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Lo que nunca se irá

Juan Cruz Mateu
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Esa piedra en el zapato le molestaba demasiado.

La calle era un indomable hormiguero autónomo, y la acera aún más peligrosa que el asfalto y el hierro de los coches. Ni pensar en detenerse, ya que la avalancha de carne lo arrastraría. Caminaba de una forma original y grotesca, en interminables posturas, hacia ningún lugar preciso. «Notre Dame me iría al dedillo como telón de fondo», pensó, creando en la mente una imagen de Quasimodo con su rostro. Una sonrisa condescendiente le aligeró lo incómodo, pero pudo más el dolor agudo que despertó en el talón, clamando alivio. Moviéndose como un reptil alcanzó el amparo de una esquina, mientras la muchedumbre esperaba el cruce del semáforo. Bajó hasta su zapato para hurgar un instante; la piedra le bailaba en los dedos y finalmente se escurrió hasta la punta del pie. Echó una maldición cansina y fue más a fondo, trastabillando en el piso. Levantó la mirada, con ese gesto vergonzoso que nos nace cuando hacemos el ridículo y pensamos que nadie lo ha notado, aunque la realidad sea todo lo contrario. Una señora mayor lo miraba como si fuera un fenómeno de circo; por las dudas se aferró al bolso verde que colgaba de su hombro. Un niño en patines sonreía con burla y le tironeaba el saco a su madre; no quería que se perdiera de aquel señor raro tirado en la vereda, con la mano dentro de un zapato. «Enano podrido, cómo me gustaría que la piedra estuviera en tus patines, a ver si andarías con esa sonrisa de camello con rueditas», pensó, y sacó la dentadura como defensa, buscando asustar. El niño no hizo nada y aseguró la victoria con su indiferencia. Quiso insultarlo pero prefirió el silencio, ya que la madre del niño lo oscultaba frunciendo el entrecejo. La sola imagen de su mano apretando la cartera, preparando el ataque, lo hizo volver al zapato agachando la cabeza como un perro arrepentido. Y la piedra que le bailaba entre los dedos, y el sabor agridulce en la boca, y lo incómodo de su escasa flexibilidad. Sintió el aire espeso; una barrera de vacío y silencio llegando al oído. Al mirar atrás se encontró con una inmensa pared de gente presta a la largada. El semáforo dio el cruce, y obligado por la expansión de los cuerpos se lanzó a la calle.

La intrusa del zapato se volvía pasajero inquieto. Notó que el dedo índice de su mano sangraba; seguramente la hebilla del costado, cuando sintió el primer empujón y tuvo que levantarse como un cierre relámpago. «Montón de escombros arrinconados en ningún lugar», se dijo en el pensamiento. Era el hombre del maletín, sí, era ese maldito que le había clavado la rodilla en la nuca cuando todos se abalanzaron para cruzar. Lo buscó entre cabezas que parecían cerillos quemados; al fin vio que no estaba muy lejos como para alcanzarlo y clamar justicia hecha puños. Arremetió con suspicacia hacia el culpable de la sangre, y entonces fue el pinchazo en el empeine y unos pasos aberrantes, de zombi. Ya la maldición se escuchó clara por encima del tráfico; hasta el hombre del maletín dio media vuelta para reír, sin saber por qué. Pero era igual, pues la imagen de una persona saltando en una pierna y chupándose el dedo no necesita justificativo para la risa. Incluso el conserje del alto edificio donde desapareció no había perdido detalle de lo sucedido, devolviéndole la complicidad a su jefe mientras abría la puerta con una reverencia.

Se chupaba el dedo. Se chupaba el dedo que sangraba, y tenía una piedra metida en el zapato. El zapato derecho, justo él que era diestro. «Sí, seguro que hoy me levanté con el otro pie, como siempre», volvió a pensar. Pasó donde el conserje, que jugaba al distraído detrás del cristal. La muchacha de limpieza espiaba por sobre su hombro y le decía algo al oído. Otra vez esas sonrisas que lo enrojecían, y otra vez la maldición interna. Recordó a Travolta y sus zapatos; la melodía de «Staying Alive» surgía para marcarle el paso, trunco y huraño. Volvió a reír para alejarse, pero la molestia lo acercaba. Buscó en un bolsillo su pañuelo e intentó algo para el dedo, ¿pero de qué manera? ¿Un pañuelo para un dedo? Quiso hacer un nudo y lo vio ridículo, aún más que su andar. Prefirió llevarlo apretado, hasta que la sangre se detuviera. Serían sólo unas cuadras, un dedo con un pinchazo no sangra por mucho tiempo.

Todo alrededor se tornaba una trágica burla. El sol de mediodía que brotaba por las azoteas. El sudor en la frente. El pullover sofocante. El pañuelo teñido de rojo.

Y la piedra en el zapato.

Pero muy adentro sabía que era necesario encajarse en el cuadro, porque una carga lo obligaba. Debía llevarla allí consigo, soportando el cuerpo, recordando cómo había sido alguna vez, cómo nunca volvería a serlo. La piedra estaba allí, de un lado a otro, sondeando el zapato. «Ana no me va a creer, mejor no le cuento nada; va a pensar que estoy ido. Después de todo, es una piedra, una mísera piedra. Pero me molesta.»

El dedo le dejó de sangrar; el pañuelo no. Estaba empapado y decidió tirarlo; ya su esposa lo cargaría de preguntas y dudas, y no estaba para esos rodeos. Quería sentarse de una buena vez y terminar con aquella tortura. Llegó la esquina siguiente, y de nuevo el semáforo. Y fue que el empeine le gritó de martirio hasta tenderlo en el cordón. Ya no le importaba. Era la inquisición de la piedra en el zapato, era el calvario de lo minúsculo agigantado. La gente lo pisó, y lo pateó, y lo insultó como si ése hubiera sido el último trance para descargar los rencores contra el mundo.

Ahora pensaba en el pirata Morgan. Un policía se acercó y en forma servicial preguntó si lo podía ayudar. «Una piedra en el zapato que me molesta demasiado», dijo metiendo nuevamente la mano. El policía no entendió; luego de meditar un momento, con una leve sonrisa caritativa lo ayudó a levantarse. «Venga conmigo, que lo acompaño hasta la plaza. Allí se sienta y tranquilo saca esa piedra.» Tropezando, se abrieron camino a través de la muchedumbre. Se sentía abatido; quería estar en su casa sentado, perdido en la televisión y un partido. Llegaron a la esquina anterior a la plaza. Levantó la mirada, y encontró nuevamente a la señora del bolso, y al niño de los patines con su madre. Los tres se compadecieron de sus arrugas y desaparecieron avergonzados.

Ya en la plaza, el policía lo sentó en un banco. «Bueno abuelo, lo dejo para que descanse y se tranquilice. Suerte con esa piedra.» Luego se alejó, sin antes mirar al banco. Llegó a la esquina y desapareció, preguntándose si estaría perdido o senil. Pero al dar vuelta a la ochava se olvidó de todo.

El cambio de ambiente fue para bien. Sintió tranquilidad; estaba sereno y nadie lo molestaba. Pensaba, eso sí, que tendría que volver a su casa por el mismo camino, enfrentando la misma jauría de cuerpos, la acera amenazando en cada baldosa. Pero dejó de importarle. El verde del césped lo alegraba, y la vuelta sería sin piedra. Por fin levantó su martirio y desencajó la pierna ortopédica. Quitó el zapato y tiró al demonio la piedra. «El pirata Morgan», volvió a pensar. «Un bolón cachado.» Miró un momento el vacío derecho; aún estaba con él, sin duda; allí, muy adentro de él. Ya extrañaba sentir la piedra en la pierna; no quería dejar de hacerlo. Pero era necesario de una buena y sana vez.

Suspirando, volvió todo a su lugar. Miró a la gente, miró el cielo y la tierra y marchó a casa. Seguro su mujer estaría preocupada por la tardanza; nada que unos buenos mimos no pudieran enmendar. Llegó a la esquina y se detuvo. Algo le hizo dudar con una sonrisa de picardía. Finalmente decidió solucionarlo en su sillón. Le picaba la pantorrilla.

Para mi abuelo Domingo
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Copyright ©Juan Cruz Mateu, 2001
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Fecha de publicaciónNoviembre 2002
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