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Te pasarás al otro lado

El encuentro

Mariano Valcárcel González
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaLa ciudad, tumbada en una colina, con sus torres, múltiples torres, enhiestas y desafiantes

En mi casa no había dormido otro hombre que mi padre. Hasta el día en que tuvimos que albergar al seminarista.

Vivíamos en una pequeña vivienda de alquiler, con la fachada blanca como casi todas las del pueblo, su corral al fondo y su gallinero. De dos plantas. Las habitaciones, que manteníamos lo mejor posible, eran reducidas, apenas iluminadas por angostos ventanucos, con el suelo de tierra apelmazada o de losas anchas. En el bajo teníamos el cuarto de estar y la cocina con su fogón y chimenea. Una pequeña alacena servía de despensa. Salvo el acceso al corral y la entrada, no había puertas: sólo cortinas. En la planta alta estaban los dormitorios, tres habitaciones semejantes a las de abajo, con sus techos surcados de vigas de madera, en basto y, al igual que las paredes, encaladas. Dos de ellas tenían puertas, la otra cortinas. La principal daba a la calle por un pequeño balcón; las demás, al corral.

En la casa no había servicio de baño ni cuarto de aseo. Para nuestras necesidades era forzoso salir al corral, donde había una letrina de obra. El mobiliario era escaso. En el dormitorio principal, la cama de matrimonio y un armario, con una estampa enmarcada, representando a Jesús en el Huerto. Otra cama grande con un arcón y un perchero y una cama turca se repartían en las otras dos habitaciones. Dos sillas esporádicas y ambulantes y un lavabo con su jarro y palangana esmaltados rellenaban el distribuidor, junto a unas fotos coloreadas de galanes y estrellas de cine. Se había decidido, por acuerdo, poner el lavabo en aquel sitio para que pudiese servir a todos, sin tener que entrar en los dormitorios.

El cuarto de estar tenía una mesa camilla, con un brasero y la tarima adaptada, seis sillas y un aparador adornado como todos los aparadores de la vecindad. Una horrible foto bien grande, de la madre de mi padre, presidía las comidas, las cenas y todos los acontecimientos importantes. La cocina, aparte los fogones y las pilas para fregar, tenía una mesa, dos sillas y una cantarera de madera para cuatro cántaros. En el portal de entrada había un perchero y un paragüero o bastonera.

Por toda la casa se extendían los cables de la luz, retorcidos y ya blanqueados, con sus llaves de porcelana y sus portalámparas de metal, con pantallas también metálicas y esmaltadas en los dormitorios o con la única lámpara de brazos de la casa en el cuarto de estar.

Completaba el ajuar, escaso ajuar, la pila del corral. En el mismo había un pozo que nos ahorraba muchos viajes a la fuente. Y un pequeño gallinero al fondo.

En esta casa vivíamos tres hermanas con mi padre y mi madre. Las tres hermanas en sazón, casaderas. Las tres diferentes. Yo era la mayor, Jacinta, y me tocaba lo que las otras no querían hacer, o sea, tenía que llevar la casa y esto era así porque mi madre, muy maltratada, padecía una enfermedad incurable que la iba consumiendo poco a poco. Para ayudar a la economía familiar, y para su gozo y distracción, las otras dos trabajaban en la calle: una de modista y la otra de criada.

Mi padre era un excelente oficial electricista, pero violento o caprichoso a veces, muy dueño de sus razones y derechos, apenas conseguía un trabajo estable. El vino le ayudaba a encontrar los culpables y las razones que no se atrevía a buscar dentro de sí mismo. Mi madre, y a veces nosotras, le servíamos de desahogo a sus frustraciones. Cuando le prometieron comida y facilidades para obtenerla, además de algún dinero extra, permitió que uno de aquellos desgraciados que habían maltratado en el seminario se viniese a la casa.

Mi padre, en lo político, no era nadie.

Procuraba nadar y guardar la ropa dando a cada cual lo suyo, en el momento que creía oportuno. Había llegado a vender sus votos en los tiempos del caciquismo. Por uno o dos duros, por cinco duros, un hombre vendía su voto. Sabía que el cacique de todos modos ganaría y él así se aseguraba el pan para la familia o ayuda para sus vicios.

Por su trabajo conocía a todos y era conocido en todo el pueblo, manteniendo buenas relaciones en general, que él se encargaba por el contrario de estropear con sus salidas destempladas y extemporáneas. Se adjudicaba enemigos sólo por sus tonterías.

Cuando llegó la República se afilió a la UGT. Si quería tener trabajo, tenía que hacerlo así. Como a veces había que trabajar en pueblos cercanos, en manos de otra facción, se las apañó para poseer también el carné de la Central Anarquista. Su fácil palabra y su tendencia a utilizarla le pudieron servir de apoyo para lograr algún cargo político, pero rehusó cualquier concreto encasillamiento. Decía que era más importante su libertad que empeñar la palabra en falso.

En el Ayuntamiento estaba bien visto y con frecuencia trabajaba allí. Por eso le propusieron que aceptase un inquilino.

Lo llevaron en un coche, al anochecer.

Ya se había dispuesto que durmiese en la habitación de la cama turca. Mi hermana Mercedes pasaría a compartir con Milagros y yo la cama ancha.

Era joven, de buena estatura. Destacaba la piel pálida con los pequeños morados que aún le quedaban en la cara. Llevaba el pelo corto, casi rapado, y un brazo en cabestrillo. Vestía unos pantalones de pana y un saco grueso de lana, algo grande para él. Traía un hatillo liado con un paño de colores. Penetró rápidamente en el portal.

—Buenas noches —balbuceó tímidamente, mirando con cierto azoramiento.

En la estancia estábamos las tres hermanas y el padre. Seguro que no había visto tantas mujeres juntas, salvo en la iglesia. Mis hermanas no perdieron tiempo de darse con el codo o lanzar algún profundo gritito. Si él estaba cohibido, no menos lo estábamos las tres.

—Muchacho, desde ahora ésta es tu casa. No te cortes y pide lo que necesites o lo que te haga falta, que si está en nosotros dártelo no te ha de faltar. Además —añadió con picardía mi padre— verás que vas a estar bien atendido —y nos cucaba1 el ojo mientras mis hermanas se desternillaban de risa.

Permanecíamos inmóviles, él sin soltar el hatillo, nosotras en fila, codo con codo, sin levantar ostensiblemente la vista.

—¡Coño, llevad a este hombre a su cuarto y le enseñáis la casa, idiotas! ¡Preparad algo de cenar también...! Yo me voy a la Comisaría un momento y vengo rápido, ¿entendido? Adiós muchacho, ya sabes..., lo que necesites —mi padre salió y se fue con los del coche.

—Suba usted por aquí —le indiqué.

Mis hermanas subieron detrás, cuchicheando. Yo indicaba el camino yendo delante. Lo llevé directamente a su habitación.

—Verá usted que es un cuarto muy modesto, pero al menos lo tendrá siempre limpio, no se preocupe. Si quiere lavarse, en el lavabo de fuera lo puede hacer. Para sus necesidades tendrá que bajar al corral. Cuando vaya a cenar se lo muestro. Ahora nos vamos a la cocina. Ya le avisaremos —empujé a mis hermanas afuera.

—¡Ah!, ¿cómo se llama? —me detuve en el quicio de la puerta.

—Leonardo. Leonardo Cifuentes.

—Yo soy Jacinta y estas son Mercedes y Milagros —le dije, señalando a cada una de ellas.

—Mucho gusto —echó la cortina.

Bajamos atropelladamente y nos metimos en la cocina.

Nuestras risas nerviosas, tontas y sin motivo, debieron de oírse en toda la calle. Cuanto más tratábamos de evitarlas más nos reíamos. Sólo con mirarnos acrecentaban las carcajadas. El pobre debía de estar mosqueándose y con razón. Pero no podíamos evitarlo. Las lágrimas corrían por nuestra cara y no atinábamos a hacer nada de provecho.

Cansadas de reír, casi dolorosamente, empezamos a coordinar las ideas. Las de Milagros ya estaban claras y salió corriendo para ir a contar las novedades a casa de una vecina. Mercedes, pecando de prudente por esta vez, se quedó conmigo. Pudimos aviar unos huevos del gallinero y un poco de tocino. Pensé que, según dijo mi padre, nos darían más cupones del racionamiento, que si no... Prestábamos oído al menor rumor que proviniese de arriba. No a los ruidos ya conocidos de mi madre, sino a los nuevos que el desconocido podría hacer.

Cuando la comida estuvo lista, mandé a mi hermana a buscar a la otra.

Preparé en el cuarto de estar unos platos y cubiertos y aticé el brasero. El humo de las frituras inundaba todo el bajo. Abrí la puerta del corral.

—¡Señor Leonardo, puede bajar a cenar! —grité con cierto temblor en la voz.

Por lo pronto las que aparecieron fueron mis dos hermanas, con las caras sofocadas, radiantes de picardía y de genio. Venían contando que en la misma calle otros vecinos, conocidos y amigos nuestros, también tenían algunos seminaristas.

Él bajó la escalera pausadamente, sin ruido. Venía goteando. Se había lavado la cara y manos.

—¡Hola! —saludó jovial.

—Mercedes, enséñale el corral mientras preparo la mesa.

Quería retrasar un poco la cena para que le diera tiempo a llegar a mi padre, pero me suponía y temía que debía de haberse entretenido en alguna taberna. Luego se enfadaría por no haberle esperado.

Nos sentamos a la mesa. Era la primera vez que un extraño se sentaba en nuestra mesa.

Yo había estado novia.

Mi novio era un mozo de tienda de ultramarinos, fuerte como un toro. Y noble y sencillo. Un hombre simple, sin repliegues ni dobleces, franco y limpio, sin maldad. Me quería como la gente así es capaz de querer.

Los noviazgos de entonces duraban muchos años.

En todo ese tiempo el pretendiente no osaba traspasar los límites del zaguán de la casa de la novia. Sus contactos se limitaban a charlar por las ventanas que daban a la calle o, a lo sumo, a despedidas tiernas en el quicio de la puerta. El padre o la madre de la muchacha velaba porque no se prolongase la felicidad o no se propasase la norma de la decencia. Estas normas las cumplíamos a rajatabla las chicas decentes, de clase obrera principalmente, porque todas sabíamos, aunque no se pregonaba, que las otras, las niñas bien, aparentaban pero no cumplían.

Para desahogo de los mozos ya existían los prostíbulos o casas de citas, como se les decía.

Yo había estado novia, porque desde que se llevaron a mi novio al frente no lo volví a estar. De él no sabía nada, ni bueno ni malo. Me temía lo peor, porque no me pasaba por la cabeza que me hubiese olvidado o tal vez traicionado. Además, en su casa los padres tampoco sabían nada.

Recordaba cómo nos habíamos prometido.

Como he dicho, en los pueblos el noviazgo de la gente corriente era un proceso largo y complicado. Las muchachas salían poco a la calle y los mozos bastante tenían con el trabajo de sol a sol. Se aprovechaban los días de fiestas principales para realizar el ojeo2 porque era cuando a tal fin las chicas y chicos se arreglaban con esmero. Unos y otras salían en pandillas, paseaban por la calle principal, de arriba abajo y de abajo arriba, con regularidad medida. En estos paseos se podían examinar las candidaturas y explorar las posibilidades.

Era tarea ardua, pues al principio intervenía todo o casi todo el grupo. Y era cuestión de acoplarse lo mejor posible para que todos o casi todos quedasen contentos. Si se salía con dos o tres, la cuestión se facilitaba. Cuando se habían decidido a intentarlo los muchachos, animados por posibles sonrisas, tontas sonrisas, y por fugaces y aparentemente tímidas miradas, se pegaban a la estela de las chicas y sin gracia ninguna emitían expresiones alusivas en voz alta, arrojaban garbanzos tostados o cacahuetes contra ellas o hacían como que tropezaban y caían o empujaban a alguna.

Si las maniobras tenían éxito, se empezaba una conversación insulsa, entre intercambios de pipas, sonrisas y posiciones. Así se iniciaban las relaciones.

Determinando exactamente quién pretendía a quién, ya más o menos de acuerdo, se abría la fase individual. El varón comenzaba a «hacer esquinas», o sea, asediaba la calle de la hembra en espera de verla pasar e intercambiar unas palabras, una sonrisa, acompañarla unos metros o verla asomarse al balcón, a la puerta. En esta actuación se podía invertir mucho tiempo, dependiendo siempre de la aceptación de la pareja y a pesar de ésta, de la aceptación de sus progenitores. El proceso podía ser angustioso para las almas ardientes. Daba tiempo a que las familias se informasen.

El paso definitivo estaba dado cuando los padres de ella, evaluando todos los informes y aceptando al candidato, le autorizaban a presentarse en el portal y acompañar allí, o ante la ventana, a la niña. También en esta etapa el tiempo empleado era largo, dependiendo de los posibles con que contaran, la edad de la muchacha o cualquier circunstancia que afectase a las familias.

Ya el último tramo consistía en la entrada del novio en la casa de la novia, una especie de presentación formal. Culminaba con la petición de mano, acto social que anudaba los compromisos de ambas familias.

Yo no había llegado a estas últimas fases y el recuerdo de mi novio era aún un recuerdo simple, limpio, sin las vivencias que luego llegué a tener.

El muchacho comió con ganas, aunque un poco cortado.

Igual nos sucedía a nosotras. Lo observábamos de reojo. Tenía una cara agradable, de tez muy clara. El labio inferior permanecía levemente hinchado, con señales de los puntos de sutura. La nariz era recta y corta y sus ojos separados, con unas cejas rectas bien definidas y regularmente pobladas. No se le podía ver el color de su pupilas. Las orejas le sobresalían algo de la cara, acentuada la impresión por la falta de pelo. Sus manos, con no ser de dedos largos, eran rápidas y hábiles. Tenía las uñas bien cortadas.

Acabando, llegó mi padre.

Se le notaba que venía contento, lo que me alivió porque de él se podía esperar todo. Traía un pequeño saco del que empezó, mientras hablaba, a sacar latas de conserva al estilo militar, algunos paquetes, varios panes de centeno y unas viandas más.

—¡Bueno, muchacho!, conque comiendo, ¿eh...?, ¡eso está bien! —le dio un manotazo en el hombro y se sentó a su lado—. Pues sí, los del Socorro Rojo y del Ayuntamiento me han dado estas provisiones por traerte a mi casa. Ya ves que no se portan tan mal contigo. También me permiten gastar más cupones de racionamiento a cuenta del Ayuntamiento. Así que no vas a pasar hambre, ¡cuidadito que vas a estar tú aquí! Bien es verdad que no teníais la culpa de lo que esos cuervos del seminario hacían y que no tenían que haber hecho lo que hicieron con vosotros..., pero a grandes males grandes remedios.

No dejaba de charlar, señal inequívoca, además del aliento, de que había bebido.

Yo estaba segura de que también le habían dado dinero, pero él se callaría y lo gastaría en lo que quisiera, hasta que yo lo forzase a dejar algo para la casa. Su verborrea y locuacidad daban rienda suelta a su jactancia. Según él, el huésped debía mostrarse agradecido por el buen trato, por la suerte que tenía de haber dado con su persona y con su casa, porque no había en toda la ciudad quien lo pudiera tratar mejor. Lo que recibiría de aquí en adelante era producto de su bondad natural, no de la obligación que tuviera.

Así siguió perorando hasta que terminada la cena pude interrumpirle con la excusa de tener que retirar la mesa. El muchacho no había podido decir nada, aunque creo que en realidad ¿qué iba a decir?

Con las restricciones eléctricas era necesario irse pronto a la cama.

Teníamos previstos unos candiles de aceite para utilizarlos en caso de corte o necesidad nocturna. Le pedí a mi padre que se los enseñase y le dejara acostarse. Accedió. Mientras tanto dejé los cacharros limpios y ordenados y apagué candelas y fogones. Mis hermanas habían subido a arreglar a mi madre y a preparar la cama. Me dejarían en un extremo de la misma. Solos ya en la planta baja mi padre y yo, guardé los víveres en la alacena. Le pregunté si nos darían más, a lo que contestó que cada semana, mientras estuviera en casa. Era un alivio, dada la escasez imperante. No removí el asunto del dinero, porque no se iniciase una discusión a voces.

Subí a mi cuarto, a nuestro cuarto, donde efectivamente mis hermanas se habían distribuido a placer la cama. Me acosté, empujándolas como pude y apagué la luz. Al poco rato oí los pasos cansados de mi padre subir. Cerró lentamente su puerta.

Así fue la primera noche en que durmió en casa Leonardo Cifuentes.

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Fecha de publicaciónDiciembre 2007
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