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Las vacaciones de Terés

Capítulo IX

Ana María Martín Herrera
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Estábamos a mediados de mes cuando a eso de las ocho entró Mánol para advertirme de que esa noche vendría un tío que, tal vez, resultara algo duro pero que había soltado mucho dinero. Otra de las cosas que ya empezaban a intrigarme era que Mánol, a pesar de que hacía frecuentes referencias a su escaso interés por el dinero, siempre lo tenía presente. Cuando yo protestaba de un cliente, él cortaba mis objeciones en seco aludiendo a la pasta que el «pavo» había soltado. Comprendí que a Mánol le gustaba fingir que no era persona interesada pero que esa ilusión distaba mucho de ser cierta.

—Y ése, ¿qué es lo va a hacerme? —pregunté alarmada.

—Nada que tú no puedas aguantar —contestó Mánol con su tierna sonrisa burlona—. ¿Qué te pasa hoy? No te irá a venir la regla, ¿verdad? Anda, recógete el pelo con gusto y ponte lo más guapa que puedas.

El «pavo» que había soltado tanto dinero era un hombre joven, bastante alto, delgado y moreno. Llevaba el pelo engominado y un traje azul marino. Iba sin corbata con el primer botón de la camisa desabrochado. Tenía la nariz larga. Estaba perfectamente afeitado. Sin haberlo visto antes su aspecto me resultaba familiar. Era una especie de modelo, un prototipo de hombre bien plantado; sin embargo, daba la sensación de no tener alma ni vísceras. Tal vez se parecía a alguno de los comerciales de la empresa en la que yo trabajaba. Su gesto se me hizo desagradable hasta la repugnancia.

Eso debió de influir para que, al verle enfrente, por primera vez sintiera el deseo de terminar con aquel juego extravagante y regresar a mi casa. Me sobrepuse de inmediato. Le sonreí. Él no mudó su expresión. Dejó sobre la mesa el manojo de llaves que traía en la mano y se sentó. Luego hizo un gesto con la mano que no entendí.

—Que te levantes —aclaró con una voz aflautada.

Obedecí.

—Desnúdate, muy des-pa-cio —deletreó las sílabas con una suficiencia fuera de lugar.

Su actitud me volvía zafia. Me bajé la cremallera del vestido y cogí el bajo con las manos para sacármelo. De pronto se levantó y me propinó un rodillazo en el culo tan fuerte que me tiró al suelo.

—He dicho des-pa-cio —volvió a repetir.

Me había hecho daño. Tanto que hubiera roto a llorar, pero me contuve. Dudé, no sabía si quería que me levantara. Le miré. Él estaba impasible. Me quedé agarrotada. Con una fuerza increíble me levantó tirándome del pelo. Apenas me sujetaban las piernas. Empecé a temblar.

—Pero, bueno —dijo—. ¿Qué os pasa a todas? Vamos a ver, te llamas Terés, ¿verdad?

Asentí.

—Bueno, Terés, pues quiero que te desnudes des-pa-cio. ¿Me has entendido?

Volví a decir que sí. Él se dirigió al frigorífico con parsimonia. Tenía un aire indiferente, como si lo que estuviera haciendo no le resultara placentero, como si se tratara de una misión fastidiosa. Empezó a revolver las latas y las botellas en busca de una bebida que le apeteciera.

Aquel tirón tan brutal me había deshecho el peinado y ahora la masa que formaba mi pelo con las horquillas colgaba informe y ridícula de mi cabeza. Los recuerdos de mi casa, mi sofá y mi televisión empezaron a asaltar mi imaginación envueltos en una intensa añoranza. De pronto, pensé que, por mucho dinero que aquel tipo hubiera soltado, de haber sabido que me iba a hacer tanto daño, yo jamás hubiera accedido. Sin duda, Mánol sí se lo había olido. Fue quizá en ese momento cuando las impresiones que yo había percibido a lo largo de los días tomaron forma. Comprendí con amargura que, en realidad, no había razón para que Mánol me cuidara como a mí me había gustado creer. Qué absurdo, me dije, si ni siquiera tiene conmigo las escasas atenciones que tiene con esa medio esclava, la rubia platino. Qué ridículo haber creído que guardaba hacia mí algún tipo de afecto, ¿por qué iba a hacerlo si no es más que un proxeneta, esto es un negocio y apenas si nos conocemos? Comprendí que lo que Mánol quería de mí era que le sirviera de cebo para juntar dinero. Que estaba dispuesto a llegar al límite con tal de coger billetes. Me había dicho que me pagaría a final de mes. Me había hablado de más de medio millón descontando las cien de la pensión. Sabe Dios con cuánto más se quedaría él y, por muy atractiva que yo resultara, el secreto estaba en consentir que aquellos hombres hicieran conmigo lo que una mujer con dignidad jamás les hubiera permitido. Yo creo que en ese momento se definieron mis ideas pero era tal la confusión que sentía que aún necesité tiempo para ordenarlas. Tuve la amarga certeza de que en aquel tugurio me estaba ocurriendo lo de siempre. Desterrada en aquel rincón del mundo se habían reproducido los mismos patrones que ya había conocido con mis amigos, con Charli y hasta con los compañeros de trabajo.

Será culpa mía, me dije vencida. Soy una garrapata que intenta nutrirse de la seguridad de los otros. Debo de ser un lastre, por eso se ha cansado Charli igual que se cansaron los novios anteriores, seguí pensando. ¿Por qué he venido aquí?, me pregunté de súbito con una fuerte ansiedad. ¿Por qué estoy sometida a esta porquería si yo no hubiera tenido necesidad de rozar este mundo ni con el pensamiento?

La repentina certeza de que mi manera de ser me convertía en carne de cañón para que cualquiera se sirviera de mí empezaba a martillearme. Nunca se había cruzado en mi camino una persona que no estuviera dispuesta a utilizarme tanto como lo hacía Mánol aunque no fuera para sacar dinero. Charli, por ejemplo, presumía de mí frente a su familia. Me utilizaba para demostrar su buen gusto luciendo ante sus hermanos una novia alta y guapa, con estudios y educada. Pero a la hora de la verdad, le importaba muy poco que yo me sintiera a gusto. Charli jamás se esforzó en averiguar lo que yo sentía cuando estaba decaída. Más bien, lo que hacía era reforzar mi inseguridad con su tono suficiente y su forma de tratarme como a una histérica.

En cuanto se vaya este tipo me largo de aquí, me juré. En medio de aquella situación desagradable fue como si en mi mente se abriera una ventana que dejara entrar la luz del día.

Ahora sí, empezaré una nueva vida, pensé exaltada, lo primero que voy a hacer es dedicar mi tiempo libre a estudiar música. Aprenderé a tocar el arpa.

No he conseguido entender qué fue lo que hizo que aquel anhelo olvidado se instalara, precisamente en ese momento, con un brío rotundo en mi voluntad.

Desde niña había tenido esa ilusión pero en casa no estaban dispuestos a dejarme perder el tiempo en chorradas. Mi padre quería que yo tuviera estudios universitarios, igual que mis tres hermanos. Él era albañil y trabajaba hasta la extenuación con tal de ganar dinero. Sólo deseaba que sus hijos estudiaran, igual que los de las personas que vivían en aquel barrio que, desde niño, había mirado con resentimiento. Esta ambición era obsesiva para mi padre. En casa nunca les importó nada de mí, salvo que llevara buenas notas y no les diera problemas. Hay que reconocer que ya tenían bastantes con pelear la vida. El caso es que me encontré con un buen trabajo gracias a mis estudios y por eso me vine a Madrid. A los pocos meses de llegar empecé a salir con un chico del que me enamoré ciegamente. Aquella primera relación no duró ni un año. Él me abandonó por una antigua compañera de su infancia que, según dijo, era mucho más fea que yo pero sabía hacerle soñar. Fue entonces cuando debí de meterme por un camino equivocado, un camino de dependencias y de vacilación que no llevaba a ninguna parte. Como para comprarme un arpa y dedicar las tardes a hacer ruidos con ella. A ninguna de las personas que yo conocía le resultaba interesante esa idea y la fui arrinconando. No tenía arrestos para decidirme a hacerlo sin que alguien me animara.

En esto, mientras el cliente se bebía el refresco, decidí que había llegado el momento de apartarme de todo aquel que me tratara con suficiencia. No tengo que esperar a que venga nadie a sacarme de ningún sitio ni a indicarme por dónde hay que ir. Soy yo quien debe cuidar de mí misma. En realidad, me dije con la vehemencia que da haber descubierto el secreto del equilibrio, en este momento, «yo» soy lo único que tengo.

Pensaba estas cosas mientras el cliente me observaba y es probable que mi actitud, sin que yo fuera consciente, resultara distraída. No es extraño, mi deseo no era otro que verle salir por la puerta para recrearme con calma en todas las ideas que me estaban viniendo a la mente. El proyecto de una forma de vivir propia se estaba haciendo sitio en mis pensamientos por muy paradójico que resulte teniendo en cuenta las circunstancias en las que estaba.

No hay duda, mi gesto se hizo ausente, incluso despectivo y eso seguramente acabó por enfurecerlo. Como era de suponer, empleó los medios infalibles, los que él conocía, para conseguir que yo olvidara cualquier asunto que no lo tuviera a él por protagonista. Volvió a decirme que me desnudara des-pa-cio.

Por supuesto que intenté con toda mi alma darle gusto para que no volviera a maltratarme; ansiaba terminar cuanto antes y que se largara de una vez. Volví a agarrar el bajo de mi vestido con las manos. Intenté hacerlo muy despacio. Antes de que lo hubiera subido hasta las caderas, aquel hombre volvió a acercarse a mí y me volvió a tirar al suelo propinándome otro rodillazo en el culo.

—¿Pero es que me vas a tener así toda la noche? —dijo gritando—. Por última vez, Terés, hazlo des-pa-cio.

Perdí el control de mis actos. Me levanté aterrada y corrí hacia la puerta. Antes de alcanzarla me había agarrado de un brazo. Di un traspié pero esta vez no llegué a caerme porque él me sostuvo casi en vilo por el pelo. Me dolían terriblemente los tirones.

—Pero, ¿esto qué es? ¿Tú de qué vas? —dijo mientras iniciaba otra tanda de rodillazos en mi culo sin soltarme del pelo.

Me puso en el centro de la habitación y me obligó a agacharme hasta que mi cara quedó contra el suelo. Implacable, volvió a ordenarme que me desnudara «des-pa-cio», mientras se sentaba en el sillón a mirarme.

Ya era imposible contenerme. Llorando me puse en pie y volví a intentarlo con toda la lentitud que pude.

—Por favor, por favor... —repetía yo entre sollozos.

Los golpes salvajes de ese bárbaro me tenían aterrorizada. Al fin me saqué el vestido y él no dijo nada. Entonces me quité el sujetador.

—Lo que me temía —dijo cuando terminé—, tienes las tetas en forma de pera.

—¿Qué? ¿Cómo? —me atreví a susurrar.

—A ver ahora si, al menos, sabes chuparla —dijo poniéndose en pie.

Saqué fuerzas de flaqueza y me arrodillé frente a él. Al menos ya sabía lo que debía hacer, chupársela. Le bajé la cremallera del pantalón y se lo deslicé con delicadeza por las piernas. Caí en la cuenta de que aún tenía la chaqueta puesta y su aspecto resultaba ridículo. Intenté recuperar la profesionalidad. Me levanté y le saqué la chaqueta, después le desabroché la camisa y se la quité. No tenía vello en el pecho. Yo me esforzaba tanto como podía pero el truco que hasta entonces me había servido, la seductora idea de vender la imagen de una mujer conocedora de los deseos de los hombres, me había abandonado por más que intentara convencerme de que no tenía más remedio que continuar. Amablemente le pedí que se sentara. Le quité los zapatos y después los calcetines. Llevaba un slip pequeño y ajustado que parecía una braga. Él mismo se lo sacó. Tenía una polla delgada que, al empalmarse, se le torcía. Así, desnudo, resultaba aún más desagradable pues su físico era parecido a un armario de un solo cuerpo; recto, sin diferencias, casi tenía la misma medida de hombros que de caderas y eso hacía que de hombros resultara estrecho y de caderas ancho. Me cago en la leche que te han dado, asqueroso, pensaba yo mientras besaba su polla y aparentaba interés por ella. Él no decía nada, me quitaba las horquillas que habían quedado enganchadas entre mi pelo. Lo hacía sin cuidado, con brusquedad. Yo intentaba sobre todo agradarle, hubiera hecho lo mismo con cualquier perro peligroso; se trataba de evitar su mala leche, pues estaba claro que aquel hombre no respetaba las reglas del juego. Su deseo era abusar, obtener más de lo pagado y yo no sabía en qué lugar estaba su límite, ni siquiera si la idea de un freno existía en sus cálculos. Con las manos le acaricié los huevos, que me resultaron excesivamente fríos. Tienes huevos de muerto, pensé vengativa. Se corrió en mi boca y me dio asco, igual me hubiera sucedido con el vómito de un zombi. Escupí sin pensar lo que hacía. Como era de esperar, a él no le gustó que yo mostrara tan poco entusiasmo por retener en la boca su pastiche blanquecino. Estuvo a punto de abofetearme, seguía convencido de que el dinero le daba derecho a todo. Afortunadamente, se contuvo. Luego se quedó tranquilo. Yo continuaba de rodillas sin atreverme a hacer ningún movimiento.

Me mandó servirle un whisky.

—Nunca entenderé —dijo de pronto— de qué están hechas las mujeres de tu clase. Os merecéis cualquier cosa. Porque ¿no irás a decirme que tú no has encontrado otro trabajo, verdad?

Y tú de qué estarás hecho, pensé muerta de asco y de deseos de verle caer fulminado por el golpe de un rayo justiciero.

Después me mandó tenderme en la cama boca arriba y cogerme los pies. Mi sexo quedó completamente expuesto. Me penetró mientras sus manos se crispaban con fuerza en mi cintura. Intenté mover la pelvis con agilidad, sólo deseaba que se corriera cuanto antes y que se marchara. Pero en esa postura me costaba trabajo moverme y eso hacía que mi angustia fuera en aumento, y mi interés por no demostrarla me extenuara. Para qué contar que se me hizo eterno. Cuando se marchó y sentí la puerta cerrada tras él tuve que respirar hondo varias veces. Aquel cliente tenía algo que iba más allá de lo desagradable. Desde que le vi entrar su gesto me inspiró auténtico miedo. Por más que lo intenté, no pude tomar aquella sesión con la ligereza de las demás porque existía algo peligrosamente frío en su cara que no dejaba traslucir ningún pensamiento, ningún sentimiento. Tuve la sensación de que lo que en realidad necesitaba aquel hombre para disfrutar era matarme a golpes. Sus palabras daban vueltas en mi cabeza: «Os merecéis cualquier cosa», y me sentía indefensa frente a la amenaza que adivinaba en ellas.

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2003
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Fecha de publicaciónDiciembre 2004
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