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Vienen por más

Yako
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La noche era una caja cerrada, una trampa con su boca abierta. Adivinaba —o creía adivinar— mis manos agarrotadas sobre el cuerpo metálico del fusil que no era tu cuerpo. ¿Estaba muerto? ¿Aquello era un recuerdo? Yo no deseaba estar allí. No debía. Quería parar de sufrir, Carla. Cuando uno llega a ese punto, creeme que todo pierde sentido. Tu cabeza da vueltas como una calesita buscando una forma de poner un punto final a la tortura del frío quemándote los dedos de los pies y las manos. No voy a exigirte que te pongás en mi lugar, no podrías; sos tan dulce y tan blanca. Te observo dormir y me convenzo, entiendo, justifico tu misión en el mundo.

Yo sé que no te gusta que hable de estas cosas. Pero están. Aunque me veas sonreír y este rostro estúpido, de máscara, sea capaz de mantener una conversación o laburar en la DGI como un tipo común que llega a horario y se retira una hora más tarde para complacencia de un jefe idiota, cada vez que enciendo un cigarrillo me aborda un deseo irrefrenable de comerme la brasa, cortar el ascua del tabaco con mis dientes y masticarla como una pasta ácida sobre mi lengua. Pero me conformo apagando con los dedos la cabeza inflamada del fósforo.

El miedo me abandonó porque se teme lo que se conoce.

Tengo frío, Carla, siempre estoy calado como si debajo de mi piel se hubieran enquistado las ventiscas y la humedad del océano, esa bruma salitrosa que aparece flotando con el rosicler acristalado y sube por las extremidades como agujas de hielo. ¿Te acordás en nuestra luna de miel? Vos quisiste ir a Bariloche en julio. Yo quería ir a Brasil y me la pasaba adentro de la sauna del hotel. Terminaste yéndote a esquiar sola todos los días, sólo nos reuníamos en las noches a cenar. Yo no quería salir del hotel, no fuimos a bailar, no me interesaba conocer nada de aquel lugar. Miraba desde la ventana el lago encrespado enmarcado por los bosques verdes como si se tratara de una pintura todavía fresca, y esperaba nuestro regreso a Buenos Aires.

¿Sabés lo que hice apenas llegué a las islas? Me guardé una piedra en el bolsillo y no fue por cábala. Tantos años dibujando los mapas con expresa inclusión de las Islas y ahora estaba ahí, y las podía sentir debajo de la suela de mis botas casi palpitando como un dinosaurio. ¿La piedra?, te estarás preguntando. Es esa que está en la repisa al lado del televisor, adentro de la cajita de sándalo que me regalaste antes de irme.

Nos sentíamos más importantes que Cristóbal Colón: estábamos recuperando nuestro territorio, poniendo en su lugar a los ingleses, esos piratas. Teníamos unas ganas locas (sí, locas) de que llegaran. Ahí nomás nos hicieron formar e izamos la celeste y blanca en Puerto Argentino cantando el himno a grito pelado. Qué carajo, yo me sentía argento hasta las bolas, el corazón de golpe era una pieza que no cabía en el rompecabezas de mi pecho: me hubiera comido crudo el hígado de los gurkas. Nos leían las cartas que mandaba la gente desde el continente. Era algo realmente emotivo: nos hacían sentar en semicírculo y un soldado con voz de locutor —decían que trabajaba en una radio— leía una o dos cartas. Después hablaba el Teniente o el Capitán y nos recordaban la misión sagrada que llevábamos en nuestros hombros. La puta madre, sentíamos que estábamos refundando la patria.

Pero eso fue antes de que nos enviaran a nuestra posición en el extremo norte de la isla mayor, cuando todo era, de algún modo, un jolgorio.

Un día nos transportaron a la otra punta de la isla. Era una mañana soleada y el frío había dejado lugar a una húmeda brisa marina. Estaba empezando a creer que la guerra no era un monstruo y que estábamos destinados a ser héroes (se escuchan carcajadas). El sargento nos hizo armar los nidos en parejas y ahí nos apostamos. Había que cavar con las palitas de campaña que eran cortas obligándonos a estar arrodillados sobre los pastizales mojados de rocío. El suelo era compacto y arcilloso y cuando la hoja de la herramienta se topaba con una roca el golpe se estacionaba en la columna vertebral como una descarga eléctrica. Todavía teníamos cigarrillos y víveres enlatados, y la lluvia no había empezado a desarmarnos como muñecos de cartón. Constantemente había que desagotar el pozo de zorro para intentar estar secos. ¿Secos? Nunca más, Carla, todo el tiempo estuve empapado. Seco es un adjetivo que se volvió obsoleto allá en el Sur. Casi tres meses mojado y cagado de frío, húmedo y aterido. Por eso cuando a veces me meo en la cama puedo seguir durmiendo, porque el pis está caliente y si te quedás muy quieto encima del lamparón, no te das cuenta.

Yo quería dormir y no despertar nunca más. Yo quiero dormir, pero para no despertar primero hay que dormir y yo no puedo. Yo no podía. Cerraba los párpados pero no dejaba de escuchar el rumor de las olas allá abajo en la playa pedregosa, estallando con un sonido opaco. El mismo mar donde crecí, en otras arenas doradas, ahora me observaba con encono, quizá con asombro, o con lástima. Yo lo miraba con temor, y también con odio. De la valentía a la misericordia: por qué no caerá una bomba sobre esta posición y me desintegra.

Por qué no caerá, Carla.

Me gustaría decirte, a veces: «Vos no entendés nada, mi amor.» Esa luz que tenía adentro se apagó, me consumió y me dejó seco como el manzano que tenía en mi jardín.

Sobre mi cabeza encasquetada percibo los graznidos de gaviotas desveladas que nos circundan. En el pozo ya ni se habla, apenas se sobrevive y se espera, con la misma ansiedad del que imagina que siente el calor de una casa, el dulzor del beso y sin embargo, sigue chapoteando en la mierda. ¿Alguna vez flotaste en tu mierda, Carla? Fue una noche en que la fiebre me llevó al delirio. ¿Alguna vez deliraste? Estaba en un cuarto cerrado y sin ventanas. Sus paredes eran lisas y altas, no se adivinaba ninguna puerta. Yo estaba sentado en un banquito de madera exactamente en el centro del recinto. Todo estaba a oscuras y de repente comenzaban a formarse enormes estructuras poligonales de colores fosforescentes que flotaban sobre mí rebotando en los lados del cubículo, deformándose, trasmutando su combinación y emitiendo sonidos de gong que retumbaban en mis sienes como latidos animales. Después vos, Carla. Apareciste abriendo un rectángulo de luz sobre mi humanidad raquítica y metiste tu mano fina y picuda para extraerme como una ratita condenada. Y mientras me izabas unas voces lejanas me reclamaron: «¡Soldado! ¡Despiértese, carajo!» Los ojos me pesaban como dos persianas y me hervían las pupilas. Intenté moverme, hablar, pero mi cuerpo estaba dolido y desarticulado como un títere. Y fue el olor a mierda, Carla, el que me hizo saber que seguía allí en las Islas. Mi esfínter cedió a los ingentes impulsos intestinos y expulsó la podredumbre que llevaba adentro dejando escapar el último pedacito de esperanza que me quedaba y que, ahora, veía mezclada en una materia verdosa y coagulada dentro de mis pantalones, de mis borceguíes y en el charco amarronado donde flotaba como un útero mineral.

Claro, ni vos ni yo tenemos la culpa de aquello; ni de esto, Carla. Anoche cuando volví de la oficina y encontré el departamento pulcro, acomodado y agujereado como si alguien hubiera entrado con un FAL y se hubiera tomado el tiempo de disparar en cada rincón de la casa donde estaban tus cosas, quise no pensar en nada y me senté en la alfombra del living y me quedé enterrado en la negrura de la noche esperando.

Estas cosas no se hacen, Carla.

Cuando llegó el amanecer, el crepúsculo era una franja rubí sobre un océano pulido y aceitoso pintado en el marco que cuelga de la pared. Estaba en ese estado de somnolencia entre la vigilia y la duermevela, embutido en el socavón húmedo y terroso como un cordero a medio nacer, cuando se recortaron las siluetas grisáceas y erizadas de los England’s boys.

Hijos de puta, vienen por más.

Ahora, el departamento está en penumbra. Detrás de la persiana despintada otra vez vislumbro el crepúsculo, allá, en Puerto Argentino los cormoranes urden en su vuelo órbitas complejas mientras el estallido de las olas, breves a esta hora, murmura en mis tímpanos. Desde el sofá advierto las sombras arrastrándose por el pasillo, los flemáticos soldaditos no cejan en su táctica encerrona, desde la noche han estado sembrando las minas tras tu rastro, moviéndose lentamente y sedosos, aceptando, también ellos, su destino. Mi única salida es dirigirme rápidamente a la cocina y cortarles, desde allí, el paso al dormitorio. Pero se mueven como peces en el mar y me interceptan en el desplazamiento; alcanzo a cobijarme tras la mesita del televisor que cruje amargamente ante los primeros plomazos. Me asomo por entre esa región arbórea que conforman las revistas y los diarios en el marco que sostiene las veinticinco pulgadas de pantalla plana, escucho los silbidos pérfidos que martillan las paredes de yeso. Están muy cerca, los escucho gritarse y alentarse como hooligans: «Come on! Shoot over the sheep!» Vuelvo a asomarme, ahora con la decisión que impone la fatalidad: apunto y enfoco al rubiecito cara de muñeco, le advierto la mueca torva, irónica, tras el tubo de la mira en el instante en que nuestras miradas se abrazan.

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Copyright ©Yako, 2007
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Fecha de publicaciónJunio 2008
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