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Jugo d’scondit

Cuarta parte

Dimas Mas
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El jugo d’scondit puede modelar el carácter de quien disfruta de él con el entusiasmo con que yo lo he hecho siempre; y la tendencia al secretismo, al silencio, a la discreción ¡e incluso a la incomunicación! son peligros muy difíciles de esquivar. A mí me pasó. La pasión por ocultarme, por habitar una soledad donde no poder ser descubierto, me acabó transformando en un niño nada dado a la compañía de los demás, ni a las confidencias, ni a las torpes alegrías de la edad o las persecuciones inacabables por los patios de recreo.

Cuando entré en el colegio, a los seis años, tenía ya un carácter no muy distinto del que tengo actualmente. En lo esencial puede describirse como la inclinación absoluta a perderme, a desaparecer, a veces sin dejar ni rastro y otras dejando rastros falsos, que es manera más malévola de desaparecer, sin duda, y me acuso por ello, pero nunca le he podido poner remedio. ¿Lo hay? Lo dudo.

No sé si acabé siendo así tras conocer el jugo en casa o después de haber pasado tres de los seis primeros años de mi vida en la guardería, en compañía de tantas extravagancias como compañeros tuve.

Fuera como fuese, en el colegio ya era tarde para cambiar una forma de ser que me ha acompañado desde tan temprano que me parece imposible, por lo que a mí se refiere, la posibilidad de no ser como soy, de ser distinto. ¿Cómo? Ni siquiera me lo puedo imaginar, la verdad. «Ah, si no fueras así..», recuerdo haberles oído decir a mis padres alguna vez, cuando no podían evitar mostrar su contrariedad por mi conducta. «Así, ¿cómo?», preguntaba yo con total inocencia. «¡Pues así, como tú eres, hijo!», escuchaba yo este enigma indescifrable como toda respuesta.

Esa necesidad, revestida a veces de angustia, que tenían ellos por que fuera de otra forma nunca la sentí yo como algo propio, como un deber que había de imponerme, si quería ganarme su afecto y su reconocimiento. ¿No he dicho antes que jamás competí con Va y Josu por acaparar la atención de nuestros padres? Desde bien pequeño intuí que su amor hacia mí era incondicional, que no estaba sujeto a las pruebas habituales por las que todos los hijos creen que han de pasar para conseguirlo: portarse bien, comer con buenos modales, estudiar mucho y sacar buenas notas, no protestar sus decisiones, escoger buenas compañías, etc.

Sabía, con una incomprensible e insólita certeza, que mis padres siempre me protegerían, que en todo momento y ocasión podría «contar» con ellos... Sí, en los dos sentidos de la palabra, claro, porque tenía la convicción de que ellos siempre iban a estar dispuestos a la buena cuenta de quien tiembla de emoción, durante el conteo, antes de girarse y empezar a imaginar dónde se habrán ocultado las escurridizas presas...

El jugo d’scondit tiene exigencias inexcusables, y si se quiere ser fiel no sólo a sus leyes —como es obligatorio en cualquier jugo que se precie de tal—, sino sobre todo a su espíritu, ha de estar uno dispuesto a aceptarlas con la alegría misteriosa de quien sabe que puede, por su lealtad a ambos, las leyes y su espíritu, ser excluido del trato o del aprecio de los demás. ¡Pero es tan grande la compensación! Nunca me pareció un castigo que me aislaran, tampoco el que me privaran de ciertas actividades supuestamente enriquecedoras y que, en el fondo, no podían competir con una buena partida de jugo d’scondit, al menos en mi caso.

¡Ah, el colegio! ¡Qué cantidad de horas perdidas y ganadas! Siendo un «pequeño gran maestro» de l’scondit (como le gustaba decir a mi padre, para burlarse cariñosamente de mí, achinando sus ojos y arabizando su sonrisa bazariega, mientras me hacía una reverencia cruzándose los antebrazos delante del pecho, como si llevara puesto un quimono en cuyas anchas mangas los escondiera) jamás pude competir, de ninguna de las maneras, con la facilidad de las horas escolares para desaparecer sin dejar rastro ni provecho (salvo heroicas excepciones) y, ¡al mismo tiempo!, aplastarnos con la pisada aterradora de un tiranosaurio hambriento para el que pasamos inadvertidos de puro minúsculos, ¡tan apegados al suelo! Apenas me daba cuenta y, ¡zas!, ya había acabado otro día, con sus eternas y volátiles horas llenas de tediosa distracción, alboroto, tontuelas vanidades y algunas insospechadas sorpresas.

Venía de un mundo lleno de supuestas diversiones y manifestaciones arbitrarias que apenas me eran corregidas con éxito, ¡y menos aún mis frecuentes desapariciones!, que ya no les extrañaban ni a las profesoras ni a mis diminutos compañeros de guardería, también acostumbrados a hacer de las suyas, porque alguno que otro, ¡y que otras!, no eran menos extraños que yo, si he de ser sincero..., y un buen número de sus singulares aficiones bien merecerían, cada una, su propio relato, como éste.

¡Allá sus practicantes con ellas, sin embargo!, que bastante tengo yo con acertar a contar la mía sin «perderme por los cerros de Úbeda», expresión que, según mi padre, había de ser la favorita de cualquier buen jugador d’scondit, algo así como el «santo y seña» que debería cruzar con las personas que también lo fueran, para estar seguro de compartir el jugo con quien supiera apreciar sus maravillosas virtudes, en vez de juntarme con los que, a tontas y a locas, sin imaginación alguna, convierten nuestro fantástico jugo en una torpe y aburrida variante de «la gallinita ciega», por ejemplo.

El colegio y después el instituto supusieron al principio una novedad, porque me vi rodeado, no sólo de prometedores espacios retadores, sino también de caras nuevas y de actividades a las que me dedicaba con más empeño que buenos resultados, salvo, más adelante, entre otras, en la asignatura de matemáticas, porque una actividad tan excitante como la de «despejar la incógnita», entre otras bellezas propias de la disciplina, siempre la consideré lo más parecido a mi bien amado jugo d’scondit. Aprender a redactar no me motivaba tanto como jugar con los números, porque las palabras, ¡necio de mí..., entonces!, no me ofrecían ningún misterio que resolver. Hoy sé que no es verdad, y que en estos reducidos mapas de grafías juntadas por los hombres, un poco al azar, a lo largo de los tiempos, hay más de un secreto insospechado...

¡Y qué hiperbólico elogio no debería hacer de la incomparable asignatura de música! A pesar de mi mal oído, de mi incapacidad para distinguir un mi de un si, un minuendo de un minuetto o un concierto de un concertino, ¡cómo he sabido disfrutar de la que ha sido mi pieza favorita desde que la oí por primera vez con no poco dolor y mayor ansiedad: la Tocata y fuga, de Johann Sebastian Bach! Embobado me quedaba ante la pasión con la que el profesor nos hablaba ¡del complicado arte de la fuga!, ¡nada menos que del «matemático», decía él, arte de la fuga! ¡Y todo eso me lo contaba a mí! ¡No podía creerlo! ¿Cómo fue posible que me preguntaran en casa, al verme llegar como me vieron, aquel día de la audición, realmente transfigurado, si había tenido un «mal encuentro» con alguien?

¿Cómo podría haberles relatado entonces, con mi escasísima capacidad narrativa y mi sobreabundancia de silencios, que tanto les incomodaban a todos, padres y hermanos, la desasosegante experiencia que sufrí cuando oímos la inmortal Tocata y fuga?

Apenas sonaron los primeros compases me vi transformado en un hámster de singular hocico afilado y cuerpo obeso que, en vez de recorrer el mundo en la rueda de su jaula a una velocidad de vértigo, intentaba ascender, con no menor ímpetu, por la inmensa y anaranjada duna de un desierto africano. Cuanta más arena desplazaban mis pequeñísimas y voluntariosas extremidades, en el heroico esfuerzo de conseguir llegar a la cima, menos me movía, aunque no cejaba en mi empeño, y ni una sola vez me paré para echar la vista atrás y comprobar qué trecho llevaba y cuánto me faltaba: bajaba el hocico hasta tocar las ardientes arenas y seguía intentando trepar por la empinada y resbaladiza ladera.

Fatigada la respiración, exhaustos los músculos, desquiciado el corazón, ¿cómo podría explicarles, a mis padres, que ese movimiento continuo varió de escenario y, sin saber yo ni cómo ni cuándo ni por qué, de las brillantes arenas finísimas del desierto se mudó a la corriente impetuosa de un río contra cuya corriente, en sus encajonadas hoces, luchaba?

¡Menudos tragos, los que, de vez en cuando, amenazaban con impedirme el enérgico y desesperado pedaleo de mal nadador con que intentaba remontar, como un insólito salmón, la turbulenta corriente para... ¡Imposible saberlo! Pero la música me forzaba a seguir, entre trago y trago de agua helada que me revolvía el estómago, me nublaba la vista y me dejaba sin fuerzas... ¿Cómo, en definitiva, hubiera podido convencerles, a mis padres, de que recibían en casa a un superviviente, en vez de a un melómano..., y que no había habido ningún «mal encuentro», sino una esforzada metamorfosis?

Lo cierto es que, a partir de aquella agotadora experiencia, jamás acepté que entrara en casa un hámster, y que amenacé con dejarlo en libertad si Va se salía con la suya y se lo traían los Reyes una Navidad. La firmeza de mi amenaza debió de resultarles muy convincente a mis padres, y sobre todo a mi madre, a quien la mera idea de tener un roedor agresivo y asustado suelto por la casa le producía un repelús insoportable.

Pero no quiero apartarme de lo que, a trancas y barrancas, con poco arte pero con absoluta sinceridad, voy contando: la verídica historia de un corazón solitario enamorado del jugo d’scondit. Bueno, esa sudorosa experiencia roedora-musical no se aparta mucho, en realidad, de lo que quiero contar para aviso y escarmiento de cuantos jóvenes, ¡y aun niños precoces!, como a mí me ocurrió, han pretendido encontrarse a sí mismos en el complejo arte de perderse; aunque fue un perdimiento extraño el de aquella transformación: jamás me he vuelto a convertir en un animal, si bien siempre he echado de menos poder experimentar en carne propia la transformación en lobo que vi en tantas y tantas películas de terror... ¡Ese sí que sería un scondit apasionante, y peligroso!

Sé que suenan a la vieja canción del arrepentimiento, mis últimas palabras, la canción del desengaño en labios del escarmentado, pero mis dificultades expresivas no han de engañar a nadie: «ni miento ni me arrepiento» (que era el lema de un escritor medieval, y que, desde que nos lo dijeron en clase de Literatura, yo robé para mí, porque la buena literatura tiene eso: los autores dicen exactamente lo que tú quieres decir, pero eres incapaz de hacerlo).

Tampoco sé si sería capaz de aclarar con exactitud mi falta de arrepentimiento, pero una cosa es cierta: hay que tener un inmenso valor para dominar el arte de perderse y una devoción apasionada al jugo d’scondit para hacer frente a las dispares, ¡y tan a menudo disparatadas!, consecuencias de esa entrega incondicional. Nunca se sabe qué puede pasar: es un reto constante, un desafío sin tregua. Nadie puede participar en él dando por descontado que todo ha de transcurrir según las leyes no escritas de la realidad, que ha de transitar por los trillados caminos de lo acostumbrado. Si infinitos son los caminos del Señor, buena parte de ellos pueden recorrerse en el jugo d’scondit, sin duda...

Pero sigamos... por la vereda llena de encrucijadas de esta verdadera historia...

Antes de descubrir en la Literatura una afinidad con el jugo d’scondit, fue en la asignatura de Dibujo donde, ¡con el hallazgo del impagable «punto de fuga»!, se me reveló un campo de relaciones y de exploraciones a las que me entregué, ¡para desesperación de mi profesora!, nada más tener, gracias a ella, conocimiento de su existencia.

A mi paciente profesora le resultaba imposible de entender que, en un cuadro, a mí me interesara más cómo esconder lo dibujado que presentarlo. Era algo incomprensible, lo sé, porque es muy difícil de concebir, para alguien no aficionado al jugo d’scondit, algo tan sencillo como dibujar ocultando las representaciones. «Pero eso que tú quieres hacer es borrar, no pintar, dejar la hoja o el lienzo en blanco», insistía una y otra vez. «¡Pero cómo vas a ocultar algo en un cuadro, Lolo» (desde la primaria me puse serio y fui ya siempre Lolo para todos, mi familia incluida, en vez del demasiado infantil Manulillo, aunque a mi padre no le hiciera mucha gracia ese cambio que, por amor a mí, aceptó a regañadientes), «y pretender que, viéndose, no se vea! ¿No te das cuenta de que lo que dices no tiene sentido?», se desesperaba.

Pero lo de tener o no tener sentido era algo que yo no entendía demasiado bien, excepto que se añadiera «de la orientación, sentido de la orientación», ¡una necesidad básica en el jugo d’scondit!, como es obvio para cualquiera que lo haya practicado

Con todo, seguramente mi profesora tenía razón. Yo no me atreví a decirle que lo más parecido a lo que yo quería hacer eran los álbumes de Wally, porque me hubiera mirado con la fulminadora mirada despreciativa con que solía dirigirse a cuantos, incapaces para el trazo como yo, nos empeñábamos en plantearle cosas absurdas que ella, al final, hastiada, sólo entendía como desesperados intentos por entorpecer —¡quiénes sino nosotros, claro, el apropiado pelotón de los torpes!— el desarrollo de sus clases.

¡Cuántas inolvidables horas de mi vida pasé enfrascado en los bellísimos y desternillantes álbumes de Wally! Él sí que ha sido el único y verdadero héroe de mi infancia, de buena parte de mi adolescencia y juventud, y hoy, el mejor recuerdo del adulto que soy, o que dicen que soy. Y sus álbumes, mi tesoro más querido de aquellos años, el único que guardo como el bien más preciado que pueda poseerse sobre la Tierra y cuya pérdida me supondría un golpe tan duro que difícilmente podría recuperarme de él, salvo con un nuevo y maravilloso encuentro. Afortunadamente, los tengo a buen recaudo y aún suelo hojearlos de vez en cuando; sobre todo aquellos en los que creo haber olvidado dónde se ocultan.

Fiel al reto de encontrar tantas personas, objetos y animal —¡ah, el rabo cortado de Woof, el abrigado perro de Wally san Roque..., qué endiablada habilidad para ocultarse tenía!—, multiplicaba las horas de inmersión en aquellas escenas divertidísimas en las que, al principio, me internaba con mi padre o con mi madre, y después solo.

Disfruté tanto de aquellas horas que sólo yo sé con qué intensidad quería olvidar la memoria de dónde se escondía cuanto había de ser buscado para poder volver a los álbumes como si fueran nuevos.

Mentiría si dijera que me costaba mucho descubrir a Wally, a su amiga Wenda, al merlinesco Mago Barbablanca, y al ladronzuelo Odlaw, además de algunas cosas tan difíciles como la llave, el hueso o el pergamino en el álbum de Wally en Hollywood, que tanto me gustaba, por mi temprana afición al cine de miedo, como ya dije, pero no quiero pecar de vanidoso, aunque diga la verdad.

Acostumbrado a escudriñar todos los rincones de nuestra casa, los del parque próximo y tantos otros en la sierra o en la playa, durante las vacaciones, descubrir al atlético excursionista colchonero y sus amigos, Woof incluido, no me llevaba mucho tiempo, para sorpresa y casi pasmo de mis padres, que no me dejaban pasar de hoja hasta descubrirlos ellos sin que yo les revelara dónde se hallaban: «¡Ni pío, voto a bríos, no digas ni pío, velocirráptor...! ¿Oído, cocina?», me amenazaban con el índice más tieso que el arpón de un ballenero y las cejas más levantadas que el tejado de una pagoda de siete pisos.

Y yo me callaba hasta, en no pocas ocasiones, quedarme dormido mientras ellos se dejaban la vista repasando las páginas con un soberano mordisco de contrariedad en el labio inferior mientras el dedo de la mano trazaba líneas verticales u horizontales para eliminar espacios y no perderse en círculos concéntricos que absorbían su atención como si cayera ésta en el ojo de un huracán que lanzaba al aire agitado de la confusión tantísimos dibujos idénticos que los desmoralizaban.

¡Y menuda alegría la suya cuando descubrían algo o a alguien! Ellos sí que parecían un par de niños pequeños... ¡Menuda estampa, la de los dos, sentados en el sofá, estirando cada uno de un lado del libro para acercárselo a su vista cansada y, así, buscar mejor! «¡Espera, espera, que ya lo tengo!», decía mi madre, aferrándose al libro como si fuera el tesoro que en realidad era para mí. «¡Tú es que lo secuestras, hija!», contraatacaba mi padre inhalando urgencias y exhalando quejas con la suavidad propia de su carácter.

Al final eran capaces de llegar a lo más parecido a un acuerdo, cuando sus mejillas se besaban y permanecían en esa amorosa estampa hasta que un error de vista o una precipitación, impropia en ellos, les llevaba, al uno o a la otra, a cantar una victoria que no tardaba en convertirse en dolorosa derrota. Pero esos desengaños casi siempre me pillaban dormido.

Tardé muchos años en convertirme en amante de la lectura. El jugo d’scondit no tiene manual de instrucciones... Quizás esa circunstancia influyera en mi desinterés por una actividad que, muchos años después se convertiría, junto con el jugo, en la principal de mis aficiones, a la que más tiempo le he dedicado. Gracias, sin duda, a todo ese tiempo en tan excelente compañía, he podido reunir el coraje necesario para atreverme a contar la historia de mi insólita pasión.

Debería haberme aficionado mucho antes, porque tiempo no me ha faltado nunca, desde luego, durante los ratos eternos en que mi pericia creciente ha imposibilitado que me descubran, pero el jugo d’scondit no es como ir al servicio, ¡hasta ahí podríamos llegar!; ocupación, por otro lado, la segunda, que tanto ha hecho en pro de la lectura...

Comencé a aficionarme a leer cuando a un malhumorado, antipático y cruelmente irónico profesor de Lengua que tuve en un curso de ESO le dio por enseñarnos lo más difícil que me habían enseñado hasta aquel momento desde que comencé a estudiar —las matemáticas incluidas—: el «comentario literario de textos». ¡Hueso fatal! ¡Terrible laberinto! ¡Cruel espejo! ¡Indomable corcel! ¡Cucaña inexpugnable!

«¿De verdad, de verdad que no ven ustedes nada en esta expresión tan elocuente...? ¡No me lo puedo creer! ¿A nadie se le ocurre qué puede querer decir el autor cuando escribe...? A nadie, entonces, le llama la atención un giro expresivo tan inusual como... ¿O me van a decir que esta forma de expresión es, para cada uno de ustedes, la de cada día, la de estar por casa, la de andar en pijama y zapatillas...? Porque juntar “poesía” y “camisa férrea” se ve que lo hacen ustedes día sí y al otro también, ¿no?», solía decirnos, casi cogiendo carrerilla, tras contemplar las lunas apagadas de nuestros ojos fijos en los suyos o en sus labios de gran sacerdote de los misterios de la palabra, mientras nosotros, en silencio, aguardábamos atentos el momento de la revelación solemne que nos dejaba, casi siempre, con los dientes al aire...

Aquello de que los significados se escondiesen, ¡y tan a menudo tras una fachada incluso trivial!, por fuerza había de acabar convirtiéndose en un reto para mí. Al lado de ese ejercicio académico sí que el jugo d’scondit me pareció, ¡por primera vez!, un verdadero y auténtico «matarratos» de niños.

El desinterés con que había yo afrontado siempre las tareas escolares, infinitamente menos satisfactorias que mi afición, se me reveló, entonces, como un obstáculo casi insalvable, porque hallar significados ocultos tras puertas y ventanas ambiguas, ¡sin ceder a la tentación de reventarlas!, exigía una afición lectora que hasta entonces nunca había tenido, por más que papá y mamá se hubieran esforzado en inculcárnosla, predicando con el ejemplo. ¡Mi héroe, Wally, era, además, un héroe mudo, para mayor ironía!

El tiempo pasa y no vuelve, cierto; pero no lo es menos que de nosotros depende recuperar buena parte de lo que dejamos ir con él sin reparar apenas en lo que perdemos. Me piqué tanto con esas extrañas adivinanzas misteriosas que bien pudo considerarse una fiebre lo que me dio, desde entonces, con la lectura. No creo que sacara mucho provecho, porque leía sin orden ni concierto, al buen tuntún, de lo bueno, de lo malo y de lo regular; leía como respiraba, por necesidad.

¡Y menudo acicate fue, para ese arrebato lector, saber que tantísimos escritores pretendían escaparse de la realidad a través de sus escritos, construirse un mundo propio, lejano del feo y tristón del cada día, el mundo de los lunes perpetuos!

A pesar de mis esfuerzos, no pude cantar la victoria rotunda con que soñaba, en secreto, pues cada vez que aquel altivo profesor nos ponía delante algún jeroglífico poético la desorientación era tan grande como la que experimenté la noche de mi primera participación en el jugo d’scondit. Sí que canté alguna victoria parcial, para sorpresa propia y ajena, pero demasiado humilde como para envanecerme.

En la escuela había pocas oportunidades de jugar a l’scondit, porque, en general, a los compañeros les parecía un entretenimiento «de niños», «de parvulario», «¡de mocosos!», llegó a decir uno, que se las daba de vejestorio. El tiempo de los recreos se convirtió, para mí, en un martirio. ¡Casi prefería las clases!, a pesar de lo aburridísimas que solían ser, hasta que conocí lo de los comentarios de textos; pero, como suele decir mi madre, Mait, «una golondrina no hace verano», ¡y yo viví un invierno de nieves perpetuas durante mi vida escolar!

Hubo una ocasión, sin embargo, la recuerdo muy bien, en que pareció que las cosas podrían haber sido de otro modo. A una profesora de sociales se le ocurrió, ¡un buen día!, explicarnos la importancia y el valor del jugo, de todos en general, en la sociedad. Habló mucho y nos entretuvo algunas clases con lo que había leído en un libro que se llama Homo ludens, del que tomé buena nota, porque, después de lo que a continuación contaré, se le quedó la costumbre de llamarme así: «Escuchemos qué quiere decirnos nuestro buen Lolo Ludens. ¡Pero hombre, Lolo Ludens, cómo es posible que tú...», decía, por ejemplo, cuando se dirigía a mí, para diversión de mis compañeros y de ella misma, pero no para mi disgusto ni para mi vergüenza: «lúdico» (que es lo que significa ludens, esto es, «perteneciente al jugo») se acabó convirtiendo en algo así como en mi «Palabra de Identidad»... Una expresión, ésta, que se me ocurrió sin ser consciente de lo que supondría para mi futuro, pero no sé si eso pertenece a esta historia, ya veremos...

Todos, incluso el vejestorio, nos sentimos muy importantes, por supuesto, mientras ella ensalzaba el valor de una actividad tan necesaria para nosotros como el jugar. Quizás era la primera vez que nuestro tiempo de recreo se valoraba tanto como nuestro tiempo de estudio. Luego vinieron las tareítas, por supuesto, porque ningún profesor te explica nada porque sí, sin atiborrarte de deberes; pero todos los hicimos con un entusiasmo tan desbordado como lógico, pues se trataba de presentar a la clase nuestro jugo favorito: explicarlo y defenderlo como el más divertido frente a los otros que conociéramos.

Y llegó el día en que me tocó a mí. Me había precedido una compañera, Sita Aswani, de origen hindú, que se explayó sobre el ajedrez y su nacimiento legendario, y detrás de mí le hubiera tocado a Luis Puente, quien iba a hablar de la oca, también jugo enigmático donde los haya, pero tuvo que dejarlo para otro día por el impacto que provocó, en mis compañeros y en la profesora, mi descripción del jugo d’scondit.

Apenas hube acabado de explicar algunos episodios como los que he incluido en esta verdadera historia, se hizo un silencio de los que a la seño le hubiese gustado que se produjeran más a menudo en la clase y, acto seguido, un mar de manos alzadas pidió intervenir con verdadera vehemencia, olvidándose por completo de la bellísima explicación de Sita sobre el ajedrez.

Yo estaba acobardado y temblando. Había hecho un esfuerzo inconcebible para vencer mi timidez, mis muchas dificultades de expresión y la vergüenza indescriptible que me producía estar de pie delante de toda la clase. Me sentí desnudo como un chimpancé y miedoso como un gorrión desconfiado entre los ratones, las palomas y las cotorras de un parque público. No podía soportar el dolor de verme expuesto frente a todos aquellos ojos que me miraban como los coleccionistas de mariposas, alfiler en mano, miran al último ejemplar atrapado antes de clavarlo en una de las cajas forradas de fieltro donde los exhiben. ¡Cuánto hubiera deseado que aquel abanico de miradas diversas se hubiera convertido en un huracán dispuesto a encerrarme en el vértigo de su ojo, a ocultarme sin dejar de mí ni rastro! ¡Qué consuelo experimenté al verme encerrado en la gran chimenea grisácea, salvado de la curiosidad ajena, lejos de la incredulidad que advertí en la malicia de algunas miradas!

A medida que fueron bajando los brazos y abriendo las bocas para intervenir, mis compañeros, para mi sorpresa, no sólo manifestaron la incredulidad que habían delatado sus ojos, sino también la admiración, la sana envidia y el deseo de participar en una experiencia tan increíble y fantástica como el jugo d’scondit.

La profesora se vio desbordada, de repente, por la exigencia unánime de que jugáramos una partida d’scondit, «¡porque nada como la experiencia para adquirir la ciencia!», concluyó la voz autorizada del empollón de la clase, con quien, en esa ocasión, no pudo rivalizar la empollona con otra frase tan o más contundente: ¡se moría de ganas por empezar a jugar! La profesora vaciló unos instantes: se imaginó un alboroto que nada tenía que ver con el silencio de conspiración que, cuando bien jugado, preside el jugo d’scondit, según yo les había explicado.

¿A quién se le ocurrió, entre mis compañeros, la brillantísima idea de que fuera la profesora la encargada de buscarnos? Lo ignoro, pero ella asintió en el acto, quizás movida por la descripción que yo hiciera de la creatividad que se ha de usar para dar con a quienes les toca ocultarse. Con la consigna y compromiso del silencio absoluto, la profesora nos permitió salir del aula y buscar scondrijo sólo en la primera planta, con la excepción de los lavabos. Así mismo, recordó que a cuantos fueran cayendo eliminados les continuaba cerrando los labios el candado del silencio comprometido, por lo que ni el ruido de las hojas movilizadas de los carpesanos era admisible en el aula mientras la partida no concluyera o, como parecía previsible, sonara el timbre del cambio de clase, momento en el que aquélla se suspendía y todos debíamos regresar al aula de forma ordenada e igualmente silenciosa.

Ignoro si nuestra profesora había sido adicta al jugo d’scondit en su infancia, pero con serena y silenciosa sencillez fue descubriendo uno por uno y a veces hasta de tres en tres tanto a los inexpertos «vejestorios» que habían considerado el jugo d’scondit un pasatiempo de párvulos, como a los entusiastas participantes carentes del mínimo de imaginación requerido para, en el caso presente, no ser hallado. Hubo algunos que incluso pareció «que se hubieran ofrecido» para ser descubiertos, según el modo chapucero como habían buscado donde ocultarse. Otros, sin embargo, y especialmente, una, Venus Celada, se lo pusimos difícil.

Yo propuse excluirme de la partida y convertirme en algo así como el árbitro que el jugo no necesita, para supervisar y, finalmente, verificar que se había jugado correctamente, pero la profesora lo impidió. En el fondo, su negativa me convertía, muy a mi pesar, en protagonista: había creado, con ella, la gran expectativa que me comprometía: ¡tenía que ser la única persona a la que no encontraran!, pues no en vano había sido yo el defensor de la emoción que se vivía en ese jugo de lenguaje «tan lusivo ¡y nada portugués!», como chistoseó la profesora sin que, ¡afortunadamente!, nadie en la clase nos enteráramos de la gracia ni, en consecuencia la riéramos, salvo Venus, que se conformó con el amago de una mueca próxima a la sonrisa, dada la incomprensión general. Fue ella quien me la explicó, días después.

Aquel día, sin embargo, Venus y yo coincidimos en la sala de los profesores, donde, ¡inconcebiblemente!, no había nadie cuando se nos ocurrió atrevernos a entrar. Lo hicimos porque la profesora sólo había prohibido que nos ocultáramos en los lavabos, aunque seguro que fue un fallo de memoria el que no añadiera y la sala de profesores a los lugares prohibidos.

Estarían haciendo su ronda de guardia los fieros y escrupulosos guardianes o en otros asuntos quienes libraran a aquella hora, pero tras empujar la puerta batiente y vernos solos, no lo pensamos dos veces. No nos guiñamos el ojo ni nada parecido —como suelen hacer las parejas cómplices en las películas baratas— sino que buscamos enseguida el espacio donde la profesora no nos encontrara, aunque, después, tuviéramos que explicar lo inexplicable de nuestra presencia allí, si eran otros quienes nos sorprendían o bien sonaba el timbre del cambio de clase y debíamos surgir de nuestros rincones como fantasmas de entre la niebla...

Venus quiso ocultarse bajo los tres famosos y temidos sillones verdes —allí sentaba la jefa de estudios a los futuros expulsados para «leerles la cartilla, ponerlos a caldo, sacarles los colores, meterles un puro» y otras lindezas carcelarias propias de su cargo—, pero yo le sugerí, abriendo de par en par la puerta del armario donde colgaban los profes sus abrigos y sus batas de laboratorio, un lugar más seguro. Lo entendió enseguida, porque ni siquiera, después de mi propuesta, se volvió a mirar su primera opción.

Y allí entramos los dos, como dos enamorados que buscaran la intimidad que una institución académica niega casi por principio. ¡Era la primera vez que estaba tan cerca de una niña!, y en una situación poco propicia para posibles explicaciones claras, si se diera el caso de que nos las exigieran. He de aclarar enseguida que yo no estaba enamorado de Venus ni, supuse, ella de mí. En realidad no sabía, entonces, ni lo que era el amor. Y las niñas me parecían, por lo general, seres extraños ante los que me sentía ridículo y con quienes nunca sabía cómo comportarme ni de qué hablar. No diré que me daban miedo, porque el trato con mi hermana Va me había curado de espantos, pero miedo era, quizás, la palabra que más se acercaba a la descripción de mi sensación frente a ellas. Y se me notaba, estaba convencido de ello. Quizás por eso me chocó tanto la naturalidad con que Venus entró en el jugo...

—¿Tú crees que aquí no nos encontrará?

—Sí.

Que Venus entendiera a la perfección mi lacónica respuesta entraba dentro de lo que se esperaba de una niña cuya capacidad de comprensión estaba a años luz de la mía. Mi sí era, en el fondo, una reivindicación de mí mismo, un decirle algo así como: «aunque te parezca un ladrillo, no soy tan estúpido ni ignorante como ellos». Suponiendo que los ladrillos reúnan esas condiciones, claro; algo de lo que yo he dudado siempre.

—Pero en los armarios es donde primero se mira, ¿no?

—Tienen mucho fondo.

Tuve que imponerle silencio con el dedo en los labios, rozándoselos apenas, porque un ruido sospechoso me arrebató la atención, alertándome de un peligro inminente. De repente, se abrieron las puertas del armario y se desató un viento violentísimo y cegador que, al tiempo que me impulsó a retroceder, arrastrándola hacia mí de la mano, nos estampó contra la pared, en la esquina más oscura del armario, donde pudimos ocultarnos tras un enorme y ostentoso abrigo XXL de astracán de la profesora de Latín. Venus dejó que tirara de ella con una confianza que me sorprendió, pues no se resistió ni siquiera cuando, empujados por aquel viento huracanado, volamos junto al abrigo de astracán en un círculo como el de las acrobacias de los paracaidistas que se cogen de las manos y forman una estrella caprichosa antes de tirar de la anilla y liberar su hongo salvador.

¡Nunca olvidaré los ojos de alucinación de Venus viéndose suspendida en el aire y agarrada con una mano a mí y con la otra a la manga del abrigo peludo!

—¿No te lo había dicho?

Le dije apenas aterrizamos, con la esperanza de que recordara el mucho «fondo» que le atribuí a todos los armarios. Y pasando por alto, como si fuera lo más natural, el corto vuelo que nos había dejado en un lugar oscuro, silencioso y frío.

—¡Pero dónde estamos?

—Ocultos, bien ocultos.

—O perdidos...

—Nunca se sabe, con este jugo...

Estábamos en una especie de cripta, hoyo, caverna, sótano o algo parecido, a juzgar por la oscuridad que apenas nos dejaba ni reconocernos. Tanteamos las paredes en busca de un interruptor que nos permitiera iluminar la escena para saber con precisión dónde habíamos ido a parar. ¡Y, sobre todo, si había algún camino de vuelta! Después del recreo teníamos un examen de Matemáticas y Venus no estaba dispuesta a perdérselo por nada del mundo, a pesar de lo mucho que había deseado participar en el jugo d’scondit, después de escuchar mi relato, y a pesar, también, de la incredulidad absoluta con que lo recibió. Ésa fue la razón por la que no quiso perderme de vista cuando salimos del aula para ocultarnos donde no fuéramos hallados por la profesora.

Finalmente, sin saber cómo ni en dónde ni por qué, tropezamos con el interruptor que encendió la pobrísima luz de una bombilla que pendía, con el cable desnudo, desde el techo. Entre Venus y yo estaba, tendido en el suelo, el abrigo de astracán, como una caprichosa alfombra que quizás habíamos pisado sin darnos cuenta. Ella lo recogió y se lo puso, porque tenía algo de frío. ¡Qué mezcla extraña la de su piel negra y la negra lana rizada del astracán! A nuestro alrededor las paredes estaban llenas de archivadores. En el medio había una mesa con varios botones incrustados en ella que no nos atrevimos a tocar. Detrás de la mesa había un sillón muy extraño, con correas metálicas, ¡auténticos bretes!, en las patas y en los brazos, que por fuerza habían de servir para atar a quien se sentara en ella, ¡no precisamente por iniciativa propia!

—Esto parece una sala de tortura...

—O un archivo policial.

—¿Estamos en los sótanos del instituto?

—O en el ático de las cloacas...

¡Cómo se me ocurrió algo así! Venus me miró con la pose inequívoca de quien se ha sorprendido gratamente, y me obligó a desviar la mirada, avergonzado de haber, quizás, estado a su altura por primera y última vez.

—Salgamos de dudas.

Ella por un lado y yo por el contrario comenzamos a abrir archivadores y a hurgar en lo que parecía un auténtico secreto de Estado, a juzgar por el aire de cámara de seguridad que tenía el espacio donde nos hallábamos. Las carpetas sólo contenían expedientes con fotografías, pésimas calificaciones, informes descalificadores, sanciones, avisos, análisis psicológicos y otras maldades de las «perlas» que habían pasado por el instituto...; nada que no conociéramos, aunque jamás hubiéramos visto reunida y guardada en un mismo espacio semejante obra de destrucción. ¡La leyenda negra del instituto! Nos miramos para tender el puente de la misma perplejidad desde sus ojos ambarinos a los míos, de pálido membrillo.

—¿Y la silla y los botones?

Ésa era la pregunta, en efecto. Y el reto: ¡tocar los unos, sentarse en la otra!

—¿Me siento y probamos?

—No, por favor, no lo hagas. Toquemos, primero, algún botón y veamos qué pasa, no sea que...

Me conmovió su interés por lo que me pudiera ocurrir, porque aquellos grilletes no parecían anunciar nada agradable, desde luego. Con todo, me vi obligado a tomar la iniciativa y apretar alguno de los botones de la mesa. No me lo pensé dos veces. Apreté con decisión el primero de los tres y, para nuestra sorpresa y susto, los grilletes metálicos se cerraron sobre los brazos y las patas del sillón, inmovilizando a un condenado imaginario.

Aún con el miedo en el cuerpo, pero con la curiosidad en la mente, apreté el segundo botón y se activó un resorte que hizo descender del techo, un círculo de pantallas que impedía la contemplación de los archivos. Venus, entonces, puso su mano sobre la mía para impedirme que apretara el tercero, pero yo la tranquilicé, porque nada saldría de aquellas pantallas, sino que, en buena lógica de la que siempre falla..., se proyectaría en ellas, lo que fuera...

Y apreté el tercero, ¡ay...!

No sé si fue el golpe de luz, el horrísono estrépito de los altavoces reproduciendo aquella algarabía de gritos, insultos, quejas, llantos, desplantes..., o nuestra capacidad de sorpresa pillada a contrapié, pero nos faltaron ojos y mente para contemplar y procesar las mil escenas conflictivas que, poco a poco, nos pareció que se proyectaban fuera de la pantalla, animándose como fantásticos hologramas que pudieran ser tocados, como si las fantasmales apariciones de los mensajeros en su cono de luz de La guerra de las galaxias pudieran salir de él y estrechar la mano de los destinatarios de su mensaje.

Mil y una desagradables escenas de la cara más terrible de la vida escolar, ¡un auténtico jaulario de los esfuerzos intelectuales vírgenes y del más que generoso derroche de la mala educación! se escenificaron ante nuestros ojos doblemente escandalizados: alumnos y alumnas que les sacaban la lengua vibrante a los profesores antes de acabar escupiéndoles su agria desidia, su holgazanería y su cobardía frente a la responsabilidad; que los miraban como a un retrete sucio; que eran sorprendidos mientras fumaban en los lavabos, con la ansiedad de los drogadictos desesperados, y se insolentaban con muecas que mostraban, en repulsivo primer plano, unos dientes amarillentos por la nicotina; que convertían los pasillos en trincheras llenas de bravatas y amenazas cumplidas; que transformaban el patio de recreo en abonado campo de concentración para la explotación de los más débiles; que cruzaban los brazos sobre el pupitre y dejaban caer la cabeza para dormirse e incluso roncar; que se negaban a salir de la clase cuando eran expulsados o, si accedían, daban un portazo que hacía temblar los cristales de las ventanas..., o que se despedían bajándose pantalones y calzoncillos por detrás, para mofarse de la profa con su sonrisa vertical, porque eso con los profes no se atrevían a hacerlo... Todo ello con un griterío lleno de desgarrados insultos, de muchos «tío» y «tía», de «¡pero tú de qué vas, muertodambre!», de «¡a que te denuncio!», de «y a mí qué», de «¡por mí...!», de «¿a que no t’atreves?», de «¡venga ya, pringao!», de «¡anda ya y piérdete, cocoliso, que ya me estás rallando mucho tú a mí!», y otros desafíos que, salidos de unas caras desencajadas tan llenas de agresividad como de espumarajos el hocico de los perros rabiosos, nos forzaron a juntarnos el uno contra el otro, estrechamente, como si, en cualquier momento, aquellos seres fantasmales, desabridos, fueran a ganar cuerpo y presencia y la tomaran con nosotros, atemorizados espectadores de sus desmanes, sin distinguir si éramos profesores, chivatos o coleguis...

A medida que crecía el tono de sus avinagradas explosiones de ira se fue formando un coro de risas que no tardó en inundar de carcajadas demenciales el espacio circular en que nos encontrábamos acosados y cada vez más juntos, casi abrazados, intentando defendernos de la más que previsible agresión de que íbamos a ser objeto...

Y no pasó mucho tiempo, en efecto, antes de que los dueños ebrios de aquellas risotadas revenidas comenzaran a pasearse por la sala con aires de matones redomados, dispuestos a todo... Al estrépito desquiciado de las risas inhumanas se sumó la devastadora orquesta de los expedientes que salían volando de las madrigueras metálicas de los archivos, turbios y denigrantes papeles que eran lanzados a una aérea danza frenética, como si un huracán atravesara una copiosa nevada... Danzantes embriagados parecían las presencias espectrales con las palmas abiertas y los brazos extendidos, girando como monjes turcos, irremediablemente perdidos en la venenosa dulzura de la destrucción...

—Tengo miedo, Lolo...

—Habrá alguna salida...

—¿La hay?

¿Estaba yo en condiciones de asegurarle que sí, y tranquilizarla? Ya habían comenzado, aquellas transparencias malvadas, a zarandearnos como si fuéramos novatos, a acercársenos hasta un palmo del rostro para ponernos de vuelta y media, como si hubiéramos sido nosotros los responsables de que todos ellos hubieran acabado encerrados en esa jaula de la que ya no podían salir, condenados, de por detenida vida administrativa, a servir de mal ejemplo para intentar corregir a quienes, atados al sillón, hubieran de escarmentar en cabeza ajena, ¡si ello era posible!, para corregirse o sumarse a la jauría subterránea..., una vez hubieran sido expedientados o, en el peor de los casos, expulsados...

Los oficiantes del rito devastador, entre tanto, no dejaban de cruzarse ante nuestros ojos, de rodearnos, de acariciarnos —¡frías manos de niebla!— la mejilla con ánimo burlesco y despreciativo, de soplarnos al oído un hálito helado cuya sorna nos quemaba, de agitar ante nuestros ojos perplejos los folios estrujados donde figuraban sus culpas y desmanes, de intentar quitarnos el abrigo de astracán en el que, como reflejo defensivo, nos habíamos ido metiendo los dos, confiando en que tuviera algún poder milagroso que nos librara de aquellas alucinaciones insoportables...

No veíamos ninguna salida por ningún lado: ni ventanas, ni puertas, ni claraboyas, ¡nada! El abrigo, nuestro único refugio, se convirtió en una suerte de talismán a cuyos poderes nos encomendábamos con una fe sin fisuras. A medida que los espectros tiraban de él, nosotros más nos refugiábamos. Cada uno de nosotros había metido un brazo en la manga respectiva del abrigo, ella en la izquierda, yo en la derecha y, dándonos la cara en un abrazo protector y solidario, nos encerramos en él como una almeja, herméticamente, tratando de hurtarnos a la ferocidad vengadora de aquellas presencias que, ¡en mala hora!, renegaban de su absentismo tradicional...

Insistían en estirar del negro abrigo sin lograr deshacer la ventosa que, ¡tan estrechamente abrazados!, habíamos formado con nuestra unión. Resistíamos los esfuerzos neblinosos de los fantasmas desalmados y seguíamos, eso sí, en un silencio embarazoso, su cara sobre mi hombro y la mía sobre el suyo, como si nos estuviéramos despidiendo... ¡o reencontrando!

De entre la algarabía de risotadas, gritos, tacos y cancioncillas atiborradas de rimas soeces, nos llegó, de pronto, el sonido claro y distinto de una voz familiar que reclamaba la ayuda del fortachón profesor de Educación Física para sacar el abrigo de donde parecía haberse enganchado:

—A ver si tú puedes sacármelo, Perico, que parece que se ha enganchado en la esquina...

¡No lo pensamos ni una décima de segundo! Deshicimos nuestra cálida unión, nos dimos la vuelta y dejamos libres las mangas del abrigo inmenso que era reclamado por su desmesurada dueña..., justo cuando el poderoso brazo del atlético Perico estiró de él con menos delicadeza de la que a la profesora de Latín le hubiera gustado pero con tanta efectividad que, habiéndolo liberado nosotros del impedimento, Perico casi cayó al suelo por el impulso...

Agachados en el fondo del armario nos temíamos lo peor, que el profe fornido entrara para inspeccionar «dónde satanes» —su peculiar expresión favorita— se había podido enganchar el abrigo como para que a él, ¡nada menos que a él!, le hubiera costado tanto sacarlo del armario, y ello a pesar de que «La Lati» —apodo oficial de la profesora, a pesar de su semejanza con los nombres árabes e incluso con los orientales, en vez de con los latinos— trataba de disuadirlo para que no perdiera el tiempo por una tontería...

Aguardábamos, resignados, el ambiguo momento de ser sorprendidos in freganti —como estuve dispuesto a cuchichearle a Venus— cuando, al ver aparecer la cabeza de busto romano de Perico, la diosa Fortuna nos fue propicia, se alió con nosotros, ¡que tanto habíamos sufrido!, y dispuso que sonaran los timbres ¡que anunciaban el simulacro anual de incendio...!

Desapareció, pues, la esculpida cabeza gimnástica, atraída por el cuerpo que cambio de dirección y se dirigió a toda prisa hacia la salida, como todos los profesores que en ese momento descansaban en su excluyente sala reservada. Dejamos transcurrir un par de minutos y, aliviados por el cómodo regreso, salimos deprisa y corriendo de la sala para incorporarnos al redil de nuestro grupo, en el que fuimos recibidos como una pareja mitológica que hubiera escapado de los infiernos...

A pesar de las miradas inquisitivas de los compañeros y de la interpelación directa de la profesora, de nuestros labios, sellados con una complicidad no pactada ni firmada, sólo salió una respuesta instintiva a la pregunta de en dónde nos habíamos metido: «Por ahí...», contestamos casi al alimón, con espontánea indiferencia, quitándole mérito al hecho de haber sido los únicos a quienes la profesora no había logrado encontrar.

Desde ese día, nuestro accidental «por ahí...», puntos suspensivos incluidos, se convirtió en un sitio fabuloso donde sólo los afortunados, como Venus y yo, podíamos entrar, y también en la envidia de todos nuestros compañeros; pero no sirvió en modo alguno para que Venus me mirara con la misma simpatía con que yo la miraba a ella ya desde antes de nuestra aventura, ni tampoco para que se anudara entre nosotros una relación especial que tantísimo hubiera significado para mí.

En realidad, no volvimos a cruzar dos palabras sobre lo sucedido en aquel fondo de armario del que salió atemorizada, como si el jugo d’scondit, contado por mí, ¡y vivido a mi lado!, le hubiera parecido la cosa más peligrosa del mundo, y yo, que le abrí las puertas del armario como una tentadora invitación, un diablo desorientado y en horas bajas que ni siquiera dominaba las malas artes básicas de su oficio, a juzgar por lo desvalidos que nos sentimos en la caverna de las oscuras reputaciones y por lo que nos costó salir de ella.

Yo me lo perdí, por supuesto. O mejor dicho, yo me la perdí.

Los destinos de las personas se fraguan casi siempre a sus espaldas, y luego nos hacemos cruces, ¡y hasta cruceros!, de por qué nuestro presente es como es, en vez de como quisimos alguna vez que hubiera sido. No podría decir hoy que aquella distancia que Venus arrojó entre nosotros como un foso lleno de cocodrilos hambrientos fuera la responsable de los pasos erráticos que mi vida fue dando después de acabar los estudios obligatorios y un bachillerato que a muy durísimas penas acabé como tributo al amor incondicional de mis padres.

Ellos no me pedían más que ese ¡«pequeño»! esfuerzo. Sabían que yo no era como mis hermanos y no estaban dispuestos a martirizarme con la cantinela abusiva de mi futuro, mi bienestar, mi seguridad y todas esas necesidades, personales y sociales, que los hijos nos vemos forzados a cubrir para que nuestros padres se queden tranquilos y satisfechos por haber hecho cuanto estaba en su mano por nuestra felicidad.

Dije antes que no sabía si pertenecía a esta verídica historia lo que fue de mí después de aquellos años de mi adolescencia, y ahora sé que no, que constituye, de hecho, otra historia, y que no se pueden mezclar las dos sin que la posible coherencia del relato se resienta.

Yo quería contar cómo el veneno del jugo d’scondit se me metió en el cuerpo y cómo jamás, desde entonces, he podido ni he querido librarme de él, lo que ha condicionado mi vida toda.

No ignoro que, a su manera, tiene esta historia un final triste, porque la complicidad entre Venus y yo no fue más allá de la frontera de una simple partida, pero no es menos cierto que, en esta vida, el jugo d’scondit siempre nos guarda inauditas, insólitas y fabulosas sorpresas que pueden cambiárnosla por completo, de arriba abajo.

Quizás en esa futura historia, de la que la actual sería un extenso prólogo, acabe ella entrando por la puerta de mi oficina de investigación surrealista para que yo la ayude a encontrar su Palabra de Identidad, que es a lo que he acabado dedicándome, después de una existencia tan llena de extravagantes vaivenes, para ganarme la vida, la soledad y el silencio.

Quizás entre y no me reconozca, pero, como todos, querrá saber cuál es su palabra, en la que se resume a veces una vida o se cifra la más bella esperanza. Y no me reconocerá en mi nombre, ahora, finalmente, Man, Hallazguista* —¡nada de «Lolos» ni «Manulillos» de medio pelo y menor fortuna!—, según se me puede encontrar en la página web donde anuncio mis servicios. Tampoco, quizás, por mi rostro, pues han sido muchas las partidas de jugo d’scondit que, a lo largo de esa jugosa existencia mía, han acabado moldeándolo con los rasgos esquinados del enigma y el misterio.

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Copyright ©Dimas Mas, 2009
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Fecha de publicaciónDiciembre 2009
Colección RSSLas excepciones cotidianas
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