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La Celestina

Tragicomedia de Calisto y Melibea

Primer auto

Fernando de Rojas
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ARGU­MEN­TO DEL PRI­MER AUTO DESTA CO­ME­DIA

En­tran­do Ca­lis­to en una huer­ta en pos de un hal­cón suyo, halló ahí a Me­li­bea, de cuyo amor preso co­men­zó­le de ha­blar. De la cual ri­gu­ro­sa­men­te des­pe­di­do, fue para su casa muy an­gus­tia­do. Habló con un cria­do suyo lla­ma­do Sem­pro­nio, el cual, des­pués de mu­chas ra­zo­nes, le en­de­re­zó a una vieja lla­ma­da Ce­les­ti­na, en cuya casa tenía el mismo cria­do una enamo­ra­da lla­ma­da Eli­cia; la cual, vi­nien­do Sem­pro­nio a casa de Ce­les­ti­na con el ne­go­cio de su amo, tenía a otro con­si­go lla­ma­do Crito, al cual es­con­die­ron. En­tre­tan­to que Sem­pro­nio está ne­go­cian­do con Ce­les­ti­na, Ca­lis­to está ra­zo­nan­do con otro cria­do suyo, por nom­bre Pár­meno; el cual ra­zo­na­mien­to dura hasta que lle­gan Sem­pro­nio y Ce­les­ti­na a casa de Ca­lis­to. Pár­meno fue co­no­ci­do de Ce­les­ti­na, la cual mucho le dice de los he­chos e co­no­ci­mien­to de su madre, in­du­cién­do­le a amor e con­cor­dia de Sem­pro­nio.

Ilustración
CA­LIS­TO. En esto veo, Me­li­bea, la gran­de­za de Dios.
ME­LI­BEA. ¿En qué, Ca­lis­to?
CA­LIS­TO. En dar poder a Na­tu­ra que de tan per­fec­ta her­mo­su­ra te do­ta­se e hacer a mi in­mé­ri­to tanta mer­ced que verte al­can­za­se, y en tan con­ve­nien­te lugar que mi se­cre­to dolor ma­ni­fes­tar­te pu­die­se. Sin duda in­com­pa­ra­ble­men­te es mayor tal ga­lar­dón que el ser­vi­cio, sa­cri­fi­cio, de­vo­ción e obras pías que, por este lugar al­can­zar, tengo yo a Dios ofre­ci­do; ni otro poder mi vo­lun­tad hu­ma­na puede cum­plir.1 ¿Quién vio en esta vida cuer­po glo­ri­fi­ca­do de nin­gún hom­bre como agora el mío? Por cier­to, los glo­rio­sos san­tos, que se de­lei­tan en la vi­sión di­vi­na, no gozan más que yo agora en el aca­ta­mien­to2 tuyo. Mas, ¡oh tris­te!, que en esto di­fe­ri­mos: que ellos pu­ra­men­te se glo­ri­fi­can, sin temor de caer de tal bie­na­ven­tu­ran­za; e yo, mixto,3 me ale­gro con re­ce­lo del es­qui­vo tor­men­to que tu au­sen­cia me ha de cau­sar.
ME­LI­BEA. Por gran pre­mio tie­nes esto, Ca­lis­to.
CA­LIS­TO. Tén­go­lo por tanto, en ver­dad, que si Dios me diese en el cielo la silla sobre sus san­tos, no lo ten­dría por tanta fe­li­ci­dad.
ME­LI­BEA. Pues aun más igual4 ga­lar­dón te daré yo, si per­se­ve­ras.
CA­LIS­TO. ¡Oh bie­na­ven­tu­ra­das ore­jas mías que in­dig­na­men­te tan gran pa­la­bra ha­béis oído!
ME­LI­BEA. Mas des­ven­tu­ra­das, de que me aca­bes de oír, por­que la paga será tan fiera cual me­re­ce tu loco atre­vi­mien­to. E el in­ten­to de tus pa­la­bras ha sido como de in­ge­nio de tal hom­bre como tú: haber de salir para se per­der en la vir­tud de tal mujer como yo. ¡Vete, vete de ahí, torpe; que no puede mi pa­cien­cia to­le­rar que haya subido en co­ra­zón hu­mano [para] con­mi­go el ilí­ci­to amor co­mu­ni­car su de­lei­te!5
CA­LIS­TO. Iré como aquel con­tra quien so­la­men­te la ad­ver­sa for­tu­na pone su es­tu­dio6 con odio cruel.
CA­LIS­TO. ¡Sem­pro­nio! ¡Sem­pro­nio! ¡Sem­pro­nio! ¿Dónde está este mal­di­to?
SEM­PRO­NIO. Aquí soy, señor, cu­ran­do7 des­tos ca­ba­llos.
CA­LIS­TO. Pues, ¿cómo sales de la sala?
SEM­PRO­NIO. Aba­tió­se8 el ge­ri­fal­te9 e ví­ne­le a en­de­re­zar en el al­cán­da­ra.10
CA­LIS­TO. ¡Así los dia­blos te ganen! ¡Así por in­for­tu­nio arre­ba­ta­do pe­rez­cas o per­pe­tuo in­to­le­ra­ble tor­men­to con­si­gas, el cual en grado in­com­pa­ra­ble a la pe­no­sa e desas­tra­da muer­te que es­pe­ro tras­pa­se!11 ¡Anda, anda mal­va­do, abre la cá­ma­ra12 e en­de­re­za la cama!
SEM­PRO­NIO. Señor, luego13 hecho es.
CA­LIS­TO. Cie­rra la ven­ta­na. Y deja la ti­nie­bla acom­pa­ñar al tris­te e al des­di­cha­do la ce­gue­dad: mis pen­sa­mien­tos tris­tes no son dig­nos de luz. ¡Oh bie­na­ven­tu­ra­da muer­te aque­lla que, desea­da, a los afli­gi­dos viene! ¡Oh si vi­nie­ses agora Era­sís­tra­to, mé­di­co, sen­ti­rías mi mal! ¡Oh pie­dad de Se­leu­co, ins­pi­ra en el ple­bé­ri­co co­ra­zón por que, sin es­pe­ran­za de salud, no envíe el es­pí­ri­tu per­di­do con el desas­tra­do Pí­ra­mo e la des­di­cha­da Tisbe!14
SEM­PRO­NIO. ¿Qué cosa es?
CA­LIS­TO. ¡Vete de ahí! No me ha­bles; si no, quizá antes del tiem­po de mi ra­bio­sa muer­te mis manos cau­sa­rán tu arre­ba­ta­do fin.
SEM­PRO­NIO. Iré, pues solo quie­res pa­de­cer tu mal.
CA­LIS­TO. ¡Ve con el dia­blo!
SEM­PRO­NIO. (Apar­te) No creo, según pien­so, ir con­mi­go el que con­ti­go queda. (A solas) ¡Oh des­ven­tu­ra! ¡Oh sú­bi­to mal! ¿Cuál fue tan con­tra­rio acon­te­ci­mien­to que así tan pres­to robó el ale­gría deste hom­bre e, lo que peor es, junto con ella el seso? ¿De­jar­le he solo o en­tra­ré allá? Si le dejo, ma­tar­se ha; si entro allá, ma­tar­me ha. Qué­de­se, no me curo.15 Más vale que muera aquel a quien es enojo­sa la vida que no yo, que huel­go con ella; aun­que por ál16 no desea­se vivir sino por ver mi Eli­cia, me de­be­ría guar­dar de pe­li­gros. Pero si se mata sin otro tes­ti­go, yo quedo obli­ga­do a dar cuen­ta de su vida. Quie­ro en­trar. Mas, pues­to que entre, no quie­re con­so­la­ción ni con­se­jo: asaz17 es señal mor­tal no que­rer sanar. Con todo, quié­ro­le dejar un poco: des­bra­ve, ma­du­re; que oído he decir que es pe­li­gro abrir o apre­miar las postemas18 duras, por­que más se en­co­nan.19 Esté un poco. De­je­mos llo­rar al que dolor tiene, que las lá­gri­mas e sus­pi­ros mucho des­en­co­nan el co­ra­zón do­lo­ri­do. E aun, si de­lan­te me tiene, más con­mi­go se en­cen­de­rá: que el sol más arde donde puede re­ver­be­rar; la vista a quien ob­je­to no se an­te­po­ne, cansa, y cuan­do aquél es cerca, agú­za­se. Por eso quié­ro­me su­frir un poco. Si en­tre­tan­to se ma­ta­re, muera; quizá con algo me que­da­re que otro no sabe, con que mude el pelo malo.20 Aun­que malo es es­pe­rar salud en muer­te ajena, e quizá me en­ga­ña el dia­blo. Y si muere, ma­tar­me han, e irán allá la soga y el cal­de­rón.21 Por otra parte, dicen los sa­bios que es gran­de des­can­so a los afli­gi­dos tener con quien pue­dan sus cui­tas llo­rar y que la llaga in­te­rior más em­pe­ce.22 Pues, en estos ex­tre­mos en que estoy per­ple­jo, lo más sano es en­trar y su­frir­le y con­so­lar­le. Por­que si po­si­ble es sanar sin arte ni apa­re­jo, más li­ge­ro23 es gua­re­cer24 por arte y por cura.
CA­LIS­TO. ¡Sem­pro­nio!
SEM­PRO­NIO. ¿Señor?
CA­LIS­TO. Dame acá el laúd.
SEM­PRO­NIO. Señor, vesle aquí.
CA­LIS­TO. ¿Cuál dolor puede ser tal

que se igua­le con mi mal?

SEM­PRO­NIO. Des­tem­pla­do25 está ese laúd.
CA­LIS­TO. ¿Cómo tem­pla­rá el des­tem­pla­do? ¿Cómo sen­ti­rá el ar­mo­nía aquel que con­si­go está tan dis­cor­de, aquel en quien la vo­lun­tad a la razón no obe­de­ce? Quien tiene den­tro del pecho agui­jo­nes, paz, gue­rra, tre­gua, amor, enemis­tad, in­ju­rias, pe­ca­dos, sos­pe­chas... todo a una causa. Pero tañe y canta la más tris­te can­ción que sepas.
SEM­PRO­NIO. Mira Nero de Tar­pe­ya

a Roma cómo se ardía;

gri­tos dan niños e vie­jos,

y él de nada se dolía.26

CA­LIS­TO. Mayor es mi fuego y menor la pie­dad de quien agora digo.
SEM­PRO­NIO. (Apar­te) No me en­ga­ño yo, que loco está este mi amo.
CA­LIS­TO. ¿Qué estás mur­mu­ran­do, Sem­pro­nio?
SEM­PRO­NIO. No digo nada.
CA­LIS­TO. Di lo que dices, no temas.
SEM­PRO­NIO. Digo que cómo puede ser mayor el fuego que ator­men­ta un vivo que el que quemó tal ciu­dad e tanta mul­ti­tud de gente.
CA­LIS­TO. ¿Cómo? Yo te lo diré: mayor es la llama que dura ochen­ta años que la que en un día pasa, y mayor la que quema un ánima que la que quemó cien mil cuer­pos. Como de la apa­rien­cia a la exis­ten­cia, como de lo vivo a lo pin­ta­do,27 como de la som­bra a lo real, tanta di­fe­ren­cia hay del fuego que dices al que me quema. Por cier­to, si el del pur­ga­to­rio es tal, más que­rría que mi es­pí­ri­tu fuese con los de los bru­tos ani­ma­les que por medio de aquél ir a la glo­ria de los san­tos.
SEM­PRO­NIO. (Apar­te) Algo es lo que digo, a más ha de ir este hecho. No basta loco, sino he­re­je.
CA­LIS­TO. ¿No te digo que ha­bles alto cuan­do ha­bla­res? ¿Qué dices?
SEM­PRO­NIO. Digo que nunca Dios quie­ra tal, que es­pe­cie es de he­re­jía lo que agora di­jis­te.
CA­LIS­TO. ¿Por qué?
SEM­PRO­NIO. Por­que lo que dices con­tra­di­ce la cris­tia­na re­li­gión.
CA­LIS­TO. ¿Qué a mí?
SEM­PRO­NIO. ¿Tú no eres cris­tiano?
CA­LIS­TO. Yo me­li­beo soy y a Me­li­bea adoro y en Me­li­bea creo e a Me­li­bea amo.28
SEM­PRO­NIO. (Apar­te) Tú te lo dirás. ¡Cómo Me­li­bea es gran­de: no cabe en el co­ra­zón de mi amo, que por la boca le sale a bor­bo­llo­nes!29 (En voz alta) No es más me­nes­ter, bien sé de qué pie co­jeas. Yo te sa­na­ré.
CA­LIS­TO. In­creí­ble cosa pro­me­tes.
SEM­PRO­NIO. Antes30 fácil, que el co­mien­zo de la salud es co­no­cer hom­bre la do­len­cia del en­fer­mo.
CA­LIS­TO. ¿Cuál con­se­jo puede regir lo que en sí no tiene orden ni con­se­jo?
SEM­PRO­NIO. (Apar­te) ¡Ja, ja, ja! ¿Este es el fuego de Ca­lis­to? ¿Estas son sus con­go­jas? ¡Como si so­la­men­te el Amor con­tra él ases­ta­se sus tiros! ¡Oh so­be­rano Dios, cuán altos son tus mis­te­rios! ¡Cuán­ta pre­mia31 pu­sis­te en el amor, que es ne­ce­sa­ria tur­ba­ción en el aman­te! Su lí­mi­te pu­sis­te por ma­ra­vi­lla: pa­re­ce al aman­te que atrás queda. Todos pasan, todos rom­pen: pun­gi­dos y es­ga­rro­cha­dos,32 como li­ge­ros toros, sin freno sal­tan por las ba­rre­ras. Man­das­te al hom­bre por la mujer dejar el padre e la madre. Agora no sólo aque­llo, mas a ti e tu ley desam­pa­ran, como agora Ca­lis­to. Del cual no me ma­ra­vi­llo; pues los sa­bios, los san­tos, los pro­fe­tas por ellas te ol­vi­da­ron.
CA­LIS­TO. ¡Sem­pro­nio!
SEM­PRO­NIO. ¿Señor?
CA­LIS­TO. No me dejes.
SEM­PRO­NIO. (Apar­te) De otro tem­ple está esta gaita.
CA­LIS­TO. ¿Qué te pa­re­ce de mi mal?
SEM­PRO­NIO. Que amas a Me­li­bea.
CA­LIS­TO. ¿E no otra cosa?
SEM­PRO­NIO. Harto mal es tener la vo­lun­tad en un solo lugar cau­ti­va.
CA­LIS­TO. Poco sabes de fir­me­za.
SEM­PRO­NIO. La per­se­ve­ran­cia en el mal no es cons­tan­cia, mas du­re­za o per­ti­na­cia33 la lla­man en mi tie­rra. Vo­so­tros, los fi­ló­so­fos de Cu­pi­do, lla­mad­la como qui­sie­reis.
CA­LIS­TO. Torpe cosa es men­tir el que en­se­ña a otro, pues que tú te pre­cias de loar a tu amiga Eli­cia.
SEM­PRO­NIO. Haz tú lo que bien digo, e no lo que mal hago.
CA­LIS­TO. ¿Qué me re­prue­bas?
SEM­PRO­NIO. Que so­me­tes la dig­ni­dad del hom­bre a la im­per­fec­ción de la flaca mujer.
CA­LIS­TO. ¿Mujer? ¡Oh gro­se­ro! ¡Dios, Dios!
SEM­PRO­NIO. ¿E así lo crees, o bur­las?
CA­LIS­TO. ¿Que burlo? Por Dios la creo, por Dios la con­fie­so; e no creo que hay otro so­be­rano en el cielo, aun­que entre no­so­tros mora.
SEM­PRO­NIO. (Apar­te) ¡Ja, ja, ja! ¿Oís­teis qué blas­fe­mia? ¿Vis­teis qué ce­gue­dad?
CA­LIS­TO. ¿De qué te ríes?
SEM­PRO­NIO. Ríome que no pen­sa­ba que había peor in­ven­ción de pe­ca­do que en So­do­ma.
CA­LIS­TO. ¿Cómo?
SEM­PRO­NIO. Por­que aqué­llos pro­cu­ra­ron abo­mi­na­ble uso con los án­ge­les no co­no­ci­dos,34 e tú con el que con­fie­sas ser Dios.
CA­LIS­TO. ¡Mal­di­to seas! Que hecho me has reír, lo que no pensé ho­ga­ño.35
SEM­PRO­NIO. Pues qué, ¿toda tu vida ha­bías de llo­rar?
CA­LIS­TO. Sí.
SEM­PRO­NIO. ¿Por qué?
CA­LIS­TO. Por­que amo aqué­lla ante quien tan in­digno me hallo que no la es­pe­ro al­can­zar.
SEM­PRO­NIO. (Apar­te) ¡Oh pu­si­lá­ni­me! ¡Oh hi­depu­ta! ¡Qué Nem­rod,36 qué magno Ale­jan­dro! Los cua­les no sólo del se­ño­río del mundo, mas del cielo se juz­ga­ron ser dig­nos.
CA­LIS­TO. No te oí bien eso que di­jis­te. Torna, dilo, no pro­ce­das.37
SEM­PRO­NIO. Dije que tú, que tie­nes más co­ra­zón que Nem­rod ni Ale­jan­dro, de­ses­pe­ras de al­can­zar una mujer; mu­chas de las cua­les, en gran­des es­ta­dos cons­ti­tui­das, se so­me­tie­ron a los pe­chos e re­sue­llos de viles ace­mi­le­ros,38 e otras a bru­tos ani­ma­les. ¿No has leído de Par­si­fae39 con el toro, de Mi­ner­va con Vul­cano?40
CA­LIS­TO. No lo creo, ha­bli­llas son.
SEM­PRO­NIO. Lo de tu abue­la con el simio, ¿ha­bli­lla fue? Tes­ti­go es el cu­chi­llo de tu abue­lo.41
CA­LIS­TO. ¡Mal­di­to sea este necio! ¡E qué po­rra­das42 dice!
SEM­PRO­NIO. ¿Es­co­ció­te? Lee los his­to­ria­les,43 es­tu­dia los fi­ló­so­fos, mira los poe­tas. Lle­nos están los li­bros de sus viles y malos ejem­plos e de las caí­das que lle­va­ron los que en algo, como tú, las repu­taron. Oye a Sa­lo­món, do dice que las mu­je­res y el vino hacen a los hom­bres re­ne­gar. Con­sé­ja­te con Sé­ne­ca e verás en qué las tiene. Es­cu­cha al Aris­tó­te­les, mira a Ber­nar­do. Gen­ti­les, ju­díos, cris­tia­nos e moros, todos en esta con­cor­dia están. Pero lo dicho e lo que de­llas di­je­re no te con­tez­ca44 error de to­mar­lo en común; que mu­chas hubo e hay san­tas e vir­tuo­sas e no­ta­bles, cuya res­plan­de­cien­te co­ro­na quita el ge­ne­ral vi­tu­pe­rio. Pero des­tas otras, ¿quién te con­ta­ría sus men­ti­ras, sus trá­fa­gos,45 sus cam­bios, su li­vian­dad, sus la­gri­mi­llas, sus al­te­ra­cio­nes, sus osa­días (que todo lo que pien­san, osan sin de­li­be­rar); sus di­si­mu­la­cio­nes, su len­gua, su en­ga­ño, su ol­vi­do, su desamor, su in­gra­ti­tud, su in­cons­tan­cia, su tes­ti­mo­niar, su negar, su re­vol­ver, su pre­sun­ción, su va­na­glo­ria, su aba­ti­mien­to,46 su lo­cu­ra, su des­dén, su so­ber­bia, su su­je­ción,47 su par­le­ría,48 su go­lo­si­na,49 su lu­ju­ria e su­cie­dad; su miedo, su atre­vi­mien­to, sus he­chi­ce­rías, sus em­bai­mien­tos,50 sus es­car­nios, su des­len­gua­mien­to, su des­vergüenza, su al­cahue­te­ría? ¡Con­si­de­ra qué se­si­to está de­ba­jo de aque­llas gran­des e del­ga­das tocas!51 ¡Qué pen­sa­mien­tos so aque­llas gor­gue­ras,52 so aquel faus­to, so aque­llas lar­gas e au­to­ri­zan­tes53 ropas! ¡Qué im­per­fec­ción, qué al­ba­ña­res54 de­ba­jo de tem­plos pin­ta­dos! Por ellas es dicho: arma del dia­blo, ca­be­za de pe­ca­do, des­truc­ción de pa­raí­so. ¿No has re­za­do en la fes­ti­vi­dad de San Juan, do dice: las mu­je­res e el vino hacen los hom­bres re­ne­gar; do dice: ésta es la mujer, an­ti­gua ma­li­cia que a Adán echó de los de­lei­tes de pa­raí­so; ésta el li­na­je hu­mano metió en el in­fierno; a ésta me­nos­pre­ció Elías pro­fe­ta, etc.?
CA­LIS­TO. Di pues, ese Adán, ese Sa­lo­món, ese David, ese Aris­tó­te­les, ese Vir­gi­lio, esos que dices, ¿cómo se so­me­tie­ron a ellas? ¿Soy más que ellos?
SEM­PRO­NIO. A los que las ven­cie­ron que­rría que re­me­da­ses,55 que no a los que de­llas fue­ron ven­ci­dos. Huye de sus en­ga­ños, sabe que hacen cosas que es di­fí­cil en­ten­der­las. No tie­nen modo, no razón, no in­ten­ción. Por rigor co­mien­zan el ofre­ci­mien­to que de sí quie­ren hacer; a los que meten por los agu­je­ros, de­nues­tan en la calle. Con­vi­dan, des­pi­den, lla­man, nie­gan, se­ña­lan amor, pro­nun­cian enemi­ga; en­sá­ñan­se pres­to, apa­cí­guan­se luego; quie­ren que adi­vi­nen lo que quie­ren. ¡Oh qué plaga! ¡Oh qué enojo! ¡Oh qué has­tío es con­fe­rir56 con ellas más de aquel breve tiem­po que apa­re­ja­das son a de­lei­te!
CA­LIS­TO. ¿Ves? Mien­tras más me dices e más in­con­ve­nien­tes me pones, más la quie­ro. No sé qué se es.
SEM­PRO­NIO. No es este jui­cio para mozos, según veo, que no se saben a razón so­me­ter, no se saben ad­mi­nis­trar. Mi­se­ra­ble cosa es pen­sar ser maes­tro el que nunca fue dis­cí­pu­lo.
CA­LIS­TO. E tú, ¿qué sabes? ¿Quién te mos­tró esto?
SEM­PRO­NIO. ¿Quién? Ellas, que des­que57 se des­cu­bren, así pier­den la vergüenza que todo esto e aun más a los hom­bres ma­ni­fies­tan. Ponte, pues, en la me­di­da de honra, pien­sa ser más digno de lo que te repu­tas; que, cier­to, peor ex­tre­mo es de­jar­se hom­bre caer de su me­re­ci­mien­to que po­ner­se en más alto lugar que debe.
CA­LIS­TO. Pues, ¿quién yo para eso?
SEM­PRO­NIO. ¿Quién? Lo pri­me­ro, eres hom­bre e de claro in­ge­nio. E más, a quien la Na­tu­ra dotó de los me­jo­res bie­nes que tuvo, con­vie­ne a saber: her­mo­su­ra, gra­cia, gran­de­za de miem­bros, fuer­za, li­ge­re­za. E allen­de58 desto, For­tu­na me­dia­na­men­te par­tió con­ti­go lo suyo, en tal can­ti­dad que los bie­nes que tie­nes de den­tro con los de fuera res­plan­de­cen. Por­que sin los bie­nes de fuera, de los cua­les la For­tu­na es se­ño­ra, a nin­guno acae­ce en esta vida ser bie­na­ven­tu­ra­do. E más, a cons­te­la­ción,59 de todos eres amado.
CA­LIS­TO. Pero no de Me­li­bea. Y en todo lo que me has glo­ria­do, Sem­pro­nio, sin pro­por­ción ni com­pa­ra­ción se aven­ta­ja Me­li­bea. Mira la no­ble­za e antigüedad de su li­na­je, el gran­dí­si­mo pa­tri­mo­nio, el ex­ce­len­tí­si­mo in­ge­nio, las res­plan­de­cien­tes vir­tu­des, la al­ti­tud e inefa­ble gra­cia, la so­be­ra­na her­mo­su­ra... de la cual te ruego me dejes ha­blar un poco, por que haya algún re­fri­ge­rio.60 E lo que te di­je­re será de lo des­cu­bier­to; que si de lo ocul­to yo ha­blar­te su­pie­ra, no nos fuera ne­ce­sa­rio al­ter­car tan mi­se­ra­ble­men­te estas ra­zo­nes.
SEM­PRO­NIO. (Apar­te) ¡Qué men­ti­ras e qué lo­cu­ras dirá agora este cau­ti­vo de mi amo!
CA­LIS­TO. ¿Cómo es eso?
SEM­PRO­NIO. Dije que digas, que muy gran pla­cer habré de lo oír. (Apar­te) ¡Así te medre Dios como me será agra­da­ble ese ser­món!
CA­LIS­TO. ¿Qué?
SEM­PRO­NIO. Que así me medre Dios, como me será gra­cio­so de oír.
CA­LIS­TO. Pues por que hayas pla­cer, yo lo fi­gu­ra­ré por par­tes mucho por ex­ten­so.
SEM­PRO­NIO. (Apar­te) ¡Due­los te­ne­mos, esto es tras lo que yo an­da­ba! De pa­sar­se habrá ya esta im­por­tu­ni­dad.
CA­LIS­TO. Co­mien­zo por los ca­be­llos. ¿Ves tú las ma­de­jas del oro del­ga­do que hilan en Ara­bia? Más lin­dos son e no res­plan­de­cen menos. Su lon­gu­ra61 hasta el pos­tre­ro asien­to de sus pies; des­pués cri­na­dos62 e ata­dos con la del­ga­da cuer­da, como ella se los pone, no ha más me­nes­ter para con­ver­tir los hom­bres en pie­dras.
SEM­PRO­NIO. (Apar­te) Más en asnos.
CA­LIS­TO. ¿Qué dices?
SEM­PRO­NIO. Dije que esos tales no se­rían cer­das de asno.
CA­LIS­TO. ¡Ved qué torpe e qué com­pa­ra­ción!
SEM­PRO­NIO. (Apar­te) ¿Tú cuer­do?
CA­LIS­TO. Los ojos ver­des, ras­ga­dos; las pes­ta­ñas, luen­gas; las cejas, del­ga­das e al­za­das; la nariz, me­dia­na; la boca, pe­que­ña; los dien­tes, me­nu­dos e blan­cos; los la­bios, co­lo­ra­dos e gro­se­zue­los;63 el con­torno del ros­tro, poco más luen­go que re­don­do; el pecho, alto. La re­don­dez e forma de las pe­que­ñas tetas, ¿quién te la po­dría fi­gu­rar?... ¡que se des­pe­re­za el hom­bre cuan­do las mira! La tez lisa, lus­tro­sa; el cuero64 suyo os­cu­re­ce la nieve; la color, mez­cla­da cual ella la es­co­gió para sí.
SEM­PRO­NIO. (Apar­te) En sus trece está este necio.
CA­LIS­TO. Las manos, pe­que­ñas en me­dia­na ma­ne­ra, de dulce carne acom­pa­ña­das; los dedos, luen­gos; las uñas en ellos, lar­gas e co­lo­ra­das, que pa­re­cen ru­bíes entre per­las. Aque­lla pro­por­ción que ver yo no pude, sin duda, por el bulto de fuera, juzgo in­com­pa­ra­ble­men­te ser mejor que la que Paris juzgó entre las tres dio­sas.65
SEM­PRO­NIO. ¿Has dicho?
CA­LIS­TO. Cuan bre­ve­men­te pude.
SEM­PRO­NIO. Pues­to que sea todo eso ver­dad, por ser tú hom­bre eres más digno.
CA­LIS­TO. ¿En qué?
SEM­PRO­NIO. En que ella es im­per­fec­ta, por el cual de­fec­to desea e ape­te­ce a ti, e a otro menor que tú. ¿No has leído el fi­ló­so­fo,66 do dice: así como la ma­te­ria ape­te­ce a la forma, así la mujer al varón?
CA­LIS­TO. ¡Oh tris­te! ¿E cuán­do veré yo eso entre mí e Me­li­bea?
SEM­PRO­NIO. Po­si­ble es. E aun que la abo­rrez­cas cuan­to agora la amas podrá ser, al­can­zán­do­la e vién­do­la con otros ojos, li­bres del en­ga­ño en que agora estás.
CA­LIS­TO. ¿Con qué ojos?
SEM­PRO­NIO. Con ojos cla­ros.
CA­LIS­TO. E agora, ¿con qué la veo?
SEM­PRO­NIO. Con ojos de alin­de,67 con que lo poco pa­re­ce mucho e lo pe­que­ño gran­de. E por que no te de­ses­pe­res, yo quie­ro tomar esta em­pre­sa de cum­plir tu deseo.
CA­LIS­TO. ¡Oh, Dios te dé lo que deseas! ¡Qué glo­rio­so me es oírte, aun­que no es­pe­ro que lo has de hacer!
SEM­PRO­NIO. Antes,68 lo haré cier­to.
CA­LIS­TO. Dios te con­sue­le. El jubón69 de bro­ca­do que ayer vestí, Sem­pro­nio, vis­té­te­lo tú.
SEM­PRO­NIO. Pros­pé­re­te Dios por éste... (Apar­te) E por mu­chos más que me darás. De la burla yo me llevo lo mejor. Con todo, si des­tos agui­jo­nes70 me da, traér­se­la he hasta la cama. Bueno, ando. Há­ce­lo esto que me dio mi amo, que sin mer­ced im­po­si­ble es obrar­se bien nin­gu­na cosa.
CA­LIS­TO. No seas agora ne­gli­gen­te.
SEM­PRO­NIO. No lo seas tú, que im­po­si­ble es hacer sier­vo di­li­gen­te el amo pe­re­zo­so.
CA­LIS­TO. ¿Cómo has pen­sa­do de hacer esta pie­dad?
SEM­PRO­NIO. Yo te lo diré. Días ha gran­des que co­noz­co, en fin71 desta ve­cin­dad, una vieja bar­bu­da que se dice Ce­les­ti­na: he­chi­ce­ra, as­tu­ta, sagaz en cuan­tas mal­da­des hay. En­tien­do que pasan de cinco mil vir­gos72 los que se han hecho e des­he­cho por su au­to­ri­dad en esta ciu­dad. A las duras peñas pro­mo­ve­rá e pro­vo­ca­rá a lu­ju­ria, si quie­re.
CA­LIS­TO. ¿Po­dría­la yo ha­blar?
SEM­PRO­NIO. Yo te la trae­ré hasta acá. Por eso apa­ré­ja­te, séle gra­cio­so, séle fran­co. Es­tu­dia, mien­tras voy yo, de le decir tu pena tan bien como ella te dará el re­me­dio.
CA­LIS­TO. ¿Y tar­das?
SEM­PRO­NIO. Ya voy. Quede Dios con­ti­go.
CA­LIS­TO. E con­ti­go vaya. (A solas) ¡Oh to­do­po­de­ro­so, per­du­ra­ble Dios! Tú que guías los per­di­dos, e los reyes orien­ta­les por el es­tre­lla pre­ce­den­te a Belén tra­jis­te y en su pa­tria los re­du­jis­te,73 hu­mil­de­men­te te ruego que guíes a mi Sem­pro­nio en ma­ne­ra que con­vier­ta mi pena e tris­te­za en gozo, e yo, in­digno, me­rez­ca venir en el desea­do fin.
CE­LES­TI­NA. ¡Al­bri­cias, al­bri­cias, Eli­cia! ¡Sem­pro­nio, Sem­pro­nio!
ELI­CIA. (Apar­te) Ce,74 ce, ce.
CE­LES­TI­NA. (Apar­te) ¿Por qué?
ELI­CIA. (Apar­te) Por­que está aquí Crito.
CE­LES­TI­NA. (Apar­te) Mé­te­lo en la ca­ma­ri­lla de las es­co­bas, pres­to. Dile que viene tu primo e mi fa­mi­liar.
ELI­CIA. (Apar­te) Crito, re­tráe­te ahí. Mi primo viene. Per­di­da soy.
CRITO. (Apar­te) Plá­ce­me. No te con­go­jes.
SEM­PRO­NIO. ¡Madre ben­di­ta, qué deseo trai­go! Gra­cias a Dios que te me dejó ver.
CE­LES­TI­NA. Hijo mío, rey mío, tur­ba­do me has. No te puedo ha­blar. Torna e dame otro abra­zo. ¿Y tres días pu­dis­te estar sin ver­nos? ¡Eli­cia! ¡Eli­cia! ¡Cá­ta­le aquí!
ELI­CIA. ¿A quién, madre?
CE­LES­TI­NA. A Sem­pro­nio.
ELI­CIA. ¡Ay, tris­te, qué sal­tos me da el co­ra­zón! ¿Y qué es dél?
CE­LES­TI­NA. Vesle aquí, vesle. Yo me lo abra­za­ré, que no tú.
ELI­CIA. ¡Ay, mal­di­to seas, trai­dor! Postema e lan­dre75 te mate, e a manos de tus enemi­gos mue­ras, e por crí­me­nes dig­nos de cruel muer­te en poder de ri­gu­ro­sa jus­ti­cia te veas. ¡Ay, ay!
SEM­PRO­NIO. ¡Ji, ji, ji! ¿Qué es, mi Eli­cia? ¿De qué te con­go­jas?
ELI­CIA. Tres días ha que no me ves. ¡Nunca Dios te vea, nunca Dios te con­sue­le ni vi­si­te! ¡Guay76 de la tris­te que en ti tiene su es­pe­ran­za y el fin de todo su bien!
SEM­PRO­NIO. Calla, se­ño­ra mía. ¿Tú pien­sas que la dis­tan­cia del lugar es po­de­ro­sa de apar­tar el en­tra­ña­ble amor, el fuego que está en mi co­ra­zón? Do yo voy, con­mi­go vas, con­mi­go estás. No te afli­jas ni me ator­men­tes más de lo que yo he pa­de­ci­do. Mas di, ¿qué pasos sue­nan arri­ba?
ELI­CIA. ¿Quién? Un mi enamo­ra­do.
SEM­PRO­NIO. Pues créo­lo.
ELI­CIA. ¡Alahé,77 ver­dad es! Sube allá e verlo has.
SEM­PRO­NIO. Voy.
CE­LES­TI­NA. ¡Anda acá! Deja esa loca, que es li­via­na e, tur­ba­da de tu au­sen­cia, sá­cas­la agora de seso. Dirá mil lo­cu­ras. Ven e ha­ble­mos. No de­je­mos pasar el tiem­po en balde.
SEM­PRO­NIO. Pues, ¿quién está arri­ba?
CE­LES­TI­NA. ¿Quié­res­lo saber?
SEM­PRO­NIO. Quie­ro.
CE­LES­TI­NA. Una moza que me en­co­men­dó un frai­le.
SEM­PRO­NIO. ¿Qué frai­le?
CE­LES­TI­NA. No lo pro­cu­res.78
SEM­PRO­NIO. Por mi vida, madre, ¿qué frai­le?
CE­LES­TI­NA. ¿Por­fías?79 El mi­nis­tro,80 el gordo.
SEM­PRO­NIO. ¡Oh des­ven­tu­ra­da, y qué carga es­pe­ra!
CE­LES­TI­NA. Todo lo lle­va­mos. Pocas ma­ta­du­ras81 has tú visto en la ba­rri­ga.
SEM­PRO­NIO. Ma­ta­du­ras, no; mas pe­tre­ras,82 sí.
CE­LES­TI­NA. ¡Ay bur­la­dor!
SEM­PRO­NIO. Deja si soy bur­la­dor, mués­tra­me­la.
ELI­CIA. ¡Ah, don mal­va­do! ¿Verla quie­res? ¡Los ojos se te sal­ten, que no basta a ti una ni otra! ¡Anda, vela e deja a mí para siem­pre!
SEM­PRO­NIO. ¡Calla, Dios mío! ¿Y enojas­te? Que ni quie­ro ver a ella ni a mujer na­ci­da. A mi madre quie­ro ha­blar, e qué­da­te adiós.
ELI­CIA. ¡Anda, anda vete, des­co­no­ci­do! ¡E está otros tres años que no me vuel­vas a ver!
SEM­PRO­NIO. Madre mía, bien ten­drás con­fian­za y cree­rás que no te burlo. Toma el manto e vamos, que por el ca­mino sa­brás lo que, si aquí me tar­da­se en decir, im­pe­di­ría tu pro­ve­cho y el mío.
CE­LES­TI­NA. Vamos. Eli­cia, qué­da­te a Dios. Cie­rra la puer­ta. ¡Adiós, pa­re­des!
SEM­PRO­NIO. Oh madre mía, todas cosas de­ja­das apar­te, so­la­men­te sé aten­ta e ima­gi­na en lo que te di­je­re. E no de­rra­mes tu pen­sa­mien­to en mu­chas par­tes; que quien junto83 en di­ver­sos lu­ga­res le pone, en nin­guno le tiene, e sino por caso84 de­ter­mi­na lo cier­to. E quie­ro que sepas de mí lo que no has oído: y es que jamás pude, des­pués que mi fe con­ti­go puse, desear bien de que no te cu­pie­se parte.
CE­LES­TI­NA. Parta Dios, hijo, de lo suyo con­ti­go; que no sin causa lo hará, si­quie­ra por­que has pie­dad desta pe­ca­do­ra de vieja. Pero di, no te de­ten­gas; que la amis­tad que entre ti e mí se afir­ma, no ha me­nes­ter preám­bu­los ni «co­rre­la­rios»85 ni apa­re­jos86 para ganar vo­lun­tad. Abre­via e ven al hecho, que va­na­men­te se dice por mu­chas pa­la­bras lo que por pocas se puede en­ten­der.
SEM­PRO­NIO. Así es. Ca­lis­to arde en amo­res de Me­li­bea. De ti e de mí tiene ne­ce­si­dad. Pues jun­tos nos ha me­nes­ter, jun­tos nos apro­ve­che­mos: que co­no­cer el tiem­po e usar el hom­bre de la opor­tu­ni­dad hace los hom­bres prós­pe­ros.
CE­LES­TI­NA. Bien has dicho. Al cabo estoy, basta para mi mecer el ojo.87 Digo que me ale­gro des­tas nue­vas, como los ci­ru­ja­nos de los des­ca­la­bra­dos. E como aqué­llos dañan en los prin­ci­pios las lla­gas y en­ca­re­cen el pro­me­ti­mien­to de la salud, así en­tien­do yo hacer a Ca­lis­to. Alar­gar­le he la cer­ti­ni­dad88 del re­me­dio. Por­que, como dicen, el es­pe­ran­za luen­ga afli­ge el co­ra­zón; e cuan­to él la per­die­re, tanto se la pro­me­te­ré. Bien me en­tien­des.
SEM­PRO­NIO. Ca­lle­mos que a la puer­ta es­ta­mos e, como dicen, las pa­re­des han oídos.
CE­LES­TI­NA. Llama.
SEM­PRO­NIO. (Lla­man­do a la puer­ta) ¡Ta, ta, ta!
CA­LIS­TO. ¡Pár­meno!
PÁR­MENO. ¿Señor?
CA­LIS­TO. ¿No oyes, mal­di­to sordo?
PÁR­MENO. ¿Qué es, señor?
CA­LIS­TO. A la puer­ta lla­man, corre.
PÁR­MENO. ¿Quién es?
SEM­PRO­NIO. (Afue­ra) Abre a mí e a esta dueña.89
PÁR­MENO. Señor, Sem­pro­nio e una puta vieja al­coho­la­da90 daban aque­llas po­rra­das.91
CA­LIS­TO. Calla, calla, mal­va­do, que es mi tía. Corre, corre, abre. (Apar­te) Siem­pre lo vi: que por huir hom­bre de un pe­li­gro, cae en otro mayor. Por en­cu­brir yo este hecho de Pár­meno, a quien amor o fi­de­li­dad o temor pu­sie­ran freno, caí en in­dig­na­ción desta que no tiene menor po­de­río en mi vida que Dios.
PÁR­MENO. ¿Por qué, señor, te matas? ¿Por qué, señor, te con­go­jas? ¿E tú pien­sas que es vi­tu­pe­rio en las ore­jas desta el nom­bre que la llamé? No lo creas, que así se glo­ri­fi­ca en le oír como tú cuan­do dicen: ¡dies­tro ca­ba­lle­ro es Ca­lis­to! Y demás, desto es nom­bra­da e por tal tí­tu­lo co­no­ci­da. Si entre cien mu­je­res va y al­guno dice «¡puta vieja!», sin nin­gún em­pa­cho luego vuel­ve la ca­be­za e res­pon­de con ale­gre cara. En los con­vi­tes, en las fies­tas, en las bodas, en las co­fra­días,92 en los mor­tuo­rios,93 en todos los ajun­ta­mien­tos de gen­tes con ella pasan tiem­po. Si pasa por los pe­rros, aque­llo suena su la­dri­do; si está cerca las aves, otra cosa no can­tan; si cerca los ga­na­dos, ba­lan­do lo pre­go­nan; si cerca las bes­tias, re­buz­nan­do dicen «¡puta vieja!»; las ranas de los char­cos otra cosa no sue­len men­tar. Si va entre los he­rre­ros, aque­llo dicen sus mar­ti­llos; car­pin­te­ros e ar­me­ros, he­rra­do­res, cal­de­re­ros, ar­ca­do­res,94 todo ofi­cio de ins­tru­men­to forma en el aire su nom­bre; cán­tan­la los car­pin­te­ros, péi­nan­la los pei­na­do­res te­je­do­res;95 la­bra­do­res en las huer­tas, en las ara­das,96 en las viñas, en las se­ga­das97 con ella pasan el afán co­ti­diano. Al per­der en los ta­ble­ros,98 luego sue­nan sus loo­res. Todas cosas que son hacen, a do quie­ra que ella está, el tal nom­bre re­pre­sen­tan. ¡Oh qué co­me­dor de hue­vos asa­dos era su ma­ri­do!99 Qué quie­res más, sino que si una pie­dra toca con otra, luego suena «¡puta vieja!».
CA­LIS­TO. E tú, ¿cómo lo sabes e la co­no­ces?
PÁR­MENO. Sa­ber­lo has. Días gran­des son pa­sa­dos que mi madre, mujer pobre, mo­ra­ba en su ve­cin­dad; la cual, ro­ga­da por esta Ce­les­ti­na, me dio a ella por sir­vien­te. Aun­que ella no me co­no­ce, por lo poco que la serví e por la mu­dan­za que la edad ha hecho.
CA­LIS­TO. ¿De qué la ser­vías?
PÁR­MENO. Señor, iba a la plaza e traía­le de comer e acom­pa­ñá­ba­la; su­plía en aque­llos me­nes­te­res que mi tier­na fuer­za bas­ta­ba. Pero de aquel poco tiem­po que la serví, re­co­gía la nueva me­mo­ria lo que la vejez no ha po­di­do qui­tar. Tiene esta buena dueña al cabo de la ciu­dad (allá cerca de las te­ne­rías,100 en la cues­ta del río) una casa apar­ta­da, medio caída, poco com­pues­ta e menos abas­ta­da.101 Ella tenía seis ofi­cios, con­vie­ne saber: la­bran­de­ra,102 per­fu­me­ra, maes­tra de hacer afei­tes103 y de hacer vir­gos, al­cahue­ta e un po­qui­to he­chi­ce­ra. Era el pri­mer ofi­cio co­ber­tu­ra de los otros; so color104 del cual mu­chas mozas, des­tas sir­vien­tes, en­tra­ban en su casa a la­brar­se,105 e a la­brar ca­mi­sas e gor­gue­ras e otras mu­chas cosas. Nin­gu­na venía sin to­rrezno, trigo, ha­ri­na o jarro de vino, y de las otras pro­vi­sio­nes que po­dían a sus amas hur­tar. E aun otros hur­ti­llos de más cua­li­dad allí se en­cu­brían. Asaz era amiga de es­tu­dian­tes y des­pen­se­ros e mozos de aba­des.106 A éstos ven­día ella aque­lla san­gre inocen­te de las cui­ta­di­llas, la cual li­ge­ra­men­te aven­tu­ra­ban en es­fuer­zo de107 la res­ti­tu­ción que ella les pro­me­tía. Subió su hecho a más: que por medio de aqué­llas co­mu­ni­ca­ba con las más en­ce­rra­das,108 hasta traer a eje­cu­ción su pro­pó­si­to. E [de] aques­tas (en tiem­po ho­nes­to como es­ta­cio­nes,109 pro­ce­sio­nes de noche, misas del gallo, misas del alba e otras se­cre­tas de­vo­cio­nes) mu­chas en­cu­bier­tas vi en­trar en su casa; tras ellas hom­bres des­cal­zos,110 con­tri­tos y re­bo­za­dos,111 desata­ca­dos,112 que en­tra­ban allí a llo­rar sus pe­ca­dos.113 ¡Qué trá­fa­gos, si pien­sas, traía! Ha­cía­se fí­si­ca114 de niños, to­ma­ba es­tam­bre115 de unas casas, dá­ba­lo a hilar en otras, por acha­que116 de en­trar en todas. Las unas: «¡madre acá!»; las otras: «¡madre acu­llá!», «¡cata la vieja!», «¡ya viene el ama!»; de todos muy co­no­ci­da. Con todos estos afa­nes, nunca pa­sa­ba sin misa ni vís­pe­ras,117 ni de­ja­ba mo­nas­te­rios de frai­les ni de mon­jas. Esto por­que allí hacía ella sus ale­lu­yas118 e con­cier­tos. Y en su casa hacía per­fu­mes: fal­sea­ba es­to­ra­ques, men­juí, áni­mes, ámbar, al­ga­lia, pol­vi­llos, al­miz­cles, mos­que­tas.119 Tenía una cá­ma­ra llena de alam­bi­ques, de re­do­mi­llas, de ba­rri­le­jos de barro, de vi­drio, de aram­bre,120 de es­ta­ño, he­chos de mil fac­cio­nes.121 Hacía so­li­mán, afei­te co­ci­do, ar­gen­ta­das, bu­je­lla­das, ce­ri­llas, lla­ni­llas, un­tu­ri­llas, lus­tres, lu­cen­to­res, cla­ri­mien­tes, al­ba­ri­nos e otras aguas de ros­tro: de ra­su­ras, de ga­mo­nes, de cor­te­za de es­pan­ta­lo­bos, de ta­ra­gun­cia, de hie­les, de agraz, de mosto, des­ti­la­dos e azu­ca­ra­dos.122 Adel­ga­za­ba los cue­ros con zumos de li­mo­nes, con tur­bino,123 con tué­tano de corzo e de garza, e otras con­fec­cio­nes.124 Sa­ca­ba agua para oler de rosas, de azahar, de jaz­mín, de tré­bol, de ma­dre­sel­va e cla­ve­li­nas, mos­que­ta­das e al­miz­cla­das, pol­vo­ri­za­das con vino. Hacía le­jías para en­ru­biar de sar­mien­tos, de ca­rras­ca, de cen­teno, de ma­rru­bios: con sa­li­tre, con alum­bre e mi­le­fo­lia e otras di­ver­sas cosas. E los untos e man­te­cas que tenía es has­tío de decir: de vaca, de oso, de ca­ba­llos e de ca­me­llos, de cu­le­bra e de co­ne­jo, de ba­lle­na, de garza, de al­ca­ra­ván e de gamo e de gato mon­tés e de tejón, de harda,125 de erizo, de nu­tria. Apa­re­jos para baños (esto es una ma­ra­vi­lla) de las yer­bas e raí­ces que tenía en el techo de su casa col­ga­das: man­za­ni­lla e ro­me­ro, mal­va­vis­cos, cu­lan­tri­llo, co­ro­ni­llas, flor de saúco y de mos­ta­za, es­plie­go e lau­rel blan­co, tor­ta­ro­sa e gra­mo­ni­lla, flor sal­va­je e hi­gue­rue­la, pico de oro e hoja tinta. Los acei­tes que sa­ca­ba para el ros­tro no es cosa de creer: de es­to­ra­que e de jaz­mín, de limón, de pe­pi­tas, de vio­le­tas, de men­juí, de al­fón­ci­gos, de pi­ño­nes, de gra­ni­llo, de azu­fai­fas, de ne­gui­lla, de al­tra­mu­ces, de ar­ve­jas y de ca­ri­llas e de yerba pa­ja­re­ra.126 E un po­qui­llo de bál­sa­mo tenía ella en una re­do­mi­lla, que guar­da­ba para aquel ras­gu­ño127 que tiene por las na­ri­ces. Esto de los vir­gos, unos hacía de ve­ji­ga e otros cu­ra­ba de punto.128 Tenía en un ta­bla­di­llo,129 en una ca­zue­la pin­ta­da, unas agu­jas del­ga­das de pe­lle­je­ros e hilos de seda en­ce­ra­dos, e col­ga­das allí raí­ces de ho­ja­plas­ma e fuste san­guino, ce­bo­lla al­ba­rra­na e ce­pa­ca­ba­llo.130 Hacía con esto ma­ra­vi­llas; que cuan­do vino por aquí el em­ba­ja­dor fran­cés, tres veces ven­dió por vir­gen una cria­da que tenía.
CA­LIS­TO. ¡Así pu­die­ra cien­to!
PÁR­MENO. ¡Sí, santo Dios! Y re­me­dia­ba por ca­ri­dad mu­chas huér­fa­nas e erra­das131 que se en­co­men­da­ban a ella. Y en otro apar­ta­do tenía para re­me­diar amo­res e para se que­rer bien. Tenía hue­sos de co­ra­zón de cier­vo, len­gua de ví­bo­ra, ca­be­zas de co­dor­ni­ces, sesos de asno, tela de ca­ba­llo, man­ti­llo de niño,132 haba mo­ris­ca, guija ma­ri­na, soga de ahor­ca­do, flor de yedra, es­pi­na de erizo, pie de tejón, gra­nos de he­le­cho, la pie­dra del nido del águi­la e otras mil cosas. Ve­nían a ella mu­chos hom­bres e mu­je­res: e a unos de­man­da­ba el pan do mor­dían; a otros, de su ropa; a otros, de sus ca­be­llos; a otros pin­ta­ba en la palma le­tras con aza­frán; a otros, con ber­me­llón; a otros daba unos co­ra­zo­nes de cera lle­nos de agu­jas que­bra­das e otras cosas en barro e en plomo he­chas, muy es­pan­ta­bles al ver. Pin­ta­ba fi­gu­ras, decía pa­la­bras en tie­rra. ¿Quién te podrá decir lo que esta vieja hacía? E todo era burla e men­ti­ra.
CA­LIS­TO. Bien está, Pár­meno. Dé­ja­lo para más opor­tu­ni­dad. Asaz soy de ti avi­sa­do. Tén­go­te­lo en gra­cia. No nos de­ten­ga­mos, que la ne­ce­si­dad desecha la tar­dan­za. Oye, aque­lla viene ro­ga­da: es­pe­ra más que debe. Vamos, no se in­dig­ne. Yo temo, e el temor re­du­ce la me­mo­ria e a la pro­vi­den­cia des­pier­ta.133 ¡Sus! Vamos, pro­vea­mos. Pero rué­go­te, Pár­meno, la en­vi­dia de Sem­pro­nio, que en esto me sirve e com­pla­ce, no ponga im­pe­di­men­to en el re­me­dio de mi vida; que si para él hubo jubón, para ti no fal­ta­rá sayo. Ni pien­ses que tengo en menos tu con­se­jo e aviso que su tra­ba­jo e obra. Como lo es­pi­ri­tual sepa yo que pre­ce­de a lo cor­po­ral, e que pues­to que las bes­tias cor­po­ral­men­te tra­ba­jan más que los hom­bres por eso son pen­sa­das134 e cu­ra­das, pero no ami­gas de­llos: en tal di­fe­ren­cia serás con­mi­go en res­pec­to de Sem­pro­nio. E so se­cre­to sello, pos­pues­to el do­mi­nio,135 por tal amigo a ti me con­ce­do.
PÁR­MENO. Qué­jo­me, señor, de la duda de mi fi­de­li­dad e ser­vi­cio, por los pro­me­ti­mien­tos e amo­nes­ta­cio­nes tuyas. ¿Cuán­do me viste, señor, en­vi­diar, o por nin­gún in­te­rés ni re­sa­bio136 tu pro­ve­cho es­tor­cer?137
CA­LIS­TO. No te es­can­da­li­ces que sin duda tus cos­tum­bres e gen­til crian­za, en mis ojos, ante todos los que me sir­ven están. Mas como en caso tan arduo, do todo mi bien e vida pende, es ne­ce­sa­rio pro­veer,138 pro­veo a los acon­te­ci­mien­tos. Como quie­ra que creo que tus bue­nas cos­tum­bres sobre buen na­tu­ral flo­re­cen, como el buen na­tu­ral sea prin­ci­pio del ar­ti­fi­cio.139 E no más, sino vamos a ver la salud.
CE­LES­TI­NA. (Afue­ra) Pasos oigo. Acá des­cien­den. Haz, Sem­pro­nio, que no lo oyes. Es­cu­cha e dé­ja­me ha­blar lo que a ti e a mí me con­vie­ne.
SEM­PRO­NIO. (Afue­ra) Habla.
CA­LIS­TO. Pár­meno, de­tén­te. Ce, es­cu­cha qué ha­blan éstos. Vea­mos en qué vi­vi­mos
CE­LES­TI­NA. (Afue­ra) ¡No me con­go­jes ni me im­por­tu­nes, que so­bre­car­gar el cui­da­do es agui­jar al ani­mal con­go­jo­so! ¡Así sien­tes la pena de tu amo Ca­lis­to que pa­re­ce que tú eres él y él tú, e que los tor­men­tos son en un mismo su­je­to! ¡Pues cree que yo no vine acá por dejar este plei­to in­de­ci­so, o morir en la de­man­da!
CA­LIS­TO. ¡Oh no­ta­ble mujer! ¡Oh bie­nes mun­da­nos, in­dig­nos de ser po­seí­dos de tan alto co­ra­zón! ¡Oh fiel e ver­da­de­ro Sem­pro­nio! ¿Has visto, mi Pár­meno? ¿Oíste? ¿Tengo razón? ¿Qué me dices, rin­cón de mi se­cre­to e con­se­jo e alma mía?
PÁR­MENO. Pro­tes­tan­do mi inocen­cia en la pri­me­ra sos­pe­cha e cum­plien­do con la fi­de­li­dad por que te me con­ce­dis­te, ha­bla­ré. Óyeme, e el afec­to no te en­sor­de140 ni la es­pe­ran­za del de­lei­te te cie­gue. Tém­pla­te e no te apre­su­res; que mu­chos con co­di­cia de dar en el fiel,141 ye­rran el blan­co. Aun­que soy mozo, cosas he visto asaz, e el seso e la vista de las mu­chas cosas de­mues­tran la ex­pe­rien­cia. De verte, o de oírte des­cen­der por la es­ca­le­ra, par­lan lo que éstos fin­gi­da­men­te han dicho, en cuyas fal­sas pa­la­bras pones el fin de tu deseo.
SEM­PRO­NIO. (Afue­ra) Ce­les­ti­na, ruin­men­te suena lo que Pár­meno dice.
CE­LES­TI­NA. (Afue­ra) Calla que, para mi san­ti­gua­da,142 do vino el asno ven­drá el al­bar­da. Dé­ja­me tú a Pár­meno, que yo te le haré uno de nos; e de lo que hu­bié­re­mos, dé­mos­le parte: que los bie­nes si no son co­mu­ni­ca­dos, no son bie­nes. Ga­ne­mos todos, par­ta­mos todos, hol­gue­mos todos. Yo te le trae­ré manso e be­nigno a picar el pan en el puño, e se­re­mos dos a dos143 e, como dicen, tres al mohíno.144
CA­LIS­TO. ¡Sem­pro­nio!
SEM­PRO­NIO. (Afue­ra) ¿Señor?
CA­LIS­TO. ¿Qué haces, llave de mi vida? ¡Abre! ¡Oh Pár­meno, ya la veo: sano soy, vivo soy! ¿Miras qué re­ve­ren­da per­so­na, qué aca­ta­mien­to?145 Por la mayor parte, por la fi­lo­so­mía146 es co­no­ci­da la vir­tud in­te­rior. ¡Oh vejez vir­tuo­sa, oh vir­tud en­ve­je­ci­da! ¡Oh glo­rio­sa es­pe­ran­za de mi desea­do fin, oh fin de mi de­lei­to­sa es­pe­ran­za! ¡Oh salud de mi pa­sión, re­pa­ra­do­ra de mi tor­men­to, re­ge­ne­ra­ción mía, vi­vi­fi­ca­ción de mi vida, re­su­rrec­ción de mi muer­te! Deseo lle­gar a ti, co­di­cio besar esas manos lle­nas de re­me­dio. La in­dig­ni­dad de mi per­so­na lo em­bar­ga.147 Dende148 aquí adoro la tie­rra que hue­llas e en re­ve­ren­cia tuya la beso.
CE­LES­TI­NA. (Apar­te) ¡Sem­pro­nio, de aqué­llas vivo yo! Los hue­sos que yo roí pien­sa este necio de tu amo de darme a comer. Pues ál le sueño, al freír lo verá.149 Dile que cie­rre la boca e co­mien­ce abrir la bolsa: que de las obras dudo, cuan­to más de las pa­la­bras. ¡Jo que te es­trie­go, asna coja!150 Más ha­bías de ma­dru­gar.
PÁR­MENO. (Apar­te) ¡Guay de ore­jas que tal oyen! Per­di­do es quien tras per­di­do anda. ¡Oh Ca­lis­to des­ven­tu­ra­do, aba­ti­do, ciego! ¡Y en tie­rra está: ado­ran­do a la más an­ti­gua puta tie­rra, que fre­ga­ron sus es­pal­das en todos los bur­de­les!151 Des­he­cho es, ven­ci­do es, caído es. No es capaz de nin­gu­na re­den­ción, ni con­se­jo, ni es­fuer­zo.
CA­LIS­TO. ¿Qué decía la madre? Pa­ré­ce­me que pen­sa­ba que le ofre­cía pa­la­bras por ex­cu­sar ga­lar­dón.
SEM­PRO­NIO. Así lo sentí.
CA­LIS­TO. Pues ven con­mi­go. Trae las lla­ves, que yo sa­na­ré su duda.
SEM­PRO­NIO. Bien harás. E luego152 vamos, que no se debe dejar cre­cer la yerba entre los panes,153 ni la sos­pe­cha en los co­ra­zo­nes de los ami­gos; sino lim­piar­la luego con el es­car­di­lla154 de las bue­nas obras.
CA­LIS­TO. As­tu­to ha­blas. Vamos e no tar­de­mos.
CE­LES­TI­NA. Plá­ce­me, Pár­meno, que ha­be­mos ha­bi­do opor­tu­ni­dad para que co­noz­cas el amor mío con­ti­go e la parte que en mi in­mé­ri­to tie­nes. E digo in­mé­ri­to por lo que te he oído decir, de que no hago caso. Por­que vir­tud nos amo­nes­ta su­frir las ten­ta­cio­nes e no dar mal por mal; e es­pe­cial­men­te cuan­do somos ten­ta­dos por mozos e no bien ins­trui­dos en lo mun­dano, e que con necia leal­tad pier­den a sí e a sus amos, como agora tú a Ca­lis­to. Bien te oí. E no pien­ses que el oír, con los otros ex­te­rio­res sesos, mi vejez haya per­di­do; que no sólo lo que veo e oigo co­noz­co, mas aun lo «in­trín­si­co»155 con los in­te­lec­tua­les ojos pe­ne­tro. Has de saber, Pár­meno, que Ca­lis­to anda de amor que­jo­so. E no lo juz­gues por eso por flaco, que el amor, im­per­vio,156 todas las cosas vence. E sabe, si no sabes, que dos con­clu­sio­nes son ver­da­de­ras: la pri­me­ra, que es for­zo­so el hom­bre amar a la mujer e la mujer al hom­bre; la se­gun­da, que el que ver­da­de­ra­men­te ama es ne­ce­sa­rio que se turbe con la dul­zu­ra del so­be­rano de­lei­te que por el ha­ce­dor de las cosas fue pues­to por que el li­na­je de los hom­bres se per­pe­tua­se, sin lo cual pe­re­ce­ría. E no sólo en la hu­ma­na es­pe­cie, mas en los peces, en las bes­tias, en las aves, en las rep­ti­lias. Y en lo ve­ge­ta­ti­vo al­gu­nas plan­tas han este res­pec­to si, sin in­ter­po­si­ción de otra cosa, en poca dis­tan­cia de tie­rra están pues­tas; en que hay de­ter­mi­na­ción157 de her­bo­la­rios e agri­cul­to­res, ser ma­chos y hem­bras. ¿Qué dirás a esto, Pár­meno? ¡Ne­ciue­lo, lo­qui­to, an­ge­li­co, per­li­ca, sim­ple­ci­co! ¿Lo­bi­tos158 en tal ges­ti­co? Llé­ga­te acá, pu­ti­co, que no sabes nada del mundo ni de sus de­lei­tes. ¡Mas rabia mala me mate si [no] te llego a mí, aun­que vieja!159 Que la voz tie­nes ronca, las bar­bas te apun­tan: ¡mal so­se­ga­di­lla debes tener la punta de la ba­rri­ga!
PÁR­MENO. ¡Como cola de ala­crán!
CE­LES­TI­NA. E aun peor: que la otra muer­de sin hin­char e la tuya hin­cha por nueve meses.
PÁR­MENO. ¡Ji, ji, ji!
CE­LES­TI­NA. ¿Ríes­te, lan­dre­ci­lla, hijo?
PÁR­MENO. Calla, madre, no me cul­pes ni me ten­gas, aun­que mozo, por in­sa­pien­te. Amo a Ca­lis­to por­que le debo fi­de­li­dad, por crian­za, por be­ne­fi­cios, por ser dél hon­ra­do e bien tra­ta­do, que es la mayor ca­de­na: que el amor del ser­vi­dor al ser­vi­cio del señor pren­de, cuan­to lo con­tra­rio apar­ta. Véole per­di­do, e no hay cosa peor que ir tras deseo sin es­pe­ran­za de buen fin; y es­pe­cial, pen­san­do re­me­diar su hecho tan arduo e di­fí­cil con vanos con­se­jos e ne­cias ra­zo­nes de aquel bruto Sem­pro­nio, que es pen­sar sacar ara­do­res a pala y aza­dón.160 No lo puedo su­frir. Dí­go­lo e lloro.
CE­LES­TI­NA. Pár­meno, ¿tú no ves que es ne­ce­dad o sim­ple­za llo­rar por lo que con llo­rar no se puede re­me­diar?
PÁR­MENO. Por eso lloro; que si con llo­rar fuese po­si­ble traer a mi amo el re­me­dio, tan gran­de sería el pla­cer de la tal es­pe­ran­za, que de gozo no po­dría llo­rar. Pero así, per­di­da ya toda la es­pe­ran­za, pier­do el ale­gría e lloro.
CE­LES­TI­NA. Llo­ras sin pro­ve­cho por lo que llo­ran­do es­tor­bar no po­drás, ni sa­nar­lo pre­su­mas. ¿A otros no ha acon­te­ci­do esto, Pár­meno?
PÁR­MENO. Sí, pero a mi amo no le que­rría do­lien­te.
CE­LES­TI­NA. No lo es. Mas aun­que fuese do­lien­te, po­dría sanar.
PÁR­MENO. No curo de lo que dices, por­que en los bie­nes mejor es el acto que la po­ten­cia y en los males mejor la po­ten­cia que el acto.161 Así que mejor es ser sano que po­der­lo ser e mejor es poder ser do­lien­te que ser en­fer­mo por acto; e, por tanto, es mejor tener la po­ten­cia en el mal que el acto.
CE­LES­TI­NA. ¡Oh mal­va­do, como que no se te en­tien­de! ¿Tú no sien­tes su en­fer­me­dad? ¿Qué has dicho hasta agora? ¿De qué te que­jas? Pues burla, o di por ver­dad lo falso e cree lo que qui­sie­res, que él es en­fer­mo por acto y el poder ser sano es en mano desta flaca vieja.
PÁR­MENO. Más desta flaca... puta... vieja.
CE­LES­TI­NA. ¡Putos días vivas, be­lla­qui­llo! ¿E cómo te atre­ves?
PÁR­MENO. Como te co­noz­co.
CE­LES­TI­NA. ¿Quién eres tú?
PÁR­MENO. ¿Quién? Pár­meno, hijo de Al­ber­to, tu com­pa­dre, que es­tu­ve con­ti­go un poco tiem­po que te me dio mi madre; cuan­do mo­ra­bas a la cues­ta del río, cerca de las te­ne­rías.
CE­LES­TI­NA. ¡Jesús, Jesús, Jesús! ¿E tú eres Pár­meno, hijo de la Clau­di­na?
PÁR­MENO. ¡Alahé, yo!
CE­LES­TI­NA. ¡Pues fuego malo te queme, que tan puta vieja era tu madre como yo! ¿Por qué me per­si­gues, Pár­meno? ¡Él es, él es, por los san­tos de Dios! Allé­ga­te a mí, ven acá, que mil azo­tes e pu­ña­das te di en este mundo e otros tan­tos besos. ¿Acuér­das­te cuan­do dor­mías a mis pies, lo­qui­to?
PÁR­MENO. Sí, en buena fe. E al­gu­nas veces, aun­que era niño, me subías a la ca­be­ce­ra e me apre­ta­bas con­ti­go e, por­que olías a vieja, me huía de ti.
CE­LES­TI­NA. ¡Mala lan­dre te mate! ¡E cómo lo dice el des­ver­gon­za­do! De­ja­das bur­las e pa­sa­tiem­pos, oye agora, mi hijo, y es­cu­cha; que aun­que a un fin soy lla­ma­da, a otro soy ve­ni­da e, ma­guer162 que con­ti­go me haya hecho de nue­vas, tú eres la causa. Hijo, bien sabes cómo tu madre, que Dios haya, te me dio vi­vien­do tu padre. El cual, como de mí te fuis­te, con otra ansia no murió sino con la in­cer­ti­dum­bre de tu vida e per­so­na; por la cual au­sen­cia, al­gu­nos años de su vejez su­frió an­gus­tio­sa e cui­to­sa vida. E al tiem­po que della pasó, envió por mí y en su se­cre­to te me en­car­gó, e me dijo (sin otro tes­ti­go sino Aquel que es tes­ti­go de todas las obras e pen­sa­mien­tos, e los co­ra­zo­nes y en­tra­ñas es­cu­dri­ña, al cual puso entre él e mí) que te bus­ca­se e alle­ga­se e abri­ga­se. E cuan­do de cum­pli­da edad fue­ses, tal que en tu vivir su­pie­ses tener ma­ne­ra e forma, te des­cu­brie­se adón­de dejó en­ce­rra­da tal copia163 de oro e plata que basta más que la renta de tu amo Ca­lis­to. E por­que se lo pro­me­tí (e con mi pro­me­sa llevó des­can­so, e la fe es de guar­dar más que a los vivos a los muer­tos, que no pue­den hacer por sí), en pes­qui­sa e se­gui­mien­to tuyo he gas­ta­do asaz tiem­po y cuan­tías.164 Hasta agora, que ha pla­ci­do a Aquél (que todos los cui­da­dos tiene, e re­me­dia las jus­tas pe­ti­cio­nes e las pia­do­sas obras en­de­re­za) que te ha­lla­se aquí, donde solos ha tres días que sé que moras. Sin duda dolor he sen­ti­do, por­que has por tan­tas par­tes va­ga­do e pe­re­gri­na­do, que ni has ha­bi­do pro­ve­cho ni ga­na­do deudo ni amis­tad; que, como Sé­ne­ca dice, los pe­re­gri­nos tie­nen mu­chas po­sa­das e pocas amis­ta­des, por­que en breve tiem­po con nin­guno pue­den afir­mar amis­tad. Y el que está en mu­chos cabos, está en nin­guno. Ni puede apro­ve­char el man­jar a los cuer­pos que, en co­mien­do, se lanza; ni hay cosa que más la sa­ni­dad im­pi­da que la di­ver­si­dad e mu­dan­za e va­ria­ción de los man­ja­res. E nunca la llaga viene a ci­ca­tri­zar en la cual mu­chas me­le­ci­nas se tien­tan; ni con­va­le­ce165 la plan­ta que mu­chas veces es tras­pues­ta; e no hay cosa tan pro­ve­cho­sa que en lle­gan­do apro­ve­che. Por tanto, mi hijo, deja los ím­pe­tus de la ju­ven­tud e tór­na­te, con la doc­tri­na de tus ma­yo­res, a la razón. Re­po­sa en al­gu­na parte. ¿E dónde mejor que en mi vo­lun­tad, en mi ánimo, en mi con­se­jo, a quien tus pa­dres te re­mi­tie­ron? E yo, así como ver­da­de­ra madre tuya te digo (so las mal­di­cio­nes que tus pa­dres te pu­sie­ron si me fue­ses inobe­dien­te) que por el pre­sen­te su­fras e sir­vas a este tu amo que pro­cu­ras­te, hasta en ello haber otro con­se­jo mío. Pero no con necia leal­tad, pro­po­nien­do fir­me­za sobre lo mo­vi­ble, como son estos se­ño­res deste tiem­po. E tú gana ami­gos, que es cosa du­ra­ble. Ten con ellos cons­tan­cia. No vivas en flo­res.166 Deja los vanos pro­me­ti­mien­tos de los se­ño­res, los cua­les desechan la sus­tan­cia de sus sir­vien­tes con hue­cos e vanos pro­me­ti­mien­tos, como la san­gui­jue­la saca la san­gre: des­agra­de­cen, in­ju­rian, ol­vi­dan ser­vi­cios, nie­gan ga­lar­dón. ¡Guay de quien en pa­la­cio en­ve­je­ce!167 Como se es­cri­be de la Pro­bá­ti­ca Pis­ci­na:168 que de cien­to que en­tra­ban, sa­na­ba uno. Estos se­ño­res deste tiem­po más aman a sí que a los suyos, e no ye­rran; los suyos igual­men­te lo deben hacer. Per­di­das son las mer­ce­des, las mag­ni­fi­cen­cias, los actos no­bles. Cada uno des­tos, cau­ti­va e mez­qui­na­men­te, pro­cu­ra su in­te­rés con los suyos; pues aqué­llos no deben menos hacer, como sean en fa­cul­ta­des me­no­res, sino vivir a su ley.169 Dí­go­lo, hijo Pár­meno, por­que este tu amo, como dicen, me pa­re­ce rom­pe­ne­cios:170 de todos se quie­re ser­vir sin mer­ced. Mira bien, crée­me. En su casa cobra ami­gos, que es el mayor pre­cio mun­dano; que con él no pien­ses tener amis­tad, como por la di­fe­ren­cia de los es­ta­dos o con­di­cio­nes pocas veces con­tez­ca. Caso es ofre­ci­do, como sabes, en que todos me­dre­mos e tú por el pre­sen­te te re­me­dies. Que lo ál171 que te he dicho, guar­da­do te está a su tiem­po. E mucho te apro­ve­cha­rás sien­do amigo de Sem­pro­nio.
PÁR­MENO. Ce­les­ti­na, todo tremo172 en oírte. No sé qué haga, per­ple­jo estoy. Por una parte, tén­go­te por madre; por otra, a Ca­lis­to por amo. Ri­que­za deseo. Pero quien tor­pe­men­te sube a lo alto, más aína173 cae que subió. No que­rría bie­nes mal ga­na­dos.
CE­LES­TI­NA. Yo sí. A tuer­to o a de­re­cho, nues­tra casa hasta el techo.
PÁR­MENO. Pues yo con ellos no vi­vi­ría con­ten­to, e tengo por ho­nes­ta cosa la po­bre­za ale­gre. E aun más te digo: que no los que poco tie­nen son po­bres, mas los que mucho desean. E por esto, aun­que más digas, no te creo en esta parte. Que­rría pasar la vida sin en­vi­dia; los yer­mos e as­pe­re­za, sin temor; el sueño, sin so­bre­sal­to; las in­ju­rias, con res­pues­ta [que] le dé la fuer­za sin de­nues­to;174 las pre­mias,175 con re­sis­ten­cia.
CE­LES­TI­NA. ¡Oh hijo, bien dicen que la pru­den­cia no puede ser sino en los vie­jos, e tú mucho mozo eres!
PÁR­MENO. Mucho se­gu­ra es la mansa po­bre­za.
CE­LES­TI­NA. Más di, como mayor, que la For­tu­na ayuda a los osa­dos. E demás desto, ¿quién es, que tenga bie­nes en la re­pú­bli­ca, que es­co­ja vivir sin ami­gos? Pues, loado Dios, bie­nes tie­nes. ¿E no sabes que has me­nes­ter ami­gos para los con­ser­var? E no pien­ses que tu pri­van­za176 con este señor te hace se­gu­ro: que cuan­to mayor es la for­tu­na, tanto es menos se­gu­ra; e, por tanto, en los in­for­tu­nios el re­me­dio es [acu­dir] a los ami­gos. ¿E a dónde pue­des ganar mejor este deudo177 que donde las tres ma­ne­ras de amis­tad con­cu­rren, con­vie­ne a saber: por bien e pro­ve­cho e de­lei­te? Por bien: mira la vo­lun­tad de Sem­pro­nio con­for­me a la tuya e la gran si­mi­li­tud que tú y él en la vir­tud te­néis. Por pro­ve­cho: en la mano está, si sois con­cor­des. Por de­lei­te: se­me­ja­ble es, como seáis en edad dis­pues­tos para todo li­na­je de pla­cer, en que más los mozos que los vie­jos se jun­tan; así como: para jugar, para ves­tir, para bur­lar, para comer e beber, para ne­go­ciar amo­res jun­tos de com­pa­ñía. ¡Oh si qui­sie­ses, Pár­meno, qué vida go­za­ría­mos! Sem­pro­nio ama a Eli­cia, prima de Areú­sa.
PÁR­MENO. ¿De Areú­sa?
CE­LES­TI­NA. De Areú­sa.
PÁR­MENO. ¿De Areú­sa, hija de Eliso?
CE­LES­TI­NA. De Areú­sa, hija de Eliso.
PÁR­MENO. ¿Cier­to?
CE­LES­TI­NA. Cier­to.
PÁR­MENO. Ma­ra­vi­llo­sa cosa es.
CE­LES­TI­NA. Pero, ¿bien te pa­re­ce?
PÁR­MENO. No cosa mejor.
CE­LES­TI­NA. Pues tu buena dicha quie­re, aquí está quien te la dará.
PÁR­MENO. Mi fe, madre, no creo a nadie.
CE­LES­TI­NA. Ex­tre­mo es creer a todos e yerro no creer a nin­guno.
PÁR­MENO. Digo que te creo, pero no me atre­vo. Dé­ja­me.
CE­LES­TI­NA. ¡Oh mez­quino, de en­fer­mo co­ra­zón es no poder su­frir el bien! Da Dios habas a quien no tiene qui­ja­das.178 ¡Oh sim­ple, dirás que adon­de hay mayor en­ten­di­mien­to, hay menor for­tu­na; e donde más in­dis­cre­ción, allí es mejor la for­tu­na y di­chas son!179
PÁR­MENO. ¡Oh Ce­les­ti­na! Oído he a mis ma­yo­res que un ejem­plo de lu­ju­ria o ava­ri­cia mucho mal hace, e que con aque­llos debe hom­bre con­ver­sar que le hagan mejor e aque­llos dejar a quien él me­jo­res pien­sa hacer. E Sem­pro­nio, en su ejem­plo, no me hará mejor, ni yo a él sa­na­ré su vicio. E pues­to que yo a lo que dices me in­cli­ne, sólo yo que­rría sa­ber­lo; por que, a lo menos por el ejem­plo, fuese ocul­to el pe­ca­do. E si hom­bre ven­ci­do del de­lei­te va con­tra la vir­tud, no se atre­va a la ho­nes­ti­dad.
CE­LES­TI­NA. Sin pru­den­cia ha­blas, que de nin­gu­na cosa es ale­gre po­se­sión sin com­pa­ñía. No te re­trai­gas ni amar­gues, que la Na­tu­ra huye lo tris­te e ape­te­ce lo de­lei­ta­ble. El de­lei­te es con los ami­gos en las cosas sen­sua­les, e es­pe­cial en re­con­tar las cosas de amo­res e co­mu­ni­car­las: esto hice; esto otro me dijo; tal do­nai­re pa­sa­mos; de tal ma­ne­ra la tomé; así la besé; así me mor­dió; así la abra­cé; así se alle­gó; ¡oh qué habla, oh qué gra­cia, oh qué jue­gos, oh qué besos!; vamos allá; vol­va­mos acá; ande la mú­si­ca; pin­te­mos los motes;180 can­te­mos can­cio­nes, [ha­ga­mos] in­ven­cio­nes e jus­te­mos181 qué ci­me­ra182 sa­ca­re­mos o qué letra; ya va a la misa; ma­ña­na sal­drá; ron­de­mos su calle; mira su carta; vamos de noche; tenme el es­ca­la; aguar­da a la puer­ta; ¿cómo te fue?; cata el cor­nu­do, sola la deja; dale otra vuel­ta; tor­ne­mos allá... E para esto, Pár­meno, ¿hay de­lei­te sin com­pa­ñía? ¡Alahé, alahé, la que las sabe las tañe!183 Este es el de­lei­te; que lo ál, mejor lo hacen los asnos en el prado.
PÁR­MENO. No que­rría, madre, me con­vi­da­ses a con­se­jo con amo­nes­ta­ción de de­lei­te.184 Como hi­cie­ron los que, ca­re­cien­do de ra­zo­na­ble fun­da­men­to opi­nan­do, hi­cie­ron sec­tas en­vuel­tas en dulce ve­neno para cap­tar e tomar las vo­lun­ta­des de los fla­cos, e con pol­vos de sa­bro­so afec­to ce­ga­ron los ojos de la razón.
CE­LES­TI­NA. ¿Qué es razón, loco?, ¿qué es afec­to, as­ni­llo? La dis­cre­ción, que no tie­nes, lo de­ter­mi­na. E de la dis­cre­ción mayor es la pru­den­cia, e la pru­den­cia no puede ser sin ex­pe­ri­men­to, e la ex­pe­rien­cia no puede ser más que en los vie­jos. E los an­cia­nos somos lla­ma­dos pa­dres e los bue­nos pa­dres bien acon­se­jan a sus hijos; y es­pe­cial yo a ti, cuya vida e honra más que la mía deseo. ¿E cuán­do me pa­ga­rás tú esto? Nunca, pues a los pa­dres e a los maes­tros [no] puede ser hecho ser­vi­cio igual­men­te.
PÁR­MENO. Todo me re­ce­lo, madre, de re­ci­bir du­do­so con­se­jo.
CE­LES­TI­NA. ¿No quie­res? Pues de­cir­te he lo que dice el sabio: al varón que con dura cer­viz al que le cas­ti­ga185 me­nos­pre­cia, arre­ba­ta­do que­bran­ta­mien­to le ven­drá y sa­ni­dad nin­gu­na le con­se­gui­rá. E así, Pár­meno, me des­pi­do de ti e deste ne­go­cio.
PÁR­MENO. (Apar­te) En­sa­ña­da está mi madre. Duda tengo en su con­se­jo. Yerro es no creer y culpa creer­lo todo. Más hu­mano es con­fiar. Ma­yor­men­te en esta que in­te­rés pro­me­te do pro­ve­cho nos puede, allen­de de amor, con­se­guir. Oído he que debe hom­bre a sus ma­yo­res creer. Ésta, ¿qué me acon­se­ja? Paz con Sem­pro­nio. La paz no se debe negar: que bie­na­ven­tu­ra­dos son los pa­cí­fi­cos, que hijos de Dios serán lla­ma­dos; amor no se debe rehuir, [por] ca­ri­dad a los her­ma­nos; in­te­rés pocos le apar­tan. Pues quié­ro­la com­pla­cer e oír. (En voz alta) Madre, no se debe en­sa­ñar el maes­tro de la ig­no­ran­cia del dis­cí­pu­lo. Si no, raras veces por la cien­cia, que es de su na­tu­ral co­mu­ni­ca­ble, y en pocos lu­ga­res se po­dría in­fun­dir [co­no­ci­mien­to]. Por eso per­dó­na­me. Há­bla­me, que no sólo quie­ro oírte e creer­te, mas en sin­gu­lar mer­ced re­ci­bir tu con­se­jo. E no me lo agra­dez­cas, pues el loor e las gra­cias de la ac­ción más al dante, que no al re­ci­bien­te, se deben dar. Por eso, manda, que a tu man­da­do mi con­sen­ti­mien­to se hu­mi­lla.
CE­LES­TI­NA. De los hom­bres es errar e bes­tial es la por­fía.186 Por ende187 gó­zo­me, Pár­meno, que hayas lim­pia­do las tur­bias telas de tus ojos e res­pon­di­do al re­co­no­ci­mien­to, dis­cre­ción e in­ge­nio sutil de tu padre; cuya per­so­na, agora re­pre­sen­ta­da en mi me­mo­ria, en­ter­ne­ce los ojos pia­do­sos por do tan abun­dan­tes lá­gri­mas ves de­rra­mar. Al­gu­nas veces duros pro­pó­si­tos, como tú, de­fen­día; pero luego tor­na­ba a lo cier­to. En Dios y en mi ánima, que en ver agora lo que has por­fia­do e cómo a la ver­dad eres re­du­ci­do, no pa­re­ce sino que vivo le tengo de­lan­te. ¡Oh qué per­so­na! ¡Oh qué har­tu­ra! ¡Oh qué cara tan ve­ne­ra­ble! Pero ca­lle­mos, que se acer­ca Ca­lis­to e tu nuevo amigo Sem­pro­nio, con quien tu con­for­mi­dad para más opor­tu­ni­dad dejo; que dos en un co­ra­zón vi­vien­do son más po­de­ro­sos, de hacer e de en­ten­der.
CA­LIS­TO. Duda trai­go, madre, según mis in­for­tu­nios, de ha­llar­te viva. Pero más es ma­ra­vi­lla, según el deseo, de cómo llego vivo. Re­ci­be la dá­di­va pobre de aquel que con ella la vida te ofre­ce.
CE­LES­TI­NA. Como en el oro muy fino, la­bra­do por la mano del sutil ar­tí­fi­ce, la obra so­bre­pu­ja a la ma­te­ria, así se aven­ta­ja a tu mag­ní­fi­co dar la gra­cia e forma de tu dulce li­be­ra­li­dad. E sin duda la pres­ta dá­di­va su efec­to ha do­bla­do; por­que la que tarda, el pro­me­ti­mien­to mues­tra negar e arre­pen­tir­se del don pro­me­ti­do.
PÁR­MENO. (Apar­te) ¿Qué le dio, Sem­pro­nio?
SEM­PRO­NIO. (Apar­te) Cien mo­ne­das de oro.
PÁR­MENO. (Apar­te) ¡Ji, ji, ji!
SEM­PRO­NIO. (Apar­te) ¿Habló con­ti­go la madre?
PÁR­MENO. (Apar­te) Calla, que sí.
SEM­PRO­NIO. (Apar­te) Pues, ¿cómo es­ta­mos?
PÁR­MENO. (Apar­te) Como qui­sie­res, aun­que estoy es­pan­ta­do.
SEM­PRO­NIO. (Apar­te) Pues calla, que yo te haré es­pan­tar dos tanto.188
PÁR­MENO. (Apar­te) ¡Oh Dios! No hay pes­ti­len­cia más efi­caz que el enemi­go de casa para em­pe­cer.189
CA­LIS­TO. Ve agora, madre, e con­sue­la tu casa e des­pués ven e con­sue­la la mía, e luego.190
CE­LES­TI­NA. Quede Dios con­ti­go.
CA­LIS­TO. Y él te me guar­de.
Edición y notas © 2004 by Alberto del Río Núñez
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Fecha de publicaciónMarzo 2006
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