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Soledad de dos

Pilar Romano
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Al principio éramos tres. Después vino Mercedes y se transformó en la más importante del grupo, porque había estado en el terremoto de San Juan. Salíamos a jugar al atardecer, cuando el sol se ponía detrás de los árboles y parecía licuar las casas del barrio, dejando motas claras entre las hojas.

Era el tiempo de vivir y cumplir años sin tregua.

Enfrente estaba la plaza y solíamos cruzar hasta allí para nuestros paseos y juegos. Teníamos alrededor de diez años, conversábamos sobre lo vivido en el día y nos transmitíamos confidencias, dudas, temores y mentiras.

—¿Ustedes saben que si una chica se sienta en una silla todavía caliente porque estuvo sentado antes un hombre puede quedar embarazada?

Y después de discutir acerca de un asunto como éste pasábamos a jugar:

—¡Primer ángel, ven a mí!

En fin, jugábamos y sentíamos el placer de nuestros cuerpos girando como trompos. Teníamos un dios que sabía bailar.

Era fea Mercedes: bajita, morena y redonda como un tonel, pero sabía actuar como si fuera atractiva. Fuimos, pues, cuatro. Pero enseguida volvimos a ser tres, porque sufrimos la baja de María Esther. Una baja producida por cuestiones para nosotras incomprensibles, que de todos modos aceptamos, como ocurría en aquella época de los cincuenta. No fue María Esther quien desertó, a nosotras nos prohibieron seguir jugando con ella, por orden simultánea de las tres familias. Un abuelo de nuestra amiga había caído preso por una falta grave. Esto parecía ser una mancha contagiosa y tuvimos que decirle a la niña que no podíamos seguir siendo amigas. En ese momento, las flores de la plaza no se atrevieron a respirar y las explicaciones quedaron para siempre detrás del desconcierto. Ni Gladys, ni Mercedes ni yo pudimos jugar aquella tarde: la visión de María Esther alejándose sin preguntar nos dejó en la boca un sabor a frutos verdes.

Poco a poco Gladys fue espaciando su presencia en el grupo y terminó por apartarse del todo. No supimos por qué. Quedamos, pues, Mercedes y yo. Por primera vez el barrio me pareció triste. Para encontrar la verdadera tristeza de un barrio es necesario haber nacido en él, por eso quizá Mercedes no la veía.

El grupo de amigas había dejado de existir, lo habían disuelto por algo que decían que había hecho un señor a quien casi no conocíamos. Pero uno se acostumbra a todo. La casi angustia de los primeros tiempos fue transformándose en una liberadora soledad de dos. Una soledad que nos empujaba a Mercedes y a mí a deambular por toda la plaza. Nos atraía en particular la rotonda, una construcción circular, apenas elevada, con balaustrada y una pequeña escalinata por la cual se accedía a un espacio plano y redondo de unos ocho metros de diámetro. Allí ejecutaba su música la banda de policía, en las retretas de los domingos. Esta construcción tenía un sótano, con un pequeño portón de entrada y ventanitas enrejadas que apenas dejaban ver hacia adentro. La llave la tenía el cuidador de la plaza. «Alacrán» lo llamábamos y le teníamos temor.

También nos inquietaba a veces la mirada de Germán, el hermano mayor de María Esther, recostado junto a la puerta de su casa, frente a la plaza, como si observara todos nuestros movimientos. Su expresión era difícil de definir y lo hacía aún más enigmático el hecho de que fuera el único amigo de Alacrán.

Nunca debimos haber empujado el portoncito de la rotonda aquel atardecer. Pero es que siempre estaba con candado y la posibilidad de bajar al sótano nos pareció algo así como una ceremonia de iniciación que debíamos cumplir. Pudimos entrar, medio agachadas, sin ver mucho, pero enseguida nos sorprendió la visión de un bulto que se movía, deslizándose por la pared curva. Volví de inmediato al portón, pero estaba otra vez con candado. Mercedes gritaba algo, pero no la entendía. Con la luz que se filtraba desde el farol que ya se había encendido afuera, alcancé a ver que a una de las ventanas le faltaban dos barrotes y me acerqué enloquecida hasta allí. Por suerte pude salir. Enseguida vi la mano morena de Mercedes, asomándose para que la ayudara, pero ya dije: era voluminosa y redonda como un tonel. A pesar del forcejeo, mi amiga quedó adentro, gritando. Corrí hasta su casa para dar aviso a sus padres y fueron de inmediato a la plaza. A mí no me dejaron volver, pero supe que, antes de llegar a la rotonda, vieron salir a una figura casi irreal, huyendo a las zancadas.

En ese momento, la luna pareció reflejarse no sobre nuestro barrio, sino sobre un terreno que fuera su contrafigura.

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Fecha de publicaciónJulio 2004
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