Leonardo Cifuentes fue trasladado con sus compañeros al hospital local.
Los internaron en una nave, sólo para ellos. Las monjas se ocupaban de su atención, con algunos enfermeros. Estaban discretamente vigilados/protegidos por un guardia, que se sentaba a la puerta del pabellón. No había ningún cura.
El guardia les dijo que en el seminario se había encontrado propaganda fascista y una radio. Por lo tanto, los profesores estaban acusados de espionaje a favor del enemigo, de traición al proletariado y de algunos cargos más. Los habían encarcelado, en espera de juicio por el Tribunal Popular (a los que sobrevivieron, claro está).
En total completaban la planta 17 seminaristas. Heridos de diversa consideración, predominaban las roturas de huesos y las heridas y contusiones. Ninguno de bala. Cada uno se alegraba de ver a los demás, deseando en su interior buena suerte a los que presumiblemente habían escapado. Se contaron las formas en que fueron capturados. El caso más curioso era el de aquel que se quitó rápidamente la sotana e intentó pasar discretamente entre los paisanos, que observaban su «coronilla». La tonsura lo delató inmediatamente. Le rompieron la nariz de un culatazo. El más triste lo protagonizaba uno de los mayores, ya a punto de ordenarse, que había sido arrojado desde una ventana, cayendo entre los que estaban intentando entrar y, a consecuencia, se rompió la columna vertebral. No se podía mover. El que estaba en mejores condiciones ayudaba a los demás. De todas formas no podían salir del recinto.
El hospital ocupaba, ¡cómo no!, un edificio del siglo XVII, construido a tal efecto por un obispo. Siempre había servido como hospital, lo que ya era extraordinario. Constaba de dos naves largas y amplias unidas por otra transversal, formando una «H». Sólo la fachada barroca daba una nota de lujo a tan sobrio edificio. Estaba bien orientado y el sol entraba en casi todas las horas por los distintos ventanales. A ellos los habían instalado al extremo de una de las naves, separados. Con los heridos que llegaban del frente se empezaban a llenar todos los huecos disponibles, pero no quisieron mezclarlos ante el peligro de posibles represalias. Así se mantuvieron más seguros y a la vez más animados.
Lo único que impedía a Leonardo una total autonomía era la fractura del brazo. Menos mal que al ser el izquierdo podía comer, asearse y afeitarse, e incluso escribir.
Pero no escribía... ¿A quién?
Toda su familia había quedado en la zona rebelde. Ayudaba, eso sí, a los que no lo podían hacer. El compañero paralizado le pidió que dirigiera una carta a sus padres, de un pueblecito de Almería. Su familia era muy religiosa: todos los parientes tenían alguna hembra o varón, si no varios, en estado eclesiástico. Leonardo escribió lo que le dictaba:
Querida familia, que Dios os bendiga:
Os escribo para que conozcáis por mí mismo la situación en que me encuentro. Veréis que no es mi letra la que va escribiendo estas líneas. Os lo explicaré muy brevemente.
La prueba que Dios está mandando a estas tierras, para que se fortalezca la fe y se purifiquen las almas, no podía pasarnos de largo. El Señor no podía olvidar a estos humildes hijos suyos sin comprobar nuestra vocación y entrega.
Los enemigos de la fe, azuzados por el Maligno, tratando de acabar con la presencia de Cristo en la tierra, se lanzan contra sus servidores en inútil intento de acabar con ellos. Así ha ocurrido aquí, donde creíamos estar a salvo. Disgregaron a la grey, mataron a los pastores, pero no consiguieron matar el amor a Jesús y a su Santísima Madre.
Cristo ha querido que comparta sus dolores, su sufrimiento por los hombres. No os asustéis: lo que me pasa lo recibo como una bendición, como un escalón en el camino que asciende al Cielo. Estoy con la espalda partida y no me puedo mover. El médico y las monjas me cuidan muy bien, así como mis compañeros. Es una ayuda valiosa.
Rezad por mí el Santo Rosario. Yo no me olvido de hacerlo diariamente y os tengo siempre en mis oraciones. Dios vencerá por fin al Enemigo y su Luz y su Gloria llenarán de nuevo nuestras queridas tierras.
Un abrazo muy fuerte de vuestro hijo amantísimo.
Leonardo admiraba esa persistencia en las creencias, esa capacidad de entrega a la voluntad ajena, rayana en el fanatismo. Una certeza que no admitía fisuras.
El doctor Lendínez era el cirujano.
Pasaba cada día visita con su corpachón bamboleante y sus modales campechanos. Se notaba la práctica y la habilidad en su profesión. Las correcciones de las fracturas eran certeras. Con el paralítico no podía hacer nada, salvo aliviarle los dolores. Las monjas, enfermeras y practicantes ejecutaban sus órdenes sin chistar. El doctor Lendínez era el alma del hospital. El cuerpo lo ponían las enfermeras. Salvo la jefa, civil, hombruna y agria como un cardo, las demás eran jóvenes, amables, complacientes.
Los seminaristas estaban poco duchos en el trato femenino. Por eso, las enfermeras se mostraban audaces. Sabían que tenían dominada la situación. El centro de sus ataques los dirigían contra los más jóvenes, más inofensivos. También, previa elección, cada una de ellas tenía «su» paciente favorito, sin que se enterasen las monjas.
Aquellos que sólo tenían heridas leves fueron desfilando los primeros. La inquietud se apoderaba de los que se iban. Procuraron tranquilizarlos, no debían temer nada ahora. Los incorporaban a filas, simplemente. Era poco consuelo. Si los sacaron de un peligro los llevaban a otro tal vez peor.
El guardián era un hombre de temple, socarrón. Venía de vuelta de muchas cosas. Había sido combatiente en Filipinas, guardia civil, y ahora era guardia municipal. Los trataba con deferencia. Sobre todo los instruía. La vida para él obedecía a la lógica y todo sucedía porque tenía sus motivos, sus fines, su razón de ser. ¿Por qué temían? No llevaban razón. Los habían sacado de un sitio oscurantista, con ciertos problemas eso sí, y ahora, como a tantos muchachos, los llevarían a la guerra. ¿De qué se extrañaban? Eran tiempos de hombres, no de faldas y rezos. Y sonaba consecuente su discurso.
El trato de las monjas, la alimentación, la tranquilidad y sobre todo el sol, el sol que entraba a borbotones por los ventanales, hicieron con sus cuerpos lo que su juventud requería. Las asustadas caras, las maceradas caras, se tornaron vivaces, alegres. Perdían progresivamente la pinta que los delataba. Al calor del sol y de las enfermeras sus cuerpos revelaban su vitalidad, sus ansias de vivir aún en aquel mundo desquiciado.
¿Quién se acordaba o quería acordarse del seminario? Las monjas intentaban recrearlo, pero ya liberados de su rutina no estaban muy dispuestos a volver, siquiera con el deseo, a él. Los rezos se hacían espaciados, forzados por la piedad y la exigencia de las religiosas, rezos ya huecos.
Algunos optaban descaradamente por lo material.
Para ello nada mejor que cultivar el trato con las enfermeras. Hubo algún sujeto que se las ingenió para llegar al acto sexual. Una noche, una vez cerrado el pabellón donde no quedaba nadie salvo los enfermos, la puerta se abrió quedamente. Una figura ligera y menuda pasó por la pequeña abertura, sin ruido. Se deslizó suavemente entre las camas hasta localizar la que venía buscando. Rápidamente se ocultó entre las sábanas. Leonardo Cifuentes, desvelado, había observado todas las maniobras. Aunque se sentía molesto, no pudo evitar estar pendiente de todo lo que sucedía en aquella cama. En la penumbra adivinó los movimientos de la muchacha al quitarse la ropa. Luego, inconcretos murmullos y suspiros, apenas descifrables. Un jadeo acompasado, reprimido y el chasquido rítmico de la cama. Tras un cierto tiempo, advirtió que la chica se deslizaba de la cama. Pudo observar su torso medio desnudo, como una pintura clásica, mientras se volvía a vestir. Salió del pabellón como había llegado.
Nadie dijo nada.
A la mañana siguiente pudo ver el rostro del afortunado. No podía ser otro sino su amigo Blas Sobrino, el más caradura de los que allí estaban. Escenas como la anterior se repitieron mientras estuvo en el lugar, siempre furtivas y fugaces. Las monjas no se enteraron nunca.
Blas Sobrino estaba allí por casualidad.
Casualidad que lo hubiesen atrapado y casualidad que alguna vez estuviera en el seminario. Blas Sobrino era de genio vivo, alegre, despreocupado. Poco dado a las metafísicas, a complicarse la existencia en disquisiciones teóricas que no llevaban a nada concreto. Ni se amargaba la vida ni se permitía amargársela a los demás.
Su ingreso en la carrera eclesiástica se debió a uno de esos hechos no previstos que se realizan sólo para probar su eficacia. El carácter revoltoso e inquieto llevó de cabeza al maestro del pueblo. Espabilado y resuelto en el aprendizaje, no obstante sus muchas faltas de asistencia y de conducta que le valían múltiples castigos, reprimendas y malas calificaciones. Su padre, aparte de las palizas con que solía «premiarlo», no sabía ya qué camino tomar, qué recursos utilizar para dominarlo. Los baños en el río, entre los juncos, eran su diversión preferida. En las tardes de primavera, en los medios días del verano, Blas se escapaba solo o acompañado de otros como él y se zambullía entre el légamo levantado por sus pies. Le gustaba nadar. Le gustaba explorar las orillas en busca de ranas, de madrigueras de ratas de agua, de nidos de pájaros, de truchas y otros peces. La culebra le imponía cierto respeto, aunque llegó a confiarse y atraparla.
Volvía a su casa, con los pies descalzos o llenos de barro, mojado. En los bolsillos, los objetos más inverosímiles o los animales más repulsivos. La madre temía estas excursiones que eran fuente de sustos para ella o para los hermanos; que eran causa y origen de regañinas y de ocasionales palizas paternas.
Al llegar a la pubertad, habiendo cambiado de domicilio por razones laborales del padre, Blas perdió su río, pero encontró otro tema más importante con el que entretenerse: el sexo.
El otro sexo se le reveló como fuente inagotable de experiencias. Su simpatía y buen porte atraían a las chicas, las lograba poner a su alcance en los sitios más inverosímiles, a las de formas aún lacias y a las desarrolladas, del pueblo o de los alrededores. Era maestro en el acoso, caza y captura de la desarmada presa, inocente o perversa, que se cruzaba en su camino. No era un mirón de tres al cuarto o un abusón destemplado. Tenía el don de alcanzar lo que quería, con la complicidad y aceptación de sus víctimas.
Si al padre lo trajo por la calle de la amargura con sus anterioridades trastadas, ahora, con lo que le iban contando, el padre no sabía dónde echar mano. ¿Qué hacer con el chico...?
Porque una cosa era estar orgulloso de la virilidad de su hijo y otra alentarlo en sus aventurillas, que podían costarle un buen disgusto. Lo que no pasaba de actos hasta cierto punto todavía inocentes se podía convertir en algo de gravedad extrema. Vamos, el hombre no quería ser abuelo a la fuerza.
Se planteaba el futuro del chico. Sabía que era inteligente y que con poco esfuerzo lograba asimilar los conocimientos necesarios, pero su endiablado carácter le limitaba los logros. ¿Cómo mandarlo a estudiar a alguna capital? Sin el control paterno mucho se temía que todavía fuese peor en el estudio y mejor en las juergas. El cura del lugar vino a sacarlo de dudas.
Conociendo las andanzas de Blas —y no habrá que explicarse de donde sacaba el sacerdote la información—, se prometió apartar del rebaño a aquel sujeto que tenía desquiciadas a las niñas y mozas del lugar. ¿Qué mejor forma de encarrilar a esa alma en peligro que llevándola al servicio de Dios? Al padre de Blas le sonó a gloria la propuesta. Resolvía dos problemas de un solo golpe y además no le costaba nada. Se lo quitaba de en medio y le daba estudios. Sólo la madre opuso ciertos reparos, no porque su hijo entrase en el seminario, no, sino por la lejanía del que se le proponía.
Pero el clérigo y el marido se encargaron de vencer sus dudas o de imponer sus argumentos. Visto desde todos los puntos, era lo que más convenía al chico. Y Blas Sobrino hizo un viaje muy largo y se alejó, sin saberlo, para siempre de su familia.
Aceptó la decisión paterna con el íntimo convencimiento de que la lejanía suponía huir de los malos tratos y de la continua presión que el padre ejercía sobre él. Era una liberación y pensó que con un poco de suerte podría zafarse también del futuro que le tenían previsto. En esto no se equivocaba.
El ataque al seminario le facilitó los planes. Hubo de pagar un pequeño precio, la paliza que le dieron cuando lo descubrieron, casi terminada la invasión, metido en un confesionario. Había entablado amistad con Cifuentes, proveniente como él de lejanas tierras, por encontrar cierta empatía, cierta atracción común entre dos caracteres que se complementaban. A la reflexión y trascendencia de uno se unía la superficialidad e impulsividad del otro, pero con un común denominador en sus sentimientos nobles y sinceros.
Ahora, en el hospital, Sobrino se encontraba en su elemento. Con la proximidad femenina se reavivó su reprimido deseo. Volvió por sus fueros. Utilizó todos los recursos, insinuaciones y estratagemas para levantar sus futuras presas. Su encanto lo hacía irresistible. Lo sabía aunque no abusaba, certeramente, de sus posibilidades. Se dosificaba sabiamente.
Una de las enfermeras le atraía especialmente. Era menuda, morena, con un cuerpo proporcionado a su talla, y se adivinaban duras sus carnes bajo la bata. Viva y alegre, cautivaba con soltura a cualquier hombre, y el cazador tendió su trampa. El piropo, la mirada tierna, el chiste oportuno, pero correcto... La conversación amable o pícara y de doble intención. La aproximación física, el roce ligero, el paseo juntos... Todo fue utilizado y administrado justamente, oportunamente. La chica aceptaba el juego.
El deseo se avivaba entre los dos como la intensidad del sol que calentaba el pabellón, despertando anhelos de placeres reprimidos pero imposibles de controlar por más tiempo. La dificultad aumentaba la atracción, hasta hacerla insoportable. Pocas palabras necesitaron para entenderse.
Ella buscó la ocasión oportuna, libre de vigilancias, en la oscuridad de la noche, para materializar sus afanes. Fueron noches maravillosas. Desaparecía la aspereza de las sábanas, trocadas en suaves sedas; desaparecía la sordidez del pabellón, cambiándose por elegante suite de hotel. No existían los demás, posibles mudos testigos de tanta felicidad. Los cuerpos calientes y jóvenes se daban todo lo que tenían sin cicatería ni condiciones. Únicamente contaba el placer, la vida entregada en cada acto, en cada beso, en cada caricia.
A Blas Sobrino le importaba un comino el seminario, la carrera perseguida, el futuro incierto, y lo que pensaran o dijeran sus compañeros. Blas Sobrino era un poeta del amor.
Leonardo Cifuentes pensaba que le había tocado vivir en un mundo loco.
Siguieron despachando a los que se recuperaban. Unos al frente, otros según sus heridas a casas particulares para que se restableciesen completamente. Le llegó su turno.
Copyright © | Mariano Valcárcel González, 2006 |
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Fecha de publicación | Noviembre 2007 |
Colección | Narrativas globales |
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