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Te veo asomar al fondo del pasillo

Álex L. Boniscontro
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaHospital de Sant Pau, Barcelona

Te odio. Te he odiado siempre, desde el día en que nos encontramos por primera vez. Nos miramos de lejos y sentí en seguida necesidad de ti. De ver tus gestos, tus guiños, tus defectos; de verte mover y actuar. Porque si algo me has de reconocer es tu instinto natural para la interpretación de miles y miles de personajes en función de cada momento. Una cualidad casi genética. Esa frialdad, esa postura distante. Dirás que ha hecho parte desde siempre de tu familia que viniendo del norte y bajando hacia zonas mucho más cálidas no ha podido nunca escapar de esa jaula de rectitud, exigencia y resentimiento que todos sus miembros llevan en su forma de ser. En algún punto se debió de parar la rueda que hacía avanzar ese otro mundo e hizo variar el camino de todo lo que vino después.

Todavía no te conozco después de tantos años. De hecho no conozco nada de ti. Creo adivinar por dónde van a ir los tiros y entonces haces un quiebro que lo cambia todo. Un bucle, un largo y eterno recorrido para volver siempre al mismo punto de partida. El punto de partida es el punto de llegada pero sin trayecto. Con manchas. Cantidad de manchas esparcidas por toda la geografía, reflejadas en todos los animales. Algunas transmitiéndote algo entendible y otras distorsionando tu visión. Enviando impulsos que nadie podría descifrar y que para ti son simples jueguitos para pasar un rato, nada que llenar. Pasatiempos entre argumentos con mucha más sustancia. Manchas que has ayudado a proyectar dentro de mí y que nunca he conseguido devolverte. Porque ¿cómo habría yo podido meter algo en la fuente de la que salen? Y por cierto, ¿las aceptarías dentro? ¿Dejarías que entrasen? Lo dudo. Creo que saldrían inmediatamente escupidas. Contra alguien, como ha pasado siempre de forma todavía más violenta, exigente, dura con la resistencia exterior. Muchas manchas, por todas las paredes, por todo el suelo, hasta llegar al terrado. Ese enorme terrado encima de casa que ha servido para tomar imágenes de lo que para nosotros es esto. Desde arriba se ve todo mucho más nítido. Se dibuja el horizonte como si no hiciese parte de este planeta. Viniendo tú de otro sería increíble que llegases a entender esto. Pero lo harías. Y sería yo el que dejaría de saber lo poco que he llegado a comprender. Desolado. Ese horizonte inalcanzable donde imaginamos que se están librando las mejores y más agradecidas batallas. Batallas, eso es lo único que buscamos. El único punto de realización personal. Siempre que no te encuentre en medio. Todo lo desagradable resumido en tu comportamiento inhumano.

¿Te acuerdas del día en que nos miramos por primera vez? No creo, estarías pensando en otras cosas como siempre. Esos ojos de vidrio pintados con llamas, ardiendo en fuego de gas azul, quemándote en cada mirada. Movimientos lentos parecidos a los de un animal milenario. Pequeñas arrugas dibujando un rostro absolutamente desgastado. Recordando siempre la muerte. Como mi propio ataúd disparado al abismo y recorriendo el cosmos. Una preciosa y cómoda caja de pino con todo tipo de detalles fúnebres. El cristo de la tapa vagando por el espacio reflejando estrellas de todo tipo. Sería precioso verlo estando vivo. Pero en el fondo ya lo dijiste tú la primera vez que hablamos: yo estoy vivo porque todos vosotros estáis muertos. Lo entenderé el día que viva, supongo. Quizás sea eso lo que me ha atraído desde siempre hacia ti, esa falta de línea divisoria entre la vida y el más allá.

¿Te acuerdas de cuando hicimos el amor por primera vez? No sentiste nada. Nada en especial, nada diferente, cuando para mí lo fue todo. Cuántas veces te he ido detrás, cuántas veces te he esperado, dado el enorme distanciamiento que hay entre tú y el tiempo, que hace que llegues siempre tarde a todo. A todo y a todos. Pero ya no queda nadie. Todos desaparecidos. Hay mucha paz. Se podría dar un largo paseo bordeando la playa sin un alma. Tengo la sensación de quererte eliminar a ti también. Imposible. Me hundiría en el abismo de la normalidad. Me parecería a todo lo conocido, hasta ahora. A pesar de todo desearía hacerlo. Con mucha fuerza, como no he hecho otras cosas. Una acción muy rápida, lampante, dejando un rastro anaranjado en el aire. Estéticamente inigualable pero terriblemente inútil. Fracasar, si lo piensas, es lo que hemos hecho continuamente los dos. Una vez tras otra hasta darnos cuenta de que teníamos que separarnos por un instante, para poder volver más tarde a reunirnos con más empuje. Sacándolo todo fuera, incluso lo que tenía que quedar dentro. Lo que a los dos nos convenía que quedase dentro y que salía siempre como una erupción. Nunca cutánea y siempre volcánica.

Tendrías que haber estado presente cuando pasó lo del accidente, en vez de adelantarte y esperar directamente en el hospital. Esa apacible tarde dominical de mayo, tendrías que haber visto como lentamente se me echaba encima aquel coche. Avanzábamos muy despacio los dos, habrías tenido todo el tiempo para tomar imágenes. Para recordarlo en el tiempo y no tener lagunas de vacío incrustadas en el cerebro. Para ver cómo la sangre que salía de la parte trasera de mi cráneo iba dejando un riego intensamente granate desde el capó del coche hasta el container donde fui rodando a detenerme. Con la conductora del coche que, aterrorizada porque me había matado, me miraba mientras intentaba levantarme. Me tocaba todas las partes que ya no hacían parte de mí, colgaban de mi cuerpo como si fuesen de otro. Y toda esa gente alrededor, haciendo ruido, mucho ruido. Y me perdían, los oía decir muy a lo lejos de donde yo estaba: «¡Joder! ¡Lo estamos perdiendo!» y no podían hacer nada. Absolutamente nada, y eso a ti te alegraba mucho. Te hacía sonreír y luego reír como pocas veces y como pocas cosas que has visto.

Por fin iba a sentir lo que era despeñarse por una pendiente sin tener ningún tipo de freno, ninguna resistencia que evitase todas esas rascadas, todas esas costillas rompiéndose una detrás de otra, partiéndome todo el busto y a la vez tocando una partitura que no se oye en ninguna vida. La gran depuración que todos deseamos que ocurra en algún momento y que nunca llega. Me esperabas en el hospital con una sonrisa de oreja a oreja, como queriendo decir: «Tampoco ha sido para tanto, ¿verdad?» No, la verdad es que no, pero ha sido de lo más intenso… de haberlo organizado tú podría haber sido mucho más arrollador. Con todas las veces que has llevado las cosas justo a un paso más allá del límite. El límite no es una frontera, es la barrera que tiene que caer. Por eso supongo que te impresionó tan poco. Muy espectacular pero poco efectivo. Y por eso tenía que levantarme enseguida de la camilla y salir de Críticos, para respirar el aire que me faltaba, para caminar un poco. No me dejaron. Todas las enfermeras se reían, estaba ciertamente pidiendo algo curioso tratándose de un moribundo.

La misma noche la palmó el de la camilla de al lado, había entrado poco antes que yo. A todas horas se oían gritos de dolor de otros internados. El de la camilla de en frente estiraba la boca e intentaba abrir toda la mandíbula como un perro hambriento, loco, esforzándose por gritar hasta hinchar todas las venas. No producía ningún sonido, tan sólo el ruido de sus manos agarrándose a la ropa, tirando de las sabanas. El Hospital de Sant Pau, con esa arquitectura tétrica, oscura y necrológica es el peor sitio para internar a alguien en estado crítico. Si no te ponen hasta arriba de morfina tienes las peores pesadillas de toda tu vida. Y lo que más deseas es morirte, no logras entender quién te ha podido meter allí. Me debieron de poner hasta las cejas. No notaba todos esos huesos rotos, todas esas fracturas, toda la pérdida de sangre y los golpes. Fuera estaba lloviendo, lo noté cuando me llevaron en medio de la madrugada a hacer unas radiografías del cráneo. Los dos camilleros, mientras cerraban las puertas de salida del hospital y abrían las de entrada de la ambulancia, me dejaron un momento allí sin cubrirme. Me quedé unos segundos así, estirado con la lluvia cayéndome de cara sobre todo el cuerpo. Miles de líneas de agua bajando perpendiculares como largas y finas agujas. Parecía que me hubiesen sacado por algún motivo a purificarme, lástima que fuese sólo lluvia. Era como si por primera vez saliese al exterior desde las catacumbas de mi mente. Nunca me he sentido tan bien como en aquel momento. Nunca he sentido tanto como en aquel instante.

Nunca he podido saber por qué, de todos los mundos a los que podía ir a parar, apareció mi cuerpo en éste. Nunca he llegado a entender por qué, de todos los cuerpos entre los que podías escoger, decidiste un día entrar y meterte en el mío.

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Copyright ©Álex L. Boniscontro, 2004
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Fecha de publicaciónSeptiembre 2005
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