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Gris de tiempo gris

The boys and the band, vol. II

Nicolás Soto
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—¡Paren, paren! ¡Ya va! ¡Un momentico! —el fatigado gimoteo de las guitarras cesó bruscamente en un ahogo decapitado.

David se secó el sudor con el envés de la mano derecha sin dejar de oprimir firmemente el plectro.

—Así no sirve, vale. Comenzamos bien y, de repente a mitad de la pieza, perdemos ímpetu. Vamos de nuevo. Un... dos... tres...

Los instrumentos sonaron otra vez. «El Bolondrito» agarró el micrófono y, con voz melosa y aterciopelada, atacó la melodía.

Mi amor ha sido
siempre burlado
y no he encontrado
en quien confiar
hasta que al fin mi sueño se cumplió
hoy estás tú, muy junto a mí
¡Ah!, tu sola imagen
a mí me alivia
gracias al cielo
te tengo a ti
amor como el que tú me das
no me darán más
y es lo mejor que yo veo en ti

El musiú Giancarlo se aprestaba a desglosar el solo de órgano cuando volvió a sentirse la voz impaciente de David.

—No, no... ¡así no sirve!

Sojito soltó las baquetas diciendo:

—Quebramos como imitadores de Los Darts.

—Pedrarias ven acá, por favor —dijo David.

El ex monaguillo se acercó. Sojito, Giancarlo y «el Bolondrito» se fueron al rincón opuesto a fumar.

—Hermano, no sé —arrancó David con cierto dejo incómodo—, pero no te veo en el instrumento.

Pedrarias retuvo el semblante hosco, contrayendo los carrillos.

—Mira —continuó David—, no te lo digo con intención de descalificarte, pero ese bajo se te está escapando de control.

—¿Por qué lo dices? —replicó Pedrarias.

—Estás frenando el tempo, vale. Aparte de que, en algunos compases, te atraviesas y le entras tarde a los acordes, como si no midieras.

—Es que me hace falta una segunda guitarra para guiarme.

—Eso no es excusa.

Giancarlo terció desde el otro rincón.

—Si quieres dejo el órgano y agarro la otra guitarra para que no te pierdas.

—Esa canción sin órgano no suena igual —opinó «el Bolondrito».

—Con órgano o sin órgano él no tiene por qué perderse —enfatizó David, viendo a Pedrarias.

—Le damos sin bajo, pues —expresó burlonamente «el Bolondrito».

Pedrarias se zafó del bajo y apagó su planta con gesto contaminado de adrenalina.

—Le dan sin bajo, pues —dijo con tono reseco y dirigiéndose hacia la puerta del balcón.

—¿Te vas a ir y nos vas a dejar a solas con este cargamento de aguardiente de tu papá? —preguntó con tono de burla acentuada «el Bolondrito».

Sojito siguió a Pedrarias hasta las afueras del galpón donde el señor Viera almacenaba cajas de güisqui, ron y otros licores.

—Cónchale, mi llave, no es para que te pongas tan susceptible.

Sojito estiró el brazo para ofrecerle un cigarrillo. El contraste entre los portes de ambos era notorio: el liliputiense y el desgarbado.

—Ya estoy hasta aquí de ese carajito —Pedrarias encendió su cigarrillo con chupadas ansiosas, inflando sus mejillas como si fuesen a estallar.

—No le hagas caso.

—Es que me revienta los cojones. Se cree el cantante más bello del sistema solar.

Sojito se encogió de hombros.

—En fin, no hay que ahogarse por tan poca cosa.

Pedrarias miró a su compañero de grupo.

—¿Cómo crees que estoy tocando? —preguntó.

Breve pausa.

—David tiene razón —contestó Sojito—. A veces te enredas, pierdes el paso y por poco no nos haces enmarañar a todos al mismo tiempo. Pero no es cosa que no se solucione con más práctica.

—¿Más práctica? Mira cómo tengo los dedos ampollados. Me la paso repasando las escalas con Pantaleón.

—Yo que tú no me dejaría influenciar por Pantaleón, porque él lo que sabe tocar es guarachas y el rock es otra cosa.

Pedrarias respiró hondo, mostrando su desánimo.

—Quisiera ser como tú, Sojito, y tener ese oído y esa habilidad para aprender que posees. Fíjate, ya eres mil veces mejor baterista de lo que fue «el Bolondrio». Lo lograste en tiempo récord. Aunque, viéndolo bien —Pedrarias agarró al pequeño tamborilero por los hombros—, no creo que esas profundas ojeras te hayan salido de tanto ensayar. ¿Qué te está pasando, panita? ¿Estás enfermo?

Sojito hizo un esfuerzo para disimular su turbación.

—No, vale. Es que anoche dormí mal.

Giancarlo asomó su leonina cabeza por la ventanilla de la puerta corrediza.

—Bueno, ¿le damos o no le damos?

Entraron. David estaba afinando una guitarra de doce cuerdas que le habían traído recientemente de Caracas. Sojito tomó la Telecaster y pulsó unos acordes. David lo vio con curiosidad.

—Oye, Sojito, ¿qué canción es ésa?

Por toda respuesta, Pedro Esteban continuó machacando la tonada en una extraña jerigonza que servía de marco melódico al ritmo que brotaba de la Telecaster. David, ni corto ni perezoso, fabricaba acertadamente pinchazos armónicos matizando el número.

—Ahora sí nos acomodamos con el guachi-guachi —comentó despectivamente Pablito Awad.

Pedrarias pretendía seguir, con el bajo, el patrón armónico de Sojito y David sin conseguirlo adecuadamente. La frustración era evidente en su rostro. En eso entró el «Chino» Rivera gritando, sin preámbulo, desde la puerta.

—¡Miren lo que traigo aquí! ¡Adelante, ramillete!

El «Chino» se apartó para que irrumpieran en el caluroso galpón María Enriqueta, Rosita Bustamante y Julia. Pedrarias dejó el bajo en manos de Giancarlo y se dirigió a hacer los honores de dueño de casa, seguido de cerca por «el Bolondrito».

Al ver a Giancarlo con el bajo, y sin interrumpir al reconcentrado Sojito, David conminó:

—Dale así, musiú —enseñándole un formato de acompañamiento que se acoplaba perfectamente con lo que Sojito estaba interpretando. Mal que bien, aunque en mejor forma que Pedrarias, Giancarlo agarró el paso y prontamente, entre los tres, tuvieron un esqueleto coherente de la canción.

Las muchachas veían todo esto más con curiosidad que con entusiasmo.

—Mira, chico, el pichón de cura es cantante —deslizó el «Chino» Rivera, con intención bromista.

«El Bolondrito» medio asintió amoscado, intentando hacerse notar por Julia.

—Y también toca guitarra el condenado —remachó el «Chino», dejando translucir admiración.

Las tres muchachas reían al observar el frenesí que iban tomando los músicos, aunque sin dejar de sentirse un poco aturdidas por el alto volumen de los instrumentos. Pedrarias y María Enriqueta intercambiaron miradas profundas y cristalizadas.

Sojito continuó escupiendo su galimatías por cuatro minutos más hasta que, no sabiendo que más hacer y con los brazos fatigados por lo pesado de la Telecaster, finalizó la pieza con un estruendo definitivo y glorioso. Al escuchar los aplausos divertidos de los recién llegados, se percató de la presencia de las chicas y se ruborizó de pies a cabeza.

El «Chino» se acercó, muy alegre, a felicitarlo.

—Sojito, hermanazo, qué bien estuviste. Pero no es para que te pongas así tan colorado, vale. Anímate.

Las muchachas le sonreían, alborozadas. Pedro Esteban no sabía si devolverles el gesto o ir a esconderse detrás de las cajas de ron.

—Deja la vaina, «Chino» —acertó a decir cuando al fin pudo hablar. Se volteó hacia David para informarle—: Esa canción es de Los Rolling Stones. Se llama «Debajo de mi pulgar». «Under my thumb» en inglés.

—Pero eso que tú hablabas ahí no era inglés, Sojito. Ni de casualidad —apuntó sardónicamente «el Bolondrito».

—Está muy buena —dijo David, cortándole el nuevo sonrojo a Pedro Esteban—. Vamos a montarla mejor para que la cantes.

—Te salió competencia, «Bolondrito» —acotó el jovial «Chino». El aludido ocultó una reacción tensa.

—Hola, muchachas —David dejó a un lado la guitarra de doce cuerdas y fue a saludar a las chicas, acción que de seguidas imitó Giancarlo.

De inmediato se formaron los corrillos. Pedrarias y María Enriqueta se separaron un tanto de los demás, mientras que David, Giancarlo y «el Bolondrito» se disputaban la atención de Julia. El «Chino» tomó de la mano a Rosita y se acercó a Sojito, quien había prendido otro cigarrillo.

—Sojito, no fumes tanto que te vas a pasmar —advirtió el «Chino».

—¿Qué nos queda, primo, sino escoñetarnos los pulmones? —respondió Pedro Esteban.

—Jesús, Sojito —comentó Rosita—, ése no es lenguaje para aspirantes a representantes del Señor en la tierra.

Sojito no respondió, dejando vislumbrar molestia por el recuerdo de su fallida vocación.

—No le toques ese vals, Rosita —ripostó el «Chino», capoteando el mal rato—. En fin, hermanitos, estamos aquí para formularles una invitación.

Pedro Esteban hizo gesto interrogativo. Rosita habló.

—Sí, queremos invitarlos para que toquen mañana en la noche en el acto cultural que estamos organizando en el colegio.

—Recaudando fondos para el comité pro-graduación de ellas, Sojito —complementó el «Chino».

—Podemos pagarles doscientos bolívares por la velada, siempre y cuando toquen por lo menos media hora. ¿Qué te parece, Sojito? ¿Crees que los demás acepten? —inquirió Rosita.

—Hay que hablar con ellos. Por mi parte no hay problema —respondió Pedro Esteban.

—¡Qué chévere! —Rosita se tornó hacia el «Chino» y ambos se dirigieron sendas sonrisas.

María Enriqueta se había sentado encima de unas cajas de cerveza. Pedrarias estaba a su lado, muy cerca, tomándole la mano y procurando hurtarle un furtivo beso.

—Aquí no, flaco.

—¿Dónde, entonces?

—Aquiétate, por favor, que nos van a ver.

—¿Y qué importa?

María Enriqueta se levantó, estirando su minifalda.

—Es que tú no entiendes, Wilson.

—¿Qué es lo que no entiendo?

—A lo que me expongo.

Pedrarias encendió un cigarrillo y lo chupó con aflicción.

—¿Hasta cuándo vamos a soportar este acoso, catira? Yo no deseo seguir escondiéndome.

Impulsivamente, se encaramó encima de una arrumazón de cajas de ginebra y anís, gritando:

—¡Escúcheme bien todo el mundo! ¡Este flacuchento, que aquí les habla, está perdidamente enamorado de esta rubia preciosa que está aquí abajo!

Aplausos y rechiflas de los demás.

—¡Pa’encima, Pedrarias!

—¡Ése es mi gallo, caracho!

Al descender se topó con el enojo de María Enriqueta.

—¿Y ahora qué pasa?

La muchacha le dio la espalda. Pedrarias se aproximó y, tomándola por los hombros, la volteó hacia él. Ella tenía los ojos húmedos.

—Catira linda, no llores, por favor —susurró.

—No es para que te lo tomes a juego, flaco.

—Perdóname. No quise lastimarte.

María Enriqueta se volvió a sentar.

—Ya estoy que reviento con la perenne inquisición en que vivo. María Esperanza cada día está más y más insoportable. Todo lo que hago es motivo de crítica y recriminación. Que si no le place cómo me corté el pelo, que si la falda está demasiado corta, que si no le gustan mis modales, que si no parezco una niña decente. Estoy harta, flaco, te lo juro.

Pedrarias le acarició la melena rubia.

—Sé lo que es eso, mi amor, porque estoy viviendo algo igual en mi casa también.

—No nos comprenden, flaco. No les da la gana de entendernos. Tú quieres vivir tu música y realizarte con ella. Yo quiero escribir, pintar, diseñar mis vestidos a mi manera, a mi gusto. Y, por sobre todas las cosas, ¡quiero enamorarme de quien yo quiera! No quiero ser una Ifigenia para que me sacrifiquen en el altar de la ignominia. No soy un objeto lindo para adornarle la vida a nadie.

Pedrarias se inclinó y le dio un suave beso en los labios. Ella, por instinto, puso su mano en el pecho de él ejerciendo ligera presión, como deseando alejarlo sin querer queriendo.

—No eres un objeto, catira. Tú eres, además de preciosa, inteligente. Y por eso es que te adoro.

—¿De qué vale la inteligencia si vivo encerrada en una jaula de mentiras y espejismos? En este pueblo angustiante, atrasado y miserable donde el único rasero que existe para medirte es el de cuántas de tus vacas parieron hoy. Cómo no, puedes adaptarte a él. Y hasta ser feliz si lo deseas. Pero el precio es que te conviertas en un ser obtuso como María Esperanza, o en entes embrutecidos como mis hermanas, quienes sólo viven para satisfacer a sus mariditos buenos mozos, para parirles carajitos a sus mariditos buenos mozos, para limpiarle los mocos a los hijos de sus mariditos buenos mozos, para chismorrear a la sombra de sus mariditos buenos mozos. ¿Y ellos? Muy bien, gracias, gozando en una eterna juerga y disfrutando de su derecho de pernada, porque para eso sí son machos: para exigir sumisión y para demandar obediencia. ¿No ves, flaco, que solamente de imaginar que mi vida futura pueda convertirse en un infierno gafo, como éste que vivimos en Miguaque, me erizo toda y hasta me dan deseos de morir?

—No digas eso, catira, que nada más de pensarlo...

—Detesto este pueblo, detesto este sempiterno bochorno que me impide pensar y escribir, detesto este ambiente limitante que me atolondra, detesto todo esto, flaco.

María Enriqueta estaba a punto de llorar. Pedrarias, consternado, besó sus furtivas lágrimas , una a una, con ternura y delicadeza. Ella cerró sus ojos mientras él recorría, lentamente, su faz, posando sus labios aquí y allá, por su frente, por sus párpados y nariz, hasta que llegó a sus labios. María Enriqueta entreabrió la boca y sintió en su paladar la dulzura de las palabras quedas no pronunciadas al tanto que la respiración de ambos se fundía en un único oxígeno y sus lenguas hablaban idiomas de olas y arenas solitarias. Era un embrujo indulgente sólo comparable a las visiones de la casa de muñecas, en medio de la vasta danza de los gnomos y duendecillos. Era su primer beso de mujer.

—¡¡Bueno, bueno, esos tórtolos ahí atrás que salgan!!

Las rechiflas y humoradas de los otros los obligaron a unírseles. María Enriqueta mostraba un rubor inquieto y Pedrarias lucía ligeramente turbado.

—A aplaudir y a silbar todo el mundo —ordenó el musiú Giancarlo.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Julia.

—Bueno, eso es lo que le dice mi mamá a mi hermana y a su novio cuando están en la visita y se va la luz de golpe —respondió el musiú.

—Ah, ya entiendo: manos y bocas ocupadas —clarificó Pablito Awad.

Rieron. El «Chino» Rivera reformuló la invitación para que todos la oyeran de una vez. David asintió, con lo que la presencia de Los Enigmáticos quedaba asegurada para la noche siguiente.

—Bien. Dicho y hecho. Entonces los esperamos —dijo Julia.

—Allí estaré —puntualizó «el Bolondrito», en encubierta insinuación a la atractiva morena quien se hizo la desentendida.

—Creo que lo mejor es que se vayan ustedes tres juntas —aconsejó el «Chino» Rivera a las chicas tornándose, de seguidas, hacia Pedrarias—. Panita, vamos enllavados en esta carrera porque estoy igualito que tú: no me quieren en casa de Rosita.

—Embuste, Pedrarias —terció Rosita—. Lo que pasa es que él es muy penoso y no se atreve ni siquiera a asomarse por la esquina. Ni que hubiera perro bravo.

—De todas maneras —dijo María Enriqueta—, el «Chino» tiene razón. Vamonós nosotras tres adelante porque si en mi casa se enteran que he andado por estos contornos me sale exilio dorado hasta diciembre. Chao entonces.

Las tres salieron, no sin antes María Enriqueta y Rosita compartir rápidos secreteos con sus respectivos novios. Julia se asomó a la puerta a ver si no había moros en la costa.

—Julia como que no quiere nada con nadie —comentó Giancarlo.

—Eso crees tú —replicó «el Bolondrito» con afectación.

—Prosigue el ensayo, señores —anunció David.

Sojito iba rumbo a la batería cuando Giancarlo lo llamó.

—Me gustó la canción de ahorita. ¿No te sabes otra?

—Pues sí. Si quieres la montamos de una vez.

—¿Cuál es?

—«La carta», de Los Box Tops.

—¿También en inglés?

Yeah, my friend.

Al ver a Sojito y a Giancarlo con ánimo de proseguir en la onda anglosajona, «el Bolondrito» mostró inicios de irritación.

—¿Y entonces? ¿No veníamos con las canciones mías?

—Tranquilo, «Bolo» —intervino David—, que hay para todos. No te vayas, que a lo mejor te sale coro en esta pieza.

«El Bolondrito» arrugó la cara.

Giancarlo tomó el bajo. Pedrarias, su frustración aliviada en parte por la reciente compañía de María Enriqueta, optó por sentarse un poco apartado a fumar copiosamente mientras «el Bolondrito» se marchaba a la bodega de la esquina a comprar refrescos.

el «Chino» Rivera abordó discretamente a David.

—Mira, David, ¿y cómo van a hacer con estas dos canciones en las que no tienen baterista?

David se mesó la barbilla, observando de reojo a Sojito y a Giancarlo al practicar los acordes iniciales de la pieza.

—No sé. Sojito podría darle pero necesitaríamos una jirafa para su micrófono y creo que no la podremos conseguir.

—¿«El Bolo» no puede cantarlas?

—Él no habla inglés y estos números suenan mejor en la versión original.

—¿Entonces?

—Entonces no sé.

—Te lo digo porque creo tener la solución.

David aguardó el final de la propuesta.

—Ayer se integró a mi salón —explicó el «Chino»— el sobrino del profesor Ugarte Ayala, tú sabes, el que da Física en quinto año. El tipo es el propio hippie. Se lo trajeron para Miguaque porque en Valencia lo expulsaron de todos los colegios. Me contó que era baterista de un grupo allá. Cuando le hablé de ustedes se mostró interesado, así que le dije que iba a mencionártelo a ver qué tal.

—Bueno tráelo mañana y buscamos maneras de acoplarlo.

—Eso. Otra cosa, David.

—¿Qué?

—¿Ustedes no necesitan un mánayer?

Terminado el ensayo, cada quien tomó su rumbo. Pedrarias manifestó que se iba a la arepera de la plaza Bolívar a cumplir su turno en el despacho. Giancarlo, el «Chino» y Pablito Awad decidieron irse al cine para ver, por enésima vez, Los doce del patíbulo. Sojito y David enfilaron a casa de este último a repasar Matemáticas puesto que al día siguiente presentarían un parcial.

Esa noche, luego de una sobredosis de trigonometría y logaritmos en casa de los Lisandro, conversaron un poco devorando, a la una de la madrugada, una ración de arepas con diablito y toddy que les preparó la señora Maritza.

—Pedrarias me tiene preocupado —masculló David.

Pedro Esteban levantó la mirada y esperó la continuación.

—Chico, no sé, pero —continuó David— no le veo progreso al flaco. Le cuesta mucho aprenderse sus líneas. A veces creo que voy a perder la paciencia. Es más, me gustaría que fuese el musiú quien tocara el bajo en definitiva. Me siento más seguro con él.

—¿Y cómo quedaría Pedrarias? No podemos echarlo por la borda así como así. Fue él, prácticamente, quien fundó el grupo.

David sorbió toddy del pocillo.

—Dejémoslo como utility.

—No va a querer —sentenció Sojito—. Además, él es muy celoso con su planta y con su bajo. Otra cosa, ¿no habíamos quedado en que Giancarlo se iba a quedar definitivamente en las teclas?

—Me gusta más como bajista, te diré. Y tú te mudas para la segunda guitarra para que vayas buscando maneras de sustituirme.

Sojito acusó la sorpresa.

—¿Sustituirte?

David denotó ambiente de secretos por compartir.

—Al parecer estamos mudados para Caracas.

—¿Quiénes?

—Nosotros, la familia Lisandro.

—¿Y eso?

—Mi mamá últimamente cogió la pepera de que mi papá se compre un apartamento en la grande porque está preocupadísima con Azaelito. El tipo está enguerrillado.

—¿Cómo es eso, chico?

—Bueno, vale, que está pasado de ñángara, de comunistoide. Y la vieja, cada vez que ve en la prensa noticias de desaparecidos en acción, de torturados por la Digepol y de guerrilleros muertos por el ejército, le dan vahídos. Por eso es que se quiere ir a vivir para Caracas, para mantener al Lito bajo control permanente. Y éste que está aquiles, bravísimo.

—Oye, David, eso sí está bueno: ¡mudarte para Caracas!

—Yo estoy ligando que se dé, brothercito. Desde ya te pongo a la orden el sitio para que tengas dónde llegar en la grande.

—Gracias, pana. ¿Y qué hacemos entonces con Pedrarias?

—Ese muerto te lo dejo a ti —acotó en firme David—. Bueno, ya es tarde. Lo mejor que puedes hacer es quedarte a dormir aquí.

Al día siguiente, a media mañana, Sojito se apareció en el galpón del señor Viera, tal como estaba pautado, para ensayar. Tocó en la puerta corrediza varias veces, sin obtener respuesta. A los pocos minutos, arribaron «el Bolondrito» y Giancarlo con Alfredito Enrile en su nuevo Jeep Commander.

—Bueno, gracias por el colazo, Alfredín —se oyó decir a Giancarlo al apearse.

—¿Qué fue, So-Sojito? ¿Co-cómo saliste en el e-examen? ¿Sa-sa-sacaste veinte como vaina rara? —inquirió Alfredito desde su flamante vehículo, disimulando a duras penas la tartamudez y acomodándose el sombrero delante del retrovisor.

—Por lo menos pienso que pasé. A David creo que lo coletearon —contestó Sojito admirando el Jeep—. ¿Y esa nave?

—Me-me la re-regaló e-el vi-viejo. No-nos vemos.

—Eso.

Alfredito Enrile arrancó a toda velocidad, haciendo chirriar los neumáticos y levantando una humareda parduzca. «El Bolondrito», tapándose la nariz y la boca para no tragar polvo, resintió la brusquedad del episodio.

—Ese cabeza’e ñame por qué no le irá a picar cauchos a su abuela —se quejó.

—Tú lo que estás es bravo porque te llenó el copete de tierra —guasoneó Giancarlo.

—Alfredito anda así todo el tiempo —clarificó Sojito—. Figúrate que tiene marcada por completo la manzana de María Enriqueta de tanto que se para y arranca a todo momento para que ella lo vea.

—Ése sí es verdad que es un rolo de pendejo —calificó «el Bolondrito».

—Y pensar que Pedrarias se la levantó sin tanta prosopopeya —cotejó Giancarlo.

—Hablando del rey de Roma —anunció Sojito.

En ese instante, apareció el ex monaguillo al volante de una destartalada camioneta tipo pánel. A los lados tenía, en letras verdes rebordeadas de negro, una inscripción: Panadería La Miguaqueña.

—Muchachos, les presento mi nueva adquisición —informó orgullosamente Pedrarias a sus boquiabiertos compañeros de grupo.

—¿De dónde la sacaste, Pedrarias? —preguntó Giancarlo.

—Se la acabo de comprar a Macario el portugués por dos mil bolívares. Vengo de abonarle mil trescientos que tenía ahorrados en la libreta y el resto se lo doy en dos guamazos de trescientos cincuenta más adelante.

Pedrarias descendió de la camioneta y siguió explicando.

—Tiene el motor recién hecho y camina como una delicia. Los cauchos están virgos y los frenos ni se diga: potentes.

—¿No pasa aceite? —preguntó Giancarlo introduciendo su hirsuta cabeza para ver el interior.

—Negativo, hermanazo. ¿Y saben para qué la compré?

—Dígalo, pues —interpeló el musiú desde adentro.

—Para transportar los equipos y los amplificadores cuando vayamos a tocar en la vía. ¿Qué les parece, mis muchachones?

—Entonces le sale estreno hoy —puntualizó «el Bolondrito», viendo a Giancarlo aparecer y reaparecer dentro de la camioneta con entusiasmo infantil—. ¿Y tú qué tanto haces ahí dentro, cabeza’e lión? ¡Pareces un cachicamo porque te encanta vivir encuevado!

—Bueno, ya. Entremos de una vez —conminó Pedrarias—. ¿Dónde está David?

Sojito respondió.

—Después del examen arrancó con el «Chino». Al parecer tienen un cuadre para esta noche con Julia y Rosita. Me dijo que ya venía para acá.

Giancarlo hurgó en una herida.

—Ay, «Bolondrito», nos están latiendo en la cueva.

Una vez adentro, Pedro Esteban y el musiú pretendieron enseñarle el arreglo para bajo eléctrico de «La carta» a Pedrarias pero éste, cada vez que lo dejaban sin la referencia de una guitarra rítmica, se volvía un lío.

—Qué va, mi caballo: mucha urna y poco muerto —enjuició Pablito Awad.

Pedrarias, ya molesto por lo difícil que le resultaba dominar la canción, terminó de ofuscarse.

—¿Tú qué hablas, cantante perfumado? Si te sacan de tu estilito meloso y amelcochado con el que resuelves todas las piezas te vuelves sal y agua.

—Pero por lo menos ya pasé el nivel de aprendiz.

—Eres un fraude. Pura pinta y cero sustancia.

—¿Y tú, que andas dando lástima para figurar en el grupo?

Pedrarias se enfureció e intentó abalanzarse sobre «el Bolondrito», siendo contenido oportunamente por Giancarlo.

—Quieto, flaco. Nada se soluciona con la violencia.

Dominando su enojo, Pedrarias se apartó.

—Ya vengo —salió con paso raudo.

—¿Para dónde vas? —preguntó Sojito.

—Déjalo tranquilo —intercedió Giancarlo—, eso se le pasa ahorita. Vamos a seguir ensayando.

Al poco rato llegaron David, el «Chino» Rivera y un rapaz de larga cabellera lisa que le caía sobre los hombros cual cacique apache.

—¿Ese que salió como alma que lleva el diablo en una camioneta azul no era Pedrarias? —inquirió el líder musical del grupo.

Pedro Esteban asintió explicando, de seguidas, el enojoso incidente que se acababa de producir.

—Oye, Sojito, ¿ahora te metiste también a chismoso? —la vena provocativa de «el Bolondrito» estaba en su punto cenital.

—No veo la razón —le recriminó David— para que te hayas portado así con Pedrarias.

—Es que es muy bruto y muy tapado.

—Tú no eres quién para recalcárselo. Además, aquí no hay estrellas ni vedettes de primera categoría para que vengan a indicarles a los otros qué es lo bueno y qué es lo malo. Y si a ver vamos, el último que podría asumir esta actitud eres tú, el menos imprescindible por estos lares.

Pablito Awad empalideció de la soberbia.

—Está bien, directorcito.

Con lo cual se marchó del galpón, dejando tras de sí un embarazoso y pesado silencio, interrumpido por el «Chino» Rivera para anunciar al recién llegado.

—Muchachos, les presento a Gonzalo Ayala.

El joven de melena aborigen, blue jeans raídos, franela hindú y sandalias palestinas saludó a Sojito y a Giancarlo con sendos y decididos apretones de manos.

—Mucho gusto —dijo, con ronca y reverberante voz.

—Bueno, ya que estamos aquí vamos a lo nuestro —expresó David.

Gonzalo fue conducido hasta la batería. David le indicó a grosso modo lo que se esperaba de él. Acto seguido, tomó la Telecaster. Giancarlo ya tenía el bajo. Sojito se apoderó de la otra guitarra y arrancó con los primeros acordes de «La carta».

El nuevo baterista poseía el groove más suave y atildado que el de Pedro Esteban. Sus redobles eran menos espectaculares y menos demostrativos de virtuosismo pero, a la vez, cumplían con suficiente efectividad su función de indicadores de transiciones. Luego de tres repasadas para pulir segmentos y agregación de unas cortinas finales de órgano por parte de David, la pieza estuvo lista. En eso hizo su reaparición Pedrarias, siendo efectuada la introducción de rigor con el novel tamborilero.

—¿Cómo te parece? —le preguntó Sojito en un aparte.

—No está mal —contestó, para salir del paso, Pedrarias, viéndose a leguas su desinterés con lo que lo rodeaba. Sin embargo, permaneció en el galpón hasta el final del ensayo y, posteriormente, transportó, junto con los demás, los instrumentos y equipos hasta el auditorio del Colegio María Inmaculada. Su enjuta parquedad sufrió una breve interrupción al acercársele María Enriqueta, casi a escondidas, en medio del rebullicio del grupo de chicas que arreglaba el escenario para el acto de esa noche.

—Hola, catira —susurró al divisarla.

—Flaco, ¿qué te pasa?

—¿Puedo hablar contigo a solas?

—Ahora no. La madre Del Valle anda rondando por ahí y se enrolla toda cuando nos ve conversando con muchachos más de la cuenta. Aparte de que es chismosísima.

—Catira, tengo que decirte algo importante.

—¿Nada que pueda esperar?

El gesto de Pedrarias fue inequívoco. María Enriqueta le señaló rápidamente un escondrijo de cachivaches ubicado en la parte posterior del colegio, frecuentado muy rara vez. Allí se encontraron, luego de escabullirse, por separado, cinco minutos después.

—Ya no estoy más con el conjunto, catira.

—Pero, ¿por qué? ¿Se pelearon entre ustedes? ¿Qué pasó, flaco?

—Nada, catira. Simple y llanamente, me llegó la hora de desengañarme con la música. No sirvo para eso.

María Enriqueta tomó las manos de él entre las suyas.

—No es posible. ¿Después de todo el entusiasmo y la ilusión que pusiste para darle impulso al grupo? Eso es parte de tu vida, Wilson. No puedes dejarlo así como así.

Pedrarias la atrajo hacia sí.

—Ahora que todo esto acabó, pienso marcharme de una vez por todas de este pueblo. Quiero que vengas conmigo.

María Enriqueta no pudo disimular un ligero y trémulo sobresalto. Pedrarias continuó.

—Es ahora o nunca, catira. Es el momento para dejar atrás, irrevocablemente, este calabozo ficticio. Es tiempo de vivir para nosotros, sin que nos importe un ápice lo que puedan opinar los demás. Llegó la hora de la liberación para nuestras dos almas y tenemos que aprovecharla.

—Pero, flaco, ¿adónde iremos?

—Vamos a Caracas primero, catira. Ahí tengo gente que puede darnos refugio durante un lapso mientras conseguimos un sitio para ambos. Puedo trabajar en cualquier cosa, y estoy persuadido de que conseguiré ocupación de inmediato, aparte de que tengo unos ahorros en la libreta que nos permitirán aguantarnos por unos meses. Todo esto lo he venido cocinando dentro de mí desde hace tiempo, catira linda, porque sé que nuestro lugar bajo el sol nunca estará aquí, en este pueblo lleno de gente mezquina.

María Enriqueta se apartó un tanto de Pedrarias, sopesando las emociones encontradas de su espíritu.

—¿Así tan de repente, Wilson, vienes y me comunicas esto? No me das siquiera un plazo indispensable para prepararme y tomar una decisión.

Pedrarias la tomó por los hombros firmemente.

—Mi amor, ¿cuántas veces hemos soñado con lo maravilloso que sería construir nuestro sitio lejos de aquí? Adonde no nos lleguen los rumores biliosos de esta multitud maligna que se ha interpuesto entre tú y yo con su cizaña. Ahora es el momento. Si perdemos esta oportunidad, pasaremos el resto de nuestras existencias lamentándonos. Y para mí, sin ti, no hay vida. Puedo sobrevivir sin la música donde, okey, reconozco ser una nulidad total. Pero sin tu consuelo, sin tu apoyo, sin la maravillosa presencia de tu alma, no sé qué será de mí. Ven conmigo, catira. Vamos a quemar las naves definitivamente. Vamos a romper con este presente de engaño y perversidad. Ya verás, mañana todo esto no será sino un mal recuerdo, una pesadilla estúpida. Yo te amo, María Enriqueta.

La rubia dudaba entre el escepticismo y la osadía. Había una incertidumbre que arrojaba una sombra perpleja sobre su faz virginal de soberana de duendes y gnomos.

En el auditorio, Los Enigmáticos terminaban de armar y comprobar los equipos, sintiéndose un tanto turbados, sobre todo Sojito, por la abrumadora cantidad de chicas que les observaban con inefable interés.

—Muchachos, por aquí me preguntan cómo hacen ustedes para tener el pelo tan bonito. Sobre todo él —dijo Julia, contagiada del espíritu distendido del momento y señalando al más nuevo y melenudo de los integrantes del grupo.

—No te evidencies mucho, Julia —replicó Rosita—, que la madre Del Valle cuando lo vio puso cara de mírame y no me toques. Hasta comentó que iba a traer, a escondidas, unas tijeras para darles unos cortes sorpresivos y obligarlos a todos a ir al barbero.

Los muchachos se pusieron tensos.

—¿Qué? ¿Nos quieren emboscar? —preguntó Giancarlo, mesando involuntariamente su erizada cabellera y provocando espontáneas risas entre las chicas.

Julia sentía una extraña curiosidad por el peludo baterista recién incorporado, mezcla fermentada de atracción hacia lo novedoso y de rechazo, matizado de provincianismo, hacia su facha exótica.

—No solamente nos peleamos con los barberos —dijo con sarcasmo zurcido—, sino que, además, rompimos relaciones diplomáticas hasta con los zapateros.

Reconociendo la alusión a sus sandalias, Gonzalo contestó, cortando en seco algunas risillas traviesas:

—Me extraña que unas niñas educadas en la reverencia hacia Dios se burlen del calzado usado por Jesucristo.

—No estamos hablando de Nuestro Señor —ripostó Julia con cierto dejo de indignación derruída—, sino de la manía de querer ser diferentes de los demás por el simple hecho de lucir prendas extravagantes y de no querer cortarse el cabello.

Gonzalo no tardó ni medio segundo en proseguir la ondulosa controversia.

—Si con ello no molesto, ni le hago mal a nadie, todo está bien.

Los demás posaban sus miradas en vaivén, del uno al otro, como en curioso ping-pong.

—Eso sería perfecto —concedió Julia—, si no fuera porque los hippies no se bañan.

Risas contenidas de las chicas.

—Yo también leí eso en las novelitas de Corín Tellado.

Risotadas abiertas de los muchachos.

Una de las monjas del establecimiento, presintiendo poco recomendables —según sus rígidas normas— escarceos entre los jóvenes de ambos sexos, irrumpió con ánimo de deslindar campos.

—Niñas, vamos a la capilla que ya es hora del rosario de las seis. Y ustedes, jóvenes, les agradecería que, si ya terminaron de hacer sus instalaciones, se retirasen hasta las ocho, cuando debe dar inicio la velada.

Las chicas, aleccionadas por la religiosa, se dispusieron a marcharse. Gonzalo vio a Julia alejarse con aire de altiva iracundia rodeada de algunas condiscípulas que parecían comentarle algo sobre lo sucedido.

—¿Cómo se llama ella? —le preguntó a Sojito, con cierta reserva.

—Julia.

—Ay, papaíto, ¡otro más corriendo en este lote! —dijo Giancarlo, con bromista y resignada intención.

A un cuarto para las ocho, la camioneta pánel con la inscripción «La Miguaqueña» se detuvo frente a la casa de los Sojo, detrás del Cadillac El Dorado, en el preciso en que venían saliendo Elena y José Gregorio Livorini.

—Buenas noches, señora Elena. ¿Está Pedro Esteban? —preguntó Pedrarias, apeándose.

—Sí está. Espera un momento que voy y lo llamo —respondió Elena, regresándose al mal iluminado caserón.

Livorini escrutó el raro atuendo del joven con aviesa mirada.

—Caramba, yo creía que la fiesta de los locos era el veintiocho de diciembre —dijo, rematando la ocurrencia con una risotada vulgar—, porque no me dijeron nada... cuaj cuaj cuaj cuaj...

—No se preocupe que lo vamos a invitar a la de los imbéciles —masculló Pedrarias, sin perder el aplomo.

El lento cacumen de Livorini tardó algunos segundos en digerir el velado insulto. Ya empezaba a crispar los puños para darle una lección al espigado adolescente cuando emergió Elena, cosa que lo contuvo.

—En un minuto sale. Vamonós, José Gregorio.

Livorini marchó pesadamente hacia el Cadillac. Ya introduciéndose en él, se tornó brevemente para grabar en su mente el porte de Pedrarias.

—Carajito güevón —rumió, encendiendo el motor.

Luego de recoger a David, Gonzalo y al «Chino» Rivera se detuvieron en casa de Giancarlo.

—Non puode salire —informó, recibiéndoles en la sala de la pequeña quinta, la mamá del musiú tras un denso acento cuajado de dialettale.

—¿Por qué? —preguntó David, el de mas confianza en la casa.

—Ma, perque tiene la media puesta ancora —susurró ella.

Ni corto ni perezoso, David se dirigió hacia la habitación de Giancarlo, abriendo la puerta de improviso y encontrándolo con una media de mujer en la cabeza a guisa de domador de rebeldías capilares.

—Bueno, vale, ¿tú te crees la reina de Inglaterra para ponernos a esperarte toda la vida?

—Es que no se me seca el pelo aún.

—Vente así mismo, que tengo la solución.

Giancarlo salió soportando las puyas de sus compañeros. Abordó «La Miguaqueña» con la media puesta.

—Primo, dele chola por la carretera nacional —urgió David a Pedrarias.

Al llegar a la calzada, la camioneta tomó velocidad de crucero. Giancarlo, a instancias de David, sacó la cabeza por la ventanilla para exponer su contrita cabellera al viento.

—¿Nada todavía, musiú? —gritaba David.

—Está un poquito húmedo aún —respondía Giancarlo.

—Dele largo hasta la gallera, mi llave.

Con lo cual Pedrarias apretaba más a fondo el acelerador.

—Las mechas de este zoquete sí que nos ponen a sufrir —comentó el «Chino», avivando la inercia guasona.

Una estudiantina de niñas de primaria estaba ejecutando, literalmente, una romanza gallega aprendida del acervo de las monjas peninsulares. Los Enigmáticos llegaron a un cuarto anexo, al lado del escenario, donde estaban congregados los participantes en el acto. Desde allí seguían el desarrollo del evento.

—Y ahora, señoras y señores —anunció Ana Verónica Antilano, animadora oficial del asunto—, los dejo con Julia Limardo quien va a doblar «La violetera». ¡Un aplauso para ella!

Vestida como Sara Montiel, la atractiva morena irrumpió en escena llenándola de una sensualidad circular.

—De lo que se perdió «el Bolo» —comentó, en su candorosa vena habitual, Giancarlo.

Aprovechando la atención que sus compañeros dispensaban al acto, Pedrarias se deslizó desapercibido hasta el estacionamiento del colegio. Penetró a La Miguaqueña y aguardó aterido por un nerviosismo empalador.

Resonaron los aplausos. Julia abandonó la escena. Estaba radiante con su maquillaje travieso y su cofia de mozuela gentil. Mientras aguardaba para volver a salir y agradecer la cálida ovación que le rendía el público por su simpática perfomance, sintió que una mano fugitiva dejaba una ofrenda de celofán en la suya. Era una chupeta. Su mirada descubrió la faz crédula, inquietante, dócil, y la silueta broncínea, jovial y brillosa del melenudo de extraña atmósfera. Entró a escena nuevamente y, antes de inclinarse, un impulso brumoso la hizo tornarse y buscarlo entre el abigarramiento de atuendos enmarañados.

Pedrarias desfallecía dentro de la escafandra de su zozobra pétrea. El aire de la humedad nocturna se le colaba por los poros y por los ganglios. Prendió otro cigarrillo con la colilla del anterior. Su vista paneaba la fachada del colegio en busca de un signo esperanzador.

La cabellera rubia de María Enriqueta delató su proceloso trayecto. El corazón de Pedrarias dio un vuelco. Encendió las luces del vehículo dos veces. La muchacha reconoció la señal. Miró hacia atrás, cautelosa y, por fin, se decidió a cruzar el sendero que unía la entrada con el estacionamiento. La luz funeraria de los faroles de mercurio hacía que su sombra pareciera no querer seguirla. Sus pasos iban adquiriendo mayor velocidad en un crujiente apresuramiento.

—¡María Enriqueta! —una voz a tientas hormigueó entre los párpados de la noche.

La rubia se congeló como estatua de sal. El resplandor acuoso de la penumbra permitía advertir un culposo temblor de víctima abochornada. Las manos de Pedrarias se aferraron a la tensión acongojada de su ánimo.

María Enriqueta reconoció la voz de María Auxiliadora, su hermana. Estaba arribando al colegio justamente en ese instante acompañada, para variar, de María Mercedes y de los maridos de ambas. Tuvo que hacer un esfuerzo oceánico para no delatar su rabia.

—¿Para dónde vas, María Enriqueta? Se supone que debes actuar con el grupo de baile. ¿O es que acaso piensas perder la ocasión de estrenar ese precioso traje de reina de las hadas que te mandó a confeccionar mamá con la señora Raquel?

—Caramba, cuñadita —dijo el de María Mercedes—, no es bueno estarse desplazando a solas por estas oscuridades. Mira que cualquier lobo feroz puede estar rondando.

—No digas esas cosas, Fernando Augusto, que son pavosas —terció María Mercedes.

—¿A quién se le ocurre, sino a la cuñadita —intervino el de María Auxiliadora—, salir escondida a hablar con las estrellas de la noche? Si no fueras tan bonita, cuña, diría que tu sempiterna ensoñación es signo de una oculta vocación de monja.

En eso hizo irrupción el Jeep Commander de Alfredito Enrile quien, al ver a María Enriqueta, descendió presuroso con intenciones de ofrecerse como escolta exclusivo. El taconeo de sus botas vaqueras sobre el asfalto estuvo a punto de hacer reventar a Pedrarias en su estrujada impotencia.

—Caramba, mira quién llegó —dicharacheó el de María Mercedes—: nada menos ni nada más que el campeón coleador de Santa Narda de Miguaque.

Alfredito se esponjó, creyendo ganar puntos. María Enriqueta pasaba las de Caín para disimular su desánimo y su cólera.

—Bueno, ¿qué hacemos aquí? Vamos para adentro que mamá debe estarnos esperando —comandó María Auxiliadora— y, además, de nuevo esta noche mi hermanita va a demostrarnos quién es la soberana de la elegancia y la hermosura. ¿No es verdad, María Enriqueta?

Al verlos dirigirse al interior del colegio, Pedrarias descargó todo su afrentoso desaliento en un estallido de ira naufragada. Maldiciendo mil veces para sus adentros decidió apersonarse nuevamente en el auditorio.

—Quisiera, en nombre de las integrantes del comité pro-graduación —explicó Ana Verónica Antilano con ínfulas de veterana de la animación—, agradecer la presencia de todas y todos ustedes y su invalorable colaboración para el éxito de este acto cultural. Y, como punto final, quiero dejarles en la compañía del mejor conjunto de música moderna, por no decir el único, de Santa Narda de Miguaque. Señoras y señores, quedan con ustedes... ¡Los Enigmáticos!

La batería de Gonzalo empezó a desmigajar una apretada síncopa. Las luces parpadeaban, subiendo y bajando de intensidad en forma alternada. Todas las personas presentes, sintiendo la ruptura de la trayectoria previsible y monocorde de lo que hasta ese momento había sido la velada, volcaron su atención hacia las cuatro figuras contrastadas que estaban sobre el entablado, vestidos con chaquetas tipo Mao, pantalones de pana acampanados y zapatos de gamuza. Un cortado redoble y las guitarras labraron la introducción. Sojito cantaba la melodía con voz rasposa y agresiva, sustituyendo con onomatopeyas las palabras en inglés que desconocía.

Under my thumb
there’s a girl
who wants happiness...

—¿Dónde te habías metido, María Enriqueta? —intentó hacerse oír María Esperanza por sobre el estruendo de la frenética canción. La muchacha se hizo la desentendida y enfiló rumbo al cuarto anexo al escenario.

El fraseo abrasivo de Sojito se combinó gimnásticamente con los bramidos suplicantes de la Telecaster de David para finalizar el número en un acelerado intercambio de chillidos metálicos y estridencias relampagueantes. No habituada al elevado volumen de los instrumentos, la generalidad del público se quedó en neutro. Los esporádicos y escasos aplausos no amilanaron a David.

—Esta gente no está acostumbrada a esta música tan violenta. Pero no importa. Vamos p’alante con «Una señal chiquita». Un... dos... tres...

Dicho y hecho, arrancó con los acordes de la tonada sin dar tiempo a sus compañeros de asimilar la frialdad e incomprensión de la audiencia.

Pablito Awad apareció en la puerta principal del auditorio. Aun cuando se había marchado disgustado el día anterior del ensayo, la adicción al brillo y boato de los reflectores y amplificadores lo determinó a hacerse presente en el acto cultural.

—Adiós carrizo, «Bolondrito» —lo increpó José Miguel Moros— ¿qué haces aquí abajo? Sube y lúcete con «Una señal chiquita», mira que ésa es la mejor que cantas.

Estimulado por el espaldarazo, «el Bolondrito» se dirigió al escenario. Ya iba a encaramarse cuando sintió una mano cerril sobre su hombro.

—Usted no sube, compañerito, y si lo hace le clavo cuatro coñazos aquí mismo, delante de todo el mundo —le dijo, con frialdad nazi, Pedrarias, todavía lívido por la rabia del anticlímax del estacionamiento.

«El Bolondrito» tomó las de villadiego. David seguía cantando.

Sólo dame una señal chiquita
oh, nena
y dime que me quieres
oh, sí...

Rosita, Julia, María Enriqueta y el «Chino» Rivera acompañaron el ritmo con sus palmas, contagiando poco a poco al resto de las muchachas del colegio con el regocijo de la canción. La madre Del Valle lo observaba todo con el entrecejo fruncido. El aplauso esta vez fue muchísimo más cálido.

—Nuestro tercer número —manifestó David, sin dar tregua y secándose el copioso sudor con la manga de la chaqueta— es una de las canciones más bellas que hemos escuchado últimamente. Esperamos que ustedes también compartan esa opinión. Es de una banda inglesa que se llama Procol Harum y se llama «Con su blanca palidez».

—Ésa no la hemos ensayado —le susurró Sojito a Giancarlo.

—Agarre su batería, gallo, porque ésa la montó la semana pasada David con el flaco —respondió el musiú, entregándole el bajo a Pedrarias.

—¡Pedrarias, mi amor! —se escuchó chillar una fingida voz atiplada.

—Nos fregamos, muchachos: ¡llegó «el Búlgaro»! —clarificó el «Chino» Rivera haciéndose oír entre las risotadas y el gesto enfadado de la madre Del Valle.

El órgano de Giancarlo marcó la introducción y David acometió la pieza con seguridad. Sojito marcaba los tiempos con su acostumbrado beat pesado y denso. Gonzalo tomó la pandereta y las maracas.

Turn a whiter
shade of paaaaale...

—Parece música de iglesia, ¿verdad? —opinó Ana Verónica.

María Enriqueta le dirigió una sonrisa indulgente.

Al terminar el número, David, con su habitual ímpetu y sin previo anuncio, arrancó con la canción de moda en ese momento, obligando a las muchachas a subir al escenario a bailar. Julia, con sus galas de violetera, Rosita y María Enriqueta, todavía en facha de núbiles sílfides, marcaron la pauta con graciosos y festivos movimientos al compás de la cadencia.

Mi limón, mi limonero
entero me gusta más
un inglés dijo ye-yé, o-ye-yé
un francés dijo o-la-lá

Disipada la frialdad inicial, la mayoría de la audiencia coreaba la melodía bajo la guía sudorosa de David. Gonzalo se acercó, pandereta y maracas en mano, como quien no quiere la cosa, al lado de Julia y la acompañó con simétricos pasos de baile.

—¿Y dónde dejaste las sandalias de nuestro señor? —le preguntó, ya alejada de su ánimo toda antipatía y sin perder la continuidad coreográfica.

—Pienso cambiárselas a la virgen María por unas violetas —contestó Gonzalo, satisfecho a plenitud con la cálida sonrisa que dibujó Julia en su bonito rostro.

La madre Del Valle intercambiaba recelosas miradas con María Esperanza.

El escenario estaba pletórico de chicas y chicos en vistoso jolgorio, todos bailando ordenadamente al ritmo de la pegajosa melodía. Pedrarias realizaba ingentes esfuerzos para no perderse con el bajo a la par que observaba a María Enriqueta aparentar, a duras penas, indiferencia hacia él.

—Giancarlo agarra el bajo. Sojito vente. Gonzalo a la batería —ordenó David, sin darse tregua una vez terminada la canción.

—¿No se cansa nunca? —preguntó Rosita.

—Mejor es que no se canse —arguyó el «Chino», notando el ya evidente disgusto en el semblante de la madre Del Valle.

Dando vueltas y vueltas
te podrás encontrar
con alguien a quien puedas
brindarle tu querer.
cuando eso te suceda
ven y házmelo saber

Nuevamente, David había arrancado solo, obligando a los demás a seguirlo con la resolución particular que él imprimía a la pieza. Al cabo de dos minutos, ya no había confusión. La energía atávica del rock’n’roll se desataba sin cortapisas.

Ya liberado del bajo, Pedrarias hizo un intento de aproximarse a su rubia enamorada. María Enriqueta, con mirada suplicante y angustiada, le dio a entender que no lo hiciera. Evidentemente, el panorama se había nublado con la cercanía de María Esperanza. El ansiado proyecto de fuga quedaba abortado. En búsqueda de magnética catarsis para reprimir su ira, el ex monaguillo se dejó llevar por el atronador ritmo que se desbocaba, ya sin freno, en el abarrotado escenario inundado por transmutantes luces de colores.

En la siguiente entrada, luego del ululante solo por David, Sojito se le adelantó, machacando en zarraspatroso inglés, más intuido fonéticamente que cualquier otra cosa, con belicoso estilo:

Well, it sounds so sweet
I gotta take me a chance
rose out of my seat
I just had to dance
started movin’ my feet
and clappin’ my hands

Ya no era la misma canción, incitante a un mero baile de adolescentes bien peinados y pulcramente vestidos. Ahora todos percibían la calidad salvaje y rebelde de la verdadera esencia rockera en el marco de un adocenado colegio de monjas. Impelidos por blasfemias infinitas, la muchachada experimentaba un hormigueo de chispas invisibles. De todos ellos, el más frenético resultaba ser Pedrarias. Se movía cual poseso en electroshock, inmerso en mímicas de inspirado guitarrista y de alocado bailarín. En la cresta de su trance, tomó el micrófono y obligó a su garganta a desentrañar un matorral de bufidos y lascivos cantos tribales que se urdía con el cada vez más feroz tempo de sus compañeros.

Sojito lo contrapunteaba con cacofonías cartesianas. David castigaba el cuerpo multipuntiagudo de su guitarra, obteniendo barrocas distorsiones. Giancarlo martirizaba las gruesas cuerdas del bajo con cavernosa fruición, dejando oscilar su enmarañada melena en alarde de obstinación suicida. Gonzalo sentía que sus manos eran cazas a reacción que descendían en picado sobre los platillos y sus pies eran arietes maléficos repujando el bombo y el high hat. La jarana comenzaba a exudar sensualidad indomable.

Pedrarias parecía un tren descarriado.

Ahí viene la plaga
me gusta bailar
y cuando está rocanroleando
es la reina del lugar...

La madre Del Valle, intuyendo un incendio absurdo en su cotarro, irrumpió altanera, encimándose como una tromba entre sus alumnas.

—¡Basta, basta, basta!

Callaron los instrumentos, salvo la batería de Gonzalo, mas no por voluntad de los músicos. Una de las monjas, cumpliendo órdenes de la madre Del Valle, se acercó hasta el tablero eléctrico y apagó varios breakers. Los reflectores de colores enmudecieron y fallecieron, también, los ventiladores que pugnaban por refrescar el calor sopero del auditorio.

—Pero, ¿qué significa esto? ¿Es que acaso son ustedes unos salvajes para contonearse de esa forma? —el dejo castizo de la madre Del Valle se mimetizaba en gruesos goterones de sudor que le bajaban por las sienes—. Mañana por la mañana hablaré con el padre Carrasco para informarle del atroz comportamiento que vosotros habéis mostrado esta noche. Se suponía que esto era un acto cultural y familiar, para reafirmar los lazos de armonía cristiana que todos debemos respetar. Pero lo habéis convertido en una vulgaridad, sonsacando a estas niñas de buenas y decentes familias...

Pedrarias, muy cercano a la madre Del Valle, se volteó, fabricando una mueca estrábica y aullando como un bólido bestializado:

—¡¡¡Oooooooouuuuuuuuummmmmmmmmmmmmm!!!

Lo cual terminó de sacar de quicio a la madre Del Valle:

—¡Fuera de aquí, salvajes! ¡Fuera!

Pedrarias pretendía seguir con la comedia, viéndose contenido por David.

—Vamonós, pana, no sigas con eso. Recojamos los corotos y larguémonos.

María Esperanza subió a ofrecer su solidaridad a la madre Del Valle, tomando a María Enriqueta de un brazo con la intención de apartarla del grupo de insolentes jovenzuelos.

—No se preocupe, señora Alvarenga. Bien sabré yo hacer que el padre Carrasco se encargue de estos golfos.

—Madre, si me necesita para algo estoy a su disposición. Y tú —María Esperanza vio a su hija con evidente indignación—, ponte en camino. En la casa hablaremos largo y tendido.

Todas las mamás llamaron al botón a sus hijas. El «Chino» y Gonzalo vieron, con expedita impotencia, cómo Rosita y Julia procedían a marcharse, saeteándolos con miradas impregnadas de triste connivencia.

Luego de depositar los instrumentos y amplificadores en el galpón del señor Viera, los muchachos no sabían de qué manera tomársela.

—Bueno, Pedrarias, tampoco fue para tanto —dijo el «Chino»—. Desamarra esa cara. Parece que te hubiera pasado un camión por encima.

Gonzalo intervino para paliar la molestia de sus amigos.

—Si quieren, podemos irnos para mi casa. Mi tío se fue esta tarde para Valencia y estoy solo. Compramos un par de botellas y nos ponemos a oír música. Así se nos pasa la calentera.

—Chévere —aseveró Giancarlo—. Caifás todo el mundo con la plata y nos vamos para allá.

—¿Para qué dinero? —se dignó, por fin, Pedrarias a hablar asiendo, ejecutivamente, tres botellas de escocés.

Ya instalados en casa de Gonzalo, descargaron durante un buen rato la tensión rememorando los incidentes de la noche y bromeando sin parar.

—David, ven a ver —llamó Sojito, en cuclillas ante una arrumazón de discos.

—¿Qué? —dijo David, acercándose.

—Mira lo que tiene este chamo. Jimi Hendrix, Jefferson Airplane, The Who. Ninguno de estos los tienes tú.

—Gonzalo, ¿dónde los conseguiste? —preguntó David, examinando más de cerca la prolija colección.

—Me los trajo un primo, del Norte —contestó el aludido, extrayendo un alijo del bolsillo—. ¿Quieren?

Eric Clapton se desgañitaba en las cornetas cantando Sunshine of your love.

—¿Qué es eso? —preguntó David.

Gonzalo desempaquetó el contenido, dejándolo a la vista.

—Parece manzanilla —dijo Sojito.

Pedrarias se acercó, curioso. Gonzalo comenzó a liar un rústico cigarrillo.

—¿Y te vas a fumar esa vaina? —intervino Giancarlo, sirviéndose una ambarina porción de scotch.

Gonzalo encendió su cigarrillo. Un penetrante olor a monte quemado se esparció por doquier. Después de cuatro largas chupadas, inhalando a plenitud el espeso humo sin dejar escapar la más mínima porción, se lo ofreció a David.

—No, gracias. Yo no fumo eso.

Los demás sí compartieron, en especie de rito casi épico, imitando el procedimiento de Gonzalo, devenido en sumo pontífice. Al «Chino» le dieron ganas de reír sin saber por qué. Los otros se contagiaron de contagiada euforia, intercambiando conjuros geométricos y fantasías más inapelables que un pedazo de plastilina metafísica.

—Sí, señor, definitivamente está muy bueno este machiche —sentenció perentoriamente Gonzalo.

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Fecha de publicaciónAgosto 2002
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