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Las vacaciones de Terés

Capítulo VIII

Ana María Martín Herrera
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Hasta el 10 de agosto, los días cayeron uno tras otro sin que surgiera ninguna complicación extraordinaria. A mediodía, la rubia platino extendía una mesa plegable en el patio y servía la comida. Mánol, ella y yo comíamos juntos. Luego la rubia platino recogía los platos y yo me quedaba charlando con Mánol mientras tomábamos café.

A mí me intrigaba aquella mujer. Estaba segura de que su relación con Mánol iba más allá del negocio. Pensé hasta que pudieran ser hermanos pero luego tuve la idea de que se trataba de una criada que tomó a su servicio siendo ella muy joven. Cuanto más la observaba menos puta me parecía, incluso tenía actitudes que resultaban de monja. En una ocasión él le echó una tremenda regañina porque la vio cargada con una caja de botellas y por lo visto la rubia padecía de dolores de espalda. Me llamó la atención que Mánol, en lugar de arrebatarle la caja, dejó que ella siguiera con el trabajo, obligándola sin embargo, a que repartiera el peso a lo largo de varios viajes. La rubia platino hablaba poco y, siempre que lo hacía, antes le pedía permiso a él con la mirada. No había duda de que sentía por Mánol una fuerte admiración pero, a la vez, lo temía. Yo, al principio, la tenía por una persona apocada porque no veía razón para que le tratara con tanta prudencia. Sin embargo, más tarde observé que, aparte de que la rubia fuera sumisa hasta la exageración, Mánol tenía un carácter muy fuerte y a veces, sin que yo adivinara por qué, se sumía en un estado de crispación capaz de asustar a cualquiera. Sin emplear palabras su gesto se volvía amenazador. Seguramente, ésa era la causa de que nadie se atreviera a contrariarlo. Cuando se enfurruñaba así, la rubia platino bajaba la vista, y procuraba no hacer ruido. Era como si se diluyera y de su persona quedara tan sólo un pellejo transparente. En alguna ocasión, comiendo, yo le pregunté a ella alguna cosa; que si conocía San Sebastián o que si sabía hacer el pollo en pepitoria, y en lugar de la rubia era Mánol quien me contestaba. Cada vez me parecía más rara. Ésta sí que es masoca, pensaba yo.

Un día, según nos tomábamos la manzana que la rubia nos había puesto de postre, la miré fijamente. Estaba harta de que no hubiera una forma de entablar el mínimo diálogo con ella.

—Oye —le dije ignorando a Mánol—, estaría bien que al fin legalizaran la prostitución, ¿verdad?

La rubia se quedó muda. Su gesto se me hizo odioso. Me clavó sus ojos oscuros, grandes y perdidos en algún lugar de su propia simpleza. Abrió la boca y su labio superior se elevó; le debió de producir una seria repugnancia lo que yo había dicho. Cuando recuerdo aquella escena, lo primero que me viene a la cabeza es el conjunto de sus enormes dientes llenos de sarro.

Por supuesto, quien contestó fue Mánol.

—Aquí no hay nada que legalizar —dijo tajante—. Esto es otro mundo y se rige por otras leyes.

La rubia recuperó la calma.

La rubia platino gastaba conmigo una actitud distante y rígida, como si estuviera a la defensiva. Yo entonces no entendía por qué pues mi intención era mostrarme afectuosa, deseaba que hubiera camaradería entre nosotras y, si aquella mujer estaba tan doblegada a los deseos de Mánol y él, según creía yo, me apreciaba, no veía razón para que ella no se mostrara también afable. Este punto se aclaró en mis recuerdos cuando comprendí que Mánol, en realidad, me despreciaba profundamente. Hoy día no tengo dudas, Mánol era un perfecto hipócrita que con su forma de sonreírme y de mirarme y con sus comentarios halagadores me había hecho creer que yo había entrado en su corazón y hasta que me protegería con gusto de cualquier problema. Sabe Dios qué diría de mí cuando estuviera a solas y en confianza con la rubia.

Muchas veces he imaginado que Mánol tenía un defecto, tal vez algo congénito, que le impedía ser un hombre. En ocasiones yo me sorprendía a mí misma fantaseando con la idea de que esa deficiencia fuera la causa de su soterrada mala uva. Pero la verdad es que, en aquellos primeros días, ni lo vi tan claro como lo veo ahora, ni me daba cuenta de que dentro de aquel hombre había una manera de ser diferente a la que habitualmente daba a conocer.

Yo no hacía nada. Pasaba las horas tumbada o sentada en el patio hojeando las revistas que había en la habitación y tratando de entender y aprender los gestos o las posturas de las mujeres que veía en las fotos. Aquella inactividad no me incomodaba, entonces era lo que me apetecía.

A lo largo de nuestras conversaciones, Mánol me repetía que, ante todo, debía estar siempre tranquila. Que lo más importante era transmitir profesionalidad para que los clientes no hicieran más cosas raras de las que pagaban.

—¿Mánol, tú de dónde eres? —le pregunté un día.

—Y eso qué te importa —me contestó.

—No, si lo digo por las palabras tan raras que dices a veces.

—Yo no digo palabras raras, Mari, otra cosa es que tú no entiendas nada.

—Bueno, a mí si me hablan en castellano me entero... —osé objetarle.

—Mira —me dijo—, tú eres como los gorriones, sólo te enteras de cuatro tonterías.

Tenía la sensación de que era cierto lo que él decía. Estaba segura de que no me enteraba de nada de lo que constituía el profundo engranaje de aquel mundo en el que me encontraba voluntariamente atrapada.

—Mánol, ¿tú estás casado?

—Sí.

—Y ella ¿no viene por aquí?

—Oye, Mari, no te hagas más la lista, ¿eh? Como vuelvas a mentar a mi mujer te dejo la cara como ese geranio.

Empezaba a emplear conmigo un tono ofensivo pero todavía existía algo en su forma de tratarme que me mantenía tranquila. Le hacía caso en todo lo que me aconsejaba, tenía la sensación de que formábamos un buen equipo, de que él estaba satisfecho conmigo y eso me daba seguridad.

Yo me preguntaba cómo sería su mujer. La imaginaba de esas que aparentan ser amables y no pueden soportar el bienestar ajeno. Casi seguro que tenía los dientes blancos y jugosos pero tras ellos ocultaba unas repulsivas muelas negras. La imaginaba riendo con los labios curvados hacia abajo. Me dejaba llevar de la fantasía y elaboraba la historia de ambos. ¿Cómo era posible que Mánol, si en el fondo no era hombre, pudiera tener esposa? Me gustaba creer en una respuesta. Su mujer en la juventud estuvo enamorada de un tipo casado. El despecho y el rechazo a las mentiras de los hombres le hicieron refugiarse en Mánol, que no era hombre pero lo parecía. No sé por qué estaba tan segura de que era así. De la misma forma tenía la certeza de que Mánol, en realidad, no amaba a su mujer pero no podía concebir la existencia sin ella. Era natural, si un hombre, que no es hombre, encuentra una mujer que está dispuesta a fingir con él que tiene marido, por muy miserables que esa mujer tenga los sentimientos (porque yo la imaginaba roñosa y de sentimientos miserables) y por muy negras que tenga las muelas, es lógico que se desviva por ella. Este hombre no podría soportar un abandono, pensaba yo muy convencida, le daría miedo que ella se fuera de la lengua y que la gente supiera que no es hombre.

Supongo que él también pensaba de mí lo que le daba la gana y lo más probable es que acertara menos que yo.

Con las otras dos putas que merodeaban por el local apenas tuve contacto. Una era elegante, alta y rubia, y la otra cuellicorta, morena y de modales varoniles. Ninguna de las dos resultaba fea. Llegaban por la tarde y comenzaban a trabajar sobre las ocho. Se metían en unas habitaciones que había al fondo del pasillo. Ellas hablaban a la rubia platino con familiaridad, se debían de conocer de antiguo. Esporádicamente aparecían otras dos. Una era muy fea, alta y delgada. De aquella mujer lo que recuerdo claramente es que no tenía labios, eran dos rayas que se separaban para pronunciar un «hola» descarnado. Y la otra era rechoncha, de aspecto desaliñado y envuelta en un fuerte olor a sobaco. En más de una ocasión escuché los comentarios despectivos y hasta soeces que hizo Mánol refiriéndose a alguna de ellas mientras la rubia le clavaba en los ojos una mirada de advertencia, supongo que para evitar que siguiera explayando su opinión delante de mí. El caso es que ellas me miraban con gesto huraño. Yo no podía entender a qué era debido pero me hacían sentirme torpe y acobardada. Hoy día con la perspectiva que da el tiempo no me cabe duda de que a mí me dispensó Mánol el mismo trato traidor que a las demás. Me pregunto qué clase de comentarios haría cobardemente a mis espaldas para que sus «protegidas» me trataran con ese desprecio. Lo que desde luego es incuestionable es que el alma pensante de aquel antro, el triste patriarca de aquella secta, bochornosa por lo hipócrita, era Mánol y en su afán por no desagradarle, allí se comportaba todo el mundo, incluida yo misma, como él indicaba con sus veladas insinuaciones.

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2003
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Fecha de publicaciónNoviembre 2004
Colección RSSNarrativas globales
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