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Dulces cantos de sirenas misteriosas

Pere Casanovas
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La familia del viejo Antón no tiene parangón. Siete hijos, por cinco nietos, por cuatro biznietos de media, más las mujeres de aquellos que las tienen, más las hijas y las nietas de los hermanos, más las hijas vivas de las tías, más..., más..., más... Ya lo veis: todos, todos, todos. De una forma u otra, en el pueblo, todos son parientes del viejo patriarca. Hoy es la fiesta mayor y en su casa se han reunido los que viven en el pueblo: más de veinte personas, sin contar la chiquillería. ¡Qué poco durarán las butifarras y el capón!

Después de comer, y cansado de tanta habladuría, el viejo Antón sale a pasear y a tomar el aire, como cada día. Llueva o haga sol. Todos los días. Está tan acostumbrado a caminar un buen trecho que, si un día, por mil cosas, no pudiera hacerlo, seguro que se moriría. O, al menos, eso piensa él.

Estos momentos son sólo suyos y los aprovecha para rumiar. A sus 96 años las ideas flaquean y la memoria trabaja poco. Poco, mal y no siempre. Tanto le da. «No tener memoria no quiere decir... pensar, no. Los amigos..., el viaje más fácil. Al otro... Querían hacerme ver... cosas... firmar. Y yo digo: imposible sin mí. Han salido perdiendo todos... Hay que tocar de pies en el suelo... ¿Sin memoria? Sí. ¡Y qué! No hace falta pensar nada. Sólo el día a día. Este instante y... basta. Las tierras. La montaña de los padres. Cobrarán, pero ahora... no. Ahora, nada de nada. No. No pueden quitarle la montaña. No, si... él no firma. Jueces, notarios, consejeros con... sotanas: gente de mal fiar. Medran. Cobran. Pierden el tiempo conmigo. Los dineros queman. Que no se fíen... de mis tierras.»

Pero, a veces, las palabras acuden claras a su mente y se encalla menos que un vendedor de ambiciones: «El miedoso nunca hace nada, jamás expone; tampoco la pifia. Sobrevive, inverna, vegeta como una planta. Vive a costa del que se moja, del que osa arriesgar. Gallinas los hay en todas partes, a manos llenas: miles de miles. La vida les pasa por delante y ni siquiera toman ningún tren por miedo de no llegar a parte alguna. Por miedo de perder la leche aun sin ser ama de cría. Por miedo de cagarla sin ir de vientre. Por miedo a que la eme con la i no le dé mi». Estos momentos son sólo suyos.

Pero cae la noche y el viejo no vuelve. El hijo de Antón es otro Antón más joven que su padre. Ley de vida: sin duda. Pero ya tiene más de setenta y no podríamos decir que tenga las ideas muy frescas. No sabe qué hacer. Es una buena persona, pero un poco haragán. Las mujeres le hechizan y ofuscan. Unas piernas muy largas hacen estragos. Hacían. Antes. Ahora ya no. Ahora sólo quiere vender la montaña y vivir. Pero padre es duro de pelar y no quiere morirse, como es de ley. Ya se ha hecho a la idea de que no verá nunca un solo duro del viejo rico. Su querido padre loco. Los amigos le dicen, espera, espera, ya verás cómo, de un momento a otro, asomará por la puerta. No te preocupes. Otras veces apareció a medianoche. Ya sabes. Descansa un poco, Antón.

Pero la familia, los vecinos, quien sea, alguien ha dado la voz de alarma. Una muchedumbre se lanza al bosque a la búsqueda del viejo Antón: a vida o muerte. Los convidados a la fiesta también. El baile ha quedado suspendido por orden de la autoridad. ¡Mala suerte, solteros! ¡Mala suerte, mozos! Las campanas tocan a rebato y repican a somatén: NAAAANG NING NING NA NAAANG NAAAING NING NING NAAANG.

Antorchas de fuego y humo abren la noche a las tinieblas y encienden el bosque. Las arboledas, llenas de sombras huidizas, despiertan fantasmas y espectros ancestrales. Una, dos, tres horas removiendo por entre las zarzas, sotos y malezas. ¡Antón! ¡Antooooooón! Las voces de alarma llenan de bullicio la oscuridad, pero nadie responde por ese nombre. Ni por ése, ni tampoco por ningún otro. El bosque acalla su eco y replica con silencio y más sombras. Muchas más sombras. Puede que se haya abrigado en alguna casucha cercana, dicen algunos. A lo mejor se ha quedado dormido en un bancal, al socaire del viento del norte, dicen otros. ¡Vete tú a saber! ¡Antón! ¡Antooooooón! El griterío es en vano: todo el pueblo sabe que el viejo testarudo es sordo como una tapia, y, aunque estuviera allí mismo, a un tiro de piedra, no oiría nada. Pero su nombre sigue sonando con fuerza en todos los rincones del bosque: ¡Antón!, ¡Antooooooón!, ¡Antooooooón! Las bestias nocturnas se esconden en sus guaridas, con las orejas gachas y los músculos en guardia. ¡Nunca se sabe qué es lo que va a ocurrir en el próximo minuto!

Es tarde y llueve con ganas. Todo se ha complicado. Imposible seguir con este tiempo de mil demonios. ¡Sólo faltaría ahora, dice el alcalde, que alguien más se perdiera! En la plaza de la iglesia van llegando grupos de rescate procedentes de todas direcciones. Los corros son inevitables. Unos hombres, que rastreaban por la zona del lago, cerca del cementerio, dicen que, a medianoche, han visto unos resplandores..., tal que luces de colores moviéndose por poniente... Les pareció como si dos o tres personas, separadas por unas decenas de metros, quisiesen llamar su atención, marcando su posición con fanales que recorrían en el aire la estela de un doble péndulo: ora hacia la izquierda, ora hacia la derecha, después arriba y abajo, en pequeños movimientos oscilantes que parecían dibujar arcos hiperbólicos. El cansancio les puede haber jugado una mala pasada, y la vista, haberlos traicionado, haciéndoles ver visiones. Porque, en cuanto han llegado corriendo a la zona han comprobado que nadie estaba buscando a nadie y sólo un viento feroz asolaba las entrañas del bosque y hacía crujir la noche.

Otros que llegan por el camino que lleva al manantial del bosque cuentan que también han visto unos fuegos fatuos reflejados en la laguna y han oído aullidos de un viento imposible. O el ulular del lobo. ¡Quién sabe! Hace diez años que nadie ha visto ninguno rondando cerca del pueblo, pero siempre acaba por volver. Eso seguro: ¡el lobo siempre vuelve! Ya han regresado todos los hombres. Han rebuscado por entre la montaña y el río y el lago y la laguna y la acequia y los prados y los eriales y la cantera. Sin éxito. Algunos van sin resuello, exhaustos.

Dicen que Tina, la mujer del molinero, ha mezclado agua de lluvia con aceite virgen molido el día de santa Bárbara y, al ver los surcos de mal agüero que el aceite ha perfilado sobre el agua, ha empezado a llorar que penaba verla en este estado. «Dicen que... cuando el agua y el aceite...». ¡Callaos, locos, callaros..., no digáis nada! Nada. No digáis nada más... a no ser que queráis ver la malaventura en vuestras casas. ¡Que se callen las brujas antes de que Dios nos castigue! Algunas voces sensatas imponen silencio en la plaza.

Truena y relampaguea por poniente y por el sur. La lluvia es ahora más espesa. Las brumas a ras de suelo se extienden por doquier y cubren de nubes las calles. Las potras relinchan miedosas y llorosas en los establos. Algo temen. San Martín, la Cuchilla, Alacoces, Ninocón. Agua y más agua que alimenta zanjas, torrenteras y riachuelos. Cuando toda esta orquesta ruidosa llega de poniente y la luna ya es vieja, como hoy, llueve doce días y doce noches seguidos. No falla nunca. Las viejas abuelas ya han echado cuentas: lloverá hasta el día de santa Lucía. La muchedumbre va sin tino y con agua hasta las orejas. Nadie tiene ganas de hablar. Cada uno a su casa: hay que descansar.

En una noche como ésta, si para uno el oído, se oyen bellos cantos de sirena, que el aire dibuja por entre las grietas de las rocas que ocupan los rincones más oscuros del valle. Se desata el miedo y aumenta la turbación: susurros misteriosos, voces del más allá, muertos que vuelven a la vida. Leyendas misteriosas para espantar a los pequeños. Locura. Temor. Tinieblas. En todos los hogares se cuentan cuentos cada noche. Cuentos al calor de la lumbre: largos inviernos de leña en el fuego, estrellas en el cielo, demonios con cuernos, brujas con escoba, hombres del saco.

El alba rompe la noche: seis de la mañana. Las campanas repican otra vez. El alguacil quiere hacerse notar: sopla con fuerza y hace gemir a su vieja y brillante trompeta quebrada: TUUUUUUUU RRRRRUU RRUUUUT, TUUUUUUUU RRUUUUUU RRRUUT.

Aquella vieja mujer se persigna aparatosamente: Jesús, María y José. Es hora de levantarse de nuevo. No llueve. De momento. La plaza se llena otra vez de voluntarios: la hoz en la faja y el saco a la espalda. Hay que empezar de nuevo y remover el bosque entero. Otra vez. Y, si es necesario, otra vez. Y otra vez.

No se habla de otra cosa: hace dos años, el viejo Antón ya se perdió. Aquella vez lo encontraron al cabo de dos días: sucio, deshidratado, zarrapastroso, hambriento. Hecho unos zorros y apestando como una zorra. Pero contento. Y vivo. Apareció sentado, en esta misma plaza donde ahora se reúne el personal, sin que nadie le hubiera visto llegar. Entonces, ni siquiera su hijo, pudo sacarle una sola palabra. Cosas del viejo Antón. ¡Cómo diablos saber dónde coño ha estado! No perdáis el tiempo haciendo conjeturas: ¡es más fácil que una gallina ponga huevos de dos colores!

Hoy, antes de empezar, un pequeño grupo de hombres, soga en ristre y armados de una vieja arrebañadera, hacen un discreto repaso a los cuatro pozos principales del pueblo. No fuera caso... Pero no. Gracias a Dios, no han encontrado nada. Negativo. Vamos pues: ¡todos al monte! Pensad, dice el alcalde, que es un hombre viejo, muy viejo, y que tiene un sexto sentido que le ha permitido esquivar los azares que querían arrancarle la vida. Y conoce las tierras como nadie. Seguro que, con la lluvia, ha encontrado cobijo y, en poco rato, lo encontraremos sano y salvo. Su optimismo contagia a todos: incluso alguno se atreve con el susurro de una pequeña canción, mientras centenares de voluntarios, algunos llegados de pueblos vecinos, se dispersan en todas direcciones.

El sol se ha hecho, por fin, visible por encima de las crestas de las colinas. Entre todos son bastantes como para rastrear, palmo a palmo, todos los recodos. Sólo es cuestión de tiempo. La tierra está empapada y cuesta mucho avanzar. Ha llovido bastante. Toda la noche. ¡Demasiado lejos tampoco puede haber ido! Sí, de acuerdo, va como un caracol, pero es que nunca se para: es difícil seguirlo cuando pasea. La verdad es que cuesta creer la edad que dice que tiene. Pero avanza el día y nada. Nada de nada. Ni huellas en el fango. Nada. Parece que se lo haya tragado la tierra. Llega el mediodía y las mujeres traen del pueblo un poco de pan y queso para engañar la gana. Todo es inútil.

El día se desangra y la negra noche se abate de nuevo sobre las frías montañas del norte. El alcalde ha enviado un mensajero pidiendo ayuda a la autoridad. Es posible, dicen algunos, que guardias con perros adiestrados lleguen de la capital. Pero ya veremos. No son muy de fiar toda esta tropa de ciudad, que no distingue una cagarria de un mojardón. Ni un almez de un fresno. ¡Vaya cuadrilla de marisabidillas!

De momento, agua. Más agua. Y mucha gente en casa Antón hijo, hijo de Antón padre. Dos de las hijas del viejo que todavía viven en el pueblo ya están haciendo planes para llamar a sus hermanos y hermanas que viven en la ciudad. Algunas nietas lloran sin freno. Un miserable sin escrúpulos comenta, en voz alta, que dos noches al fresco son muchas noches. Otro tonto mezquino dice que el viejo era una persona que ya había vivido mucho: mucho peor sería que se hubiera perdido un joven. O un chiquillo. ¡Un chiquillo: Jesús, María y José! Todo el mundo hace la señal de la cruz. Alguien dispone para Antón hijo, hijo de Antón padre, un poquito de sopa: pan, cebolla, tomillo. Parece muy afectado y no tiene hambre. Agotado, se tiende sobre la vieja banqueta de madera que hay en el rellano y se duerme. Toda la noche tendrá compañía. Una velada sin muerto. De momento.

Negra noche la de hoy. Más negra que el culo de un jabalí. Ni los más viejos recordaban el viento aullando con esta fuerza. ¡Y de qué manera! Parecen dulces cantos de sirenas pervertidas. ¿Seguro que es viento este soplo? Sí, sin duda. La ventolera se cuela por debajo de las puertas de las casas y penetra en todos los rincones. Repican los postigos en las ventanas y alguna puerta mal cerrada chirría y gruñe. Las gallinas amontonadas en un rincón del corral: como si fueran una sola bestia. Las ratas escondidas en las madrigueras más recónditas. Los gatos y los perros en el pajar, durmiendo con un ojo abierto y las patas en tensión, por si hay que salir pitando. Las chimeneas haciendo de chimeneas: toda la noche vociferando; dando a entender que las casas no aguantarán el embate del viento y saldrán volando de un momento a otro. ¡AAAAAAAAA UUUUUUUUUU UUU IIIIIII UUUUU...!

La tormenta no cesa y cuando el sol quiere salir, una centella de fuego se escapa de la tormenta y, en zigzag, se estampa con estrépito contra la fachada de casa Antón. La chimenea empieza a temblar, crepita un poco el tronco que se consume a fuego lento y, en seguida, empiezan a caer ladrillos, cañas, hollín, piedras, un nido de mochuelo sin mochuelo. Todo acaba en el centro del comedor en medio del fragor de la batalla y ante los ojos de espanto de los vecinos de guardia. Alguien se santigua. Parece que el alud se detiene. El viejo Antón, hijo del Antón más viejo todavía, se despierta asustado y dice que ha tenido un sueño. «He tenido un sueño, dice: hoy lo vamos a encontrar. Sí, sí, la chimenea ha cedido y muchos árboles habrán caído esta noche en el valle, pero padre está vivo y ahora mismo se encuentra en camino. ¡Lo encontraremos!» El viejo Antón parece eufórico. La gente lo contempla compasiva y comprende que, ante un infortunio como la pérdida del padre, pueda decir tonterías. Todos haríamos igual. ¡No quisiera nadie estar en su piel!

Empieza el tercer día. Por fin han llegado de la capital dos uniformados con dos escopetas y dos perros. Los vecinos han ido llegando a la plaza. Expectantes. Atentos. ¡A ver qué pasa! Hasta el cura se arremanga la sotana, preparado para salir corriendo en pos de los canes, en cuanto los liberen de bozales y correas. Empieza todo. Los perros, excitados, han estado antes olisqueando viejas prendas del viejo y salen de estampida con los hocicos a ras de suelo. Toman la dirección del camino que sale del pueblo, husmeando todo lo que encuentran a su paso: piedras, troncos, arbustos. Moviendo la cola, levantando la pata, ladrando. Todo el pueblo tras sus pasos. No tardan ni dos minutos en hallarlo. Un milagro. Un auténtico milagro.

Sentado en el suelo, con la espalda apoyada en el viejo tronco de la encina abatida esta noche delante de la casa de Roque. Tranquilo, sereno, empapado hasta la médula, sucio, rígido como una momia. El sombrero calado hasta las orejas. Sin bastón. Los ojos abiertos como naranjas, intentando averiguar el porqué de tanta agitación cerca de su casa: ¡no fuera el caso que alguien hubiera tenido una desgracia! Los perros le lamen la cara y el viejo abuelo apenas pestañea: dos días y dos noches fuera de casa. Y toda el agua del mundo reblandeciendo sus huesos casi centenarios.

Reme, la hija de Roque, tiene fama de leída y todo lo sabe: la misa en latín mejor que el mismo cura. Duerme siempre en la estancia que da, frente por frente, donde los perros han encontrado al viejo. Cuando observa, asustada, la riada de gente apiñada delante de su casa, sale al balcón. No se da cuenta de que sólo lleva puesta la ropa de noche. El frío de la mañana ha trazado el perfil de oscuros y prominentes pezones bajo la camisa de dormir, lo que origina no pocos comentarios de las viejas del lugar. Cuando alguien le explica lo que ha sucedido, ella no puede dejar de meter baza y explicar su versión.

«Pues mira, os he de decir que hoy, de madrugada, estando yo en la cama en duermevela, he oído como una latigazo rabioso: parecía que la montaña se hendía en dos y el mundo entero caía sobre nuestras cabezas. En seguida se oyó un grito espantoso seguido de unos gemidos cercanos y llorosos. Como si una persona exhausta y asustada pidiese auxilio. ¿Sabéis qué quiero decir? El viento soplaba de poniente y norte, y la encina, que por un momento parecía escapar a su suerte, gañendo y oscilando, acabó por trastabillar bajo el peso de la enérgica rabia de Eolo y la fuerza de Thor, partiéndose por la mitad con estrépito y declinando hasta el suelo, cesando por fin los susurros alocados del follaje. ¡Dios mío, qué viento tan extraño! Después, se oyeron bellos cantos que parecían mecer un coro de pequeños en sus brazos, acallando sus gemidos y apaciguando los sollozos de la naturaleza...».

Todo el pueblo escuchaba embelesado y, de entre la multitud, ha salido un «¡Coño, qué bien habla esta moza! Aunque casi todos sabían que, fantasiosa y embustera como es, se lo estaba inventando todo, aunque daba gusto de escuchar. Pero no, no era de fiar. Ramón, su maromo, sequillo, enjuto, piernicorto, helgado, duerme, se supone, con ella y sale también al balcón. Medio tapado por la presencia del cuerpo contundente de su mujer, mueve la cabeza en todas direcciones, lamentando no poder decir ni sí, ni no, ni todo lo contrario. Nadie lo iba a creer ahora si dijese que, de madrugada, él también había oído la voz del viejo Antón, pidiendo auxilio, por favor. Hasta las gallinas saben que el marido de la Reme se duerme en todas partes y, cuando lo hace, no hay Dios que lo saque de su estado catatónico.

Dos vecinos que viven cerca del lago han osado, a medianoche y en pleno fragor del vendaval, sacar la nariz por la ventana para ver qué pasaba. Han visto, amedrentados, todo un espantoso remolino que se acercaba por poniente y parecía tener ojos en la oscuridad. Un vórtice de luces de colores, insertadas en una carcasa metálica, caracoleaba lento, majestuoso, imparable, amenazador, hechizante. A su alrededor, y aprovechando la fuerza excesiva desplegada por la rotación, toda una serie de elementos inverosímiles giraban adosados con el monstruo: vacas voladoras, huestes de cigüeñas larguiruchas, brujas jorobadas, sierpes gigantescas, ánimas perdidas, nubes de humo blancas como la cal.

La fuerza enloquecida del ingenio volador chocaba con el aire que empujaba, dando el son del mugido de un toro. Por un momento, pareció que se posaba un instante en el aire, aquietándose cerca de la entrada del pueblo. Pero después se ha visto que era una ilusión, pues, en un segundo, ha huido fugaz por el mismo sitio por donde llegó, dejando tras de sí una estela de mágicos y chillones colores que la niebla matutina ha disuelto en un abrir y cerrar de ojos.

Mirando en dirección al valle vemos una ese gigantesca de árboles arrancados de cuajo por una fuerza descomunal, una traza sinuosa y recortada, que un viento imposible y desaforado ha dejado tras su paso. Ocres y dorados llenan el horizonte de una luz perturbadora. Y, de una punta a otra de los prados, una fragancia indescifrable: vainilla, pimienta, hinojo, regaliz, alfalfa recién cortada. En el patio de Roque, tres huellas negras, hexagonales, grandes como patas de elefante, se hunden en el terreno más de dos palmos. En realidad todo el patio ha tomado la apariencia de una ciénaga. ¿Qué puede haber sido esto que mueve una fuerza tan descomunal?

Por fin, un juicioso llama al orden: ¡ya tenemos bastante con tanta palabra inútil! Ahora hemos de cuidar al viejo y llevarlo a su casa. A ver si ahora..., después de lo que nos ha costado encontrarlo... ¡Sí, sí, tiene razón! Gritan algunos. Entre todos, en seguida se lo llevan. Ni tan siquiera se molestan en preguntarle dónde coño había estado. No vale la pena. El viejo Antón parece como ausente en medio de ese zurriburri monumental, aunque, por momentos recupera la alegría a lomos de uno de sus fornidos nietos. Incluso canturrea una vieja rondalla infantil que nadie de la comitiva recuerda haber oído nunca:

Tres nombres tenía / de tres letras en son
pim, pam, pom / pim, pam, pom
si una querías / yo te la doy
pi, pa, po / pi, pa, po
si una querías / yo te la doy
i, a, o / i, a, o
yo te la doy.

Los niños, divertidos, ríen la desconocida canción infantil. En menos de lo que canta un gallo ya han cazado la letrilla y todo el mundo canta y cantará para siempre: «... iiaooó, iiaooó, yo te la doy...»

Ya está en casa. Ahora hay que lavar al viejo sucio, ajado y pordiosero. Cuando las mujeres lo tienden desnudo, encima mismo de la mesa donde matan al cerdo, y se aprestan a lavarlo, observan azoradas que la piel de la espalda se le está cayendo a trozos. De arriba abajo. De entre el viejo pellejo del viejo, hasta ahora apergaminado, surgen miles de escamas que quieren dar paso a una nueva y flamante piel, rugosa como el culo de un cocodrilo.

Además, están esos ojos verdes que le dan un aire insólito, raro, desconocido. Una mirada nueva de ojos extraños, que se fija en todos los recodos de la estancia y sondea las miradas incrédulas de las mujeres que le rodean. ¡Ni que fuera la primera vez que sus hijas y sus nietas lo estuvieran lavando a pelo! En seguida aparece la hija del Negro, que es un poco bruja, aunque muy respetada en el pueblo por sus conjuros. Sin decir palabra alguna, todas las mujeres salen de la pequeña habitación. Conocen bien sus artes y hechizos. El viejo no se queja, al contrario: se la mira embelesado mientras la hechicera le aplica suavemente una cataplasma de aceite de lagarto sobre la espalda, que le alivia al momento los dolores.

Las noticias corren como las liebres. La gente murmura en voz baja. «... la sirena voladora le ha robado la piel y los ojos... a cambio de la vida...» ¡Sí, sí, han sido las sirenas! A cada momento que pasa hay más voces que señalan el cielo misterioso y culpable. Algunos dicen ahora que, unas horas antes de la albada, alguna cosa los despertó del sueño profundo que los amansaba y oyeron, hipnotizados, bellos cantos de sirenas que sonaban: SSSI SSSIII EEEE UIUSSS TTUIUSSSS AAA IIIUUU ESSETTT EIII UUIISSS...

Unos instantes después, las voces cautivadoras enmudecieron y todos volvieron a caer en los brazos de Morfeo. Las mujeres, de aquellos que las tienen, cuentan, y no paran, que ellos han roncado toda la noche como rufianes y trabajo les ha dado levantarlos. ¡Incluso despiertos soñáis, alcornoques!

Ayer mismo, el vástago Miquelón, mientras buscaba al viejo perdido en medio del bosque, pudo cruzar unas miradas llenas de amor con la niña del botero, que le tiene robado el corazón. Después, quedó loco de deseo por la amada y ardiente como animal en celo. Dice ahora que esta noche ha soñado el lago lleno de ninfas marinas de largas cabelleras rojas, pechos descomunales y cola de pez, que lo cogían de la mano y se lo llevaban bajo las aguas, donde bailaban danzas obscenas con faunos y sátiros que se reían de sus blancos y carnosos muslos velludos. Las rocas del fondo del lago, dice, andaban llenas de espectros refulgentes que no cesaban de cuchichearle palabras tentadoras que a punto estuvieron de hacerle perder la razón. Nadie sabe aún que está enamorado como un jilguero y todo lo ve hoy con los colores cambiados, propios de una pasión repentina y cegadora. Y volátil.

El alguacil, con un toque largo de trompeta —¡tuuurrrruuuuuuuttttttuutt!— impone silencio y se hace oír. Por las calles del pueblo anda canturreando el bando que el alcalde ha promulgado: «Yo, Pedro Farinas, alcalde de San Juan, en la región central pirenaica, os digo a todos, vecinos en general, solterones y bailadoras, mozos y criadas en particular, que hoy por la tarde, domingo 5 de diciembre de 1895, en habiendo comido el capón, tendrá lugar el baile, suspendido la semana pasada, por causa de fuerza mayor. El músico está a punto de arribar y el ayuntamiento se hará cargo, como siempre, del dispendio musical. También os digo que serán colgadas en la plaza cuatro ollas llenas de golosinas y una llena de agua, para que los niños las puedan bastonear a ciegas y romper. Vino rancio, ratafía y anís, francos para todo el mundo. ¡Convida el viejo Antón!»

El día se ha levantado hoy con cuatro nubes negras sospechosas, extrañamente inmóviles, ligadas por una fuerza anómala que parece sujetarlas al cielo con maromas invisibles. Siempre en la misma posición en lo alto del monte. La gente, asustada, desconfía y las mira de reojo, sabiendo que quizás amaguen una fuerza oculta y misteriosa, que no quiere dejarse ver.

A media tarde, cuando todo el pueblo está bailando, el viejo Antón se escabulle de la vigilancia de sus biznietas y desaparece para siempre jamás, saliendo a escondidas por la puerta del corral. Las manchas negras del cielo se han deshecho en un instante, como un espejismo, y en todo el valle han vuelto a sonar dulces cantos de sirenas misteriosas... La niña del Negro, que horas antes había acariciado la espalda del viejo, contempla orgullosa su cuerpo desnudo en el espejo y, complacida, poderosa, observa cómo toda su espalda se está llenando de escamas azules y sus ojos empiezan a cambiar de color...

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Fecha de publicaciónOctubre 2008
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