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El tardío vuelo de la avucasta

Prodesse et delectare

Dimas Mas
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A ningún maestro se le despintan nunca las caras de los alumnos de su primer año de docencia, e incluso muchos recuerdan hasta los nombres. No es mi caso. Ni esta profesión fue nunca el oasis de paz que mi desmesurada ingenuidad imaginó antes de ejercerla.

Mi singular fisonomía, cuya virtud defensiva frente a las inquisitivas miradas de los adolescentes apenas duraba lo que el primer trimestre, acabó por convertirse en un hontanar de constantes problemas. He sido, además, como puede desprenderse de todo lo anterior, un profesor débil. No sé si mediocre, que quizás también, pero sí débil. Y el cariño excesivo no les hace ningún bien a los mocosos, como tampoco la excesiva dureza. Jamás encontré, sin embargo —¡si es que existe!—, el mítico punto medio.

Esa debilidad me indujo a solicitar, y conseguir, frecuentes cambios de destino, gracias a los cuales pude superar las reiteradas crisis de vocación que he sufrido a lo largo de mi vida profesional; crisis para las que la única salida era el abandono, la renuncia a seguir lidiando bestezuelas de tanto trapío como no se encuentran siquiera en el mundo de los adultos.

¿Dónde estaban esos cuerpos y almas puros para los que yo había de ser un segundo padre: el que les daba la vida del espíritu? ¿Dónde esos ojos inocentes, esos sexos virginales, esas cándidas fantasías? De los deseos de aprender no hablo, porque los tenían; pero de aprender, ¡ay!, la maldad bajo todas sus formas imaginables. Sobrevivir entre ellos significó para mí un aprendizaje vital en el que derroché tantas energías como copiosos fueron, al menos, los frutos cosechados después. Los amé y los odié, en fin, como ellos me amaron y me odiaron, que de todo hubo, hasta que fueron mi perdición.

A los muchachos siempre los goberné mejor que a las muchachas, hasta donde el recuerdo me alcanza. Todos ellos, no obstante, coincidían en la primera reacción al verme entrar en el aula el primer día de curso: división de opiniones: unos apenas podían reprimir la carcajada; otros, la mueca de asco y, los más benévolos, de espanto. Como es verdad que el roce engendra cariño, al igual que la familiaridad excesiva el menosprecio, solía ocurrir que, hacia el final del curso, se produjeran cambios de facción: los sonrisantes adoptaban muecas despreciativas y los muecantes sonrisas compasivas.

Mi propia actitud no fue menos tornadiza que la suya. Y ahí estuvo mi gran error. Aunque tarde, comprendí que, por muy injusto que se sea, en esta profesión ha de regir el sostenella a toda costa: libera de muchísimas preocupaciones; sobre todo de orden disciplinario.

Yo me he pasado la vida docente sorprendiendo correos subterráneos con los más variopintos mensajes: desde mediocres caricturas sin mérito, pues se limitaban a retratarme fielmente, hasta versitos satíricos e incluso adivinanzas que, obviamemente, me tenían como tema central. Estas dos últimas modalidades, por cierto, con un lenguaje que dejaría en pañales a las cantinas cuartelarias.

Ni siquiera el primer año hubo de pasar completo para que, a mis ojos, los ángeles perdieran sus plumas, su nimbo, sus túnicas cándidas y sus liras melodiosas. Hacia los catorce o quince años, los adolescentes viven obsesionados por el sexo, y yo me dije que era inhumano apartarlos de tan turbulenta inclinación. Escandalizarme ante cualquier manifestación genital subversiva y no dejar de insistir en el vivo peligro de la carne —instrumento de Satanás para dominar el mundo— fueron actitudes que acrecentaron su interés y su culto por y hacia un poder, quizá el único, que tenían en sus manos.

Mi programa de redacciones lo tenía yo confeccionado en función de los diez mandamientos divinos. Primero les introducía yo en el tema y, después, ellos redactaban de acuerdo con lo que mi exposición les hubiera sugerido. A medida que avanzábamos en las Tablas y nos acercábamos al sexto mandamiento, daba gozo contemplar cómo su excitación crecía casi tanto como el interés —meramente pasajero— por mi asignatura. Después de algunas consideraciones generales, llegaba finalmente el pasaje que les cautivaba:

—El baile es sin duda la mayor fuente de pecados en el mundo moderno. ¿Qué es lo que muchos buscan en el abrazo del baile, sino la satisfacción sexual? Una mirada inconveniente y detenida es pecado. Pues bien, el tacto excita más que la mirada, y en el baile moderno dos jóvenes ponen en contacto sus cuerpos al ritmo de músicas morbosas y embriagadoras. En ese abrazo sensual, ¿qué sensaciones puede experimentar la carne? Y no me digas que bailando no sientes nada, que bailas porque te gusta el ritmo. ¿Bailarías a solas en tu casa con una escoba? Pues si alguna vez las circunstancias son tales que te sea imposible no bailar, entonces hazlo bien separado, ¡que corra aire por medio!, que no haya roces. Si bailas realmente forzado, y porque no tienes más remedio, encomiéndate a Dios, Él te ayudará.

Luego me ponía más lírico:

—La flor de la virginidad, recuérdalo, tiene como raíz profunda la mortificación de los sentidos. Se riega y se mantiene fresca y lozana con el rocío de la frecuente oración y se desarrolla vigorosa y pujante con el calor continuo de un gran amor a Jesús y María, autores y custodios de esta virtud celestial, característica y exclusiva de la Iglesia Católica.

La segunda parte de este corolario apenas era oída por ellos, de ahí que luego me encontrara en sus escritos oscuras referencias a tiestos, geranios, árboles, rosales e incluso praderas virginales.

Las alumnas de último año solían distraer su ocio con un jueguecito que el primer año corté de raíz con la afiladísima hoz fanática del moralismo más severo y pacato; el segundo lo toleré con la longanimidad propia de los mártires romanos; y el tercero lo deseé con la misma devoción con que afrontaba cualquiera de mis andanzas. Mi desengaño respecto a ellas me había empujado a una peligrosa decisión: bajar el puente levadizo del inexpugnable castillo en el que había encerrado a todos mis alumnos; castillo por cuyos tortuosos y laberínticos corredores recorrieron mis libidinosos y piadosos pasos la viscosa red en la que acabé atrapado. Pero es otra historia.

El juego en cuestión era tan malévolo como simple: insinuárseme hasta conseguir que me empalmara, tras de lo cual, la verdad, no se me alcanzaba qué insólito espectáculo esperaban contemplar. ¿Que mi verga encabritada perforara el pantalón y, como un surtidor, escupiera hacia ellas, al modo de los géiseres, mi lefa hirviente? ¿Que simplemente me corriera en la intimidad y apareciera un círculo húmedo junto a la bragueta? ¿O acaso que, con el rostro abrasado, y el ariete pujando contra la tela una y otra vez, saliera del aula a escape para apaciguarme lejos de la tentación maligna? ¡Infelices!

He de reconocer, con todo, que quienes participaban en él mostraban un surtido de recursos tan variados como eficaces eran mis esfuerzos para no sucumbir ante ellos. La sin par competición, además, las obligaba continuamente a superar a las adversarias con nuevas y rebuscadas estrategias. Así, hubo quien cruzaba las piernas y retiraba la falda hacia atrás hasta dejar visible el impoluto algodón de las bragas; quien se desabotonaba más de la cuenta y me reclamaba para, con la excusa de elucidar la dirección o indirección de un complemento, airear a mis ojos sus tiernas pechuguitas; quien, con mayor atrevimiento, me reclamaba para descifrar la transitividad o intransitividad de un verbo y, atracada de un súbito escozor, se llevaba la mano a la cadera para, en el vaivén de la friega, toquetearme el paquete con su codo, a lo que yo respondía acercándome más y más, hasta amilanarla; y hasta quien llegó a sentarse en la primera fila y despatarrarse sin haberse calzado las bragas bajo la falda, lo que llegué a advertir por el reclamo sonoro del aplauso de sus muslos regordetes. No estoy seguro, sin embargo, de que ella comprendiese, a pesar de su juvenil procacidad, mi defensa hallada al hilo de la exposición del tema del día:

—No me extraña que tiemble, señorita Manzano. Siempre es emocionante penetrar en la cueva oscura de los verbos copulativos, ¿no le parece?

Debió de parecérselo, desde luego, porque, herida por mi recriminación en su orgullo de meretriz meritoria, tuve todita la impresión de que se hubiese jurado a sí misma conseguir su objetivo.

El salaz acoso de Eva Manzano tuvo su fruto al final del curso, en ese mes de escotes generosos y axilas bravías en el que cualquier profesor, cualquiera, se reviste, a ojos de la muchachada, de tanto poder de seducción cuanto de condenación. La gentil damisela llevaba camino de ser suspendida sólo en mi asignatura. Cierta mañana, y pocos días antes de que se les entregaran las notas del curso, la señorita Manzano me comunicó que su madre deseaba hablar conmigo.

—Dígale que cualquier mañana, a la hora del recreo, la atenderé gustosamente.

—Pero verle en nuestra casa.

—Lo siento, Manzano —la corté bruscamente—; pero le ha de decir a su madre que las cuestiones académicas sólo las trato en este centro.

—Es que mi madre está enferma, en cama.

—¡Haber empezado por ahí, mujer de Dios! ¿Grave?

—¿Cómo dice?

—Que si es algo grave...

—No creo. Yo es que no sé lo que tiene...

—¿Y eso?

—Cosas de ella; es que es así...

—Manzano, por Dios, a ver si deja de usar tantos es que: parece que los cultive usted como los jardineros sus esquejes... ¿Cuándo puedo ir a verla?

—¿Mañana?

—Pues nada, al acabar las clases se viene en el coche conmigo y así me guía.

—Será un placer —dijo ella, con modales que me resultaron tan novedosos como conocida la doblez apicarada del mensaje.

Eva Manzano era redonda como su nombre, aunque con las carnes distribuidas de forma tan homogénea que no podía decirse, ciertamente, que le sobrara algo de aquí o de allá, sino de todas partes al tiempo. Quisiera o no, por lo tanto, siempre vestía muy ceñida. La cantidad de barro escogida por Dios para ella había sido excesiva, pero la doncella tuvo la fortuna de ser amasada también hacia lo alto, superando las tallas convencionales. Esa cabeza que sobresalía doblemente sobre las demás era el fundamento de su arrogancia. Salvando su larga cabellera rubia y sus grandes ojos azules, era fea como un alimoche recién nacido. Las dos bolas rojas de billar que tenía por pómulos, cuyo bamboleo sólo otros sostenes hubieran controlado, habían ido afilando, al chocar contra ella, la nariz más parecida a un cartabón que haya visto nunca. Y por debajo de ésta, una insólita boquita de rodaballo cuyo labio leporino parecía una delicada funda de los dientes superiores, mientras que el inferior se doblaba hacia el lejano mentón prognato como una alfombra sobre un alféizar, o como el telo espeso de la leche en el borde de un cazo.

A la hora convenida abrí la portezuela de mi seiscientos a la dama que había de servirme de lazarillo. Yo conduzco horriblemente, pero aquella tarde me esmeré para, merced a la pérfida y segura labor difusora de mi alumna, no ser la comidilla de todo el centro si ella asistía a uno de mis frecuentes encontronazos. Entró, como yo, con dificultades, se sentó dejándose caer de golpe y partimos con la vaga referencia de una calle desconocida en el laberinto del barrio suburbial donde se hallaba la escuela.

A poco de iniciar la marcha nos sorprendió una furiosa tormenta primaveral que había ido gestándose durante todo el día. Eva se había sentado más próxima a la palanca de cambios que a la puerta, razón por la cual varias veces ya el dorso de mi mano se había paseado, al cambiar de marcha, por su muslo turgente y robusto. Conforme a su plan, supuse, Eva me había hecho dar una vuelta que nos apartaba bastante del camino apropiado. Fui yo quien le sugerí, cuando la tormenta más arreciaba, que nos detuviésemos para esperar a que amainara. Lo hicimos en el espacio, poco transitado, de lo que habría de ser una futura plaza. La lluvia descendía por los cristales de forma tan continua que nos vedaba por completo la visibilidad, o mejor dicho, nos aislaba de las posibles miradas de los imposibles transeúntes. Ella respiraba con la agitación nerviosa de quien se acerca al momento crítico de llevar a cabo una decisión tomada con anterioridad: ese instante en que la carne parece desleírse, las fuerzas nos abandonan, la taquicardia nos domina, se nos atropellan las ideas y las palabras, y explotamos sin ningún dominio sobre nosotros mismos, como un polvorín en una hoguera.

—¿De verdad, don Antonio, que yo no le pongo cachondo?

Se había girado, resuelta, hacia mí. Los tufos le bailaron sobre la cara como las olas sobre la playa. Cuando se retiraron me encontré con dos humedecidas lunas azules en las que brillaban los fulgores convulsos del amor propio. Decididamente fue aquella mirada la que me movió a reprimir el «¡Pero niña!» que ya golpeaba contra mis dientes cerrados. Lo que hice fue volverme hacia ella, llevar mi mano izquierda hasta su rodilla más próxima e iniciar una lenta y reptante caricia por la cara interior del muslo, ligeramente velloso, pero, al tiempo, suave como el envés de los labios, y terso como sus mejillas encendidas. Trepé para acceder a un monte y llegué a un caudaloso venero que me empapó la palma, primero, y ahogó, después, los dos dedos con que, bajo sus bragas, acaricié sus labios mudos y su volcán submarino.

—¿A usted que le parece, señorita Manzano?

Le dije en un susurro, interumpiendo la combinación de morosas lengüetadas y amagos de mordiscos con que, paralelamente, iba ascendiendo por su cuello, camino de sus labios, no menos mudos ahora. Ella había dejado caer la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados, y adelantaba y retraía la pelvis con la cadencia de una gata contra las piernas de su amo. Cuando llegué a sus labios estaba tan excitado que temí, por primera vez, no salir con bien del estrecho en que había metido a mis sentidos. Con precautoria timidez, por si la rechazaba, posé la punta de mi lengua entre sus labios, pero sucedió lo contrario: haló de ella casi hasta hacerme daño y me la chupó con pasión mientras sus manos me acariciaban la cara casi al modo como los ciegos reconocen a alguien. De repente, mientras mi meditación sobre los torturantes, despiadados y afilados clavos de la crucifixión me calmaban la fiebre, ella apretó sus muslos vigorosamente y cimbreó la espalda tensa como si un rayo de la tormenta la hubiese ensartado por entre sus íntimos labios dilatados y la sacudiese, como hace restallar un cochero su látigo, o como si fuese la tabla de un trampolín tras despedir a un saltador. Rescaté mi lengua y, apartándome ligeramente, abrí los ojos para contemplarla: jadeaba y gruñía y volteaba hacia ambos lados la cabeza: el placer la abofeteaba ¿por primera vez? ¡Un cuerno! La carne derramada junto a mí sacaría matrícula en latín. Así que se calmó, se recogió, inocente y modosa, en un silencio de hondas respiraciones. Casi sin atreverse a afrontar mi mirada, deslizó su mano hacia mi bragueta y me agarró la vara sobre el pantalón. Luego se decidió a mirarme aun a riesgo de que, ya ella satisfecha, la visión objetiva de mi persona le hiciera imposible masturbarme sin sentir un pujo de asco. Sonrió forzadamente mientras me bajaba la cremallera y buscaba, bajo el calzoncillo, la verga que había deseado, para mi vergüenza, levantar en el aula. Deje que su mano temblequeante me la acariciara, que sus dedos robustos se ciñeran a ella y me la palparan con rítmicas caricias; pero detuve su solo de zambomba apenas lo inició.

—Dejémoslo aquí...

—No, no... —protestó con el agradecimiento de los bien nacidos.

—Vayamos a ver a la enferma, que esto ya se aclara.

Cuando en la junta evaluadora le concedí el aprobado, vinieron a mí la imagen de la postración materna y su súplica:

—Considere usté que toa la ilusión de nuestra vida, que toa ha sío de trabajo y privasione, es que esta hija nuestra tenga unos estudios, una preparación, vaya, a ver si me entiende usté, que se puea defender en esta vida mejón que nosotros, porque nuestra Eva no es tonta, ¿verdá usté que no?

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Fecha de publicaciónSeptiembre 2006
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