual, a diferencia de otros rasgos identitarios, no le ha robado a su hermana Virginia. Siendo casi inexistente la relación entre ambas, sorprende que, en su dramático relato, tengan una intimidad tan marcada. Buen número de aspectos anecdóticos de lo narrado son ciertos, pero también lo es que el resto son invenciones prodigadas con un desparpajo y una coherencia absolutos. Ni la madre de ambas ha muerto, ni el padre se ha convertido en un ludópata desenfrenado e irredimible. La necesidad de acumular desgracias, adversidades, infortunios y carencias, todo ello envuelto en una truculencia desgarradora, responde al deseo inequívoco de Margarita de dar rienda suelta a la expresión de su fracaso vital. La imagen del «perdimiento» tiene una dimensión sobrecogedora, porque revela que Margarita tenía una conciencia clara de su particularísima enajenación. Su madre ha constituido una valiosa fuente de información para poder contrastar la ficción con la realidad, lo que le ha permitido a este terapeuta acercarse un poco más, si bien muy a tientas, a la realidad última del enigma que aún sigue siendo Margarita Orovio. La madre, que visita a la enferma regularmente y le prodiga toda suerte de atenciones y un afecto incondicional, a pesar de haberse sentido siempre mucho más próxima a la hija fallecida, no ha dudado en facilitar cuantos datos le han sido requeridos para poder establecer un diagnóstico que permita contribuir, en la medida de lo posible y lo deseable, a la recuperación de la paciente. El padre, por el contrario, como si quisiera confirmar el retrato de la paciente —«no ha tenido nunca el don de la elocuencia»— se ha negado a explicar nada sobre su hija y también a visitarla. Su mutismo, doloroso y lleno de ausencia, contrasta con la facilidad expresiva de su consorte. Por ella supo, este terapeuta, que Margarita fue siempre una niña precoz y extraña en la que la doblez se destacaba como rasgo definitorio. Taimadilla, dijo también la madre, y celosa, además de malvada. Del es un caso, esta chiquilla con que solía desahogar tibiamente su indignación durante la temprana edad de la paciente, no tardó en pasar al tú acabarás en El Caso, como sigas así, que le repetía una y otra vez con la desazón de quien se ve incapaz de impedir el cumplimiento de una profecía tan poco meritoria. La paciente, según la madre, se pasó la infancia mortificando a su hermana con una constancia que, según la relatora, metía espanto. Por otro lado, tuvo un despertar sexual que tenía acobardada a su madre, quien, asustada por unas prácticas masturbatorias que caían del lado del exhibicionismo más descarado y provocativo, apenas se atrevió a reprimirlas. El rosario de desgracias que la ha conducido hasta la situación presente se inició justo cuando fue expulsada del colegio porque, no contenta con masturbarse ostensiblemente, sin ningún recato, durante las horas de clase, y especialmente en la de religión, logró seducir a su compañera de pupitre para que le permitiera hacérselo a ella, si bien no calculó, al parecer, que su condiscípula pudiera ser tan floja de lengua, pues apenas hubieron comenzado sus dedos a abrirse paso por entre los labios vulvares hacia el resorte del placer sin par, la iniciada comenzó a emitir unos ayes que acompañaron un brote de flujo de tal naturaleza que incluso le hizo pensar a la paciente si no se había orinado de gusto. El profesor de religión confundió al principio aquellas manifestaciones con una posesión diabólica, hasta que se percató del ligerísimo movimiento de émbolo del antebrazo de la paciente. En palabras de la madre, a partir de aquel incidente se inició la cuesta abajo de Margarita Orovio. A juicio también de la madre, la arrebatadora belleza de su hija ha tenido la culpa de todo, lo cual ha sido cabalmente asumido por la paciente, pues, de hecho, su relato gira en torno a la maldición de ser excesivamente bella. Su madre nunca ha podido entender que teniendo lo que toda mujer ansía, la hermosura, que es casi como tener todo lo que puede contribuir a labrarse una, a través de un buen matrimonio, el más feliz de los futuros, su hija fuera una insatisfecha y, sobre todo, una resentida. Virginia no era, en modo alguno, el Belfegor o Quasimodo evocados por la paciente sin descripción ninguna que avalara su torpe juego dicotómico y maniqueo; pero, a su lado, al de la paciente, casi podía llegar a ser considerada fea o, más propiamente, nada atractiva, poco agraciada. Con todo, el éxito social de Virginia, a quien se acercaban los muchachos por ella misma, no porque fuera un peldaño obligatorio para aspirar a mayores, esto es, a la hermana mayor, Margarita, fue algo que ésta no supo encajar ni aceptar nunca y que condicionó su relación con Virginia de una manera traumática. Hubo oposiciones, ciertamente, pero las sacó Virginia para alejarse de su hermana y poder liberarse del acoso de su maldad. Hasta el momento de la separación, sin embargo, Margarita se complació en entrometerse en cuantas relaciones con afán de estabilidad y perdurabilidad iniciaba su afortunada hermana, la mosquita muerta que las mataba callando, el empalagoso terroncillo de azúcar glande..., y subrayaba, al parecer, la última palabra de su desmesurada desconsideración con una excursión procaz de la lengua por el borde de los labios apretados. Ninguna de las tres relaciones que inició Virginia antes de venir a Barcelona llegaron a buen puerto porque su hermana lo impidió de la única manera contra la que aquélla no podía luchar: seduciendo a sus pretendientes. La madre de ambas, doña Dolores, obligó a su marido a pararle los pies a Margarita y le exigió que la amenazara con expulsarla del hogar familiar, lo que el hombre hizo, según la informadora, con la desgana y falta de convicción de quien se metía en fregado ajeno, porque la existencia de sus tres mujeres le era tan extraña como distante se sentía él de esos destinos en los que solo muy de vez en cuando, y como última instancia de autoridad, intervenía o, más propiamente, con los que se rozaba. La ausencia del padre, en el caso de la paciente, presenta unas implicaciones cuya importancia resulta difícil calibrar. La oquedad simbólica de la ausencia paterna cumple una función importante en el desarrollo de la propia incapacidad de la paciente para integrar valores rectores en su vida, construida, por el contrario, sobre la anarquía categórica del resentimiento difuso e infundado. Con todo, la pulsión eróticodestructiva que caracteriza el trayecto vital de Margarita poco o nada tiene que ver con la figura paterna, por quien la paciente no sintió jamás ni afecto ni respeto ni tampoco atracción: un patán, solía sentenciar, según su madre. La desrealización del padre quizás tenga cierto parangón con la cosificación de que hizo objeto su vida sentimental, tan presta siempre a traducirse en términos de bienes materiales. Antes de la gran caída en la mendicidad, precedida por la desmesurada afición al alcohol y a la cocaína mientras sus parejas ocasionales se la facillitaban por la jeta, ¡pero vaya jeta!, en expresión materna, Margarita Orovio tuvo una breve época de prosperidad y hasta de cierto éxito social, pues, por caminos que la madre no supo desbrozar para volverlos inteligibles, la paciente ascendió a la condición de amante oficial de un alto cargo gubernamental en Barcelona, de aspecto ceporrillo, gordinflón, melifluo, miope y un si es no es policíaco, aunque generoso y de gustos sexuales tirando a modositos, sosones y ordenados. Esto último lo añade este terapeuta de su propia cosecha, abonada por rumores, revelaciones siempre inconfesables y secretos indiscretos alojados en casa de dos pabellones, tan malos de guardar, porque la madre informante no fue más allá de la versión semiedulcorada del éxito social de su hija. Fue durante aquellos días de efímera gloria, y aún tan cercanos, cuando el azar quiso, ¡en mala hora!, volvemos a la informadora, que los caminos de ambas hermanas se rencontrasen, pues como obediente dama de compañía de su cargo político asistió un día al acto de toma de posesión del nuevo Delegado de Hacienda, compañero azul del alma, al parecer, de su chaparro amante. Se cruzaron en el vestíbulo y en aquel intercambio desigual de miradas —vaya, vaya, con que estás aquí, mosquita; ¡oh, no, ella!, que interpretó la informadora con no poco aparato teatral— se fraguó un destino que acabó en tragedia. El imaginado asedio sufrido por Marga en el relato de la pseudo-Virginia debe ser trasunto del emprendido por ella misma contra su propia hermana, como parte de una estrategia diabólica que perseguía hacerle pagar caro no sabía bien el qué, si su insatisfacción crónica, su soledad o el fracaso de sus primerísimas esperanzas ingenuas y vulgares, una felicidad común para la que, en tanto que poseedora de una belleza singular, excepcional, no parecía estar llamada. El virtuosismo desdoblador de la paciente confundió a este terapeuta apenas fue encomendada a sus cuidados y tratamiento por parte de la autoridad judicial, pero ello no duró sino hasta la recepción de un detallado informe de la policía y, por supuesto, las inestimable revelaciones efectuadas por la madre, a quien la paciente ha tomado siempre por una enfermera dispuesta a librar que se le acerca para recoger algún encargo, si lo hubiere. La paciente, de un modo casi rocambolesco, cayó en el infortunio y, dilapidados sus escasos ahorros, en la mendicidad. Durante su descenso a los infiernos de la marginación debió fraguarse su desequilibrio mental, sin duda. Coincidió, en el tiempo, con el acoso ejercido contra su hermana, quien, en una correspondencia angustiada, dirigida a la madre de ambas, detalló el proceso con una minuciosidad y un dramatismo que quizás no añadiría nada a lo ya revelado por la madre, pero de cuya lectura este terapeuta tal vez pudiera sacar conclusiones pertinentes. A la madre le daba reparo poner ante los ojos de quien esto redacta una herida en carne viva, así describió ese conjunto de cartas, una intimidad sufriente y llena de horrores que ella a duras penas podía leer, cegada por el llanto y atravesada por insoportables dolores. Estando tan cerca en el tiempo del trágico acontecimiento, este terapeuta no ha juzgado oportuno insistir en la necesidad médica de conocer esos documentos cuya importancia puede ser decisiva si de ayudar a la paciente se trata. Ésta, con todo, se muestra reacia a dejarse ayudar, y, a su extraña manera, se siente feliz con el hallazgo de su atormentado papel, en el que se ejercita con un verismo encomiable. Resulta difícil creer que la paciente haya tenido como única escuela dramática el contacto embrutecedor con los mendigos junto a quienes habitaba en una plaza céntrica de la ciudad, según consta en el informe policial, donde se recogen sus antecedentes inmediatos. Por los testimonios de sus compañeros de infortunio, recogidos en el exhaustivo informe policial, quizás porque así lo ordenó su ex amante, sabe este terapeuta que la paciente era dada a la fabulación, propiciada por la ingestión de alcohol, única droga ya a su alcance, y por un odio sin fisuras hacia toda su familia, a la que hacía responsable de su situación y con la que, precisamente por eso, por nada del mundo quería volver. Le daba igual «morirse como una perra», decía una compañera suya que solía repetir la paciente. Esa misma desdichada fue quien reveló que Margarita se pasaba la vida repitiendo que iba a «llevarse por delante» a la «mosquita muerta» de su hermana y a quien se pusiera por medio para evitarlo, «aunque fuera el lucero del alba»; pero, cuando desapareció sin despedirse, a nadie de quienes compartían con ella la plaza, las penas y las escasas alegrías, se le pasó por la cabeza que iba a acabar saliendo en los papeles, y menos aún que estaba tan majara como lo estaba, que incluso habían tenido que encerrarla. Aunque todos los datos recopilados en el informe policial servirían casi para probar que la paciente fue quien cometió los dos asesinatos, la policía descartó su autoría de inmediato. A este terapeuta no le atañen las circunstancias judiciales del caso, pero hay evidencias abrumadoras de que Margarita bien pudiera haber sido la única y verdadera autora del doble asesinato. Lo fuera o no, ello en nada cambia el acusado deterioro mental que sufre la paciente. Alterado tan radicalmente el principio de realidad, Margarita/Virginia ha urdido una fábula protectora que le permite no solo expiar su culpa, sino también justificar sus actos pasados, de modo que la narración de la misma es, a un tiempo, liberación y castigo.

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Copyright ©Dimas Mas, 2005
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Fecha de publicaciónJulio 2011
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