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Villa Borghese

Eduardo Protto
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaVilla Borghese, Roma

Estos dos años que trabajé en Roma fueron, por muchas razones, inolvidables. La primera de ellas: porque interpuse una distancia considerable con mi ex esposa y la intrigante de su madre, que viven en Buenos Aires y me hicieron la vida imposible. Otra: porque a los pocos meses de mi estancia en la Ciudad Eterna, creí estar curado de mis nervios, al atenuarse hasta desaparecer, aquellos estados de ansiedad que me devastaban como un huracán, dejando tras de sí gran desasosiego en mi espíritu y un cortejo de temores y malos presagios, que eran por lo general infundados. Bien dicen que nos pasamos la vida preocupándonos por cosas que nunca suceden, pero, en mi caso, la naturaleza obraba de tal modo que aunque parte de mi razón aceptara aquella sabiduría adagial, mi sinrazón la negaba. A Dios gracias, uno se acostumbra a todo, hasta a vivir pendiente de cualquier detalle.

El trabajo me agrada, pues consiste en guiar a turistas de habla castellana por las principales atracciones de la ciudad, lo cual además de distraerme, deja tiempo libre para mis gustos. La plata no sobra, pero tampoco falta, y de yapa, en los variados contingentes de viajeros, suelo encontrar alguna dama solitaria, de esas que pueden creer que yo soy una buena compañía.

En ocasiones, para variar, modifico los recorridos establecidos por la agencia, habida cuenta que todo, en la milenaria ciudad, es digno de verse. Al final, casi siempre nos detenemos un rato en la Plaza España y, después que la fotografían, ascendemos a la Trinidad del Monte y de allí caminamos hasta la Villa Borghese. Todos se maravillan ante la excelencia de su arquitectura palaciega y se regocijan en los magníficos jardines; unos pocos, los que denotan cierta inclinación por el arte, aceptan mi propuesta de ingresar al museo y admirar sus tesoros.

Un viernes por la tarde, mientras recorría las salas con tres mexicanas y una pareja de colombianos, nos detuvimos frente al David con la cabeza de Goliat, la obra maestra del Caravaggio. Les señalé a los circunstantes algunos detalles del cuadro y en esa atmósfera admirativa, todo fluía maravillosamente bien entre nosotros; hasta que ocurrió en apenas un instante algo que bastó para desmoronarme, sumiéndome en una parálisis de intensa fijeza, como la del que se halla al borde de la tumba. Mientras efectuaba mis comentarios, creí entrever, como en un sueño, el detalle de mis rasgos en donde debían estar las facciones de David; pero lo terrible, lo pasmoso, lo que me hizo correr un escalofrío por la espalda, fue que la cara de mi ex mujer se delineaba en la cabeza cortada de Goliat.

Traté, con sobrehumano esfuerzo, de no perder la cordura; controlé mis emociones para salir del museo y concluir decorosamente el recorrido. De regreso a mi pieza, la vieja agitación que creía desaparecida, retornó. El sudor frío que anticipaba mis ataques, me corría por la frente y el cuello. Esa noche dormí mal, y el fin de semana, que estaba franco de servicio, no salí de mi cuarto, sitiado por pensamientos ruinosos. Era un hecho incontestable que la curación de mis males había sido ilusoria. Sin embargo, alegaré a favor mío que esa certidumbre no me apocó; estos pavores del presente, aunque por otras causas, habían también acaecido en el pasado y como ya dije, uno se acostumbra a todo. Así fue que me dispuse a sobrellevar el mal rato, imaginando que en un par de días la cosa pasaría; en esa inteligencia reinicié mis tareas habituales, serenándome de a poco.

A los cinco días de aquella honda impresión, mientras cenaba, sonó el teléfono y escuché la voz de mi hermana, quien con tono compungido me informaba del cambio de mi estado civil. De separado había pasado a ser viudo. En un accidente de auto, mi ex cónyuge había muerto.

Tardé bastante en reponerme y apenas si pude ordenar mis ideas. Me debatía en un remolino de angustias, menos por la desaparición de aquella mujer áspera y dominante, con la cual afortunadamente no había tenido hijos, que por el espantoso agüero de la Villa Borghese.

Los últimos días de abril transcurrieron mal, pero con los soles de mayo mi estado mejoró. Naturalmente retaceaba mis visitas a la zona del Pincio y a la Villa. Temía la repetición de aquel desvarío y no iba con los turistas más allá de la Plaza del Popolo. A modo de secreta compensación, les proponía entrar a Santa María y les ofrecía admirar la Capilla Chigi y los dos Caravaggio de la Capilla Cerasi; en ocasiones, si los notaba receptivos, les contaba que estábamos parados sobre lo que fuera la tumba de Nerón y me explayaba sobre la historia de esa iglesia.

Debo admitir que en mi fuero interior ardía en deseos de volver a la Villa Borghese; tal vez para convencerme que lo sucedido era una mezcla de alucinación y coincidencia, que no un tardío don de la profecía, con el cual expurgaba encallecidos rencores.

Cuando me sentí en condiciones de hacerlo, regresé y caminé por los jardines, aunque evitando acercarme demasiado al palacio. A una distancia prudencial, les relataba a mis acompañantes la historia del lugar.

Y así, de a poco, me fui animando hasta que una tarde me decidí a entrar en solitario. Infinidad de paseantes deambulaban por las diversas salas, en tanto yo me quedé largo rato, pensativo, frente a la escultura que Bernini denominó La Verdad. Después, con cautela, avancé hasta la ubicación del Caravaggio de mis pesares. Allí estaba y afortunadamente no tuve de qué preocuparme, puesto que no sucedió nada digno de nota. Lo miré de arriba abajo y mi comportamiento fue impecable, diría que normal frente al tenebrismo de la obra. Ese minúsculo detalle contribuyó sobremanera a mi bienestar. Días más tarde, sin embargo, cuando mi hermana me llamó para confiarme sus problemas financieros, mi impotencia para ayudarla me apenó bastante. Por lo demás, todo transcurría plácidamente.

El 21 de junio (lo recuerdo por ser el día de mi santo), en uno de los recuperados paseos por la Villa Borghese, mientras la mayoría de los integrantes del grupo caminaban en derredor del lago, entré al museo con seis de ellos. Visitamos varias salas del primer piso y les señalé varias pinturas de mi agrado. En la cercanía del óleo del Caravaggio, una vibración interior me sumió en la perplejidad. Aprensivo, proyecté la vista sobre el negro fondo del cuadro, para no mirar directamente a David, pero una fuerza extraña me obligó a hacerlo y, tal como lo presentía, mi rostro estaba allí. Consternado, desvié mis pupilas hacia las sombras de la mano derecha del personaje, aferrada a la espada brillante y casi sin quererlo, por el rabo del ojo, advertí que la mano izquierda del héroe sostenía el morro de Carso, mi antiguo socio, con quien tan mal terminé al saber de su traición y de los fraudulentos manejos de nuestro negocio.

Creí desmayar y se me erizaron los pelos; no abundaré en comentarios, para no cansar. Nomás sepan que, atribulado por la recaída, luchaba por librarme de esa pesadilla.

Allá como a la semana, asaeteado por la curiosidad, con la excusa de interesarme por sus asuntos, hablé con mi hermana. Ella estaba más tranquila, pues le habían otorgado un crédito con el cual acomodaría su economía. Me refirió que la familia estaba en paz y se prodigó comentando banalidades. Casi al concluir la comunicación, como quien recuerda algo, agregó:

—Caramba, olvidaba decirte, el que se murió hace unos días fue el bribón de tu socio.

La sensación ominosa que me embargó es inenarrable. De ahí en más me obsesioné pensando que, así como Michelangelo Merisi da Caravaggio mataba a sus enemigos, yo me valía de su obra para acabar con los míos. En el altar de su arte sacrificaba mis odios secretos.

Poca sustancia queda para pormenorizar los sucesos posteriores. Sólo añadiré que durante aquellos meses difíciles, cultivé el coraje imprescindible para no comportarme como un cobarde y huir. Volví muchas veces a ver el cuadro, pues me resistía a enloquecer por semejante dislate. Es más, confieso que tenía decidido consultar al médico si mi monomanía no mejoraba. En verdad les digo que no fue necesario, ya que no volví a encontrar en la tela ninguna anormalidad que encendiera mi alarma. Pasado el tiempo, logré tranquilizarme y recuperé mi aplomo.

La última vez que estuve con un pequeño contingente fue anteayer. Eran en su mayoría personas amables y condescendieron en ingresar al museo. Subimos las escalinatas del palacio y a partir de ese momento los dejé que vagaran a su antojo. Por mi parte, me dispuse a examinar la escultura que Antonio Canova le hizo a la frívola hermana de Napoleón. No sé por qué, últimamente, me ha dado en creer que la blanca belleza de Paulina Bonaparte, reclinada como una Venus de mármol, con su manzana en la mano, me ayudaría, a modo de talismán, para conjurar el hechizo del Caravaggio.

La imaginaba misteriosa como una esfinge y caminé en torno de ella, escudriñando la perfección que la hizo célebre. Fueron momentos de enorme intensidad emocional, en los cuales seres y cosas circundantes se esfumaban, en medio del mayor silencio concebible. Al cabo de unos minutos, a paso lento me alejé de allí, caminando de memoria, mirando al piso, porque en verdad ya nada me preocupaba. Cuando me detuve frente a la pintura del Caravaggio, lo hice de un modo desafiante, como increpándole su responsabilidad en las desquiciantes visiones que tuve en el pasado. Me sentí confortado cuando levanté la cabeza y observé la faz serena, casi piadosa del victorioso personaje bíblico.

En ese instante maravilloso sentí que algo largamente opresivo se aflojaba en mi estómago, cual nudo que al desatarse atenuara mis más íntimas tensiones. Con esa circunspección que destila la confianza (y en ocasiones el miedo), dirigí una mirada tangencial hacia las ropas de David, a la piel lampiña de su tórax, al brazo juvenil iluminado por una luz inextricable, a la mano escorzada... «¡Cuánta belleza!», me dije.

Extasiado, puede que hasta feliz, bajé la vista para contemplar los negros cabellos, la entreabierta boca, los ojos cegados por la muerte en la lóbrega expresión de Goliat.

Caía la tarde y la sala estaba vacía. Se aproximaba la hora del cierre y pronto debería marcharme. En ese instante último y fatal, atisbé en el lienzo, como en un espejo, la lividez mortal de mi semblante, precisamente allí donde el Caravaggio había pintado la testa cercenada del gigante filisteo.

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Copyright ©Eduardo Protto, 2007
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Fecha de publicaciónEnero 2008
Colección RSSFabulaciones
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