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El cliente

Ricardo Costoia
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Fue en una tarde ca­lien­te de enero que entró por pri­me­ra vez, ca­mi­nó entre las mesas y se ubicó fren­te a la ven­ta­na. Dal­mi­ro le dio las bue­nas tar­des, con la son­ri­sa au­to­má­ti­ca de los co­mer­cian­tes y con pom­pas me­cá­ni­cas le pre­gun­tó qué se iba a ser­vir. De­vo­lu­ción de cor­te­sías y gi­ne­bra.

Ésa fue la pri­me­ra vez, que con la su­ce­sión de los días y la re­pe­ti­ción, bus­ca­da o no, creó el mis­te­rio.

La vista sobre la ven­ta­na, fija vaya a saber en qué. El hielo de la gi­ne­bra de­rri­tién­do­se. El mis­te­rio de una pos­tal de atar­de­cer tar­dío que a veces sólo cam­bia­ba por el paso del tiem­po. Como la evo­lu­ción de una fo­to­gra­fía que trans­mu­ta la luz anaran­ja­da del ocaso, como esas fotos en sepia, hasta re­sal­tar los co­lo­res, bajo la luz ar­ti­fi­cial de los fluo­res­cen­tes. Sin cam­biar el ob­je­ti­vo de po­si­ción, con mo­vi­mien­tos im­per­cep­ti­bles, di­mi­nu­tos.

Y desde la barra el mis­te­rio del atar­de­cer para los mis­mos pa­rro­quia­nos que se agru­pa­ban para el ri­tual del tinto. Para com­par­tir las ru­ti­nas del día. Para men­tir y fin­gir creer. Para jus­ti­fi­car la jor­na­da mag­ni­fi­can­do los ma­ti­ces. Para men­tir­se y creer­se por con­ve­nien­cia, por ne­ce­si­dad.

El viejo Dal­mi­ro desde hacía un mes se li­mi­ta­ba a darle las bue­nas tar­des y ser­vir­le la gi­ne­bra. No era ne­ce­sa­rio pre­gun­tar, desde sus pocas pa­la­bras ya co­no­cía sus há­bi­tos. Pero sólo eso. Ni su nom­bre, ni de dónde venía, ni adón­de iba ya en­tra­da la noche. Sólo la gi­ne­bra y un «bue­nas tar­des» de voz cas­ca­da. Los tres pesos sobre la mesa y ma­ña­na será otro día.

Cuan­do los mu­cha­chos lle­ga­ban se te­jían todo tipo de con­je­tu­ras sobre el mis­te­rio­so, no po­dían so­por­tar la pre­gun­ta, se debía res­pon­der. Pero esa res­pues­ta cam­bia­ba en cada no­che­ci­ta, siem­pre al­guien traía un dato nuevo. Una fa­bu­la­ción, a veces ra­zo­na­ble, ge­ne­ral­men­te dis­pa­ra­ta­da. Siem­pre era acep­ta­da. La norma tá­ci­ta de esa le­gión de men­ti­ro­sos era no des­cu­brir­se. ¿Para qué rom­per esa ar­mo­nía sos­te­ni­da por hilos dé­bi­les, for­ta­le­ci­dos a rigor de com­pli­ci­dad?

Dal­mi­ro lo mi­ra­ba desde atrás de la ex­press, es­pe­ran­do que el po­ci­llo se col­ma­ra. Y nada.

De­ce­nas de po­ci­llos y nada. Atar­de­ce­res y no­ches y nada.

¿Es­pe­ra­ba a al­guien? Para qué pre­gun­tar, eran tres man­gos todas las no­ches y él vivía de eso.

Cada día se agre­ga­ban datos jamás pro­ba­dos, con­for­man­do la per­so­na­li­dad del mis­te­rio­so de la ven­ta­na. Una per­so­na­li­dad in­con­gruen­te: eva­di­do, pe­de­ras­ta, viudo, ho­mo­se­xual, san­tón. Ex re­pre­sor, ex cura, ex po­cho­cle­ro de la plaza Colón, ex guar­da­vi­das de una playa ale­ja­da... y tan­tos ex que no le hu­bie­sen al­can­za­do una do­ce­na de vidas a ese mor­tal para cum­plir con todos los ex que le ha­bían de­cre­ta­do.

La única cer­te­za era la so­le­dad, pero siem­pre había un por qué, tenía que ha­ber­lo. Al­gu­na vez se acer­ca­ban a pe­dir­le fuego o la hora. Más que por ne­ce­si­dad, por cu­rio­si­dad. Sólo ne­ga­ba con la ca­be­za, sin emi­tir so­ni­do, con la vista a tra­vés de la ven­ta­na, con­tem­plan­do fi­ja­men­te la nada.

Los mu­cha­chos no ne­ce­si­ta­ban di­si­mu­lar sus mi­ra­das cu­rio­sas, él jamás los miró. Ya lo to­ma­ban como un ac­ce­so­rio más del café, pero con el mis­te­rio de un mue­ble que se va y vuel­ve.

Cuan­do el chis­mo­rro­teo subía de vo­lu­men, Dal­mi­ro los lla­ma­ba al orden: «¡Son tres man­gos dia­rios, qué joder!».

Una noche de oc­tu­bre cuan­do los mu­cha­chos ya se ha­bían ido, el mis­te­rio­so se­guía ahí, con la gi­ne­bra ca­lien­te sobre el ne­ro­li­te. Ge­ne­ral­men­te se re­ti­ra­ba un tiem­po antes, pero esa noche aún es­ta­ba allí.

Dal­mi­ro poco a poco fue dando mues­tras de su vo­lun­tad de re­ti­rar­se. Le pre­gun­tó desde el mos­tra­dor si iba a tomar café, para apa­gar la ex­press. Negó con la ca­be­za. Luego fue api­lan­do las si­llas sobre la mesa y em­pe­zó a ba­rrer. Nada, no se iba. Cuan­do ter­mi­nó de ba­rrer, apoyó los codos sobre el mos­tra­dor y es­pe­ró. Por los tres man­gos lo hu­bie­se es­pe­ra­do hasta el Apo­ca­lip­sis. No fue ne­ce­sa­rio.

El mis­te­rio­so le­van­tó la co­pi­ta de gi­ne­bra, añe­ja­da en ese ín­fi­mo cáliz desde el atar­de­cer. De un sorbo la vació. Mi­ran­do hacia el mos­tra­dor, vol­vió a le­van­tar­la vacía:

—Dos más —pidió.

Dal­mi­ro no salía de su asom­bro. El mis­te­rio­so había ha­bla­do, hasta había es­bo­za­do una son­ri­sa. Y ade­más, eran nueve man­gos.

Cargó las copas en la ban­de­ja y se di­ri­gió hasta la mesa. Las puso fren­te al mis­te­rio­so y cuan­do se apron­ta­ba a re­gre­sar tras el mos­tra­dor lo es­cu­chó:

—Sién­te­se Dal­mi­ro, una es para usted.

Dal­mi­ro obe­de­ció y agra­de­ció, dejó la ban­de­ja sobre la pila de si­llas de la mesa ve­ci­na y se sentó. Fue la pri­me­ra vez que lo vio a los ojos. Su ros­tro es­ta­ba dis­ten­di­do, se­reno. Él tam­bién lo mi­ra­ba a los ojos, pero no ha­bla­ba. Dal­mi­ro se sin­tió ner­vio­so. Para rom­per el hielo le co­men­tó la frial­dad de la noche, es­pe­ran­do al­gu­na pa­la­bra.

Afir­mó con la ca­be­za son­rien­do, sin des­viar la mi­ra­da cla­va­da en los ojos de Dal­mi­ro. La son­ri­sa lo re­la­jó. En­va­len­to­na­do en la res­pues­ta le pre­gun­tó qué hacía a aque­llas horas:

—Hago tiem­po —le res­pon­dió.

Am­pa­ra­do en las con­je­tu­ras que ha­bían lu­cu­bra­do los mu­cha­chos le pre­gun­tó si tra­ba­ja­ba de se­reno.

Negó con la ca­be­za, di­ver­ti­do. La risa fue con­ta­gio­sa, con un dejo de ner­vio­si­dad en el caso de Dal­mi­ro. Le pre­gun­tó si es­pe­ra­ba a al­guien.

—Sí —le con­tes­tó rien­do.

Dal­mi­ro lo miró con lás­ti­ma, pre­su­mien­do que es­ta­ba ante un desai­ra­do, un amu­ra­do ne­cia­men­te es­pe­ran­za­do.

El mis­te­rio­so alzó la copa e in­vi­tó con un gesto de cho­car las copas al brin­dis. Dal­mi­ro juntó las copas y éstas emi­tie­ron un tin­ti­neo que rom­pió el si­len­cio de la ma­dru­ga­da.

—Por el viaje —brin­dó el mis­te­rio­so y se clavó la gi­ne­bra de un tirón.

Dal­mi­ro bebió de su copa y le pre­gun­tó si se iba de viaje.

—Nos vamos de viaje.

Dal­mi­ro rió con una risa ge­nui­na y pre­gun­tó adón­de:

—Lejos —le con­tes­tó.

Rie­ron los dos, esa risa com­par­ti­da le hizo ganar con­fian­za. Entre risas le pre­gun­tó que quién era.

Clavó sus ojos en los de Dal­mi­ro, pro­fun­da­men­te. Alzó la gi­ne­bra y la bebió de un trago. Se paró e in­vi­tó:

—Vamos, se hace tarde.

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Copyright ©Ricardo Costoia, 2002
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Fecha de publicaciónNoviembre 2003
Colección RSSFabulaciones
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