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Algoritmo

Aponte

Pablo Brito Altamira
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La casa de Roberto Aponte quedaba en el barrio alto, del otro lado del río. Llegué sin anunciarme a eso de las diez de la mañana; Aponte abrió la puerta con cara de dormido y escuchó mi introducción como si se tratara de la perorata de un testigo de Jehová pero no me tiró la puerta en las narices como hubiera hecho yo. La dejó abierta con un gruñido que quería ser una invitación a pasar y yo la cerré tras de mí. Lo seguí por una estancia oscura hasta un lugar que parecía ser la cocina y me senté en silencio en una silla vieja a verlo preparar un café. Cuando hubo tomado una taza y abierto a medias los visillos de una ventana que daba a un patio lleno de chatarra me dirigió una mirada algo más lúcida que las anteriores y me dijo:

—Si repite lo que le diré lo desmiento.

—No soy policía —repliqué con tono suave y amistoso—. Hago una investigación para calmarle los nervios a la hermana de la difunta.

—Sí —dijo, como si la palabra significara algo en ese contexto vacío. Me miró para asegurarse de que ya no estaba soñando y agregó—. Me sentí muy mal con lo de Lucía. Todavía me siento mal..., culpable. Entiéndame bien, no soy culpable de nada.

—Le dije que no era policía; no me interesan los culpables sino los asesinos y sé que usted no la mató.

—Sí —volvió a decir—. Pensé que era una muletilla o una especie de conjuro de los que se aprenden en cursos de autoayuda.

—Pero me siento responsable de algún modo —continuó— porque ella me pidió que la acompañara. Yo le respondí que se quedara a dormir aquí. Sabía que eso la comprometería pero se lo dije; imagino que me salió el machista, ¿entiende?

—Quería ponerla a escoger entre el otro y usted.

—Algo así. ¿Me invita a un cigarrillo? Me quedé sin tabaco anoche.

Le di lo que pedía y le pregunté:

—¿La amaba usted?

Observó el humo que salía de su boca y me dirigió una mirada de reojo que podía ser una invitación a mantenerme fuera de su intimidad. Me vi obligado a añadir:

—Sé que no es cosa mía, pero éste es un caso extraño: si establezco para mi cliente que los que se relacionaron con su hermana el último día de su vida sentían afecto por ella tal vez se lo tome mejor, yo...

—Entiendo. Se puede decir que la quería. Vivimos momentos muy hermosos cuando estuvimos juntos. En realidad no sé por qué terminamos.

—¿Cómo estaba esa noche? Quiero decir: vino aquí porque quería reanudar la relación o vengarse de su compañero, o para pedir consejo?

—La verdad es que nos veíamos a menudo últimamente. Ese patán la hacía sufrir y ella buscaba consuelo conmigo.

—¿Lo conoce?

—Lo vi de lejos una vez.

Su boca se había endurecido al soltar la última frase.

—¿Lo considera responsable de lo que ocurrió?

—Claro que sí. No le prestaba la menor atención. Una vez que se la llevó a la cama y la puso a vivir con él comenzó a tratarla como un objeto de su pertenencia. No hacía el menor esfuerzo por entenderla o complacerla. ¿No vé cómo la perdió? ¡Por un partido de fútbol!

—¿Cómo lo sabe?

—Conozco a su amigote, el tal Jorge. Vino aquí después de su muerte a preguntarme si era yo el último que se la había follado...

—Muy delicado de su parte.

—Sí.

Esta vez la conjunción sonaba a fin de capítulo. Decidí que no obtendría más por el momento, o tal vez sentí que la confesión había durado mucho para un cura sin vocación como yo. Me levanté y le di la mano.

—Suerte.

—Otro tanto.

Me despidió en la puerta, con su pantalón de pijama como única vestimenta y la taza de café en la mano. Sentí compasión por él.

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Copyright ©Pablo Brito Altamira, 2005
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Fecha de publicaciónDiciembre 2005
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