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La falsa María

El acto de la creación

Andrés Urrutia
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaMontevideo, Pocitos

Tomás Zanek se levantó esa mañana confuso pero decidido. Se afeitó como siempre, se enfundó en su traje azul oscuro, y partió a su trabajo luego de besar a su esposa procurando no despertarla. Mientras desayunaba en un recoleto café de la Ciudad Vieja, con vista al semiderruido Teatro Solis, matando el tiempo antes de concurrir a su oficina, escribía y escribía en un grueso bloc de notas. Al costado del bloc descansan dos libros: uno con un marcador casi al final, lo que revela que su lectura está culminando; el otro, quizás la siguiente lectura del hombre que está escribiendo. El primer libro se trata de El hombre de la arena, de E.T.A. Hoffmann. Es un relato de fantaciencia escrito a principios del siglo XIX y que recrea la relación entre un hombre y una mujer artificial. El hombre es un estudiante muy joven de nombre Nataniel que se enamora perdidamente de una autómata, una mujer artificial de nombre Olimpia creada por su vecino, un profesor de nombre Spalanzani y por un óptico de nombre Coppola, que proveyó los ojos de la muñeca. El amor del joven es tan grande que hasta llega a rechazar a su novia real, de carne y hueso, llamada Clara. En un pasaje del cuento llega a despreciarla gritándole: «¡Lejos de mí, estúpida autómata!» Ya el protagonista no sabe quién es real y quién no, parecería que su mundo se ha dislocado. Olimpia es la mujer de carne y hueso y Clara la autómata. Ese pasaje nos revela que cada hombre tiene su realidad. Pero he aquí que los creadores de la muñeca tienen una disputa que termina con el desmembramiento de la mujer mecánica. El estudiante Nataniel, presa de su delirio, termina arrojándose desde lo alto de una torre.

El segundo libro es La Eva futura, una novela de Villiers de l’Isle-Adam. Cuenta también la historia de un androide femenino llamado Hadaly, y tiene en común varias cosas con el primer libro. En este, también un hombre real llamado Lord Ewald se enamora locamente de Hadaly, viendo en ella la mujer perfecta. En este, también la androide se encamina hacia su destrucción, y al final muere abrasada entre las llamas de la bodega de un barco cuyo destino es Inglaterra y que por cierto jamás llegará a su destino. Y finalmente, en este segundo libro también el enamorado termina en el suicidio.

La única explicación que pueden dársele a esas historias no es otra que la locura de Nataniel y de Lord Ewald. Son también libros que pocos conocen, libros que ya nadie lee y que debieron haber sido desempolvados del sótano de alguna librería antigua. Son libros en los que nadie repararía a menos que se interesara por una temática particular, por historias demasiado específicas y puntuales. Quizás uno solo de ellos no llamaría tanto la atención, pero juntos podrían constituir un enigma porque todos somos lo que leemos.

Salvo la quieta presencia de esos dos libros, exteriormente nada denunciaba su decisión, nada podía hacer prever que allí empezaría todo y sin embargo así fue. Nadie notó nada cuando llegó a su oficina, situada en un vetusto edificio de la ciudad vieja, de esos que por fuera parecen semiderruidos pero cuando se penetra en ellos todo cambia porque pareciera que encierran otra realidad, un mundo oculto, lo moderno tras lo antiguo. Mobiliario de cristal y acero, spots de aluminio, nada dentro que condiga con la fachada, nada fuera que pudiera revelar que detrás de esos vetustos muros se esconde una sofisticada oficina, armada como un panóptico, casi diríase que sacada de Nueva York y empotrada en el corazón mismo de Montevideo. Pero volvamos a Tomás Zanek. Decimos que nadie notó nada porque ello era perfectamente lógico. Y era lógico que nadie notara nada porque los verdaderos cambios comienzan a ocurrir de forma imperceptible, sin despertar sospecha, hasta que todo sucede.

Tomás Zaneck es un próspero corredor de bolsa de 31 años, casado con una hermosa mujer que es ejecutiva de cuentas en un banco y con un hijo de 8 años que asiste a uno de los mejores colegios ingleses de Montevideo. Viven en una lujosa casa de dos plantas en el residencial barrio de Carrasco, rodeados de amplios jardines y casas similares. Parece el caso típico de una vida exitosa y clásica. Pero en cada episodio de una vida están en germen pequeños y antiguos destellos que son verdaderas señales futuras.

De niño le gustaban aquellas películas en las que el protagonista perdía la memoria y nunca supo bien por qué. Ya de joven se sentía atraído por los personajes que rompían con su vida y empezaban nuevamente. Era como volver a nacer, como vestirse con una piel y un nombre nuevos. Recordaba especialmente esos thrillers donde el actor cometía un crimen y todo terminaba empezando una nueva vida en un país exótico. El espía que pasa su retiro bajo identidad falsa pescando plácidamente en un lago de Suiza, o el pistolero que se afinca en un rancho, comienza a cultivar la tierra y cuida de su mujer y sus hijos. Y no era que añorara la calidez de una vida apacible, muy por el contrario, el mismo efecto le provocaban las historias inversas. El pobre empleado que sin quererlo se convierte en espía y toda su vida da un vuelco vertiginoso; el vendedor de seguros que se ve envuelto en un crimen, supera la persecución y todo nuevamente termina empezando de vuelta, en un lugar lejano tomando una nueva oportunidad.

En aquellos tiempos no sabía muy bien la razón del extraño encanto que esas historias provocaban en él. Era como sentir que lo tocaban en lo más hondo de su ser, pero nunca hallaba una respuesta satisfactoria. Ahora en cambio, le parece todo más claro, y piensa en la fascinación de los barcos que se alejan, la posibilidad de anclar en una isla desconocida, ajena a todos los mapas y echar a pique la nave.

De pronto el teléfono lo interrumpe. Alguien para ordenar la venta de unas acciones esa misma tarde si la tendencia sigue a la baja. La conversación, como todas, dura unos pocos minutos, mientras con una mano sostiene el tubo y con la otra ingresa datos en la computadora. La pantalla se llena de números, de cotizaciones e indicadores. Todo dura entre dos o tres minutos y nuevamente aparece la imagen de un cirujano plástico que cambia completamente el rostro de un hombre. Este hombre había asesinado al esposo de su amante para convertirse en él. El cirujano aprovecha un leve parecido para rehacer las facciones y entonces ya no hay más amante ni marido engañado. Este hombre empieza a vivir la vida del otro, en la casa del otro, con los hijos del otro. Y lo más notable es que a todo este plan es ajena su amante. Con ello el hombre logra su doble propósito, desaparecer él y vivir con ella, quien también es víctima del engaño. El argumento es burdo, casi infantil, pero cree haberlo visto en algún film menor durante su adolescencia, aunque tampoco no está seguro de haberlo inventado.

El teléfono lo vuelve a interrumpir tres o cuatro veces más, casi todas seguidas. Nada impide que cumpla ejecutivamente con mandatos de compra o de venta, con órdenes de transferencias y consultas sobre negocios libres de impuestos.

Como dijimos, ahora todo estaba claro para él. O por lo menos había encontrado una salida. No importaba que no pudiera recordar muy bien cómo había empezado, como es que se había dejado seducir poco a poco por ese juego. Tomás Zanek desde hacía más de un mes era también Wanda Soch. Y lo era porque podía serlo inofensivamente. Bastó abrir una casilla de correo electrónico y ahí nació Wanda Soch. Bastó hacer contacto con otras personas en la red, intercambiar direcciones, comenzar a escribirse, y ahí Wanda Soch existió para otros, hizo amistades de ambos sexos y hasta tuvo una historia. Era morocha, delgada, medía un metro setenta, lucía el cabello cortado al ras, tenía 34 años de edad y era soltera. No menos importante, sus ojos eran de color marrón y sus aficiones principales la lectura y el arte. Compartía con Tomás Zanek la profesión de economista y la ciudad de residencia, sólo que en otro barrio y en lugar de ocupar una lujosa casa en un barrio enjardinado, habitaba un piso alto frente al mar, pequeño pero confortable, funcional para una mujer sola. Un piso que era un mundo plagado de libros e historias, misterioso y fascinante, creado para hacer juego con la personalidad de esa mujer inventada, de esa mujer etérea, de esa falsa mujer que tenía sí parte de lo que Tomás deseaba que una mujer tuviera, pero también parte de sí mismo si él hubiera nacido como mujer.

Poco a poco también, fueron naciendo las manías y gustos de Wanda Soch. Todo era fácil. Se puede escribir sobre cualquier cosa, y aunque siempre quedará la duda eso parece no importar a nadie. ¿Cómo saber si Eduardo Antúnez, un español que intercambia mails sobre arte con Wanda, era en realidad Eduardo Antúnez? Podía ser una mujer, un sicótico o un niño. Pero como dijimos eso no parecía importar, por lo menos para Eduardo y Wanda.

A medida que pasaban los días Wanda Soch fue solidificando su presencia, por supuesto que en aquellos aspectos en que una presencia irreal, intangible, una presencia en la red, permiten que se solidifique. De ese modo lo más que pudo fue adoptar un rostro definido, precisamente descripto a través de los mails o de las salas de chat; también una determinada forma de hablar, pero decir «hablar» es claramente figurativo, porque lo único que Wanda Soch hacía era escribir, solo que se escribe como se habla y he ahí la razón de admitir que Wanda Soch tenía su particular forma de hablar. Hablaba siempre como con autoridad, queriendo reservarse para sí la última palabra, comprensiva y dura a la vez. Pero lo más importante era que poco a poco iba creando su personalidad. La forma de escribir, si se trata de pasar de lo trivial a la confesión, necesita siempre de una personalidad. Porque confesar algo que nunca existió a alguien que no se sabe quien es, requiere necesariamente la existencia de un carácter. Débil o fuerte, seguro o inseguro, duro o sensible, eso no importa, lo que sí cuenta es que exista un carácter que sea percibible por el otro, que se trasluzca en la escritura y en las anécdotas. Y Wanda Soch fue ganando su propio carácter, fue construyendo su propia personalidad. La fue construyendo Tomás Zanek como si fuera una especie de arquitecto de seres humanos, como si estuviera creando su propia mujer artificial, su propio robot. Ese robot enviaba mensajes que parecían provenir de una mujer segura, firme, ególatra y quizás hasta un poco egoista, pero sobre todo lúdica e irónica. Wanda era a la vez liberal y desencantada, porque Tomás Zanek quería darle a Wanda Soch un cierto aire de independencia y desafío, y muy en lo profundo, un cierto matiz de malignidad. Toda esa construcción tan delicada, toda esa sutil red de particularidades que debían traslucirse en letras sobre un ordenador, tenían conscientemente un fin preciso, determinado, eran un fruto de una decisión tomada por el creador desde el comienzo mismo de su creación, desde que tomo el barro para darle el soplo que le insuflara la vida y con ella el alma. Y esa decisión se centraba en la sexualidad de Wanda. Desde que nació a la vida, incluso antes, desde que el proyecto de Wanda fue dibujándose lentamente en la cabeza de su creador, Wanda sería declarada y orgullosamente lesbiana. No sabemos en qué acentuaba su opción sexual el carácter con que Tomás la había dotado, probablemente en nada, probablemente lo que Tomás estaba haciendo con ello fuera liberar su propia fantasía, imponerle a su creación algo oculto en su propio ser. Podía también ser que fuera su modesto desafío a Dios. En cierta manera él estaba creando, estaba ideando un nuevo ser, y ese nuevo ser debía llevar en su germen algo que el otro Creador condenara y aborreciera. No lo sabemos, pero lo cierto es que Wanda Soch estaba orgullosa y segura de su condición, y así lo hacía saber en sus más íntimas confesiones, por lo que poco a poco se acrecentaron sus contactos con otras mujeres que también le hacían confesiones similares. Se escribían sobre experiencias mutuas, y Wanda contó tantas veces su iniciación homosexual que la historia casi le pareció real a Tomás Zanek.

A los veintitrés años Wanda había sido invitada a la casa de una compañera luego del trabajo. Era una mujer soltera, de cuarenta años, con facciones duras pero cálidas. Alta, de hombros anchos y gruesas caderas. Sumamente locuaz, divertida y abierta. Cierto es que en el trabajo corrían sobre esa mujer algunos rumores. La maledicencia que siempre corre a espaldas de los demás. Se empieza murmurando que nunca la vieron con un hombre, que es soltera y sin hijos a su edad. Se sigue con que su aspecto es algo varonil, y se termina murmurando todavía más bajo. Las mujeres murmuran que es lesbiana y los hombres que le gusta hacer tortas. ¿Qué pensaba Wanda cuando aceptó la invitación? Muy en sus adentros pensaba que algo podía suceder y decidió arriesgarse. Quizá hasta deseaba íntimamente que la mujer intentara llevarla a la cama. Desde muy joven había tenido fantasías con mujeres pero nunca se atrevió a cruzar la línea de su mundo exterior, que era clara y decididamente heterosexual. Sin embargo, ese otro mundo que crecía en su mente se le antojaba misterioso, prohibido, y por eso tentador. Pasaba largas horas ante un espejo, desnuda, admirando no su cuerpo sino el cuerpo de mujer, imaginaba que la imagen que el espejo le devolvía era el cuerpo de una mujer anónima e imaginaba los senos de esa mujer apretándose contra los suyos, sus muslos rozando los suyos, y luego centraba la atención en la boca, en la lengua, y pensaba que su boca era penetrada por la lengua de esa mujer que la miraba desde el espejo. Por eso concurrió a la casa de la mujer de los rumores. Comenzaron tomando café para pasar luego al Martini y por último un sorbo de whisky. Estaban sentadas en el mismo sillón y de pronto la mujer de los rumores comenzó a jugar con su cabello, y enseguida deslizó suavemente sus dedos hacia la nuca, y también suave, lentamente se le acercaba. Wanda sentía su aliento sobre el suyo, su corazón comenzó a agitarse y sintió miedo y excitación a la vez. Por fin, por primera vez, Wanda tendría el largamente esperado, el largamente temido encuentro, y esta vez cruzaría la línea que siempre había querido cruzar. La mujer de los rumores acercó sus labios a los de Wanda, los rozó levemente. Por un instante Wanda pretendió dar un brinco hacia atrás pero la mujer lo impidió tomándola fuertemente de los hombros, entonces la atrajo hacia sí y la penetró por la boca con su lengua mientras una mano recorría su muslo hasta posarse en su sexo. En ese instante Wanda se abandonó a sí misma y se dejó hacer. Toda su vida pasada estaba olvidada, en ese momento sólo importaba el cuerpo firme, musculoso, finamente esculpido, que la mujer de los rumores desnudaba ante ella mientras la mantenía aferrada de la cintura con su mano fuerte. A Tomás Zanek le pareció que no debía ir más allá en los detalles de esa primera experiencia, era algo demasiado importante en la vida de Wanda como para rodearlo de lubricidad. Para que fuera creíble, el relato debía detenerse allí y allí se detuvo toda vez que debió repetirlo.

Pero la mujer de los rumores ejercía una misteriosa fascinación entre las interlocutoras de Wanda. Querían saber de ella, cómo era, tenían hambre de la mujer de los rumores. Y así hubo que darle una personalidad a la mujer de los rumores, no tan sofisticada como la de Wanda, pero si complementaria. La mujer de los rumores era nada más ni nada menos que quien impulsó a Wanda hacia su propio destino, por lo que la actual Wanda debía ser, en cierta medida, una especie de extensión más refinada de la mujer de los rumores, un discípulo que supera a su maestro.

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Copyright ©Andrés Urrutia, 2001
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Fecha de publicaciónMarzo 2007
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