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La derrota del persa

Hápax

Dimas Mas
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Sí, es lo adecuado: tu vida —¿o la vida?— fue, será y es una elipsis narrativa —sí, y también cansada—; el ínterin interminable donde nada sucede, o peor, donde se sucede la nada, anagrama sarcástico del origen libresco que incluía, como es lógico, el increíble capítulo final menguante. No tienes por qué lamentarlo, ¿o acaso la pereza, el abandono, la desidia, la incuria y la indolencia...? No, bien sabes tú que la indolencia no la puedes ensartar en el mismo hilo, porque, ¡ay, pobrecito!, tú has sufrido lo tuyo, ¿verdad?

Pues eso: te ha sido imposible regresar del olvido y prefieres desaparecer habitando en él, abatido y altivo como los dos sevillanos; no solo porque no haya pájaros hogaño, sino porque ni siquiera hubo nidos antaño. ¡Ay, si hubieras tenido, al menos —¡o al más!—, la cabeza a pájaros! Quisiste emparentar con el solitario y bien viste en qué ha acabado tu pretensión. Hay vuelos y vuelos. El tuyo siempre ha sido gallináceo, gordinflón. La gala y la elegancia de la fachada te han atado corto y, llevado por la corbata, te han arrastrado sin huelgo y ciego por trochas llenas de abrojos, orden, esta última, que tú no cumplías...

¿Lástima de oyente, dices? ¡Lástima de ti, gilipollas, que has perdido la vida actuando en un vacío y destartalado teatrucho de mala muerte...! Buena será, sí obstante, la que se te va a meter en tu vida al quebrar arbores, no como quien no quiere la cosa, ciertamente, ni tampoco en un abrir y cerrar de ojos, sino de hoz y coz, para segarla, para pararte en seco y liberarte del insoportable yugo de ti mismo. ¿Huy, huy, huy, bocacero, qué recio te pones, y qué pocas risas te salen, y tan forzadas, de las cosquillas que te buscas!

¡La noche transfigura, es cierto, por más que ignores cómo y hasta cuándo! Ya está la casa sosegada, ya es la hora de los preparativos, de ordenar el escasísimo equipaje y de confiar en el abracadabra literal que te fulmine de acuerdo con lo que ha sido tu vida: la enojosa redundancia de lo nimio. Ni tu edad fue nunca tuya —que eso es la nimiedad—, ni nunca tuviste otra posesión que la pasión enfermiza por tanta palabra y las posibilidades lúdicas que te han ofrecido para, creías tú, hacerte la vida más llevadera y, sobre todo, ¡ay, falso ingenuo!, llegar a brillar con luz propia, es decir, con la ajena y alienante de esa horda de fantasmas que te empeñaste en regir sin otros títulos para ello que la nobleza de la extravagancia y la humildad y servilismo extremos de tus indecibles súbditos.

¿Deberías haberle enviado al doctor Babel tu vocabulario de términos poco usados, contenido en ese Índice anunciador, marbete tan elocuente pero en el que casi hasta ahora, como quien dice, no habías reparado? ¿No pretenderás, acaso, llevarte contigo esa inusual compañía; ceñírtela al cuello como si fuera una cauda que solemnice tu tránsito, obispón; arrastrarla tras de ti como un mar profundo, lleno de abismos helados y en cuya superficie el viento riza una engañosa risa de espuma? ¡Bonita compañía para tu huelgo entrecortado y apurado! Mejor que no se te ocurra abrirlo ahora.

Lo propio del momento es fijar el dorsal al pecho de la camiseta con los cuatro imperdibles angelicales en las esquinas y vestir el sillón de donde habrás de recoger, dentro ya de muy poco, la muda que te revista para la necrófila ceremonia. Poco equipaje más precisas: ya has pagado el tren especial que lleva a los atletas, luego ni siquiera necesitas meter en la bolsa de mano las llaves de casa ni la cartera ni la agenda ¡ni la pluma!

Se acabó, de una vez por todas, el culto a Ysis..., el yugo de los ¿Y si...? al que tú mismo te unciste con una generosidad mal entendida y peor ejecutada. Llegó, al fin, el ocaso del acaso. ¿De qué sirve la previsión para un futuro de ceguera perpetua? Tú velas, todos duermen. Saldrás en silencio de sus vidas... ¡Menos sentimentalismos de quiosco, botarate! En ti lo solemne no pasa de ser un solecismo, majadero. Ha sido buena técnica, de acuerdo, aunque ya no obra como al principio. Han sido muchos meses de flagelación como para que no se te haya hecho callo sobre la herida, sí, un silencio sufrido. Aún puedes arrancarte alguna tibia sonrisa, porque tu capacidad de hacerte gracia, de caerte en ella, no la agota ni la inminencia de la consumación, la solitaria resta definitiva.

Pero ya no es lo mismo.Aquel brío bloyano de los inicios, ¿do para?, ¿en qué ha quedado? Cachetillos, sopapos, meros pescozones, todo lo más. Todo cansa debe ser la segunda y última verdad esencial del barquero; una verdad que, en tu caso, se te ajusta como un guante, o mejor, como un guantelete, porque revestirte con esas prendas ridículas y escasísimas será lo más parecido a ponerte la armadura para tu gran aventura, aquella cuyo final se conoce de antemano y a la que, sin embargo, nadie se puede resistir. El legendario Filípides ignoraba que llevaba la muerte escondida en la voz de victoria de que era portador entusiasta y que tan injustas albricias le deparó. ¿Llevarás tú la victoria en la muerte extravagante y honorable con que quieres recuperar un prestigio que nunca tuviste? ¡Y qué más te da, impenitente vanidoso! Ni siquiera la representación que te sabes de corrido, y para la que tan poco falta ya, convertirá tu vida en una historia redonda. Rodante, tal vez, pero no redonda. ¿Y cuál puede reclamar en puridad el título de tal? No existen.

Sigue tentándote el extravío de abrir el índice inquisitorial, porque se te representa como la subida a un desván lleno de vida desvencijada, arrumbada, conservada en el formol del polvo, la pátina imborrable del olvido. ¿Por qué no llevártelo como lectura de viaje hasta Mataró? Bien mirado, o leído, haría las veces insólitas de un singular ars moriendi. Cada una de las palabras contenidas en ese mausoleo son lajas de tus buenas intenciones, y también de tus insufribles pretensiones. ¡Te has convencido! Te dejas, como en los juegos infantiles, y sabes que ello ofende con un poder inimaginable en la vida adulta: nada tan deshonroso como vencer sin resistencia; nada tan obsceno como el entreguismo del rival... Tuviste que suplir contigo mismo al enemigo que nunca pudiste encontrar ni crear, y ahí comenzó a forjarse la paradójica carlanca de tus fracasos: a un tiempo te ahogaba y defendía...

Cerrar la puerta sabiendo que uno nunca ha de volver a cruzar ese umbral impone lo suyo, y por fuerza, además, ha de crearte mal cuerpo, y peor alma. No te distingues entre las sombras de hora tan temprana. Así es: todo perfecto. Ni en sueños menos ambulantes hubieras imaginado un decorado tan apropiado. Desiertas las calles; hecho el silencio; tú, sigiloso. Todo se junta para formar el marco del cuadro tenebroso, la pintura negra de tu arrobo y de tu arrimo. Experto ladrón de tus días y de tu aliento, ¡hay que ver con qué optimismo cargas con el cuerpo del delito! Bien se ve que vas a la deriva. Has querido ser escoliasta de ti mismo y no has pasado de insignificante escollo. El aire fresco te machetea con vocación bufa: enfriar la caldera de calorías que atraviesa las calles para evitar que estalle y su onda expansiva alarme a los pocos insomnes dominicales que te ignoran, como lo hacen, ignorarte, en quienes tú piensas, porque desde que cerraste tras de ti la puerta de lo que, a partir de ese instante, solo y siempre será su casa, no dejas de darle vueltas a la idea acobardada de volver.

¡Esto es lo que te ha vuelto inverosímil: la confusión de sentires de toda laya! Siempre que has ido por lana, enigmista mistificador, has vuelto trasquilado. ¿A cuenta de qué te dejas arrebatar ahora, pesado bajel albívago, por la euforia del único triunfo: derrotar la derrota cantada? No te conformas, mistagogo, con dejarte sorprender: ¡has de ser tú quien señale el lugar y la hora! ¡Mamarracho! Sí, ahí le has dado: ¡diana!: amarrado al pezón de la soberbia cuya ebriedad sorbes con gran deliquio. ¡Abre los brazos, molinón de vientos, y canta la victoria efímera del persa: haber doblegado a la razón!

Tus aspas descabalgarán, en el giro vertiginoso de tu rendición, la pretensión insufrible de continuar soportándote, avalándote, confundido con el abigarrado decorado de la mediocridad sin dorados, convertido en sufrido hoplita de tu menuda historia, de tu historieta, de tu chascarrillo. No tienes remedio, mozalbón. Eres una amenaza al amanecer... Las febriles aguas de tu satisfacción verbal te preceden como un inasible hilo que te lleve al centro del laberinto para caer en él como en el guarismo del abismo más hondo, la cifra que te encofrará de por vida...

¡Zape, muerte de guardarropía, poetisa truculenta! Se te va yendo el tiempo y aún no has sido capaz de despojarte de tus atributos de mistagogo. Piensas, no lo niegues, que aún tiene, tu muda doctrina mistérica, una oportunidad de sobrevivir, de perseverar, de enraizarse en... Lo único que has de hacer es, mientras quienes te rodean repasan la épica corriente de su afición, abrir el Índice e ir distinguiendo los mojones que delimitan el ardiente Tártaro hacia donde te lleva el tren en tu último viaje.

Abres el Índice como quien entra por la puerta ante la que ha de dejar toda esperanza; la misma que, para ti, yacerá eternamente en el fondo inaccesible de la abierta caja de Pandora. Parece un breviario, o el vademécum de un estudiantón. En cualquier caso, y como siempre te ha gustado a ti, amador de la excentricidad anecdótica, una lectura tan impropia en este tren como la heterodoxa aventura histórica de todos esos ¿cincuentones?, ¿cuarentones?, en este vagón perfumado de agresivos linimentos y perezas higiénicas. Su excursión histórica prueba que no debe ser, para ellos, el primer maratón de su vida.

También tú te confundes, aunque tu físico nada fidiásico lo desmienta, con quienes, de puro tranquilo, parece que hayan madrugado para ir al tajo y sean capaces incluso de descabezar un sueñecito a pesar del relativo alboroto del vagón. Nadie más relajado que tú, que te has entregado a ti mismo al brazo secular que ejecutará la sentencia que tú has dictado, la última en tu condición de gran chamán de los súbditos sumisos y ordenados que aún siguen esperándote para cobrar la vida que una vez (¿cuándo, dónde, para quiénes?) tuvieron.

Por supuesto que has hecho bien. Ahora entiendes, pasados seis meses, que aquella carpeta vacía, cuyo marbete —¡Hápax!— parecía impedir que alguna vez contuvieran, sus guardas de cartulina, algo sustantivo, haya sido siempre el imposible receptáculo adecuado para este Índice que ahora te acompaña como la letanía compasiva por el alma de a quien van a ajusticiar. No necesitas, sin embargo, que ellas te convenzan de que compartís un mismo destino. Has querido, cabalmente, convertirte en un hápax vivo, y sólo tú sabes que tu verbalismo, o tu verborragia, te ha permitido conseguirlo: ya tienes capítulo, por derecho propio, junto a otras aberraciones, en la literatura médica; ya eres un caso clínico, puedes estar orgulloso: ¡eres la primera manifestación viva conocida del hapaxismo verbalista!

Todos estos palabros inverosímiles son fruto de esas desviaciones complacientes a las que te has entregado, ¡cómo lo sabes, fablistán!, para rehuirte, para refugiarte frente a la verdad de lo real... ¡Tate, folloncico! ¿Ahora sales con palabras mayores, estando en paños menores? ¿Te perecen momentos? Y la errata también vale: te perecen momentos... Sonríe, aun con pie forzado —que a ello vas—, y déjate arrebatar por la dulcísima nostalgia envenenada de la verdadera novela de la vida que siempre quisiste hallar escrita —¡mirífico manuscrito!— en el alibi de tus permanentes sorpresas.

Ahí está ese hermano vopisco, el gemelo, de los que nacen, que sobrevive en el parto. O la anosmia tan inusual y que sería una bendición, perder el olfato, en este ambiente de incívicas fragancias. Y la cetina, el esperma de la ballena y el cachalote, y de la que ni siquiera en tantísimos documentales como has visto con tus hijos oíste nunca hablar. Menos aún del teruelo, la bola hueca usada para los sorteos. Fantasmas quevedescos son, sin duda. No estás dormido. Ahora no. Sería, ya lo ves, un sueño premonitorio. Si a los musulmanes les esperan las huríes en el paraíso, ¿por qué a ti no habrían de seguir sorprendiéndote allí esos fantasmas, o en el báratro plutoniano, con sus inverosimilitudes casi burocráticas? ¡La del conticinio sería!, la hora de la noche en que todo está en silencio, cuando has salido de tu casa como un huésped desagradecido, a fuer de ladrón. Sí que son una invitación —¡y esta misma otra más: in vita!— para el despiece; pero desapégate de ellas y despídete, porque, traqueteo a traqueteo, te vas acercando a la hora señalada, sí, con una D sombría y esclarecida, casi como una vela hinchada por el viento gélido que empuja la nave de los locos como tú por la laguna Estigia.

Cada una de estas ruinas mudas te avergüenza. Como los lingüísticamente inconmensurables cuatro metros y veintiún centímetros del destre mallorquín. O la polisarcia que has cultivado desde que en la báscula sobrepesaste, más que sobrepasaste, la frontera razonable del peso justo y te adentraste en esa otra condición humana que es la obesidad, tan difícil de aceptar como fácil de engrosar. O la proyocia enmascarada de metafísica, cuando su cuerpo equívoco proclama la insospechada precocidad sexual que tanto te afligió en el lejano entonces de tu puericia, ni uno más ni uno menos, desde los siete hasta los catorce años. O el résped bífido y silbante de la víbora, literalmente inaudito. O el trisar canoro, enérgico y grave de la golondrina. ¡Ahí está, ya has dado con ella: la parresia retórica que llevas encarnando sin desmayo desde hace seis largos meses, la que consiste, ¡ay, cómo te la sabes de carrerilla!, en decir cosas aparentemente ofensivas pero que, en realidad, encierran una lisonja para la persona a quien se dicen. ¡Retratado! ¡A ver si no! Esa parresia es como la parrilla de san Lorenzo, petición de vuelta incluida para chamuscarte más y mejor.

Te avergüenzan porque percibes en todas ellas el temblor de la dicha que supuso el hallazgo de todas y cada una; te avergüenza haber iluminado con inenarrable placer momias a las que el tiempo ató tan implacable mordaza. Tampoco se ha movido de su sitio la nunca leída y siempre omnipresente timocracia, el gobierno ejercido por las personas que poseen bienes. Tan extrañas como las propias voces insólitas son los avatares etimológicos, auténticas narraciones fantásticas, de otras voces comunes. Que trofeo haya llegado a significar triunfo, procediendo del trope helénico que significa derrota, es tan sólito como que tropelía significara en su origen urbanidad. ¡Cómo te identificaste con esas metamorfosis! Si tu vida hubiese tenido el libro al que siempre aspiraste, ¡con qué placer no hubieras incluido un exordio galeato, para defenderte, y un ultílogo narcisista para celebrarte! Pero aquel título en el que tanto te entimismaste, Salvando las distancias, allá quedó, huérfano de delirios y de trofeos, sobre una carpeta tan hueca como la del Hápax.

¿Aparecerá en algún lapidario medieval la alecteria, que suele encontrarse en el hígado de los gallos viejos, y a la que se le atribuía virtudes medicinales? Como amuleto que también era, no te va a librar de que esa distancia insalvable que te aguarda te dé mulé cuando menos te lo esperes. Déjate de poses chulescas cuando, solo de pensarlo, se te meten unos nublos en el cuerpo, un dorondón espeso y frío, que te hace temblar como un azogado, o como los juncos acamados por el viento en las inhóspitas riberas del Leteo.

Lo que tú temes no es, como otros maratonianos, no acabar la carrera, sino no conquistar tu muerte y exponerte a serle fiel, ¡una vez más!, a tu destino: dejarlo todo a medias, no acabar nada. Ahora caes en que tampoco acabarás el siglo... Lo que tú temes, déjate de finisecularidades y garambainas, es quedarte imbécil: viuvir, en vez de vivir, convertirte en un calamitoso lapsus cálami que te deje expuesto a la caridad o la malquerencia ajenas. Sí, es oportuno leer que te has quedado aglayado. Porque te has quedado absorto en la vitanda contemplación de tu invalidez, de tus invalideces más bien. Al lado de esa visión espantosa, la amnesia es una auténtica eutrapelia. ¡Cuanto más imaginas más te vas embarbascando, en efecto, porque no aciertas, aturullado como estás, a decirte el único nombre de tu desasosiego: miedo! Te turban los a medias que te definen con fronteras inviolables, pero el enemigo lo has tenido dentro, ¡convertido en insidioso edecán ducho en cirigañas, en zalamerías de mucha gala y ceremonia! Siempre has sido un coramvobis impecable, y ello te permite, ahora mismo, preservar esta ficción de aislamiento, porque la afectada seriedad de tu risible corpulencia siempre te ha ayudado a disimular tu ominosa condición de impenitente catacaldos: iniciador de mucho y concluidor de nada. ¡Éste es tu desquite, nos ha fastidiado! ¡Hasta aquí has llegado! ¡Ni un paso más! Esas palabras indicadas, Darío, no han sido sino...

¡De nuevo fin de trayecto! La única ficción que vale, a partir de ahora, es partir hacia el fin. Nada de torpes remedos de las esbeltas exhalaciones. Tú resérvate para tu gran momento. Ellos, que desfoguen su sangre de jóvenes potros corredores —aun a fuer de sexagenarios, muchos de los tales—; tú, disponte a bien morir. Te incomoda la ausencia de ritual, aunque bien pudieras remedar cuantos se te ofrecen a la vista, allá adonde dirijas tu mirada indiferente y distante.

Tanta loción, estiramientos, trotecillos y otras suertes propiciatorias te tienen un poco aturdido. Lo que estás deseando es que se acaben los prolegómenos, que suene el pistoletazo, la detonación, y que el azar y tu deseo se encuentren en la mullida mesa de operaciones de tu cuerpo. Es difícil hurtarse al contagio del entusiasmo que trasmina la masa compacta de corredores, entre los que tú eres un auténtico intruso disfrazado, y al que no deberían dejar lanzarse a semejante aventura. Te sigue distinguiendo de ellos la angurria que, todos meones compulsivos, tanto agradecerían: a ti no te sale ni gota. Viajarás en la cola del pelotón, hacia donde te lleva, casi en Volandas, la riada de risueños y joviales atletas entre los que desapareces como la pequeña boya de la caña de pescar cuando cualquier incauto pececillo ha mordido el anzuelo, empachándose de muerte acerada. ¡Ni en estos momentos dejarás de hacer comparaciones odiosas y vulgares!

¡Ahí está el disparo: y sientes la sien atravesada mientras te contemplas en los espejos esperpénticos de cuantos te rodean y, en apenas segundos, te deján atrás! Este silencio bergmaniano no te lo esperabas. Se ha hecho de pronto. Sólo se oye, llenando las calles, el sordo chapaleo de las suelas conversando estúpidamente con el galipote de la calzada. No hay, aún, respiraciones fatigosas ni jadeos ni resoplidos. Tienes la sensación de que todos llevan los dientes apretados y tascan el freno para no dejarse arrastrar por la excitación y luego pagar con el abandono y la frustración ese ardor guerrero tan perturbador. Esta banda sonora de lluvia con sordina te irrealiza... ¡Para qué incluir a los comparsas, mónada fulgurante! Te acompañan, ¿no? Ahora más que nunca te sientes exiliado de ti mismo: eso tiene el sobresfuerzo físico. No es larga, la cuestecita, pero ya hay quienes la suben andando, con una prudencia que desprecias... ¡A ver! Ahí estás tú, dispuesto a consumirte sumando quilómetros que te acerquen a la nada y te alejen... ¡No, enumeraciones no, por lo que más quieras! Pocos jueguecitos te quedan ya, ¡afortunadamente! Y menos a medida que el guepardo se vaya despertando y decida, cuando se sacuda la pereza, descargar su zarpazo de gracia. Quieres que te la haga, esta alegría tuya casi de neomártir cristiano, y sonríes a los ánimos que los familiares de los atletas os prodigan con generosidad incondicional. ¡Qué cerca del mar ahora, tú que has vivido siempre de espaldas a él, como la propia ciudad de Barcelona! ¡Es la fecha lo que te salva! Haber fijado un día, este de hoy, fue tu salvación. Pero no estás aquí para ningún ejercicio de evocación o de nostalgia, y mucho menos para cantar tu imposible epicedio, ya que intuyes que nadie lo hará cuando tu cadáver lo haga posible.

¡Extraña manera de morir!, ir celebrando la vida con este trote cuyo castigo empiezas a sufrir. ¡Años, llevas, también, de espaldas a tu cuerpo, como si fuese otro mar, y ahora vas a perecer en la más estrecha comunión con él que se te hubiera podido ocurrir en el más disparatado de los delirios ¿Ya los calambres? ¿Tan temprano? Por siglos has de contar, lo que puedes tardar en llegar al per omnia saecula saeculorum donde quede inscrito tu olvido... ¿Aún un y si... más? ¿Adónde quieres ir a parar, necio! ¡Pero cuándo fuiste tú un ser apasionado, boquifresco! El flato duele tanto como la lanzada de Longinos, sin duda, pero ¿basta ese dolor lancinante para que tu sed de sacrificio te aliente a convertir en un vía crucis esta trotadura descomunal de paquidermo espantadizo? No tienes medida, nunca la has tenido, a fuerza de reprimirte. ¿Qué deus ex machina conseguirá que llegues al estadio olímpico? ¡Ahora quieres llegar, nada menos que llegar, botarate! ¡Ay, espíritu de la contradicción! No existen las vidas redondas, ¿no habías quedado en eso?, ni los personajes ni los finales; pero la sola posibilidad de que el guepardo juegue contigo hasta después de que hayas cruzado la meta se te acaba de meter en el cuerpo como una energía insuflada por Eolo. Pero no vas hacia Ítaca, bien lo sabes, sino a quedarte en la estacada, con un estoconazo en todo lo alto, ¿o habrás de sufrir la humillación del descabello?

¿De dónde sacas, lenguaraz, tanta cháchara insufrible, si apenas puedes respirar? Jadear es un eufemismo para los ahogos que te hacen parar, contra tu voluntad, y que te impiden siquiera ingerir el agua que os ofrecen. Poco a poco vas perfilando el auténtico retrato de tu agonía, y te complace..., figurante. Sientes los dedos de los pies machacados, llenos de rozaduras y quién sabe si ya cuajados de ampollas. Poca cosa en comparación con el dolor insoportable de las rozaduras en los pezones..., prestos ya a derramar la sangre que alimente la renca ficción de tu holocausto: arderás por completo, desde luego, y la señal inquívoca de ello es la hoguera que sientes crecer en tu cuerpo, confundiéndose con la fiebre.

Has olvidado la gorra y, sin embargo, tienes todita la impresión de llevar un casco perfectamente ajustado al perímetro irregular de tu cabeza, un casco de plomo que te aplasta el cráneo como si quisiera fundirse con él. ¡Competir, en tu estado! Miras hacia atrás y recuerdas la fábula del sabio.También te adelantarán: tiempo al tiempo. Tú a duras penas te mantienes en pie y en carrera; ellos son como gotas malayas y no sufren: disfrutan. ¡No, no comiences a extender sobre esta cinta de alquitrán, hoy peatonal, variaciones sobre tu escasísimo futuro! Difícilmente podrás perderte antes de llegar, siempre que no seas el último. Que lo hagas a un estadio donde no queden sino los desesperados organizadores sí cae dentro de lo posible. ¡Déjalo ya, ficcionero faccioso! ¡Bonito eccehomo estás hecho ya! Ahora sí.

Supones que te animan, después del susto, porque parece que los pocos espectadores de vuestra pacífica hazaña se tapen la boca para reprimir el horror, ahorrarte el desánimo y rebuscar un aliento que, ya a destiempo, te lanzan a la espalda, donde se te clava como un monigote de inocentada, antes de empaparse de sudor y resbalar hasta caérsete. No es el sol de la Mancha, ni marzo es julio, ni tú llevas otra armadura que tu coriáceo verbalismo y tu fementido hapaxismo, pero ahora comprendes, sin cómplices ayudas de encantadores, el infierno que debió sentir en sus magras carnes el caballero inmortal, a quien tan profusamente maltrató su creador. ¡Ojalá fueras tú obra de ti mismo!

Vas buscándote en las expresiones atónitas de quienes se pasman, a pesar del calor, de tu osadía y no puedes reconocerte. ¡Cómo se te ocurre pararte en seco y girarte sin más ni más! Claro que no te levantarías, pero nada tan reconfortante para los espectadores como ayudarte, aunque a alguno le cueste una hernia verte de nuevo en pie y, entre atontados y entrecortados agradecimientos hiperbólicos por tu parte, continuar, tambaleándote más que corriendo, el largo y serpenteante camino hacia la nada.

¡Retuércele ya de una vez el pescuezo a la retórica, maldito redicho! Vas ahogado, asfixiado, convulso, acalambrado, con flato, un dolor de cabeza que casi te impide abrir los ojos, por no hablar de las rozaduras que se han declarado en la cara interior de los muslos, enrojecidos como ascuas, y en los laterales del torso y de los brazos a la altura de los bíceps, ¡y aún tienes fuerza narcisa en la lengua para fatigarte los oídos y la atención!

¿Qué acredita tanto sufrimiento inútil? Estás jodiéndote vivo a conciencia, ¿para qué? ¿Una venganza? No sabes lo que dices. Nunca lo has sabido: ahora muchísimo menos. El sol que te corona y te acarona te acerca al delirio. ¿Estás seguro? ¿O la sensación de que eso ocurre forma ya parte del extravío mental y verbal? Las rodillas te sangran, pero es el codo izquierdo el que se te está inflando como tú lo hacías con las vejigas de pavo de tus navidades infantiles.

¡Huy, huy, huy, mal vas, por ese camino nostálgico que frena tu trotadura renca hacia el tránsito sin sorpresa, pero agazapado, como tu guepardo, tras el crucero diabólico del quilómetro menos esperado! Empiezas a inquietarte. ¡Qué vas a vomitar, si no tienes nada en el estómago! ¡Agua irá, entonces, y atrabilis! ¡La vas a palmar hecho un verdadero cromo, don lindo don diego! ¡Ni se te ocurra! ¡Resiste las tentaciones! Es la hora de la última hora, la que mata, tras todas las demás que hirieron. Bien puedes hartarte ya de tanta rechifla y de tanta parresia.

Llevas unos quilómetros corriendo sobre una nube. ¿O todo esto es el fruto de una trasposición delante de tu absurdo Índice plutoniano y aún dormitas sobre raíles camino de donde habría de estar, al menos para ti, la meta: Mataró? Ya te gustaría, ya, que fuese un sueño más: ¡el sueño eterno! Todo es impecable y hasta hermoso en el pensamiento, pero esta traducción martirológica te está recordando en demasía el apego animal a la carne, a la respiración, a la luz, a la vida. ¡Estás tú para prohibiciones! Son heridas de guerra, sí, de eso no hay duda: absurda como todas ellas, pero guerra al cabo.Tú juntas, ahora, milicia y malicia sin que se te dé un ardite de deudas ni reconocimientos.

Que seas las palabras de los otros, que hayas sido incapaz de añadir ni una frase, ni una palabra, al río caudaloso por el que has navegado desde que confiaste en la aventura de descubrir, a través de sus aguas apalabradas...¡Ya ni te acuerdas de qué, infeliz! Te ahogaste, a mitad de travesía, y, desde entonces, no has dejado de bucear por su fondo algado, cambiando para siempre el cielo por el cieno...

¡Qué pereza, de pronto, te da seguir corriendo! El estupor de los escasos espectadores, tan aspaventeros, cuando pasas junto a ellos, te retrata con propiedad realista el padecer de tu cuerpo castigado con mano tan dura, con dureza tan humana. ¡Estás triunfando, exhibicionista! Les robas el aplauso, a cuantos caminan a tu lado, con la descompuesta expresión que te asoma al rostro y que tú, actor afectado, acentúas con un énfasis impúdico. ¿Te asoma o te asombra? No sabes ni por qué quilómnetro andas, aunque aún debe quedarte un trecho infinito para acercarte a la montaña judía cuyas cuestas ignoras, si llegas allá, cómo podrás subirlas.

Empiezas a percibir que el guepardo acaba de iniciar el ritual zigzagueante y elíptico de su ágil danza gastronómica. ¡Cómo va a tener la culpa ese automovilista furibundo que te insulta como si le estuvieras robando la vida, y al que un urbano competente hace oídos sordos! ¿Por qué aquí no, escenógrafo exigente? La caída es la misma, si es que hay dos caídas iguales, que no lo crees.

El esfuerzo que has hecho con el cuello te ha salvado la nariz de un golpe que te hubiera cubierto la cara de sangre, pero cada paso que das ahora lo das con un indómito caballista encima que te hace morder el bocado del freno tirando con desmesurada violencia de las riendas con que te conduce a su antojo, que es el capricho de dártela suelta y tirar de ellas, al albur de un humor extravagante y negro, muy negro.

Claro que no hay dos sin tres, y también hay que a la tercera va la vencida. Ni se te puede caer el alma a los pies: ¡no llegas! No hay meta que te mate; no hay arco neumático del triunfo que pases en el éxtasis glorioso de tu apogeo vengativo. ¡Por poco! ¡El aire, ahora mismo es un abstáculo para ti! Sería excesivo: morir atragantado, asfixiado, encharcados los pulmones de esa agua que bebes como el desierto la lluvia que se equivoca de lugar. No son lágrimas, majadero, sino el turbión que te ha inundado la cabeza, que se te ha subido a ella como un pedo de anís, y que quiere desaguar por los ojos, aunque se te los lleve por delante.

El agua es incolora, sí, pero tú todo lo ves recubierto de un redundante palor cadavérico que te asusta: ¿es la muerte la desaparición del color? Este silencio no es ya el del inicio de la carrera: jadean a tu lado y no oyes nada; aplauden y gritan, pero ningún sonido te llega a los oídos: ¿están también llenos de agua? Dos cruzados rojos te escoltan: ¿qué quieren? Tú sonríes, ellos no. ¿Por qué se van de un lado a otro de la carretera?, ¿a qué juegan? ¡Cómo que dónde estás, imbécil! ¿Por qué se apartan los edificios para dejarte paso si cabes de sobra? ¡Qué niebla se ha levantado! ¡Y con este sol! ¡Es Colón, sí, el visionario indicante! ¡Qué empiedran estos adoquines que te dislocan los pies! ¡Qué olor a cloaca! ¡Del alba al albañal desde que iniciaste la cuenta...! No te sigues, no te sigues. ¡No son onomatopeyas, don Dariolindo: es la vida la que te da la espalda para confirmarse, para irse al confín...! No la busques entre gruñidos, ¡ay!, Darío. ¡No puedes respirar! ¡Hostias! ¡Qué delgada la muerte, qué silbido sordo de acero afiladísimo! ¡Qué coño palabra ni grito ni...! ¿Paz! ¡Aire, aire, aire, aire, air, air, ai, a...

FIN
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Copyright ©Dimas Mas, 2005
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Fecha de publicaciónAgosto 2011
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