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El tardío vuelo de la avucasta

Excurso en estilo libre

Dimas Mas
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Cuando abandoné el Seminario, decidí firmemente no abandonar la práctica deportiva a la que mi paso por él me había aficionado. Mi desmedrada constitución no revela, desde luego, el tenaz y esforzado atleta que siempre ha habido en mí. Pero no creo pecar de vanidoso si reconozco mi habilidad para controlar, en seco, los movimientos del cuerpo: ella ha sido, sin duda, la escuela donde aprendí a dominar los desordenados impulsos del deseo.

Aunque en este país el espíritu deportivo caló tan hondo, desde su no muy lejana epifanía, como el espíritu conquistador tras el descubrimiento de las Indias Occidentales, es lo cierto que nunca ha habido un desarrollo material que sirviera de soporte a esa extendidísima espiritualidad. Lo peculiar de esta nación ha sido celebrar como propio el solitario esfuerzo de quienes, contra el viento y la marea de la adversidad: la escasez, lo precario, el desdén e incluso la prohibición, entregaron su cuerpo y su alma al nuevo ídolo moderno: el récord, la marca, la victoria. Celebración que excluye, casi como un precepto, la emulación práctica de los nuevos habitantes del Olimpo.

Yo he vivido siempre bastante ajeno a ese fanático culto de rituales barrocos. Y he procurado, por el contrario, mantener mi cuerpo en el higiénico y austero hábito del ejercicio frecuente. Se trataba, inicialmente, de continuar el único modo de vida que había conocido hasta entonces: fortalecer, al alimón, el cuerpo y el alma. Pero, más tarde, la justificación del hábito fue muy otra: resistirme a la cabalgata devastadora del tiempo: hacerle frente a la horda de fieros combatientes que se alineaban bajo el estandarte de la Hora: el anquilosamiento, el sobrepeso, la flaccidez, la artritis, el reúma, la gota, la arterioesclerosis... Mi sorprendente descubrimiento consistió en advertir que, tras ser sometido el cuerpo al severo castigo del esfuerzo, no por ello quedaba incapacitado para responder a los placenteros estímulos libidinosos. Antes bien, todo lo contrario: liberado de tensiones, se entregaba tan cándido como la tablilla de cera platónica: dispuesto para gozar con la intensidad de la primera vez.

No viene a cuento, en estas memorias de muy otra naturaleza, recordar los acuáticos padecimientos por que pasé antes de que mis plúmbeas extremidades lograran llevarme de uno a otro extremo de los veinticinco metros (¡kilómetros!) de la pileta. Aunque me permitiré, no obstante, un breve excurso que nos enjuague la boca y alivie, si ello es posible, la acedía del último recuerdo.

Quizás fuera lo intempestivo de la hora, las siete de la mañana; mi fundado respeto hacia cualquier volumen de agua que excediese de la capacidad de una bañera; el temor al ridículo ante mis compañeras de cursillo —yo era el único varón entre tanta matrona rolliza—; o, tal vez, el escasísimo estímulo para superarme que recibía de un adiestrador adusto y adicto a la casmodia: obviamente no le hacía muy feliz (a esas horas) sacar a flote a tanto plomo como se colgaba, hasta deprimirle, de sus salmódicas y salvíficas instrucciones; pero mi aprendizaje fue un auténtico gólgota. Tengo para mí, por otro lado, que, a causa de haberle obligado a zambullirse más de una vez (¡a esas horas!) para evitar que me hubieran de dar de baja en el cursillo (por defunción...), me tenía una particular inquina. Su constante jarrear de brazos, unido a los amenes desaprobadores de un insultante meneíllo de cabeza, elaboraban un mensaje inequívoco: usted aprenderá a nadar cuando las ranas críen pelo. Mantenerme solo, con el cuerpo encogido, en idéntica posición que los batracios sobre los nenúfares, y a no más de medio metro del bordillo, fue a todo lo más que llegué tras un mes pródigo en desagradabilísimas abluciones nasales, flagelantes calambres y sísmicas contracciones musculares.

Cuando Olaf (y váyase a saber cómo se llegó al nórdico apodo desde el Rodolfo original!) me vio, espigada anguililla entre tanta orca fondona, al mes siguiente, no pudo reprimir su disgusto: creía haberse librado de mí.

No me conocía, claro.

Ganada la confianza en uno mismo, teniendo la seguridad de que un cuerpo relajado tiende, por sí solo, a flotar, y sabiendo que el Olaf de turno —despótico, pero no asesino— no dejará, a su pesar, que tus pulmones se encharquen más allá de lo que a un patoso le conviene (¡para que se entere, qué hostias!), los progresos no tardan en llegar.

¿Qué más da, entonces, ganado lo anterior, que al ejercitar los pies agarrado con inseguros brazos a una frágil tabla de corcho (¿mayor que un sello?), aquéllos penetren en la superficie agitada (¡mar gruesa!) tan rectos como escarpias y uno acabe navegando hacia atrás? ¡Pues nada en absoluto! ¡Qué cerca ya, por el contrario, del momento de desprenderse de la tabla con una mano y hacer un molinete tan rápido como ineficaz: ¿cómo diablos, Olaf, puede uno «agarrarse» al agua para avanzar!

Olaf y yo terminamos por conocernos la mar de bien..., al noveno mes de cursillos. Puede decirse, con toda propiedad, que mi cuerpo no tenía secretos para él: tantas habían sido las veces que nos habíamos unido en un desesperado abrazo —por mi parte— en medio de la piscina. A partir del séptimo mes, además, coincidimos en la misma cafetería. Él, café bien cargado, trataba de vencer la casmodia. Yo, vaso de leche y bocadillo de tortilla, contrarrestar la purga de cloro.

Mi presencia, a la hora de los cursillos, le acabó sirviendo de perfecto reclamo para su recua de focas que, según él, iban a los cursillos pidiendo guerra.

—Se aburren en casa y...

—¿Tan temprano?

—Para ese tipo de batallas no hay horas más adecuadas que otras...

Bromeaba, sin excesivo énfasis. No era gracioso, y lo sabía. Era guapo, eso sí, y también lo sabía. Guapo y bien formado. La típica estampa del nadador: espaldas anchas, hombros robustos, dorsales helénicos, cinturita de avispa, muslos de músculos ahusados, estilizadísimas pantorrillas y unos tobillos de bailarina clásica.

—Buenas las habrás corrido, pues.

—De todo ha habido... Pero ya me tienen harto. Y el ganado últimamente deja mucho que desear... ¡Que no es vida, vaya! Y que al músculo le pasa como a sus tetas, qué hostias: acaba en puro colgajo, si es que antes no he acabado yo quintado en el ejército de los de huevos de espejo, claro....

—¿...?

—Sí, hombre.

Y allí mismo me lo representó plásticamente. Primero se dotó de un prominente abdomen, acariciando el imaginario perfil de su gravidez con mimos de embarazada, y después, desesperado porque no podía, tras jocosos y estériles esfuerzos, verse los huevos, colocó bajo su tripón caballar el espejito espejito donde preguntar: «¿Quién los tiene tan bien puestos como yo?... ¡Y tan escondidos!», esto último entre sollozos.

—Es una broma húngara.

—¿Húngara?

—La favorita del último entrenador que tuve antes de abandonar la competición. Era húngaro.

—Como Kubala.

—Eso mismo.

Tras compartir la barra, no tardamos, meses más tarde, en compartir manteles y, finalmente, algunas veladas. Para entonces ya había conseguido que me dispensara de usar el nórdico alias a cambio de su muy sonoro e idóneo Rodolfo bautismal.

—Lo que me ha pasado contigo, Antonio, me tiene maravillado —me confió, de almohada a almohada—. Cuando te vi el primer día, y no te ofendas, estuve a punto de retirarme a nuestro vestidor particular para soltar allí la carcajada de pena y tratar de serenarme antes de iniciar la clase. Después, por ese miedo patoso que te ponía tan rígido como un bordillo, y contra el que parecía que no había nada que hacer, llegué, francamente, a odiarte. Sí, sí, a odiarte, como lo oyes. Tanto es así que, antes de rescatarte, cada vez que te empeñabas en hacer de Titanic, me demoraba lo suficiente para que te dieras tus buenos tragos: ¡la única e inocente venganza que me podía permitir!

—¿Inocente?,¡malsín! —protesté con fingida indignación—. ¿Y por qué venganza?

—Por patoso.

—Pues menudo maestro estás tú hecho.

—Seguro que no me puedo comparar contigo.

—¡Segurísimo!

—Más tarde comencé a verte de otra manera. Tu espíritu de superación me impresionó: nunca había conocido a nadie como tú. Lo propio de los negados es dejarlo tras el primer cursillo, jamás continuar hasta lo que muy pocos logran: nadar perfectamente.

—Tanto como perfectamente...

—¿Y qué quieres, mariposear también...? —me provocó.

—Para eso no necesito yo una piscina...

Y me corrí hacia él bajo las sábanas para montarlo por delante y batir, en único asalto, nuestros romos pero enhiestos floretes. ¡Qué extraño, e intenso, aquel placer de las pollas frotándose en el delirio fantasioso de la imposible penetración mutua; aquel rodar una sobre otra; aquel empujarse o ceder; aquel contorsionista buscarse los glandes sus lívidos labios! Por el ojo del puente que formaban mis brazos apoyados en el colchón, a ambos lados de su cuerpazo, penetraron los suyos, sólidas corrientes del deseo, hasta que sus manos rodearon nuestros sexos para comenzar una —insólita para mí hasta entonces, pero que él parecía dominar a la perfección— doble masturbación.

Yo, que siempre he tratado de evitar a mis eventuales compañías la desmotivadora contemplación de mi rostro en esos ardientes momentos, tenía la cabeza reclinada contra el pecho, como un vil agarrotado, y seguía atentamente sus expertos movimientos. Daba gloria anticipada mecerse en el sincrónico baile de los hermanados prepucios; contemplar —¡y gozar!— el excitado beso de los bálanos incandescentes al que los ataban los dedos juncosos; abandonarse, sin bajar la guardia, a la caricia de nudo corredizo con que aquellos dedos me ceñían hasta el éxtasis; fulminarse en la explosión musical de nuestros timbales percusores; consumirse, en fin, en la llama incisiva del placer: voraz madreselva que te envuelve; seda que te encapulla; nasa que te cautiva; boa constrictor que te ahoga...

¡Qué ingrato para con Rodolfo (rostro longilíneo y mesolíneo trapezoidal, en el cual la distancia bigonial no es excesivamente inferior a la bicigomática), al abandonarle en la furiosa ascensión (rostro brevilíneo cuadrado, en el cual la distancia bigonial es más o menos idéntica a la bicigomática) del magma espeso (¡rostro longilíneo o mesolíneo triangular, en el cual la distancia bigonial es muy inferior a la bicigomática); y medio arruinar el humilde artificio del anhelado borbotar sincrónico por nuestra artística fuente de dos caños.

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Copyright ©Dimas Mas, 2005
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Fecha de publicaciónNoviembre 2006
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